Está inclinado sobre la mesa de escribir y tiene miedo de los exámenes finales; siente el mismo temor en la facultad que en el bachillerato, porque está acostumbrado a enseñarle a la mamá la libreta de calificaciones llena de matrículas y no quiere darle un disgusto.
¡Pero qué insoportable falta de aire hay en esta pequeña habitación praguense en la que vagan por los aires los ecos de las canciones revolucionarias y se asoman a la ventana fantasmas de hombres enormes con martillos en las manos!
¡Estamos en 1922, han pasado cinco años desde la gran revolución en Rusia y él debe seguir agachado sobre el manual y tiene que pasar miedo antes del examen! ¡Qué condena!
Finalmente, deja el manual a un lado (ya es noche cerrada) y sueña con un poema que tiene a medio hacer; escribe sobre el obrero Jan que quiere matar el sueño de una vida hermosa haciéndolo realidad; en una mano tiene un martillo y en la otra la cintura de su amada y avanza así, acompañado por sus camaradas, hacia la revolución.
Y el estudiante de derecho (claro, se trata de Jiri Wolker) ve en la mesa sangre, mucha sangre, porque
Cuando los grandes sueños se matan
corre mucha sangre
Pero él no tiene miedo a la sangre, porque sabe que, sí ha de ser un hombre, no debe tenerle miedo a la sangre.