Pero también Jaromil tenía que someterse a examen cuando informaba ante el comité. Debía responder a las preguntas de aquellos jóvenes severos y ansiaba hablar de tal modo que sus palabras les gustasen: cuando se trata de la educación de la juventud, cualquier compromiso es un crimen. No se puede permitir que permanezcan en la facultad los profesores que tienen ideas viejas: el futuro ha de ser nuevo o si no, no existirá. Y no es posible tener confianza en los profesores que han cambiado sus opiniones de la noche a la mañana: el futuro sólo puede ser limpio o será vergonzoso.
Si Jaromil se había transformado en un funcionario que no admitía ninguna clase de compromisos y que intervenía, con sus informes, en la vida de las personas maduras; ¿podemos afirmar aún que seguía huyendo? ¿No parece, más bien, que ya había alcanzado su objetivo?
De ningún modo.
Cuando tenía seis años, su mamá hizo que fuera un año menor que el resto de sus compañeros; sigue siendo todavía un año menor. Cuando habla de un profesor que tiene ideas burguesas, no está pensando en él, sino que mira con angustia a los ojos de los jóvenes y observa su propia imagen en ellos; del mismo modo en que controla en casa, frente al espejo, su sonrisa y su peinado, controla en los ojos de ellos la firmeza, la virilidad, la dureza de sus palabras.
Sigue rodeado de una pared de espejos y no ve más allá de ella.
Porque la madurez no puede dividirse; la madurez es completa o no es. Mientras siga siendo un niño en otro sitio, su participación en los exámenes y sus informes sobre los profesores sólo serán una forma de seguir corriendo.