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—Jaromil, ¿qué te pasa? —la cálida intimidad de la pregunta hizo que brotaran lágrimas de sus ojos; no podía huir y la mamá continuó—: Si eres mi niño. Si te conozco de memoria. Yo sé todo lo que te ocurre aunque tú no me cuentes nada.

Jaromil miraba hacia un lado, avergonzado. Y la mamá seguía hablando:

—No me mires como a tu madre, piensa que soy una amiga tuya, algo mayor que tú. Si confiaras en mí seguramente te sentirías mejor. Yo sé que te pasa algo. —Y añadió bajando la voz—: Y sé que es por culpa de alguna chica.

—Sí, mamá, estoy triste —reconoció, porque la cálida atmósfera de comprensión mutua lo encerraba y no podía escapar de ella—. Pero me es difícil hablar de eso…

—Yo te comprendo; pero no pretendo que me cuentes nada ahora, sólo quiero que sepas que me lo puedes decir todo cuando quieras. Fíjate. Hoy hace un día precioso. He quedado con un par de amigas, para dar un paseo en barco. Ven con nosotras. Deberías distraerte un poco.

Jaromil no habría querido ir por nada del mundo, pero no encontró ninguna excusa; además, estaba tan cansado y tan triste que no tenía ni siquiera energías para defenderse, así que se encontró, sin saber cómo, de excursión entre cuatro señoras en la cubierta de un barco.

Las señoras tenían todas la edad de la mamá y Jaromil les sirvió de tema de conversación; se extrañaron mucho de que se hubiera ya graduado; constataron que se parecía a su madre; les llamó mucho la atención que hubiera decidido inscribirse en la facultad de ciencias políticas (estaban de acuerdo con su madre en que no era la escuela apropiada para un chico tan sensible) y, por supuesto, le preguntaron, bromeando, si ya salía con alguna chica. Jaromil las odiaba en silencio pero veía que la mamá estaba contenta y por consideración hacia ella sonreía disciplinadamente.

Luego el barco se detuvo y las damas, con su joven acompañante, descendieron a la orilla repleta de gente semidesnuda y buscaron un sitio para tomar el sol; sólo dos tenían bañadores, la tercera desnudó su cuerpo gordo y blanco, hasta que quedó cubierto únicamente por unas bragas color rosa y un sostén (no le producía vergüenza alguna la intimidad de la ropa interior, seguramente se sentía púdicamente oculta tras su propia fealdad). La madre dijo que ella tenía bastante con tomar el sol en la cara, que elevaba hacia arriba entornando los ojos. Pero, en cambio, las cuatro estaban de acuerdo en que el joven debía desnudarse, tomar el sol y bañarse: la mamá ya había pensado en eso y le había traído el bañador.

Desde un restaurante cercano llegaban hasta allí las canciones de moda que llenaban a Jaromil de melancolía; las chicas y los chicos, tostados por el sol, en bañadores, pasaban junto a él y a Jaromil le parecía que todos lo miraban; aquellas miradas lo envolvían como fuego; trataba desesperadamente de que nadie se percatara de que estaba con aquellas cuatro señoras mayores; pero, en cambio, las señoras hacían todo lo posible para que se notara que estaban con él y se comportaban como una sola madre con cuatro cabezas charlatanas; insistían en que debía bañarse.

—No tengo dónde cambiarme —se defendía.

—Qué tontería, nadie se va a fijar en ti, tápate con una toalla —le dijo la señora gorda de las bragas rosas.

—Es que le da vergüenza —rió la mamá, y todas las demás señoras rieron con ella.

—Hemos de respetar su vergüenza —dijo la mamá—. Ven, cámbiate aquí, detrás de esta toalla y nadie te verá —dijo extendiendo con los brazos una gran toalla blanca, que debía ocultarlo ante las miradas de la playa.

Él se echó hacia atrás y la mamá con la toalla fue tras él. Él retrocedía ante ella y ella lo seguía constantemente, de modo que parecía como si un gran pájaro con las alas blancas persiguiera a una víctima que huía.

Jaromil retrocedió, retrocedió y finalmente dio la vuelta y echó a correr.

Las señoras lo miraban sorprendidas: la mamá seguía con la gran toalla blanca extendida y él corría entre los jóvenes cuerpos desnudos, hasta que se les perdió de vista.