En aquellos días hizo la reválida. Con gran pena se despidió de los compañeros con quienes durante ocho años había asistido a clase y le pareció que la madurez oficialmente certificada se extendía ante él como un desierto. Un día se enteró (por pura casualidad: encontró a un chico a quien conocía de las reuniones en la casa del hombre de pelo negro) que la universitaria de las gafas se había enamorado de un compañero de carrera.
Después se encontró con ella; ella le dijo que a los pocos días se iba de vacaciones; apuntó su dirección; no hizo mención de que se había enterado de sus amores; le daba miedo hablar del tema; temía acelerar la separación; estaba contento de que no lo hubiera abandonado completamente, a pesar de que anduviera con otro; estaba contento de poder darle un beso de vez en cuando y de que lo considerase al menos como amigo; se sentía horriblemente vinculado a ella y era capaz de dejar de lado todo su orgullo; era la única figura viva en el desierto que veía ante sí; se aferraba angustiosamente a la esperanza de que aquel amor que ahora apenas humeaba, pudiera un día volver a arder.
La estudiante se fue y en vez de ella le quedó un verano sofocante, como un largo túnel asfixiante. La carta que había enviado a la universitaria caía por ese túnel (una carta llorosa y suplicante) y caía sin respuesta. Jaromil pensó en el auricular del teléfono, colgado en la pared de su habitación; desgraciadamente, adquirió de pronto un sentido vital; un micrófono con los cables cortados, una carta sin respuesta, una conversación con un sordo…
Y, entretanto, las mujeres con vestidos ligeros flotaban por las aceras, las canciones de moda llegaban a las calles a través de las ventanas, los tranvías pasaban abarrotados de gente con sus trajes de baño y toallas en sus bolsos y el barco partía por el Vltava hacia abajo, hacia el sur, hacia los bosques…
Jaromil estaba abandonado y sólo los ojos de la mamá lo observaban y permanecían fieles junto a él; pero eso era precisamente lo insoportable, que había siempre unos ojos que desnudaban su abandono, que quería permanecer oculto e invisible. ¡No soportaba las miradas ni las preguntas de la mamá! Huía de la casa y regresaba tarde para acostarse inmediatamente.
Hemos dicho que no estaba hecho para la masturbación sino para el gran amor, pero aquellas semanas se masturbaba desesperada y furiosamente, como si quisiera castigarse a sí mismo con un actividad tan baja y vergonzosa. Luego solía dolerle la cabeza durante todo el día, pero ese dolor le resultaba casi agradable, porque le ocultaba la belleza de las mujeres con sus vestidos ligeros y atenuaba las melodías descaradamente anhelantes de las canciones de moda; así, ligeramente atontado, era capaz de cruzar a nado la interminable superficie del día.
Y la carta de la estudiante no llegaba. ¡Si al menos le llegara alguna otra carta! ¡Si alguien quisiera penetrar en su vacío! ¡Si el poeta famoso a quien Jaromil había mandado su poema, se dignara, por fin, enviarle unas palabras! ¡Oh, si al menos él le escribiera unas cuantas frases cordiales! (Sí, ya hemos dicho que hubiera dado todos sus versos porque se le reconociera como hombre, pero es preciso que terminemos la frase; puesto que no se le reconocía como hombre, lo único que podía consolarlo un poco era ser considerado al menos poeta).
Ansiaba llamar una vez más la atención de aquel famoso poeta. Pero no quería hacerlo con una carta, sino de una forma explosivamente poética. Un día salió de su casa con un cuchillo afilado. Dio vueltas largo rato alrededor de una cabina de teléfonos y cuando estuvo seguro de que no había nadie en los alrededores, se metió dentro de la cabina y cortó el auricular con un trozo de cable. Todos los días lograba cortar algún aparato hasta que al cabo de veinte días (¡las cartas de la chica y del poeta seguían sin llegar!) consiguió reunir veinte auriculares. Los metió en una caja, envolvió la caja y la ató con un cordel; escribió la dirección del poeta famoso y la suya como remitente. Excitado llevó el paquete a correos.
Cuando se alejaba del mostrador alguien le dio una palmada en la espalda. Se volvió y reconoció a su compañero de la escuela primaria, al hijo del conserje. Se alegró de verlo (¡cualquier suceso era bien recibido en aquel vacío sin acontecimientos!), se puso a charlar con él agradecido y cuando se enteró de que su compañero de clase vivía cerca de correos, casi lo obligó a que lo invitara a su casa.
El hijo del conserje ya no vivía con sus padres en el colegio, tenía su propio apartamento, con una habitación sola.
—Mi mujer no está en casa —explicó mientras entraban en la salita. Jaromil no tenía ni idea de que su amigo estuviera casado.
—Pues claro que sí, ya va a hacer un año —dijo el compañero con tal suficiencia y tal naturalidad que a Jaromil le dio envidia.
Luego se sentaron en la habitación y Jaromil descubrió junto a la pared una cuna con una criatura; se dio cuenta de que mientras su compañero era un padre de familia él era un simple masturbador.
El compañero sacó del armario una botella de aguardiente y llenó dos vasos, mientras Jaromil pensaba que él no tenía en casa ninguna botella propia, porque su madre le habría preguntado mil veces para qué la necesitaba.
—¿A qué te dedicas? —le preguntó Jaromil.
—Soy policía —contestó el compañero de clase, y Jaromil se acordó del día en que él estaba con el cuello envuelto junto a la radio y se oía a las masas gritando sus consignas. La policía había sido el mayor soporte del partido comunista, así que seguramente su compañero de curso había estado aquellos días con las masas en pie de lucha, mientras Jaromil estaba en casa con su abuelita.
Efectivamente, su compañero de curso había estado realmente en las calles y hablaba de aquello al mismo tiempo con orgullo y prudencia, de modo que Jaromil sintió la necesidad de darle a entender que estaban unidos por las mismas convicciones; le habló de las reuniones en la casa del hombre de pelo negro. «¿El judío ese? —dijo el hijo del conserje, sin demasiado entusiasmo—. Sé prudente, ¡ése es un tío de cuidado!».
El hijo del conserje se le seguía escapando, estaba todavía un poco más arriba que él y Jaromil ansiaba ponerse a su altura. Con voz apesadumbrada dijo:
—No sé si lo sabes, pero mi padre murió en el campo de concentración. Desde entonces sé que el mundo tiene que cambiar radicalmente y sé cuál es el sitio que me corresponde.
Por fin, el hijo del conserje hizo un gesto afirmativo de comprensión; siguieron charlando durante mucho tiempo y cuando hablaban de su futuro, Jaromil repentinamente afirmó:
—Quiero hacer ciencias políticas. —Él mismo se quedó sorprendido de lo que había dicho; como si aquellas palabras se hubieran adelantado a sus pensamientos, como si hubiera decidido, sin él y en lugar suyo, su futuro—. Ya sabes —continuó—, mamá querría que hiciera estética o francés o yo qué sé, pero a mí eso no me interesa. Eso no es la vida. La vida real es lo que tú haces.
Y cuando salió de la casa del hijo del conserje le pareció que había vivido el día del esclarecimiento definitivo.
Hacía sólo unas horas enviaba por correo un paquete con veinte auriculares y creía que aquélla era una llamada fantástica y maravillosa con la que pedía al gran poeta que le respondiera, que de este modo le enviaba como regalo su espera vana, el deseo de oír su voz.
Pero la conversación con el compañero del colegio, que había seguido a continuación (¡y él estaba seguro de que no había sido una casualidad!), había otorgado a su acto poético precisamente una significación contraria: no se trataba de un regalo y de una llamada suplicante; en absoluto, él le había devuelto orgullosamente al poeta toda la vana espera; los auriculares cortados eran las cabezas cortadas de su propia entrega y Jaromil se las enviaba de vuelta al poeta con una carcajada, igual que el sultán de los turcos le mandaba al jefe de los cristianos las cabezas cortadas de los cruzados.
Ahora lo había comprendido todo: toda su vida había sido una espera en una cabina abandonada, junto al auricular de un teléfono con el que no se podía llamar a ninguna parte. Ante él sólo había una salida: ¡salir de la cabina abandonada, salir rápidamente!