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Tal vez llegó a pensar que la tristeza y el ansia de consuelo (el poeta famoso seguía sin contestarle) pueden justificar cualquier actitud insólita y fue a casa del pintor sin previo aviso. Al entrar en la antesala advirtió, por el sonido de las voces, que había otras personas en la habitación y su intención hubiera sido disculparse rápidamente y marcharse; pero el pintor lo invitó cordialmente a pasar al estudio y le presentó a sus huéspedes, tres hombres y dos mujeres.

Jaromil se dio cuenta de que se ruborizaba bajo las miradas de los cinco desconocidos, pero al mismo tiempo se sintió halagado; y es que el pintor, al presentarlo, dijo que escribía unos versos excelentes y se refirió a él como a alguien de quien los huéspedes ya habían oído hablar. Fue una sensación muy agradable. Luego, sentado ya en el sillón, y mientras echaba una mirada por el estudio, comprobó con gran satisfacción que las dos mujeres presentes eran más bellas que su estudiante. ¡Con qué extraordinaria naturalidad cruzaban las piernas, echaban la ceniza de sus cigarrillos en los ceniceros y unían en frases extravagantes términos cultos y palabras vulgares! Jaromil se sentía como en un ascensor que sube hacia alturas maravillosas, hasta las cuales no alcanzaba a llegar la voz dolorosa de la chica de las gafas.

Una de las mujeres le preguntó amablemente qué tipo de versos escribía. «Versos», encogió los hombros con timidez. «Magníficos», agregó el pintor y Jaromil agachó la cabeza; la otra mujer lo miró y dijo con voz aguda: «Rodeado por nosotros, parece Rimbaud acompañado por Verlaine y sus amigotes en el cuadro de Fantin Latour. Un niño entre los hombres. Dicen que Rimbaud, cuando tenía dieciocho años aparentaba trece. Usted también —se dirigió a Jaromil— parece un niño».

(No podemos dejar de señalar que aquella mujer se inclinaba sobre Jaromil con la misma ternura feroz con la que sobre Rimbaud se inclinaban las hermanas de su maestro Izambard —aquellas famosas cazadoras de piojos— cuando buscó refugio junto a ellas después de uno de sus largos vagabundeos y ellas lo lavaron, lo limpiaron y le quitaron los piojos).

—Nuestro amigo —dijo el pintor— tiene la suerte, que de todos modos no habrá de durarle mucho, de no ser ya un niño y no ser aún un hombre.

—La pubertad es la edad más poética —dijo la primera mujer.

—Te asombrarías —dijo el pintor con una sonrisa— de lo extraordinariamente acabados y maduros que son los versos de este joven totalmente inacabado, inmaduro y virginal…

—Efectivamente —asintió uno de los hombres, dando a entender que conocía los versos de Jaromil y que estaba de acuerdo con los elogios del pintor.

—¿No piensa usted editarlos? —le preguntó a Jaromil la mujer de la voz aguda.

—La época de los héroes positivos y de los bustos de Stalin no será demasiado favorable para su poesía —dijo el pintor.

La alusión a los héroes positivos fue la aguja que volvió a cambiar la vía de la discusión hacia los temas a los cuales se habían referido antes de la llegada de Jaromil. Jaromil conocía bien estos temas, y hubiera podido incorporarse fácilmente al debate, pero ahora no oía absolutamente nada de lo que se decía. En su cabeza resonaba una y mil veces que parecía que tuviera trece años, que era un niño, que era virgen. Él sabía, por supuesto, que nadie había pretendido ofenderlo y que el pintor, en especial, admiraba sinceramente sus versos, y eso era precisamente lo peor; ¿qué le importaban en este momento sus versos? Renunciaría mil veces a la madurez que tenían si con eso pudiera lograr su propia madurez. Daría todos sus versos por un solo coito.

El grupo discutía acaloradamente y Jaromil tenía ganas de marcharse. Pero se encontraba en tal estado de depresión que era incapaz de pronunciar una frase para anunciar su marcha. Temía oír su propia voz: temía que esa voz temblase o tartamudease y volviera a dejarlo nuevamente delante de todos en evidencia, como un niño inmaduro de trece años. Hubiera deseado ser invisible, huir de puntillas a algún lugar lejano, dormirse y dormir durante mucho tiempo y despertarse dentro de diez años, cuando su cara hubiera envejecido y se hubiera cubierto con las arrugas de un hombre.

La mujer de la voz aguda se dirigió nuevamente a él: «¿Por qué está tan callado, niño?».

Balbuceó algo como que le gustaba más oír que hablar (a pesar de que no estaba escuchando absolutamente nada) y le pareció que no tenía escapatoria en la sentencia pronunciada por la estudiante y que la condena que lo había vuelto a hundir en la virginidad como un estigma que llevara grabado (Dios mío, todos se daban cuenta deque no había conocido mujer), había sido confirmada nuevamente.

Y como sabía que todos lo miraban, se despertó en él la conciencia dolorosa de su propio rostro y comprobó casi horrorizado que lo que tenía en la cara ¡era la sonrisa de la mamá! La reconoció con absoluta seguridad, esa sonrisa fina y amarga, sintió que la tenía pegada a la boca y que era incapaz de deshacerse de ella. Sintió que tenía a la mamá incrustada en la cara, que la mamá se le había pegado como el capullo se pega a la larva, a la que no le quiere reconocer el derecho a la propia apariencia.

Y estaba entonces sentado, entre adultos, oculto tras la mamá que lo abrazaba y tiraba de él para que no penetrara en ese mundo al que quería incorporarse, ese mundo que se comportaba con él amablemente, pero como si aún no perteneciera a él. Aquello era tan insoportable que Jaromil reunió todas sus fuerzas para sacudir de su cara la de la mamá, para alejarse de aquel rostro; intentó escuchar la conversación.

Estaban hablando de lo que por entonces hablaban con indignación todos los artistas. El arte moderno en Bohemia siempre había estado ligado a la revolución comunista; pero al llegar la revolución, había impuesto como programa incondicional un realismo popular y comprensible y había negado el arte moderno como manifestación monstruosa de la decadencia burguesa.

—Ése es nuestro dilema —dijo uno de los huéspedes del pintor—, traicionar al arte moderno dentro del cual hemos crecido, o a la revolución en la que creemos.

—La cuestión está mal planteada —dijo el pintor—. Cuando la revolución saca de su tumba al arte académico y fabrica por miles los bustos de los jefes de Estado, es que no ha traicionado sólo al arte moderno, sino a sí misma. Es que esa revolución no quiere transformar el mundo, sino todo lo contrario: conservar el más reaccionario espíritu de la historia, el espíritu de la mojigatería, de la disciplina, del dogmatismo, de la fe y de lo convencional. No nos hallamos ante ningún dilema. Como verdaderos revolucionarios, no podemos estar de acuerdo con esta traición a la revolución.

Para Jaromil no hubiese sido ningún problema el desarrollar las ideas del pintor, cuya lógica conocía perfectamente, pero no tenía ganas de aparecer como un alumno estudioso, como un chiquillo esforzado que merece un elogio. Ansiaba rebelarse contra aquella tutela y dijo, dirigiéndose al pintor:

—A usted le gusta tanto citar a Rimbaud: Es necesario ser absolutamente moderno. Estoy completamente de acuerdo con eso. Pero lo que es absolutamente nuevo no es aquello que venimos diciendo desde hace cincuenta años, sino lo que nos choca y nos sorprende. Lo absolutamente moderno no es el surrealismo que ya tiene un cuarto de siglo, sino esta revolución que se realiza precisamente ahora. El hecho de que usted no lo entienda no hace más que confirmar que se trata de algo nuevo.

Le interrumpieron:

—El arte moderno ha sido un movimiento dirigido contra la burguesía y contra su mundo.

—Claro —dijo Jaromil—, pero si hubiera sido verdaderamente consecuente en su negación del mundo actual, hubiera tenido que contar con su propia desaparición. Hubiera debido saber (e incluso hubiera debido desear) que la revolución creara un arte totalmente nuevo, a su propia imagen y semejanza.

—O sea que usted está de acuerdo —dijo la mujer de la voz aguda— en que ahora se destruyan los libros de poemas de Baudelaire, en que toda la literatura moderna esté prohibida y en que a los cuadros cubistas de la Galería Nacional los trasladen rápidamente a los sótanos.

—La revolución es violencia —dijo Jaromil—, eso ya se sabe, y precisamente el surrealismo sabía perfectamente que era necesario expulsar brutalmente a los ancianos del escenario, lo único que no sabía es que él mismo estaba entre esos ancianos.

La rabia producida por la humillación hacía que Jaromil formulara sus ideas, así lo creía él, con precisión y encono. Sólo había algo que lo había sorprendido al pronunciar las primeras palabras: oía nuevamente en su propia voz aquella especial entonación autoritaria del pintor y era incapaz de impedir que su mano derecha dibujara en el aire los movimientos característicos de los gestos del pintor. Se trataba en realidad de un extraño debate del pintor con el pintor, del pintor-hombre con el pintor-niño, del pintor con su propia sombra que se rebelaba. Jaromil se daba cuenta de aquello y eso lo humillaba aún más; por eso utilizaba formulaciones cada vez más duras, para vengarse de los gestos y la voz dentro de los cuales el pintor lo había aprisionado.

El pintor le respondió a Jaromil en dos ocasiones, extendiéndose un tanto en sus razonamientos, pero la tercera vez ya no le contestó. Lo único que hacía era mirarlo, con severidad y dureza; y Jaromil se daba cuenta de que ya nunca podría volver a su estudio. Todos callaron hasta que finalmente habló la mujer de la voz aguda (pero esta vez no habló como si sobre él se inclinase dulcemente, como la hermana de Izambard sobre la cabeza llena de piojos de Rimbaud, sino como si se separase de él, triste y sorprendida):

—Yo no conozco sus versos, pero por lo que he oído de ellos creo que es difícil que puedan ser publicados en este régimen, que ha defendido con tanta vehemencia.

Jaromil se acordó de su último poema sobre los dos ancianos y su último amor; se dio cuenta de que este poema, que tanto amaba, nunca podría ser editado en la época de las consignas alegres y los poemas de agitación, y que si ahora renunciase a él, renunciaría a lo más preciado que tenía, renunciaría a su única riqueza, renunciaría a algo sin lo cual se quedaría absolutamente solo.

Pero había algo que tenía aún más valor que su poema; había algo que aún no tenía, que estaba lejos y que deseaba —la virilidad—; sabía que sólo podría alcanzarla mediante la acción y el coraje; y si el coraje significa atreverse a ser abandonado, abandonado por todos, por la amante, por el pintor y hasta por sus propios poemas, que así sea; está dispuesto a afrontarlo. Y por eso dijo:

«Sí, ya sé que estos poemas son completamente inútiles para la revolución. Es una lástima, porque les tengo cariño. Pero el que a mí me den lástima, desgraciadamente, no es ningún argumento contra su inutilidad». Y volvió a hacerse el silencio y después uno de los hombres dijo: «Eso es horrible», y realmente se estremeció, como si le hubiera dado un escalofrío. Jaromil advirtió que sus palabras les habían producido pánico a todos, que al verlo a él veían la desaparición de todo lo que amaban, de todo lo que daba sentido a sus vidas.

Aquello era triste pero también hermoso: Jaromil perdió por un momento la sensación de ser un niño.