Eran las seis de la tarde, la universitaria lo recibió con un delantal blanco y lo llevó hasta una cocina muy bien ordenada. La cena no era nada extraordinario, huevos revueltos con unas rodajas de salchichón, pero era la primera cena que preparaba para él una mujer (si descontamos a la mamá y a la abuela), de modo que la comió con un sentimiento de orgullo, con la sensación de ser un hombre atendido por su amante.
Luego entraron en la habitación de al lado; había una mesa redonda de caoba cubierta por un mantel de encaje y sobre el mantel un pesado florero de cristal; de las paredes colgaban unos cuadros horrorosos y junto a la pared había un sofá con muchos almohadones. Todo estaba preparado y prometido esta tarde, así que lo único que les quedaba por hacer era sumergirse en las blandas olas de los cojines; pero, qué extraño, la estudiante se sentó en una silla dura junto a la mesa y él frente a ella; estuvieron hablando mucho, muchísimo tiempo, sentados en las duras sillas, mientras Jaromil sentía que la angustia empezaba a oprimirle la garganta.
Y es que sabía que a las once tenía que estar en casa; es verdad que le había pedido a la mamá que le dejara pasar la noche fuera (se inventó una historia de que los compañeros de su curso organizaban no sé qué fiesta), pero se encontró con una negativa tan firme que ya no se atrevió a insistir más y ahora sólo le quedaba la esperanza de que las cinco horas que mediaban entre las seis y las once, fueran tiempo suficiente para su primera noche de amor.
Pero la estudiante hablaba sin cesar y el espacio de las cinco horas se iba acortando rápidamente; hablaba de su familia, de su hermano que se había intentado suicidar por causa de un amor desgraciado: «Eso me ha dejado marcada. Por eso no puedo ser como las otras chicas. No puedo tomarme el amor a la ligera», le dijo, y Jaromil sintió que aquellas palabras pretendían coger el amor físico prometido con el peso de la seriedad. Se levantó por lo tanto de la silla, se inclinó sobre ella y le dijo con una voz muy seria: «Yo te comprendo, sí, te comprendo», la levantó entonces de la silla, la llevó hasta el sofá e hizo que se sentara.
Luego se besaron, se acariciaron. Aquella situación duraba ya mucho tiempo y Jaromil pensó que era hora de desnudarla, pero como nunca lo había hecho, no sabía por dónde empezar. En primer lugar, no sabía si tenía que apagar la luz o no. Todas las noticias que tenía sobre situaciones parecidas, le indicaban que había que apagar la luz. Además, tenía en el bolsillo de la chaqueta el paquete con el calcetín transparente y si quería ponérselo en el momento decisivo sin que se notase y en secreto, la oscuridad era imprescindible. Pero no era capaz, en medio de las caricias, de levantarse para apagar la luz, además, le parecía que era un poco de descaro (no olvidemos que estaba muy bien educado), pues estaba en una casa ajena y lo de apagar la luz correspondía más bien a la dueña de la casa. Al final se atrevió a insinuar tímidamente: «¿No deberíamos apagar la luz?».
Pero la chica le dijo: «No, no, por favor». Y Jaromil se quedó con la duda de si la chica no quería apagar la luz y no quería, por lo tanto, hacer el amor, o sí deseaba hacer el amor pero no a oscuras. Claro que se lo podía preguntar, pero le daba vergüenza expresar en voz alta sus pensamientos.
Luego volvió a acordarse de que a las once tenía que estar en casa y se esforzó por superar su timidez; desabrochó el primer botón femenino de su vida. Era el botón de una blusa blanca y lo desabrochó temeroso de lo que la chica pudiera decirle. No dijo nada. Siguió por lo tanto desabrochando, sacó la blusa fuera de la falda y finalmente le quitó la blusa por completo. Estaba ahora acostada sobre los almohadones, vestida sólo con el sujetador y la falda y lo curioso era que si hasta hacía un rato había estado besando a Jaromil apasionadamente, ahora, después de que le quitara la blusa, estaba como embelesada; permanecía inmóvil y con el pecho ligeramente hacia afuera, como el condenado a muerte que expone el pecho orgullosamente a los fusiles.
Jaromil no podía hacer otra cosa más que seguir desnudándola: en un costado de la falda encontró la cremallera; pobrecillo, nada sabía del clip que sujeta la falda en la cintura y estuvo un buen rato intentando inútilmente que la falda pasara por las caderas; la muchacha, que sacaba el pecho contra el invisible pelotón de fusilamiento, no le ayudó, seguramente porque ni siquiera se dio cuenta de sus dificultades.
¡Ay, dejemos de lado el cuarto de hora de sufrimientos de Jaromil! Finalmente logró desvestir a la estudiante por completo. Cuando la vio yacer sobre los almohadones, totalmente entregada, preparada para el instante planeado desde hacía tanto tiempo, comprendió que no tenía más remedio que desnudarse también él. Pero la lámpara lo iluminaba todo y a Jaromil le daba vergüenza desnudarse. Entonces se le ocurrió una idea salvadora: al lado del salón vio el dormitorio (un dormitorio pasado de moda, con una cama de matrimonio); allí no estaba encendida la luz; allí sería posible desnudarse en la oscuridad y taparse además con una manta.
«¿No sería mejor que fuéramos a la habitación?», preguntó tímidamente.
«¿Por qué a la habitación? ¿Para qué necesitas la habitación?», se rió la chica.
No sabemos por qué se rió. Fue una risa inútil, casual, producto de la timidez. Pero a Jaromil le hirió; tuvo miedo de haber dicho alguna tontería, de que su proposición de ir a la habitación hubiera puesto en evidencia su ridícula falta de experiencia. De repente se encontró completamente abandonado; se hallaba en una habitación ajena, bajo la luz inquisitiva de una lámpara que no podía apagar, con una mujer ajena que se reía de él.
Y en aquel momento supo que aquel día no haría el amor; se sentía ofendido y se sentó en el sofá sin decir palabra; aquello le daba lástima, pero también lo tranquilizaba; ya no estaba obligado a pensar en si apagar o no apagar la luz, en cómo hacer para desnudarse; y estaba contento de que no hubiera sido culpa suya; no debía haberse reído de aquella manera tan tonta.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Nada —dijo Jaromil y se dio cuenta de que si se hubiera puesto a explicar por qué motivo estaba ofendido, el ridículo habría sido aún mayor. Por eso se contuvo, la levantó del sofá y comenzó a contemplarla detenidamente (quería convertirse en el dueño de la situación y le pareció que el que contempla es dueño y señor del contemplado); después dijo—: Eres bonita.
La chica, levantada del sofá en que hasta ese momento había yacido en una espera tensa, pareció repentinamente liberada, volvió a ser conversadora y a sentirse segura de sí misma. No le importó que el chico la observara (quizá le pareció que el contemplado es dueño y señor del que contempla) y finalmente le preguntó:
—¿Soy más bella desnuda o vestida?
Hay una serie de preguntas femeninas clásicas, con las que todo hombre se encuentra a lo largo de su vida; y la escuela debería preparar a los hombres para estos casos. Pero Jaromil, como todos nosotros, había ido a escuelas deficientes y no sabía qué contestar; intentó adivinar qué era lo que la chica deseaba oír; pero no estaba seguro: la chica aparecía vestida delante de la gente y según eso debería producirle satisfacción que le dijera que estaba más bonita vestida; pero por otra parte la desnudez es como un estado de veracidad corporal y de acuerdo con eso debía gustarle más que le dijera que era más bonita desnuda.
—Eres bonita desnuda y vestida —dijo, pero la joven no quedó nada satisfecha con ese tipo de respuesta. Paseaba por la habitación, se le mostraba y lo obligaba a que respondiera sin excusas—. Quiero saber cómo te gusto más.
Con estas precisiones la pregunta ya era más fácil de responder; como los demás sólo la conocían vestida, le había parecido poco cortés, un momento antes, decir que vestida era menos bonita que desnuda; pero si ahora le preguntaba su opinión subjetiva, podía decir sin temor que a él le gustaba más desnuda porque así le daba a entender que la amaba tal como era y que no le interesaba nada de lo que pudiera adornarla.
Parece que su respuesta no fue mala, porque la universitaria, cuando oyó que era más bonita desnuda, reaccionó muy positivamente, ya que no se vistió hasta que Jaromil se fue, lo besó muchas veces y cuando se iba (eran las once menos cuarto, mamá estará contenta), le susurró al oído junto a la puerta: «Hoy me he dado cuenta de que me quieres. Eres muy bueno. Me quieres de verdad. Sí, así todo ha sido mejor. Vamos a seguir guardando ese momento para un poco más tarde, vamos a seguir deseándolo otro poquito».