El cuerpo de Jaromil yacía enfermo en la cama, mientras su espíritu vivía ya en la gran fecha esperada. La imagen de aquella fecha se componía, por una parte, de felicidad abstracta, por otra, de preocupaciones concretas. Porque Jaromil era absolutamente incapaz de imaginarse en todos sus detalles lo que en realidad significa hacer el amor con una mujer; lo único que sabía era que requiere preparación, arte y experiencia; sabía que detrás del amor corporal acecha la amenaza del embarazo y sabía también (había hablado de aquello infinidad de veces con sus compañeros) que es posible evitarlo. En aquella época bárbara, los hombres (como los caballeros que antes de la batalla se colocaban la armadura) vestían con un calcetín transparente su pierna amatoria. Jaromil tenía abundante información teórica sobre el tema. Pero ¿cómo conseguir uno de esos calcetines? ¡Nunca sería capaz de soportar la vergüenza de ir a comprarlo a la farmacia! ¿Y cómo ponérselo para que la chica no se diera cuenta? ¡Aquel calcetín le parecía una cosa ridícula y no sería capaz de soportar que la chica se percatara de que lo tenía puesto! ¿Y se puede uno poner el calcetín antes, en casa? ¿O es necesario esperar hasta que esté uno desnudo delante de la chica?
No tenía respuesta para aquellas preguntas. Jaromil no disponía de ningún calcetín de prueba (para entrenarse), pero tomó la decisión de conseguir uno y practicar la colocación. Intuía que la rapidez y la habilidad eran muy importantes y que no era posible lograrlo más que con la práctica.
Pero, además, había otras cosas que lo inquietaban: ¿en qué consiste exactamente el acto amoroso? ¿Qué es lo que siente uno? ¿Qué es lo que atraviesa su cuerpo? ¿No es un placer tan grande que se pone uno a gritar y pierde el control de sí mismo? ¿Y no queda uno en ridículo gritando así? ¿Y cuánto tiempo dura aquello? Dios mío, ¿cómo se puede hacer una cosa así sin estar preparado?
Jaromil no había conocido hasta entonces la masturbación. Veía en ella algo indigno, que un hombre de verdad debe evitar; le parecía que no estaba hecho para el onanismo, sino para el gran amor. Pero ¿cómo afrontar un gran amor sin una cierta preparación? Jaromil comprendió que esa preparación indispensable era la masturbación y su repugnancia hacia ella desapareció: ahora ya no era un mísero sucedáneo del amor físico sino el camino indispensable hacia él; no era el reconocimiento de la miseria sino un escalón por el que se asciende hasta la riqueza.
Y entonces llevó a cabo (con una fiebre de treinta y ocho grados y dos décimas) su primera imitación del acto amoroso, que lo sorprendió por su corta duración y porque no se vio acompañada de ningún tipo de gritos de placer. Aquello fue para él un desengaño, pero al mismo tiempo lo tranquilizó; los días siguientes repitió el experimento varias veces, sin que le aportara nuevas experiencias; pero se convenció a sí mismo de que de este modo estaría cada vez más seguro de poder hacer frente a su joven amada con pleno coraje.
Llevaba ya cuatro días en cama, con el cuello envuelto en una toalla, cuando entró en su habitación por la mañana temprano la abuela y le dijo: «¡Jaromil, abajo hay un lío espantoso!». «¿Qué ocurre?», preguntó, y la abuela le explicó que abajo, en el piso de la tía, tenían puesta la radio y que había una revolución, Jarornil saltó de la cama y corrió a la habitación de al lado. Encendió la radio y oyó la voz de Klement Gottwald.
Enseguida comprendió de qué se trataba, porque en los últimos días había oído decir (a pesar de que no le interesaba demasiado, pues tenía, como hemos explicado hace un momento, preocupaciones más serias) que los ministros no comunistas habían amenazado al presidente de gobierno comunista Klement Gottwald con presentar la dimisión. Y ahora oía la voz de Gottwald que en la Plaza de la Ciudad Vieja, repleta de gente, denunciaba a los traidores que querían dejar fuera de juego al partido comunista e impedir a la nación la marcha hacia el socialismo; llamaba al pueblo a que apoyara la dimisión de los ministros y empezara a crear en todas partes nuevos órganos revolucionarios bajo la dirección del partido comunista.
En la vieja radio se oía, junto con las palabras de Gottwald, el clamor de las masas, que encendía el entusiasmo de Jaromil. Estaba de pie en pijama, con una toalla alrededor del cuello, en la habitación de la abuela y gritaba: «¡Por fin, esto tenía que ocurrir, por fin!».
La abuela no estaba muy segura de que el entusiasmo de Jaromil fuese justificado. «¿Tú crees de verdad que eso es bueno?», le preguntó, preocupada. «¡Claro, abuela, eso es bueno, buenísimo!». La abrazó y comenzó a pasear excitado por la habitación; la multitud reunida en la vieja plaza de Praga —decía para sus adentros— ha disparado la fecha de hoy hacia los cielos y allí brillará como una estrella a lo largo de muchos siglos; inmediatamente se le ocurrió que era ridículo que este gran día lo pasara en casa con la abuela, en vez de estar en la calle con la gente. Pero antes de que tuviera tiempo de terminar la idea se abrió la puerta y apareció su tío, enfadado, rojo de indignación, gritando: «¿Lo habéis oído? ¡Esos cabrones! ¡Esos cabrones! ¡Semejante golpe de Estado!».
Jaromil miró al tío, a quien siempre había odiado, igual que a su mujer y al cretino de su hijo, y le pareció que había llegado finalmente la hora de su triunfo sobre ellos. Estaban el uno frente al otro: el tío de espaldas a la puerta y Jaromil de espaldas a la radio, de modo que se sintió unido a cientos de miles de personas y le habló al tío como cien mil hablarían con uno solo: «Esto no es un golpe de Estado, es una revolución», dijo.
—Vete a la mierda con tu revolución —le dijo el tío—. Así sí que es fácil hacer una revolución, cuando te apoyan el ejército, la policía y una potencia extranjera.
Cuando oyó la voz del tío, seguro de sí mismo, habiéndole como si fuera un niño tonto, el odio se le subió a la cabeza:
—El ejército y la policía quieren impedir que un par de sinvergüenzas esclavicen de nuevo a la nación.
—¡Cretino! —le dijo el tío—, los comunistas ya tenían la mayoría del poder y ahora han dado este golpe para tenerlo todo. Me cago en Dios, siempre pensé que eras un retrasado mental.
—Y yo siempre he pensado que eras un explotador y que la clase obrera te retorcería el pescuezo.
La última frase la dijo Jaromil sin pensarla y en un ataque de rabia; sin embargo, detengámonos a analizarla: había utilizado una frase que se podía leer con frecuencia en los periódicos comunistas y que podía oírse en boca de los oradores comunistas, pero que le había sido hasta entonces antipática, igual que le resultaban antipáticas todas las frases hechas. Jaromil se consideraba ante todo un poeta y aun cuando pronunciara discursos revolucionarios no abandonaba su propio vocabulario. Y, sin embargo, de repente dijo: ¡La clase obrera te retorcerá el pescuezo!
Es realmente curioso: precisamente en un momento de excitación (es decir, en un momento en que el hombre actúa de forma espontánea y su propio yo se expresa, por lo tanto, de un modo directo), Jaromil había renunciado a su propio idioma y había preferido ser el intermediario de alguien diferente. Y no se trata sólo de que lo hiciera, sino de que lo había hecho con una sensación de intensa satisfacción; le pareció que formaba parte de una masa multitudinaria, que era una de las cabezas del dragón de mil cabezas de la multitud y eso le parecía extraordinario. Se sentía de repente fuerte y era capaz de reírse de una persona delante de la cual aún ayer enrojecía de vergüenza. Era precisamente la brusca simplicidad de la frase empleada (la clase obrera te retorcerá el pescuezo) la que le producía satisfacción, porque lo unía a aquellos hombres maravillosamente sencillos que se ríen de las matizaciones y cuya sabiduría reside en que lo que les importa es la esencia de las cosas, que es ridículamente sencilla.
Jaromil (en pijama y con la toalla al cuello) estaba en cuclillas delante de la radio, en la que precisamente resonaba un enorme aplauso y le parecía que el griterío penetraba dentro de él y lo hacía crecer, de modo que ahora se elevaba frente a su tío como un árbol que no puede ser derribado, como una roca que se ríe.
Y el tío, que consideraba a Voltaire descubridor del voltio, se acercó a él y le dio una bofetada. Jaromil sintió el dolor ardiente en su cara. Sabía que lo habían ultrajado y, como se sentía grande y poderoso como un árbol o una roca (seguían resonando detrás de él las voces de miles de personas en el receptor) quiso lanzarse contra su tío y devolverle la bofetada. Sin embargo, pasó un tiempo antes de que se decidiera y mientras tanto el tío dio media vuelta y salió de la habitación.
Jaromil gritó: ¡Ésta se la devuelvo! ¡Granuja! ¡Ésta se la devuelvo! Pero la abuela lo agarró de la manga del pijama y le rogó que se quedara, de modo que Jaromil se limitó a repetir varias veces granuja, granuja, granuja, y se fue a acostar a la cama de la que se había levantado hacía menos de una hora, abandonando a su amante imaginaria. Ahora ya no era capaz de pensar en ella. Sólo veía a su tío y sentía la bofetada y no cesaba de reprocharse no haber sido capaz de reaccionar inmediatamente como un hombre; se lo reprochaba con tanta amargura que finalmente se echó a llorar y mojó la almohada con sus lágrimas de rabia.
La madre regresó a casa avanzada ya la tarde y les contó que en su oficina ya habían echado al director, a quien ella apreciaba muchísimo y que todos los que no eran comunistas tenían miedo de que los metieran en la cárcel.
Jaromil se incorporó en la cama y comenzó a discutir apasionadamente. Apoyado sobre un codo, le explicaba a la mamá que lo que estaba ocurriendo era una revolución y que la revolución era un período corto, durante el cual era necesario emplear la violencia para que surgiera rápidamente una sociedad en la que ya no hubiera ninguna violencia. ¡La mamá tenía que entenderlo!
La mamá también discutía con toda su alma, pero Jaromil rebatía con facilidad sus argumentos. Le hablaba de lo estúpida que era la dominación de los ricos, toda esa sociedad de empresarios y comerciantes y le recordó astutamente a su madre que ella misma había tenido que padecer por culpa de esa gente dentro de su propia familia; le recordó la altanería de su hermana y de su ignorante cuñado.
La madre había quedado afectada por sus palabras y Jaromil estaba satisfecho de su éxito; le pareció que se había vengado de la bofetada recibida hacía unas horas y cuando se acordó nuevamente de aquello, se le volvió a subir la sangre a la cabeza y dijo: «Precisamente hoy, mamá, he decidido ingresar en el partido comunista».
Advirtió en la mirada de su madre un gesto de disconformidad y continuó con sus explicaciones; dijo que le daba vergüenza no haber ingresado antes y que lo único que lo separaba de aquéllos, a quienes en realidad pertenecía hacía mucho tiempo, era el peso de la herencia del hogar en el que había crecido.
«¿Es que acaso lamentas haber nacido aquí y que yo sea tu madre?».
Jaromil reconoció por el tono de su voz que la mamá estaba ofendida y le respondió inmediatamente que había entendido mal; que según su opinión la mamá, tal como era en esencia, no tenía absolutamente nada que ver ni con su hermana, ni con su cuñado ni con la sociedad de los ricos.
Pero la mamá, dijo: «Si me quieres de verdad, no lo hagas. Tú ya sabes los problemas que tengo con mi cuñado, esto es un infierno. Si ingresases en el partido comunista, no habría forma de soportarlo. Por favor, ten juicio».
A Jaromil se le subió a la garganta una llorosa sensación de lástima. En lugar de haberle devuelto la bofetada al tío, había recibido otra más. Se dio vuelta en la cama y dejó que la madre saliera de la habitación. Y volvió a echarse a llorar.