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Lo que nació durante la primera semana de amor entre Jaromil y la estudiante universitaria fue el propio Jaromil; oyó decir que era un efebo, que era hermoso, que era listo y que tenía fantasía; se enteró de que la señorita con gafas lo amaba y de que temía que llegara el momento en que la abandonase (al parecer, cuando se separaban por la noche ante su casa y ella lo contemplaba irse con paso ligero, le parecía que lo veía con su verdadero aspecto: con el de un hombre que se aleja, que huye, que desaparece…). Por fin, había hallado su propia imagen, que tanto tiempo había buscado en sus dos espejos.

La primera semana se vieron todos los días: fueron cuatro veces a dar largos paseos, al atardecer, por los barrios de la ciudad, una vez al teatro (se sentaron en un palco y estuvieron besándose sin prestar atención a la obra) y dos veces al cine. El séptimo día volvieron a ir a pasear: hacía frío, helaba y él tenía un abrigo ligero, no llevaba chaleco entre la camisa y la chaqueta (porque el chaleco gris de punto que la madre le obligaba a ponerse le parecía más apropiado para un viejo campesino que para él) y no llevaba gorra ni sombrero (porque la chica le había elogiado ya al segundo día aquel pelo impeinable, diciéndole que era tan indómito como él mismo) y como las medias tenían rota la goma y le caían a cada paso sobre los zapatos, iba calzado sólo con unos zapatos finos y unos calcetines cortos de color gris (cuya discordancia con el color del pantalón no advertía, porque no tenía sentido para las sutilezas de la elegancia).

Se encontraron alrededor de las siete y se pusieron en camino hacia los suburbios, donde en los terrenos baldíos la nieve crujía bajo sus pies y donde podían detenerse y besarse. Lo que más cautivaba a Jaromil era el modo en que el cuerpo de ella se le entregaba. Hasta entonces sus toqueteos con las chicas se parecían a un largo viaje, en el que iba conquistando las diversas cotas: pasaba mucho tiempo hasta que la chica se dejaba besar, mucho tiempo hasta que se dejaba tocar los pechos y cuando le podía tocar el culo, entonces es que ya había llegado muy lejos —nunca había llegado a más—. Pero esta vez había ocurrido, desde el primer momento, algo inesperado: la estudiante universitaria estaba totalmente indefensa entre sus brazos, inerme, dispuesta a todo, podía tocarla donde quisiera. Lo entendía como una gran prueba de amor, pero al mismo tiempo lo llenaba de confusión, porque no sabía qué hacer con aquella imprevista libertad.

Y aquel día (el séptimo día) la chica le confesó que sus padres salían de casa con frecuencia y que le gustaría invitar a Jaromil a su casa. A la luminosa explosión de aquellas palabras siguió un largo silencio; los dos sabían el resultado de su encuentro en un piso vacío (recordemos una vez más que la chica de las gafas no tenía intención de ponerle ninguna clase de remilgos a Jaromil); siguieron, pues, en silencio y, después de un largo rato, la chica dijo a Jaromil en voz muy baja: «Yo creo que en el amor no existen los compromisos. El amor significa darlo todo».

Jaromil estaba, con toda su alma, de acuerdo con esta declaración, porque para él también el amor lo era todo; pero no sabía qué decir; en vez de responder se detuvo, miró a la chica con ojos patéticos (sin darse cuenta de que estaba oscuro y el patetismo de los ojos era difícil de apreciar) y empezó a besarla y abrazarla furiosamente.

Tras un cuarto de hora de silencio la chica volvió a hablar y le dijo que era el primer hombre a quien invitaba a su casa; tenía, al parecer, muchos amigos, pero no eran más que amigos; ellos ya se habían acostumbrado e incluso la llamaban, en plan de broma, la virgen de piedra.

A Jaromil le encantaba la idea de ser el primer amante de la estudiante universitaria, pero al mismo tiempo le daba miedo: había oído hablar mucho de hacer el amor y sabía que, en general, librar a una mujer de su virginidad se considera un acto un tanto complicado. No era capaz de sintonizar con la conversación de la estudiante porque estaba fuera del presente; sus pensamientos estaban ya única y exclusivamente en los placeres y las angustias de aquella gran fecha prometida, a partir de la cual, realmente (en ese momento se le ocurrió que era algo similar a la famosa frase de Marx sobre la historia y la prehistoria de la humanidad), empezaría la verdadera historia de su vida.

Aunque no hablaron mucho estuvieron bastante tiempo andando por las calles; a medida que se iba haciendo más de noche aumentaba la helada y Jaromil sentía que llegaba a su cuerpo mal vestido. Sugirió ir a algún sitio donde pudieran sentarse, pero estaban demasiado lejos del centro y no había por allí ninguna cervecería. Cuando llegó a su casa estaba completamente helado (al final del paseo tenía que hacer verdaderos esfuerzos para que no le castañetearan los dientes) y cuando se despertó a la mañana siguiente le dolía la garganta. La mamá le puso el termómetro y comprobó que tenía fiebre.