17

Fue un día precioso y una noche preciosa, pero cuando Jaromil llegó a su casa ya era casi medianoche y su mamá, enfadada, iba de una habitación a otra.

—¿Sabes el miedo que he pasado por tu culpa? ¿Dónde has estado? ¡No tienes ni la más mínima consideración!

Jaromil estaba aún lleno de las emociones de aquel gran día y comenzó a responder a la madre con el mismo tono que había utilizado en el círculo marxista; imitaba la voz del pintor, firme y segura.

La mamá reconoció inmediatamente aquella voz; vio la cara de su hijo, desde la cual hablaba su amante perdido; vio una cara que no le pertenecía, oyó una voz que no le pertenecía; su hijo estaba ante ella como la imagen de un doble rechazo; aquello le pareció insoportable.

—¡Me estás matando, me estás matando! —gritó histérica y salió corriendo hacia la habitación contigua.

Jaromil se quedó asustado y dentro de él se extendió una sensación de quién sabe qué gran culpabilidad.

(Ay, muchacho, nunca te librarás de este sentimiento de culpabilidad. ¡Eres culpable, eres culpable! ¡Cada vez que salgas de casa llevarás contigo una mirada de reproche que te dirá que vuelvas! ¡Irás por el mundo como un perro atado a una cuerda larga! ¡Aunque estés lejos, siempre sentirás el roce del collar en el cuello! ¡Aunque estés con mujeres, aunque estés con ellas en la cama, habrá una cuerda que vaya desde tu cuello hasta muy lejos y allí tu madre, que tendrá el otro cabo entre sus manos, reconocerá por los tirones entrecortados de la cuerda los movimientos indecentes a que te entregas!).

«Mamá, por favor, no te enfades; mamá, por favor, perdóname», se arrodilla temeroso junto a su cama y acaricia su cara húmeda.

(Charles Baudelaire, tendrás cuarenta años y aún temerás a tu madre).

Y la madre tarda mucho en perdonarle, para poder seguir sintiendo los dedos de él sobre su piel.