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Los recuerdos la torturaban. Pero un día volvió a lanzar una larga mirada retrospectiva y encontró una hectárea de paraíso donde había vivido con Jaromil recién nacido, y se vio obligada a cambiar de opinión; no, no era verdad que Jaromil se lo hubiera quitado todo; al contrario, nadie le había dado tanto como él. Le había dado un trozo de vida que no estaba salpicado por la mentira. Ninguna judía salida de un campo de concentración podía venir a decirle que detrás de esa felicidad se escondieran sólo la falsedad y el vacío. Esa hectárea de paraíso era su única verdad.

Y el pasado —como si girara un caleidoscopio— volvía a tener otro aspecto: Jaromil nunca le había quitado nada que valiera la pena; simplemente le había arrancado la máscara dorada a algo que sólo era mentira y falsedad. Aun antes de nacer, le había ayudado a descubrir que su marido no la amaba; y trece años más tarde la había salvado de una loca aventura que no le hubiera traído más que un nuevo sufrimiento.

Llegó a la conclusión de que la vivencia común de la infancia de Jaromil era para los dos un compromiso mutuo y un pacto sagrado. Pero cada vez se daba cuenta con mayor frecuencia de que el hijo traicionaba ese pacto. Cuando ella le hablaba, notaba que él no la escuchaba y que tenía la cabeza llena de ideas que no quería compartir con ella. Comprobó que sentía vergüenza ante ella, que comenzaba a guardar sus pequeños secretos del cuerpo y del espíritu, que se cubría con velos a través de los que ella no veía.

Esto le dolía y la irritaba. ¿No habían firmado juntos cuando él era muy pequeño un pacto en el que estaba escrito que él viviría siempre con ella con confianza y sin avergonzarse?

Ella deseaba que aquellas verdades que habían vivido juntos perduraran. Todas las mañanas le decía lo que tenía que ponerse igual que cuando era pequeño; y así, a través de la elección de su indumentaria, estaba presente todo el día, debajo de su ropa. Cuando notaba que aquello le disgustaba, se vengaba de él echándole en cara la más leve mancha que apareciera en su vestimenta. Disfrutaba permaneciendo en la habitación de Jaromil mientras se vestía y se desnudaba para castigar así el atrevimiento de su vergüenza.

«Jaromil, déjame que te vea», lo llamó una vez que tenía visitas. «Dios mío, qué aspecto tienes», exclamó al ver el laborioso despeinado del hijo. Trajo un peine y, mientras conversaba con las visitas, cogió su cabeza entre las manos y se puso a peinarlo. Y el gran poeta, provisto de una fantasía diabólica y parecido a Rilke, sentado, rojo y furioso, se dejó peinar; la única resistencia que opuso fue dejar que se endureciera su cara con aquella mueca cruel (aquella que había ensayado tantos años).

La mamá retrocedió unos pasos para comprobar los resultados de su obra de peluquería y luego se dirigió a los invitados:

«Por Dios, ¿por qué pondrá esas caras mi niño?».

Y Jaromil jura una vez más que pertenecerá siempre a quienes pretenden cambiar radicalmente el mundo.