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En otra ocasión (para entonces ya había recibido muchos besos de verdad) paseaba por los senderos solitarios del parque de Stromovka, con una chica a quien había conocido en los cursos de baile. Habían dejado de hablar y en aquel silencio se oían sus pasos, los pasos de los dos juntos, que de repente evidenciaban algo que hasta aquel momento no se habían atrevido a mencionar: que paseaban los dos juntos y que si paseaban los dos juntos probablemente se querían; los pasos resonaban en medio de su silencio y los acusaban y su marcha era cada vez más lenta hasta que, de repente, la chica apoyó la cabeza sobre el hombro de Jaromil.

Aquello era inmensamente hermoso, pero, antes de que Jaromil pudiera saborear aquella hermosura, sintió que estaba excitado y de un modo totalmente visible. Se horrorizó. No pensaba más que en que desapareciera lo más rápidamente posible la prueba evidente de su excitación, pero cuanto más lo deseaba, menos se cumplía el deseo. Le horrorizaba pensar que la mirada de la chica pudiera recorrer su cuerpo hacia abajo y ver el gesto comprometedor de su cuerpo. Intentaba que la mirada de ella se dirigiera hacia arriba y hablaba de las nubes y de los pájaros en las copas de los árboles.

Aquél fue un paseo lleno de felicidad (hasta entonces ninguna mujer le había apoyado la cabeza en el hombro y él veía en ello un gesto de devoción que llegaba hasta el mismísimo fin de la vida), pero también lleno de vergüenza. Tenía miedo de que su cuerpo repitiera aquella vergonzosa indiscreción. Después de mucho meditarlo, tomó de la cómoda de la madre una cinta larga y ancha y antes de ir a la siguiente cita se la ató por debajo del pantalón de manera que la eventual prueba de su excitación quedara atada a la pierna.