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En la oficina donde trabajaba la cortejaba un compañero. Estaba casado y trataba de convencerla de que lo invitase a su casa.

Ella intentó averiguar cómo reaccionaría Jaromil frente a su libertad erótica. Comenzó por hablar, de forma velada, de los problemas que encontraban algunas viudas de los caídos al intentar rehacer una nueva vida.

—¿Qué quiere decir eso de «nueva vida»? —reaccionó enfadado—, ¿tal vez vivir con otro marido?

—Entre otras cosas. La vida sigue su camino, Jaromil, la vida tiene sus exigencias…

La fidelidad de la mujer al héroe muerto era uno de los mitos sagrados de Jaromil; representaba para él la garantía de que el amor absoluto no era una mera invención poética, sino algo real por lo que valiera la pena vivir.

—¿Cómo es posible que una mujer que ha vivido un gran amor se junte luego con otro cualquiera? —arremetía indignado contra las viudas infieles—. ¿Cómo es posible que se atrevan a tocar a ningún otro, cuando guardan en la memoria la imagen de un hombre que ha sido torturado y asesinado? ¿Cómo pueden volver a torturar al torturado, volver a fusilar al fusilado?

El pasado se arropa con vestidos de un tafetán cambiante. La mamá rechazó a su simpático compañero de trabajo y todo su pasado volvió a transformarse ante sus ojos:

No es verdad que hubiera traicionado al pintor por culpa del marido. ¡Lo abandonó porque quería conservar la paz en el hogar de Jaromil! Si hasta hoy mismo se siente angustiada ante su propia desnudez es por causa de Jaromil, que le deformó el vientre. ¡Y hasta el amor de su marido lo perdió por su causa, por insistir a toda costa en que naciera!

¡Lo único que había hecho él, desde el comienzo, era quitárselo todo!