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Un día, cuando todos sus compañeros se abalanzaron hacia la pizarra al terminar la clase, creyó que había llegado el momento oportuno; sin que nadie lo advirtiera se acercó a una compañera que se había quedado sola en el pupitre; hacía tiempo que le gustaba y con frecuencia intercambiaban largas miradas; esta vez se sentó junto a ella. Cuando los alborotados compañeros se dieron cuenta, después de un rato, aprovecharon la ocasión para gastarles una broma; aguantando la risa abandonaron el aula y cerraron la puerta con llave.

Mientras estuvo rodeado por las espaldas de los compañeros de curso le parecía que pasaba inadvertido y se sentía libre, pero al quedarse solo con la chica en el aula vacía tuvo la sensación de estar en un escenario iluminado. Intentó disimular su nerviosismo diciendo cosas divertidas e ingeniosas (ya sabía decir frases sin prepararlas de antemano). Le dijo que lo que habían hecho los compañeros era un modelo de la peor actitud posible; era inadecuada para los que la habían adoptado (ahora tenían que amontonarse en el pasillo sin poder satisfacer su curiosidad) y beneficiaba a quienes habían querido fastidiar (estaban ahora juntos, tal como habían deseado). La chica le dio la razón y le dijo que debían aprovechar la ocasión. El beso flotaba en el aire. Bastaba con inclinarse hacia la chica. Y sin embargo, el camino hasta sus labios le parecía infinitamente largo y difícil; hablaba, hablaba y no la besaba.

Luego sonó el timbre que significaba que al cabo de un momento llegaría el profesor y obligaría a los alumnos amontonados en el pasillo a abrir la puerta. La situación les resultaba excitante. Jaromil dijo que la mejor forma de vengarse de los compañeros era que les diera envidia que ellos dos se hubieran estado besando en el aula, luego llevó un dedo a los labios de la chica (¿de dónde había sacado tanto atrevimiento?) y le dijo, con una sonrisa, que la huella de un beso de unos labios tan pintados se hubiera notado perfectamente en su cara. Y la chica le dijo que sí que era una lástima que no se hubieran besado, y mientras se lo decía, se oía tras la puerta la voz enfadada del profesor.

Jaromil le dijo que era una pena que ni el profesor ni los compañeros vieran en su cara las huellas de los besos y otra vez quiso inclinarse hacia ella, y otra vez el camino hasta sus labios le pareció tan lejano como una excursión al Mont Blanc.

«Claro, lo bueno sería que nos tuvieran envidia», dijo la compañera, sacó de la cartera el lápiz de labios y un pañuelo, pintó el pañuelo de carmín y marcó con él la cara de Jaromil.

Después se abrieron las puertas, entró en el aula el profesor, enfadado con los alumnos. Jaromil y su compañera se pusieron de pie, tal como hacen los alumnos para saludar al profesor cuando entra en el aula; estaban ellos dos solos en los pupitres vacíos y frente a ellos todo el grupo de espectadores, contemplando la cara de Jaromil llena de magníficas manchas rojas. Y él estaba de pie, a la vista de todos, orgulloso y feliz.