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Vosotras parvas de heno que humeáis indecisas

tal vez fumáis el tabaco de su corazón triste

Escribía y se imaginaba un cuerpo joven de mujer enterrado en los campos.

En sus poemas aparecía con frecuencia la muerte. Pero la mamá se equivocaba (seguía siendo la primera lectora de todos sus versos) al creer que esto se debía a la madurez precoz de un niño poseído por lo trágico de la vida.

La muerte sobre la que escribía Jaromil tenía poco en común con la muerte real. La muerte se hace real cuando empieza a penetrar en el hombre por las rendijas de la vejez. En cambio, para Jaromil era algo que estaba infinitamente lejos; era algo abstracto; no era para él una realidad, sino un sueño.

¿Y qué buscaba en ese sueño?

Buscaba la inmensidad. Su vida era desesperadamente pequeña; todo lo que lo rodeaba era desabrido y gris. Y la muerte es absoluta; no se la puede partir ni ablandar.

La presencia de la muchacha era insignificante (un poco de contacto y muchas palabras huecas) pero su total ausencia era infinitamente grandiosa; cuando se imaginaba a la muchacha enterrada en los campos, descubría de repente lo sublime de la aflicción y la grandeza del amor.

Pero no buscaba, en sus sueños relacionados con la muerte, únicamente lo absoluto, sino también la felicidad.

Soñaba con un cuerpo que se deshacía lentamente en la tierra y le parecía un sublime acto de amor, en el que el cuerpo se transformaba en tierra lenta y dulcemente.

El mundo lo hería constantemente; se ruborizaba en presencia de mujeres, se avergonzaba y le parecía que todo se burlaba de él. En sus sueños sobre la muerte se guardaba absoluto silencio y sólo transcurría en ellos lenta, muda y feliz, la vida. Eso es, la muerte de Jaromil era una muerte vivida; se parecía curiosamente a ese período en que el hombre no tiene que salir al mundo porque es él mismo su propio mundo y lo cubre la dulce bóveda, la pared interior del vientre de la mamá.

Deseaba verse unido en una muerte así, parecida a la felicidad eterna, con la mujer amada. En un poema los amantes se abrazaban de tal modo que veían el uno dentro del otro hasta convertirse en un ser único, incapaz de moverse, transformándose lentamente en un mineral inmóvil que perdura por siglos, sin someterse al tiempo.

En otro se imagina que los amantes permanecen el uno junto al otro durante tanto tiempo que termina por cubrirlos el musgo y ellos mismos se convierten en musgo; luego un pie casual los pisa y ellos (como el musgo estaba precisamente en flor) levitan por los aires con una felicidad tan indecible como sólo puede otorgar la levitación.