Las horas que pasaba frente al espejo lo arrastraban a la más profunda desesperación; por suerte había otro espejo que lo elevaba a las estrellas. El espejo que lo elevaba hasta el cielo era el de sus versos; ansiaba escribir los que aún no había hecho y recordaba los que había escrito con el placer con que se recuerda a las mujeres; y no sólo era el creador de aquellos versos, sino también el teórico y el historiador; escribía ensayos sobre lo que había escrito, dividía sus obras en distintos períodos, inventaba denominaciones para aquellos períodos, de manera que en el plazo de dos o tres años había aprendido a ver su poesía como un hecho histórico digno de un historiador.
Ahí estaba su consuelo: allí abajo, donde vivía su vida cotidiana, donde iba al colegio y almorzaba con la mamá y la abuela, se extendía un vacío desarticulado; en cambio, en los poemas, arriba, colocaba hitos marcadores, carteles con letreros, aquí el tiempo estaba articulado y era entretenido, pasaba de una etapa poética a otra y podía (mirando con el rabillo del ojo hacia abajo, hacia aquel espantoso remanso sin acontecimientos) comunicarse a sí mismo con enorme entusiasmo la llegada de un nuevo período que iría a abrir insospechados horizontes a su fantasía.
Y podía así también, a pesar de la insignificancia de su apariencia (y de su propia vida) tener conciencia clara y serena de la riqueza excepcional que se encontraba dentro de él; o digámoslo con otras palabras: de que era un elegido.
Aclaremos esta palabra:
Aunque con escasa frecuencia, porque la mamá no lo deseaba, Jaromil seguía visitando al pintor; es cierto que hacía ya tiempo que no dibujaba, pero en una ocasión se había decidido a enseñarle sus versos y desde entonces le enseñaba todos los que escribía. El pintor los leía con gran interés y algunas veces se quedaba con ellos para enseñárselos a sus amigos; esto elevaba a Jaromil a las mayores alturas de la felicidad, porque el pintor, que había sido tiempo atrás tan escéptico respecto a sus dibujos, seguía gozando para él de una autoridad indiscutible; estaba convencido de que existía (guardado en la conciencia de los iniciados) un criterio objetivo para la valoración artística (del mismo modo que se guarda en el museo de Sévres el metro patrón) y estaba seguro de que el pintor lo conocía.
Pero había algo que le llamaba la atención: Jaromil no podía saber nunca de antemano cuál de sus versos le gustaría al pintor y cuál no; una vez elogiaba un poema que Jaromil había escrito sin demasiado entusiasmo y otra abandonaba por aburrimiento la lectura de un poema que había compuesto con sumo interés. ¿Qué explicación había? Si Jaromil no era capaz de reconocer por sí mismo el valor de lo que escribía, significaba que los valores que creaba los creaba espontáneamente, instintivamente, independientemente de su voluntad, de sus conocimientos y, por tanto, sin ningún mérito (del mismo modo que en otro tiempo había encantado al pintor con su mundo de hombres-perros descubiertos de forma totalmente casual).
«¡Por supuesto! —le dijo el pintor una vez que abordaron el tema—. La imagen fantástica que has depositado en el poema ¿puede haber sido el resultado de tus meditaciones? De ninguna manera: se te ocurrió de repente, inesperadamente; el autor de esa imagen no eres tú, sino más bien alguien dentro de ti; alguien que hace poesía dentro de ti. Ese alguien que hace poesía es la poderosa corriente del inconsciente que atraviesa a cada hombre; no es ningún mérito tuyo particular el que esta corriente, dentro de la cual todos somos iguales, te haya elegido a ti como instrumento».
El pintor le había dicho aquello con la intención de darle una lección de humildad, pero Jaromil encontró inmediatamente la brillante semilla de su orgullo: bueno, no ha sido él quien ha creado las imágenes del poema, pero hay algo secreto que ha elegido precisamente su mano para que escriba; podía por lo tanto jactarse de algo mucho más importante que el mérito, podía jactarse de ser un elegido.
A decir verdad, nunca había olvidado lo que le había dicho la señora en el balneario: ese niño tiene un gran futuro. Creía en ese tipo de frases como en verdaderas predicciones. El futuro era para él una distancia desconocida más allá del horizonte en la que la imagen imprecisa de la revolución (el pintor le decía a menudo que era imprescindible) se mezclaba con la imagen imprecisa de la libertad y la vida bohemia de los poetas; sabía que este futuro lo llenaría con su fama y esta idea le daba seguridad, una seguridad que coexistía dentro de él (por su cuenta y sin unirse a ella) juntamente con todas las demás ridículas inseguridades.