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En las casas en las que nacieron los poetas líricos, mandan las mujeres: la hermana de Trakl, las hermanas de Esenin y Maiakovski, la tía de Blok, la abuela de Hólderlin y la de Lermontov, el ama de Pushkin y ante todo las madres, las madres de los poetas, tras las cuales palidece la sombra del padre. Lady Wilde y Frau Rilke vestían a sus hijos con ropas de niñas. ¿Le llama a usted la atención que el muchacho se mire angustiado al espejo? Es hora de hacerse hombre, escribe el poeta checo Jirj Orten[1] en su diario. A lo largo de toda su vida, el poeta buscará la virilidad de los rasgos en su cara.

Cuando pasaba largo tiempo mirándose al espejo, lograba finalmente ver lo que buscaba: una mirada dura o un rictus cruel en la boca; claro que para conseguirlo tenía que forzar una determinada sonrisa o, mejor dicho, una mueca, de manera que el labio inferior quedara artificialmente estirado. También trataba de cambiar su cara mediante el peinado: intentaba levantar los cabellos que caían sobre su frente, de modo que formaran una mata espesa, salvaje; pero todo era inútil, aquel pelo que la mamá adoraba por encima de todo, hasta el punto de llevar un rizo en un relicario, era lo peor que se podía imaginar: amarillo como las plumas de los pollitos recién nacidos y finos como la pelusilla de los vilanos; no había modo de darle forma; la mamá le acariciaba el pelo con frecuencia y le decía que eran los cabellos de un ángel. Pero Jaromil odiaba a los ángeles y amaba a los diablos; hubiera deseado teñirse el pelo de negro; pero no se atrevía porque teñirse el pelo era aún más afeminado que tenerlo rubio; la única solución que encontró fue dejárselo muy largo y llevarlo despeinado.

Aprovechaba cualquier oportunidad para controlar y arreglar su aspecto; cada vez que pasaba frente a un escaparate, lanzaba una mirada fugaz. Cuanta más atención le dedicaba, más familiar se le hacía su apariencia, y, con ello, más se convertía para él en algo difícil y penoso. Veamos:

Vuelve del colegio a casa. La calle está vacía pero desde lejos ve venir hacia él a una mujer joven desconocida. Se van acercando irremisiblemente el uno al otro. Jaromil ve que la mujer es hermosa y piensa en su propia cara. Intenta reproducir la dura sonrisa que tiene ensayada, pero se da cuenta de que no es capaz. Piensa cada vez más en su cara, cuya femenina puerilidad lo pone en ridículo ante los ojos de la mujer, se concentra completamente en su carita diminuta que se tensa, se petrifica y (¡horror!) ¡se ruboriza! Aprieta entonces el paso para disminuir la posibilidad de que la mujer se fije en él, porque si una mujer bonita lo sorprendiera sonrojándose no sería capaz de soportar la vergüenza.