En las paredes de su habitación ya no aparecían colgados los cuadritos con sus frases infantiles (la mamá los había guardado en el armario, con bastante pena de su parte), sino veinte pequeñas reproducciones de cuadros surrealistas que él había recortado de distintas revistas y pegado sobre cartón. En medio de ellas colgaba de la pared el auricular de un teléfono con un trozo de cable cortado (en una oportunidad vinieron a arreglar el teléfono y Jaromil encontró en el auricular descompuesto aquel objeto que, desgajado de su circunstancia diaria, poseía un poder mágico y tenía derecho a ser denominado objeto surrealista). Pero el cuadro al que miraba con mayor frecuencia estaba dentro del marco del espejo que colgaba de la misma pared. No había nada que hubiera estudiado con mayor esmero que su propia cara, nada lo hacía sufrir más y en nada tenía puesta (aunque después de un enorme esfuerzo) tanta fe: se parecía a la cara de la mamá, pero, como Jaromil era hombre, la delicadeza de sus rasgos se notaba mucho más: tenía una nariz hermosa y fina y un mentón pequeño un tanto replegado. Ese mentón le hacía sufrir mucho; había leído en un conocido ensayo de Schopenhauer que el mentón replegado es algo especialmente repulsivo, pues es precisamente el mentón saliente lo que diferencia al hombre del simio. Luego había descubierto una fotografía de Rilke y había comprobado que este también tenía la misma forma de mentón, lo cual constituía para él un consuelo reconfortante. Se miraba al espejo durante mucho tiempo y vacilaba con desesperación en ese inmenso espacio que separa al mono de Rilke.
A decir verdad, el mentón estaba muy poco replegado y la mamá tenía razón al considerar infantil y encantadora la cara de su hijo. Pero esta circunstancia era precisamente lo que disgustaba a Jaromil más que el mentón: la delicadeza de sus rasgos lo hacía varios años más joven y como sus compañeros de curso eran un año mayores que él, su aspecto infantil se hacía aún más notorio, imposible de disimular, se hablaba de ello varias veces al día y Jaromil no lograba olvidarlo ni por un momento.
¡Qué carga era para él llevar aquella cara! ¡Qué pecado era el ligero trazado de sus rasgos!
(Jaromil soñaba algunas veces que tenía que levantar un objeto muy liviano, una taza de té, una cuchara, una pluma, y que no podía, que cuanto menos pesado era el objeto, más débil era él, que sucumbía bajo su levedad, estos sueños le atormentaban terriblemente y se despertaba empapado en sudor; a nosotros nos parece que soñaba con su rostro leve, dibujado con trazos finísimos, que intentaba inútilmente levantar y arrojar lejos de sí).