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Aquel día en que Jaromil le mostró sus poesías, la mamá ya no vio a su marido y tampoco lo vio los días siguientes.

En cambio recibió de la Gestapo una nota oficial, en la que se le comunicaba la detención de su marido. Al terminar la guerra, llegó otra nota oficial, anunciándole que su marido había muerto en un campo de concentración.

Si su matrimonio había sido lamentable, su viudez era grande y gloriosa. Tenía una fotografía del marido de la época en que se habían conocido, le puso un marco dorado y la colgó en la pared.

Luego, con gran entusiasmo para los praguenses, la guerra terminó, los alemanes abandonaron Bohemia y para la mamá comenzó una vida adornada por la severa belleza del renunciamiento; el dinero que había heredado tiempo atrás de su padre ya no tenía valor, de modo que prescindió de la criada, después de la muerte de Alik se negó a comprar otro perro y tuvo que buscar empleo.

Y aún hubo más cambios: su hermana se decidió a dejar su apartamento en el centro de Praga al hijo recién casado y se vino a vivir con su marido y el hijo menor a las habitaciones de la planta baja de la casa de la familia, mientras que la abuela se trasladó al primer piso junto con la madre viuda.

La mamá despreciaba a su cuñado desde el día en que le oyó decir que Voltaire era un físico que había descubierto los voltios. Su familia era bulliciosa y se encerraba satisfecha en el mundo de sus primitivas diversiones; la vida alegre de las habitaciones de abajo estaba separada por un trazo grueso del territorio de la melancolía que se extendía en el piso de arriba.

Y, sin embargo, por aquella época la mamá andaba más erguida que en las épocas de abundancia. Como si llevara sobre la cabeza (siguiendo el ejemplo de las mujeres de Dalmacia, que llevan así los cestos con uvas) una urna invisible con las cenizas de su marido.