Además de las manos, sintió luego el contacto de unos grandes senos blandos que se apoyaban en su pecho y vio la cara de una mujer morena y oyó su voz: «¡Despiértate, por Dios, despiértate!».
Estaba tumbado sobre una cama con las sábanas arrugadas y tenía alrededor una habitación a oscuras con un gran armario. Xavier se acordó de que estaba en la casa del puente de Carlos.
—Sé que te gustaría seguir durmiendo durante mucho tiempo —le dijo la mujer como si se disculpara—, pero tuve que despertarte porque tengo miedo.
—¿De qué tienes miedo? —le preguntó Xavier.
—¡Dios mío, tú no sabes nada! —dijo la mujer—. Presta atención.
Xavier se calló e hizo un esfuerzo por escuchar atentamente; a lo lejos se oían disparos.
Saltó de la cama y se acercó a la ventana; por el puente de Carlos paseaban grupos de hombres vestidos con monos azules, con las metralletas en bandolera.
Era como un recuerdo que atravesara varias paredes; Xavier sabía lo que significaban los grupos de obreros armados que guardaban el puente, pero tenía la sensación de que no era capaz de acordarse de algo, de algo que le aclarase la relación que él podía tener con lo que estaba viendo. Sabía que él formaba parte de esta escena y que sólo por error había salido de ella, como el actor que olvida entrar a tiempo en escena y ve que la obra se desarrolla sin él, extrañamente mutilada. Pero luego, de repente, se acordó.
Y en el momento en que se acordó, echó un vistazo por la habitación y respiró aliviado: la cartera seguía allí, apoyada en la pared, en un rincón; nadie se la había llevado. Se acercó a ella de un salto y la abrió. No faltaba nada: el cuaderno de matemáticas, el cuaderno de checo, el libro de ciencias naturales. Sacó el cuaderno de checo, lo abrió por la última hoja y respiró con alivio por segunda vez: la lista que le había pedido el hombre de pelo negro estaba allí, cuidadosamente copiada con letra pequeña y prolija y Xavier se alegró una vez más de su idea de disimular este importante documento en un cuaderno escolar, en el que por la otra cara había escrito un ejercicio de lengua sobre el tema: «Ha llegado la primavera».
—¿Qué estás buscando ahí, por favor?
—Nada —dijo Xavier.
—Te necesito, necesito tu ayuda. Ya ves lo que está pasando. Van casa por casa, detienen a la gente y la fusilan.
—No tengas miedo —rió—, no va a haber ningún fusilamiento.
—¿Cómo puedes saberlo? —protestó la mujer.
¿Cómo podía saberlo? Lo sabía perfectamente: la lista de todos los enemigos del pueblo, que debían ser fusilados el primer día de la revolución, la tenía en su cuaderno: efectivamente, no podía haber ningún fusilamiento. Por lo demás, la angustia de la hermosa mujer no le importaba; oía el tiroteo, veía a los hombres que custodiaban el puente y sólo pensaba en que la fecha que con tanto entusiasmo había preparado con sus compañeros de lucha había llegado de repente y lo había sorprendido durmiendo; estaba en otro sitio, en otra habitación y en otro sueño.
Quiso salir corriendo, quiso presentarse inmediatamente a aquellos hombres de los monos azules, quiso entregar la lista que nadie más que él tenía y sin la cual la revolución estaba ciega, sin saber a quién detener y a quién fusilar. Pero luego se dio cuenta de que no era posible: no conocía la consigna establecida para este día, hacía tiempo que lo consideraban un traidor y nadie le hubiera creído. Estaba en otra vida, en otra historia, y no era capaz de poner a salvo, desde esta vida, aquella otra en la que ya no estaba.
—¿Qué te ocurre? —insistió angustiada la mujer.
Y a Xavier se le ocurrió que si no podía salvar aquella vida perdida, debía ennoblecer esta en la que vivía precisamente ahora. Echó una mirada al hermoso cuerpo de la mujer y en aquel momento se percató de que debía abandonarla, porque la vida estaba allí afuera, más allá de la ventana, desde donde se oía un tiroteo que parecía el canto del ruiseñor.
—¿Adónde quieres ir? —gritó la mujer.
Xavier sonrió y señaló hacia fuera de la ventana.
—¡Me habías prometido llevarme contigo!
—De eso hace ya mucho tiempo.
—¿Me quieres traicionar? —se arrodilló ante él y le abrazó las piernas.
La miraba y sentía que era hermosa y que era amargo separarse de ella. Pero el mundo, más allá de la ventana, era aún más hermoso. Y si por culpa de él abandonaba a la mujer amada, entonces ese mismo mundo vería aumentado su valor con todo el precio del amor traicionado.
—Eres hermosa —le dijo—, pero tengo que traicionarte.
Después se arrancó de su abrazo y se alejó en dirección a la ventana.