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Abrió los ojos y vio la habitación con el armario destartalado y la cama, en la que estaba acostado. Con satisfacción comprobó que había dormido con la ropa puesta y que por lo tanto no tenía que vestirse; lo único que tuvo que hacer fue meter los pies en los zapatos tirados bajo la cama.

Pero ¿de dónde viene esa melancólica orquesta, cuyos tonos suenan tan reales?

Se acercó a la ventana. A poca distancia delante de él, en un paisaje del que la nieve había desaparecido ya casi por completo, un grupo de gente vestida de negro permanecía inmóvil, de espaldas a él. Estaban abandonados y tristes, tristes como el paisaje circundante; de la nieve blanca sólo quedaban trozos y franjas sucias sobre la tierra húmeda.

Abrió la ventana y se inclinó hacia afuera. Ahora comprendió mejor la situación. La gente vestida de negro estaba reunida alrededor de una fosa, en la que reposaba un féretro. Al otro lado de la fosa, otras personas vestidas de negro tenían en su boca instrumentos de viento y en esos instrumentos había pequeños atriles con partituras hacia los cuales los músicos dirigían sus miradas: tocaban la Marcha Fúnebre de Chopin.

La ventana se hallaba a menos de un metro sobre la tierra. Xavier saltó fuera y se acercó al grupo fúnebre. En aquel momento dos fuertes campesinos pasaron una cuerda por debajo del féretro, lo levantaron y lo fueron bajando lentamente. Un hombre y una mujer viejos que integraban el grupo de personas vestidas de negro comenzaron a sollozar y las demás personas los cogieron de los brazos y los tranquilizaron.

Luego el féretro tocó el fondo y las personas vestidas de negro pasaron a su lado echando un puñado de tierra sobre él. Xavier fue el último en agacharse, cogió un puñado de tierra con trocitos de nieve y la dejó caer.

Era el único del grupo de quien nadie sabía nada y era el único que lo sabía todo. Él era el único que sabía por qué había muerto la muchacha rubia, el único que sabía que la mano de hielo le había subido por las piernas hasta el vientre y hasta los pechos, él era el único que conocía la causa de su muerte. Él era el único que sabía por qué ella había deseado que la enterraran precisamente aquí, donde más había sufrido y donde había deseado morir, porque había visto al amor que la traicionaba y se le iba.

Él era el único que sabía todo; los demás estaban allí como un público ignorante o como una víctima que no comprende nada. Los veía con el lejano paisaje montañoso al fondo y le parecía que se perdían en infinitas distancias, como se perdía la muerte en el inmenso barro; y que él mismo (que todo lo sabe) era aún más extenso que aquel lejano paisaje húmedo, de modo que todos los parientes, la muerta, los enterradores con sus palas y hasta el prado y los montes, entraban en su interior y se perdían en él.

Lo llenaban por completo el paisaje, el luto de los parientes y la muerte de la muchacha rubia, y sentía que todos ellos hacían que se expandiera, como si dentro de él creciese un árbol; sentía que era grande y le parecía que su propia figura real era sólo una máscara, un disfraz, una careta de humildad; con esta careta de su propio personaje se acercó entonces a los padres de la muerta (el rostro del padre le recordaba los rasgos de la muchacha rubia; estaba congestionado por el llanto) y les expresó sus condolencias; le dieron la mano con un gesto ausente y él sintió las manos de ellos frágiles e insignificantes.

Luego se quedó apoyado en la pared de la barraca en la que había dormido durante tanto tiempo, mirando a los que habían participado en el entierro, que se iban alejando en pequeños grupos y se perdían lentamente en las distancias húmedas. De repente sintió que alguien lo acariciaba; ¡ah, sí!, sintió en su rostro la caricia de una mano. Estaba seguro de que comprendía el sentido de esa caricia y la percibía agradecido; sabía que era la mano del perdón; que la muchacha rubia le daba a entender que no había dejado de quererlo y que el amor persiste más allá de la tumba.