Salió por la puerta de hierro y se encontró en un patio estrecho. Estaba oscuro. A lo lejos sonaban los disparos y al mirar hacia arriba vio sobre los tejados los haces luminosos de los reflectores. Enfrente de él una estrecha escalera de hierro conducía hasta el tejado de un edificio de cinco plantas. Saltó hacia la escalera y trepó rápidamente hacia arriba. Los demás corrieron tras él hacia el patio y se apretaron contra las paredes. Esperaron que llegase al tejado y les diera la señal de vía libre.
Después cruzaron por los tejados, gateando sigilosamente, y Xavier marchaba delante. Avanzaba como un felino y sus ojos veían a través de la oscuridad. En un sitio determinado se detuvo y llamó junto a sí al hombre de la boina para enseñarle, muy por debajo de donde se encontraban, un montón de pequeñas figuras negras con armas cortas, mirando hacia todas partes para ver si daban con ellos. «Continúa guiándonos», le dijo el hombre a Xavier.
Y Xavier iba, saltando de tejado en tejado, bajando por pequeñas escaleras metálicas, escondiéndose detrás de las chimeneas y evitando los molestos reflectores que iluminaban a cada momento las casas, los bordes de los tejados y los desfiladeros de las calles.
Era un bonito viaje de hombres callados, convertidos en una bandada de pájaros que sobrevolaba allá en lo alto al enemigo que los perseguía y se elevaba sobre los aleros de los tejados hasta la otra parte de la ciudad, donde ya no había peligro. Era un hermoso y largo viaje, pero un viaje ya tan largo que Xavier empezó a sentir cansancio; ese cansancio que embota los sentidos y llena la mente de alucinaciones; le pareció oír el sonido de una marcha fúnebre, la famosa Marcha Fúnebre de Chopin, que tocan las orquestas de pueblo en los cementerios.
No aminoró su paso, trató con todas sus fuerzas de aguzar sus sentidos y apartar de sí aquella funesta alucinación. En vano; seguía oyendo la música como un presagio de su inminente final, como si quisiera en este momento de lucha envolverlo en el velo negro de la muerte futura.
¿Por qué luchaba tanto contra esa alucinación? ¿Acaso no deseaba que la grandeza de la muerte hiciera inolvidables e inmensos sus pasos por los tejados? ¿Acaso no era la música fúnebre que llegaba hasta él como un augurio, el más bello acompañamiento de su valor? ¿Acaso no era hermoso que su lucha fuera un entierro y su entierro una lucha, que la vida y la muerte se unieran aquí de manera tan maravillosa?
No, Xavier no sentía horror de que la muerte hubiera llamado a su puerta, sino de no poder confiar, en ese preciso momento, en sus sentidos, de no ser capaz (él, que respondía por la seguridad de sus compañeros) de advertir los peligros con que los amenazaban los enemigos, ya que tenía los oídos tapiados por la líquida melancolía de una marcha fúnebre.
Pero ¿acaso es posible que una alucinación tenga un aspecto tan real como para que se oiga la Marcha de Chopin con todos sus errores de ritmo y las notas falsas de los trombones?