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Se abrió la puerta y un hombre joven vestido de mono azul lo invitó a pasar. Atravesaron varias habitaciones en las que había trastos, vestidos en las perchas y fusiles apoyados en las esquinas y luego un corredor largo (debían haber traspasado ya las dimensiones de la casa) hasta una pequeña sala subterránea en la que estaban sentados unos veinticinco hombres.

Se sentó en una silla vacía y lanzó una mirada a los presentes, de los que sólo conocía a algunos. Ocupaban la cabecera de la mesa tres hombres; uno de ellos, con una boina en la cabeza, estaba hablando; hablaba de una fecha próxima y secreta en la que todo debía decidirse; para entonces, todo tenía que estar preparado conforme a los planes: las octavillas, la radio, los periódicos, el correo, el telégrafo, las armas. Les preguntó a cada uno de los presentes si habían cumplido con las misiones encargadas para el éxito de esa fecha. Se volvió finalmente hacia Xavier y le preguntó si había traído la lista.

Fue un momento terrible. Para guardar el secreto, Xavier había copiado hacía ya mucho tiempo la lista en la parte trasera de su cuaderno de checo. Este cuaderno estaba con los demás cuadernos y los libros en su cartera. Pero ¿dónde tenía la cartera? ¡Aquí no!

El hombre de la boina repitió la pregunta.

¿Dios mío, dónde está la cartera? Xavier se esforzaba por recordarlo y desde el fondo de su memoria emergía un recuerdo confuso e imposible de retener, una ráfaga de aire dulce lleno de felicidad; quería retener aquel recuerdo, pero ya no tenía tiempo, porque todos habían vuelto sus caras hacia él y esperaban su respuesta. Tuvo que reconocer que no tenía la lista.

Las caras de aquellos hombres, a los que se había sumado como un amigo más, se pusieron serias y el hombre de la boina le dijo, con voz helada, que si los enemigos se apoderaban de la lista, la fecha en la que habían puesto todas sus esperanzas se malograría y no sería más que una fecha como todas las demás fechas, vacía y muerta.

Pero, antes de que Xavier tuviera tiempo de responder nada, se abrió una puerta tras la cabecera de la mesa y apareció un hombre que silbó. Todos sabían que era la señal de alarma; antes de que el hombre de la boina fuera capaz de dar la primera orden, habló Xavier: «Dejadme que vaya delante», dijo, porque sabía que el camino que les esperaba era difícil y que quien fuera primero arriesgaría su vida.

Xavier sabía que había olvidado la lista y debía pagar su culpa. Pero no era sólo el sentimiento de culpa lo que lo empujaba hacia el peligro. Le fastidiaba la pequeñez que hacía de la vida una semivida y de las personas semipersonas. Quería poner su vida sobre la balanza en cuyo otro platillo está la muerte. Quería que cada uno de sus actos, que cada uno de sus días, que cada hora y cada segundo fueran capaces de dar su talla frente a la medida máxima que es la muerte. Por eso quiso ser el primero, ir por la cuerda sobre el precipicio, tener alrededor de la cabeza el halo de los disparos y crecer así ante los ojos de todos y ser inmenso como es inmensa la muerte…

El hombre de la boina lo miró con ojos severos, fríos, en los que brilló la luz de la comprensión. «Está bien, ve», le dijo.