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Le dijo a la mujer del suéter rojo-oscuro que no quería seguir bailando: le fastidiaban las caras que lo miraban desde las jarras de cerveza. La mujer rió, estaba de acuerdo; a pesar de que la orquesta no había terminado de tocar y de que en la pista se hallaban ellos solos, dejaron de bailar (todo el bar vio que dejaban de bailar) y se fueron de la pista agarrados de la mano, pasando junto a todas las mesas, hasta la planicie nevada.

Los envolvía un aire helado y Xavier pensó que al poco rato saldría al aire helado la frágil niña enferma con su vestido blanco. Volvió a coger a la mujer rojo-oscura del brazo y la llevó por la planicie blanca, y le pareció que era un flautista que atraía a las ratas y que la mujer era la flauta en la que él tocaba.

Pasado un rato se abrió la puerta del restaurante y salió la rubita y estaba aún más frágil que antes, su vestido blanco se perdía en la nieve y parecía la nieve andando por la nieve. Xavier apretó contra su cuerpo a la mujer del suéter rojo-oscuro, abrigada y maravillosamente vieja, la besó, metió las manos por debajo del suéter mientras con el rabillo del ojo observaba a la niña que se parecía a la nieve que lo miraba y sufría.

Y luego derribó a aquella mujer mayor sobre la nieve y se revolcó sobre ella y supo que ya llevaban mucho tiempo fuera y que hacía frío y que el vestido de la muchacha era fino y que la helada le llegaba a las piernas y a la rodilla y le tocaba los muslos y la acariciaba más y más arriba, hasta llegar a su regazo y a su vientre. Luego se levantaron y la mujer lo condujo a una de las casas, donde tenía su habitación.

La ventana de la habitación, que estaba en la planta baja, sobrepasaba en un metro la altura de la planicie nevada y Xavier vio que la muchacha rubia estaba a unos pocos pasos y que lo miraba a través de la ventana; él tampoco quería abandonar a aquella niña cuya imagen lo llenaba por completo y por eso encendió la luz (la mujer se rió con lascivia de que necesitara luz), tomó a la mujer por la mano, la llevó hasta la ventana y junto a la ventana la abrazó y le quitó el suéter peludo (un suéter caliente para un cuerpo anciano) y pensó en la muchacha que ya tenía que estar completamente aterida, tan aterida que ya no sentía su cuerpo, que ya era sólo un alma, un alma triste y dolorida temblando en su cuerpo totalmente helado que ya no sentía nada, que ya había perdido el sentido del tacto y no era más que un envoltorio muerto para el alma flotante que Xavier amaba tanto, sí, que amaba tanto.

¡Quién sería capaz de soportar un amor tan enorme! Xavier sintió que sus manos perdían fuerza, que ya no eran capaces de levantar el suéter peludo hasta dejar al descubierto los pechos de la anciana, sintió debilidad en todo su cuerpo y se sentó en la cama. Es difícil describir lo bien que se sentía, lo contento y feliz que estaba. Cuando una persona se siente muy feliz, la invade el sueño como recompensa. Xavier se sonrió y se hundió en un sueño profundo, en una hermosa noche dulce en la que brillaban dos ojos helados, dos lunas ateridas…