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Luego el tren se detuvo, se oyó el sonido del silbato, el vocerío de los jóvenes, abrir y cerrar de puertas, el taconeo de las botas; Xavier surgió de su escondite y se sumó al grupo de alumnos que se amontonaban para bajar del tren. Y luego aparecieron las montañas, la luna grande y la nieve resplandeciente; iban en medio de una noche clara como el día. Caminaban en larga procesión, y en vez de cruces se alzaban los pares de esquís como objetos de culto, como símbolos de los dedos cruzados en juramento.

Era una larga procesión en la que Xavier iba con las manos en los bolsillos porque era el único que no llevaba los esquís, símbolo del juramento; oía las conversaciones de los estudiantes, ya bastante cansados; luego se dio vuelta y vio a la muchacha rubia, frágil, pequeña, atrás de todo, tropezando y hundiéndose en la nieve bajo el peso de los grandes esquís y después de un rato volvió a darse vuelta y vio al viejo profesor de matemáticas que le cogía los esquís, los ponía junto a los suyos a sus espaldas y con la mano libre la tomaba por el brazo y la ayudaba a andar. Era una escena triste en la que la endeble vejez se compadecía de la endeble juventud; al contemplar la escena se sentía reconfortado.

Luego, al principio de lejos y después cada vez más cerca, se oyó música bailable; apareció delante de ellos un restaurante y unas barracas de madera en las que se fueron a alojar los compañeros de Xavier. Pero Xavier no tenía aquí ninguna habitación reservada y no debía guardar los esquís ni cambiarse de indumentaria. Por eso entró en seguida en el salón, donde había una pista de baile, una orquesta de jazz y unos cuantos clientes en las mesas. Inmediatamente se fijó en una mujer con un suéter rojo-oscuro y unos pantalones ajustados; alrededor de ella estaban sentados varios hombres con jarras de cerveza, pero Xavier vio que aquella mujer era elegante y orgullosa y que se aburría con ellos. Se acercó a ella y la invitó a bailar.

Bailaban juntos en medio del salón los dos solos; y Xavier vio que la mujer tenía el cuello maravillosamente marchito, la piel alrededor de los ojos maravillosamente ajada y que alrededor de su boca había dos maravillosas y profundas arrugas, y se sintió feliz de tener entre sus brazos tantos años de vida, de tener él, un estudiante, entre sus brazos, una vida casi completa. Se sintió orgulloso de bailar con ella y pensó que al poco rato entraría la rubita y lo vería, muy alto por encima de ella, como si la edad de su compañera de baile fuera un monte muy alto y la joven muchacha se estirase hacia aquel monte como una brizna de hierba suplicante.

Y en efecto: empezaron a entrar en el salón los alumnos y las alumnas que habían cambiado sus pantalones de esquiar por faldas y se sentaron todos junto a las mesas libres, de modo que ahora Xavier bailaba con la mujer rojo-oscura rodeado de un público numeroso; junto a una de las mesas vio a la rubita y se alegró: estaba vestida con mucho más esmero que los demás; llevaba un vestido precioso que no conjugaba demasiado con aquel sucio restaurante, un vestido blanco, ligero, con el cual era aún más frágil y aún más vulnerable. Xavier sabía que se lo había puesto por él y en este momento ya estaba totalmente decidido a no renunciar a ella, a vivir esta noche para ella y por ella.