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Se detuvo en la plataforma del vagón e inspiró profundamente para tranquilizar su respiración acelerada. Otra vez había llegado en el último momento y llegar en el último momento lo llenaba de orgullo: todos los demás llegaban a tiempo, de acuerdo con un plan preparado de antemano, de modo que vivían toda la vida sin sorpresas, como si estuvieran copiando un texto determinado por un maestro. Los intuía en los compartimientos del vagón, sentados en sus asientos reservados con anterioridad, manteniendo conversaciones previamente conocidas, hablando de las casas de montaña en las que iban a pasar la semana, de los horarios que habían aprendido a respetar ya en el colegio, para poder luego vivir a ciegas, de memoria y sin un solo error.

En cambio, Xavier había llegado de improviso, en el último momento, gracias a una ocurrencia repentina y a una decisión inesperada. Estaba ahora de pie en la plataforma del vagón y se extrañaba de su propia actitud al participar en una excursión escolar con sus aburridos compañeros de curso y los profesores calvos por cuyas barbas se paseaban los piojos.

Se puso a recorrer el vagón: los muchachos estaban en el pasillo echando su aliento en los cristales helados y apoyando el ojo en el redondel del cristal para ver el panorama; otros se hallaban recostados perezosamente en los asientos, con los esquís apoyados en el portaequipajes, en cruz sobre las cabezas; en algún sitio jugaban a las cartas y en otro compartimiento cantaban una canción interminable compuesta de una melodía primitiva y cuatro palabras que se repetían constantemente, cien veces, mil veces: se murió el canario, se murió el canario, se murió el canario

Se detuvo en este compartimiento y miró hacia adentro: había tres chicos del curso siguiente y junto a ellos una muchacha rubia, compañera suya de curso, que al verlo se puso colorada, pero no dejó que se notase nada, como si tuviera miedo de ser sorprendida y por eso seguía abriendo la boca y, mirando con grandes ojos a Xavier, cantaba: se murió el canario, se murió el canario, se murió el canario

Xavier se separó de la muchacha rubia y pasó por otros compartimientos, en los que se cantaban otras canciones estudiantiles y se jugaba a otros juegos; luego vio a un hombre en uniforme de revisor que venía hacia él, deteniéndose en cada uno de los compartimientos y pidiendo los billetes; el uniforme no era suficiente para confundirlo, reconoció bajo la visera de la gorra al viejo profesor de latín y se dio cuenta de que no podía arriesgarse a toparse con él, en primer lugar porque no tenía billete y en segundo lugar porque hacía mucho tiempo (ni siquiera se acordaba cuánto) que no había estado en la clase de latín.

Aprovechó entonces el momento en que el profesor se inclinaba hacia el interior de uno de los compartimientos y se deslizó pasando tras él, hacia la plataforma, en la que dos puertas conducían a dos pequeñas cabinas; el lavabo y el water. Abrió la puerta del lavabo y encontró, fuertemente abrazados, a la profesora de checo, una mujer severa de unos cincuenta años, con un compañero suyo que solía sentarse en el primer banco y a quien Xavier, las raras veces que iba a clase, pasaba totalmente por alto. Al verlo, los dos amantes se separaron rápidamente y se inclinaron sobre el lavabo; bajo el minúsculo chorrito de agua que goteaba del grifo, se frotaban las manos con ahínco.

Xavier no quería interrumpirlos y volvió a salir a la plataforma; allí se encontró frente a frente con la compañera rubia, que lo miraba fijamente con sus grandes ojos azules; su boca ya no se movía y ya no cantaba la canción aquélla del canario, cuyo estribillo Xavier creía interminable. ¡Ah, pensó, qué locura, creer que exista una canción que no termine! ¡Como si todo, en este mundo, no fuera ya traición desde el comienzo!

Con esta idea miró a los ojos a la rubia y supo que no debía aceptar ese juego falso que quiere hacer pasar lo perecedero por eterno y lo pequeño por grande, que no debía aceptar ese juego falso que se llama amor. Por eso se dio media vuelta y volvió a entrar en el pequeño lavabo en el que la profesora de checo estaba ya otra vez junto al pequeño compañero de Xavier y lo tenía agarrado por las caderas.

«Oh, no, por favor, no vuelvan a lavarse —les dijo Xavier—. Ahora me voy a lavar yo», y pasó junto a ellos con discreción, abrió el grifo y se inclinó sobre el lavabo, buscando así una relativa soledad para sí mismo y para los dos amantes que estaban de pie, confusos, detrás de él. «Nos vamos a otro lado», oyó luego el murmullo decidido de la profesora de checo, el ruido de la puerta y los pasos de cuatro pies que entraban en el water de al lado. Se quedó solo, se apoyó satisfecho en la pared y se entregó a dulces pensamientos sobre la pequeñez del amor, dulces pensamientos tras los cuales se vislumbraban dos grandes ojos azules suplicantes.