El espacio entre el suelo y el lecho, formado por cinco tablillas por entre las que asomaba un jergón de paja lleno de desgarrones, no era mayor que el de un ataúd; pero a diferencia de éste era un espacio oloroso (se percibía el olor de la paja), muy sonoro (en el suelo se marcaba perfectamente el ruido de los pasos) y lleno de visiones (justamente encima de sí veía el rostro de aquella mujer a quien sabía que no podía abandonar, un rostro que se proyectaba sobre la tela oscura del jergón, un rostro atravesado por tres briznas de paja que salían de la tela).
Los pasos eran pesados y al volver la cabeza pudo ver en el suelo un par de botas que taconeaban por la habitación. Y oyó luego una voz de mujer y no pudo impedir que lo invadiera un sentimiento suave, pero hiriente, de lástima; aquella voz sonaba igual de melancólica, asustada y atrayente que un momento antes, cuando le hablaba a él. Pero Xavier fue sensato y superó un repentino ataque de celos; comprendió que aquella mujer estaba en peligro y se defendía con las armas que tenía: su rostro y su tristeza.
Luego oyó la voz del hombre y le pareció que aquella voz se parecía a las botas negras que había visto andar por el piso. Y luego oyó cómo la mujer repetía no, no, no y cómo un par de pasos se acercaban tambaleando a su escondite y cómo luego, el bajo techo bajo el cual yacía, descendía aún más hasta llegar casi a tocar su cara.
Y se volvió a oír otra vez cómo la mujer decía no, no, no, ahora no, ahora no, por favor, y Xavier vio la cara de ella tan sólo a un centímetro de sus ojos, sobre la gruesa tela del jergón, y le pareció que aquella cara le confesaba sus humillaciones.
Quería erguirse dentro de su ataúd, quería salvar a aquella mujer, pero sabía que no debía hacerlo. Y tenía el rostro de la mujer tan cerca de él, se inclinaba, y le suplicaba por favor, y de aquel rostro salían tres briznas de paja, como tres flechas que atravesasen aquel rostro. Y el techo que estaba encima de Xavier comenzó a moverse rítmicamente y las briznas clavadas en el rostro de la mujer como tres flechas tocaban rítmicamente la nariz de Xavier y le hacían cosquillas, hasta que Xavier, de pronto, estornudó.
Arriba, el movimiento se detuvo de repente. La cama quedó inmóvil; no se oía ni respirar y Xavier también quedó paralizado. Transcurrió un segundo hasta que se oyó: «¿Qué ha sido eso?». «No he oído nada, querido», respondió la voz de la mujer. Y volvió a hacerse el silencio y luego se volvió a oír la voz del hombre: «¿De quién es esa cartera?». Y se oyó de nuevo el resonar de los pasos y se vio a las botas recorriendo la habitación.
Vaya, el hombre se había acostado con las botas puestas, pensó Xavier y se indignó; comprendió que había llegado su momento. Apoyándose en un codo se asomó por debajo de la cama, para ver lo que ocurría en la habitación.
«¿A quién tienes aquí? ¿Dónde lo has metido?», gritaba el hombre y Xavier vio por encima de las botas negras los pantalones de montar azul-oscuros y la camisa azul-oscura del uniforme de la policía. El hombre echó una mirada por toda la habitación y se lanzó luego hacia el armario, que por su tamaño parecía que pudiera esconder al amante.
En aquel momento Xavier saltó de debajo de la cama silencioso como un gato, ágil como una pantera. El hombre del uniforme abrió el armario repleto de trajes y metió la mano dentro. Pero Xavier ya estaba detrás de él y mientras el hombre volvía a meter una y otra vez el brazo en la oscuridad de los trajes para tocar al amante oculto, Xavier lo agarró por detrás del cuello de la camisa, y lo empujó violentamente adentro del armario. Cerró la puerta con llave, sacó la llave, se la metió en el bolsillo y se volvió hacia la mujer.