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Unos días más tarde, paracaidistas checos enviados desde Inglaterra mataron al protector alemán de Bohemia y Moravia; se declaró el estado de sitio y en las esquinas aparecieron carteles con largas listas de fusilados. La mamá estaba en cama y todos los días venía el médico a ponerle una inyección en las nalgas. En aquella ocasión su marido se sentó al borde de la cama, le cogió la mano y la miró fijamente a los ojos; la mamá sabía que atribuía el estado de sus nervios a los horrores de la historia y sintió, avergonzada, que lo estaba engañando mientras él era bueno con ella y quería ser su amigo en las horas difíciles.

También la criada Magda, que vivía en la casa hacía varios años y de quien la abuela, con el espíritu de las buenas tradiciones democráticas, decía que era más un miembro de la familia que una simple empleada, llegó un día a casa llorando, porque a su novio lo había detenido la Gestapo. Y efectivamente, algunos días más tarde su nombre apareció escrito en letras negras en un cartel rojo-oscuro, junto a los nombres de los demás muertos y a Magda le dieron algunos días de vacaciones para que pudiera visitar a la familia de su novio.

A su regreso, contaba que la familia de su novio no había recibido ni siquiera la urna con las cenizas y que seguramente nunca podrían averiguar dónde estaban los restos de su hijo. Se puso a llorar otra vez y lo hacía casi todos los días. Solía llorar en su pequeña habitación, de modo que sus sollozos sólo se oían a través de la pared, pero algunas veces también sollozaba de repente durante la comida; desde que le había ocurrido aquella desgracia comía con la familia en la mesa grande (antes lo solía hacer sola en la cocina) y el carácter extraordinario de esta amabilidad volvía a recordarle todos los días a mediodía que estaba de luto y que daba lástima, de modo que se le enrojecían los ojos y desde el párpado le rodaba una lágrima que caía sobre la comida; Magda trataba de ocultar las lágrimas y los ojos enrojecidos, agachaba la cabeza, quería que nadie la viera, pero, precisamente por eso, todos la miraban y siempre había alguien que pronunciaba unas palabras de consuelo a las que respondía llorando en voz alta.

Jaromil observaba todo esto como una escena emocionante de teatro; esperaba con ansia la lágrima en el ojo de la muchacha, su vergüenza intentando vencer la tristeza y finalmente la tristeza dominando a la vergüenza y la lágrima cayendo. Observaba (disimuladamente, porque tenía la impresión de hacer algo incorrecto) su cara y lo inundaba una tibia excitación y el deseo de llenar aquel rostro de cariño, acariciarlo y consolarlo. Y cuando a la noche se quedaba solo, cubierto por las mantas, se representaba la cara de ella con aquellos grandes ojos castaños y se imaginaba que la acariciaba y le decía no llores, no llores, no llores, porque no se le ocurrían otras palabras que fuese capaz de decirle.

Por esta época terminó la madre su tratamiento nervioso (una semana de cura de sueño en plan casero) y comenzó a moverse por la casa, a hacer las compras y a ocuparse de las tareas del hogar, a pesar de que seguía quejándose de que le dolía la cabeza y tenía palpitaciones. Un día se sentó junto a la mesita de su habitación y empezó a escribir una carta. Apenas escribió la primera frase se dio cuenta de que al pintor le parecería estúpida y sentimental y sintió miedo de lo que pudiera pensar; pero luego se tranquilizó: no pretendía ni deseaba obtener con aquellas palabras ningún tipo de respuesta, eran las últimas palabras que le iba a decir y esto le dio el valor necesario para continuar; con una sensación de alivio (y una extraña obstinación) construía las frases como si de verdad las construyera ella misma, ella, tal como había sido antes de conocerlo. Le escribía que lo había amado, pero había llegado la hora de decirle la verdad: era diferente, muy distinta de lo que el pintor creía, era en realidad una mujer corriente y pasada de moda y le horrorizaba pensar que un día no podría mirar a los inocentes ojos de su hijo.

¿Es que se había decidido a contarle la verdad? ¡En absoluto! No le escribía que lo que llamaba felicidad de amar había sido para ella sólo un trabajoso esfuerzo, no le escribía cómo se había sentido avergonzada de su vientre desfigurado, ni que había tenido una crisis de nervios y se había lastimado una rodilla y había tenido que dormir durante una semana. No le escribía nada de eso porque una sinceridad semejante no correspondía a su propia forma de ser, porque quería volver a ser ella misma y sólo podía ser ella misma en la insinceridad; si le hubiera escrito todo con franqueza, le habría parecido que se había vuelto a acostar desnuda ante él, con el vientre arrugado. No, ya no quería que la viera, ni por fuera ni por dentro; deseaba encontrar nuevamente la tranquilidad de su decencia y para ello tenía que ser insincera y escribirle únicamente de su hijo y de sus sacrosantos deberes de madre. Al final de la carta ya estaba convencida de que no había sido su vientre ni la fatigosa carrera tras las ocurrencias del pintor lo que había provocado su crisis nerviosa, sino sus profundos sentimientos maternales, que se habían sublevado contra un amor grande, pero pecaminoso.

En aquel momento le parecía que no sólo estaba infinitamente triste, sino que además era una figura elevada, trágica y firme; la tristeza que pocos días antes sólo le causaba dolor, ahora, descrita con grandes palabras, le producía también un reconfortante deleite; era una tristeza hermosa y ella se veía iluminada por su resplandor melancólico y se encontraba tristemente hermosa.

¡Lo que son las casualidades! Jaromil, que en la misma época se pasaba días enteros observando el ojo lloroso de Magda, sabía bien de la hermosura de la tristeza y se sumergía en ella días enteros. Volvía a hojear el libro que le había prestado el pintor y leía sin parar los poemas de Éluard dejándose arrebatar por los versos subrayados: Tenía en la tranquilidad de su cuerpo una pequeña bola de nieve del color del ojo; o: A lo lejos el mar que tu ojo baña; y Buenos días tristeza, tú estás inscrita en los ojos que yo amo. Éluard se convirtió en el poeta del cuerpo tranquilo de Magda y de sus ojos bañados por un mar de lágrimas; veía toda su vida encerrada en el encanto de un solo verso: Tristeza hermoso rostro. Claro, esa era Magda: tristeza hermoso rostro.

Una noche se fueron todos al teatro y él se quedó solo con ella en casa; conocía de memoria las costumbres de la familia y sabía que, siendo sábado, Magda se bañaría. Como sus padres y la abuela planeaban la salida al teatro desde hacía una semana, tuvo tiempo de preparar todo; con algunos días de anticipación, había levantado en el cuarto de baño la tapita de la cerradura y la había pegado ligeramente por medio de un trozo de miga de pan sucia, de modo que se mantuviera levantada; quitó la llave de la cerradura para que no interfiriera la visión y se la guardó: nadie se dio cuenta de que se había perdido, porque los miembros de la familia no acostumbraban a cerrar con llave y la única que lo hacía era Magda.

La casa estaba silenciosa y vacía y a Jaromil le palpitaba el corazón. Estaba arriba, en su habitación, colocó delante de sí un libro abierto, por si alguien pudiera sorprenderlo y preguntarle qué estaba haciendo, pero no lo leía, se limitaba a escuchar. Por fin se oyó el sonido del agua corriendo por las cañerías y el ruido que hacía al caer en la bañera. Apagó la luz en la escalera y bajó de puntillas; tuvo suerte, el ojo de la cerradura permanecía descubierto y cuando se aproximó vio a Magda, inclinada sobre la bañera, ya desnuda, con los pechos desnudos, sólo en bragas. El corazón le golpeaba terriblemente porque veía lo que nunca había visto y sabía que en seguida vería aún más y que nadie podría impedírselo. Magda se irguió, se acercó al espejo (la veía de perfil), se miró un rato en él, se dio vuelta otra vez (la veía de frente) y fue hasta la bañera; se detuvo, se quitó las bragas, las tiró (seguía viéndola de frente) y luego se metió en la bañera.

Aun en la bañera Jaromil seguía viéndola, pero como el agua le llegaba hasta los hombros volvía a ser sólo cara: esa misma, conocida, triste cara, con el ojo bañado por el mar de lágrimas, pero al mismo tiempo una cara completamente distinta; se veía obligado a imaginarse (ahora, la próxima vez y para siempre) junto a ella los pechos desnudos, el vientre, los muslos, el trasero; era una cara iluminada por la desnudez del cuerpo; seguía produciéndole la misma ternura, pero esa ternura era ya distinta, porque a través de ella se extendían los rápidos latidos del corazón.

Y entonces, de repente, se percató de que Magda lo estaba mirando a los ojos. Tuvo miedo de que lo hubieran descubierto. Miraba al ojo de la cerradura y (en parte indecisa, en parte amable) se sonreía. Inmediatamente, se alejó de la puerta. ¿Lo había visto o no? Había comprobado muchas veces la situación y estaba seguro de que un ojo desde el otro lado de la puerta no podía ser visto. Pero entonces ¿cómo explicarse la mirada y la sonrisa de Magda? ¿O tal vez había mirado hacia allí sólo por casualidad y se había sonreído de la simple idea de que Jaromil pudiera estar mirando? De cualquier forma que fuera, el encuentro con la mirada de Magda lo había confundido hasta tal punto que ya no se atrevió a volver a acercarse a la puerta.

Pero cuando, pasado un rato, se tranquilizó, se le ocurrió una idea que superaba todo lo que hasta el momento había visto o vivido: el cuarto de baño no estaba cerrado y Magda no le había dicho que se iba a bañar. Podía hacer como que lo ignoraba y, como si nada ocurriera, entrar al cuarto de baño. Una vez más volvió a palpitarle con fuerza el corazón, se imaginaba cómo abría la puerta y decía: sólo vengo a buscar un cepillo y pasaba al lado de Magda, que no sabía qué decir; su hermosa cara se avergonzaba igual que se había avergonzado cuando durante la comida no había podido contener el llanto; y él pasaba al lado de la bañera hasta el lavabo sobre el que estaba el cepillo, lo cogía, se detenía luego junto a la bañera y se inclinaba sobre Magda, sobre su cuerpo desnudo que veía a través del filtro verdoso del agua y volvía a mirarla a la cara, aquella cara que se ruborizaba, y la acariciaba… Cuando se iba imaginando todo esto, lo iba envolviendo una nube de excitación que le impedía ver nada y no era ya capaz de pensar en nada.

Para que su entrada pareciera completamente natural, volvió a subir sigilosamente las escaleras y luego las bajó, pisando ruidosamente cada uno de los peldaños; sentía que le temblaba todo el cuerpo y le entró miedo de pensar que no iba a ser capaz de decir con voz serena y natural sólo vengo a buscar el cepillo; sin embargo, siguió adelante y cuando ya estaba casi al lado del cuarto de baño y el corazón le palpitaba de tal modo que casi no podía respirar, oyó: «¡Jaromil, me estoy bañando! ¡No entres!». Respondió: «No, si voy a la cocina», y realmente fue hacia el otro lado de la antesala, entró a la cocina, hizo como si cogiera algo y regresó de nuevo a su habitación.

Entonces se le ocurrió que las inesperadas palabras de Magda no eran motivo suficiente para una rendición tan precipitada, que podía haber dicho Magda, yo sólo vengo a buscar el cepillo y entrar, pues Magda no se lo hubiera dicho a nadie: Magda lo quería mucho, porque él siempre había sido bueno con ella. Y de nuevo se imaginó que estaba en el cuarto de baño y delante de él estaba Magda desnuda en la bañera y le decía no te quedes aquí, vete en seguida, pero no podía hacer nada, no podía defenderse, porque era tan impotente como lo había sido ante la muerte de su novio, porque estaba aprisionada en la bañera y él se inclinaba hacia su cara, hacia sus ojos grandes…

Sólo que esta posibilidad ya se había perdido para siempre y Jaromil ya sólo oyó después el suave sonido del agua que se iba de la bañera a las lejanas cañerías; la maravillosa oportunidad irremisiblemente perdida lo abrumaba, porque sabía que no iba a ser fácil que volviera a quedarse otra tarde solo con Magda en casa; y, si volviera a ocurrir, la llave debería estar ya en su sitio y Magda tendría la puerta cerrada. Se hallaba acostado en el sofá y estaba desesperado. Pero más que la oportunidad perdida, lo desesperaba su propia cobardía, su propia debilidad, su propio corazón estúpidamente palpitante, que le había arrebatado la presencia de ánimo necesaria y lo había estropeado todo. Lo inundó un profundo descontento hacia sí mismo.

Pero ¿qué hacer con semejante descontento? Es algo del todo distinto a la tristeza; es quizá lo contrario de la tristeza; cuando eran malos con él, Jaromil solía encerrarse en su habitación y llorar; pero ése era un llanto feliz, casi voluptuoso, eran casi lágrimas de amor, Jaromil tenía lástima de Jaromil y lo consolaba, contemplando su alma; pero este repentino descontento que le mostraba a Jaromil la ridiculez de Jaromil lo separaba de su alma, le producía un rechazo hacia ella. Era algo tan simple y lacónico como una ofensa, como una bofetada. Sólo podía salvarse con la huida.

Pero, si de repente descubrimos nuestra propia pequeñez, ¿hacia dónde podemos huir de ella? ¡De la humillación sólo se puede huir ascendiendo! Se sentó junto a su escritorio y abrió un libro (aquel libro precioso que el pintor le había confesado que no se lo prestaba más que a él) y se esforzó por concentrarse en los poemas que más le gustaban. Y allí estaba otra vez a lo lejos el mar que baña tu ojo y él volvía a ver ante sí a Magda, estaba allí también la bola de nieve en la tranquilidad de su cuerpo y el ruido del agua al salpicar llegaba hasta el poema como el sonido del río a través de una ventana cerrada. Lo inundó la nostalgia y cerró el libro. Entonces tomó papel y lápiz y comenzó a escribir. Tal como lo había visto en los poemas de Éluard, de Nezval, de Biebl, de Desnos, escribía versos cortos, unos debajo de los otros, sin ritmo ni rima. Eran variaciones sobre lo que había leído, pero en esas variaciones estaba el suceso que le acababa de ocurrir, estaba la tristeza que se deshace y se convierte en agua, estaba también el agua verde cuya superficie sube más y más hasta llegar a mis ojos, y estaba por fin, el cuerpo, el cuerpo triste, el cuerpo en el agua, hacia el cual voy, voy a través del agua interminable.

Leyó y releyó muchas veces su poema con voz patética, declamatoria, y se sintió entusiasmado. En el fondo del poema estaba reflejada Magda en la bañera y él con la cara oprimida contra la puerta; no se encontró, por tanto, fuera de los límites de su vivencia; pero estaba muy alto por encima de ella; el descontento consigo mismo se había quedado abajo; allá abajo las manos le sudaban de miedo y la respiración se le aceleraba; aquí arriba, en el poema, se hallaba muy por encima de sus miserias; la historia del ojo de la cerradura y de su propia cobardía se había convertido en una simple rampa de lanzamiento sobre la cual volaba ahora; ya no permanecía sometido a aquella vivencia sino que la vivencia estaba sometida a lo que había escrito.

Al día siguiente le pidió a la abuela que le dejara la máquina de escribir; copió el poema en un papel especial y resultaba todavía más hermoso que cuando lo declamaba en voz alta, porque había dejado de ser una simple combinación de palabras y se había transformado en una cosa; su independencia se había hecho aún más patente; las palabras corrientes vienen al mundo para perecer inmediatamente después de haber sido pronunciadas, porque sirven sólo para la comunicación inmediata; están sometidas a las cosas, son sólo su denominación; pero ahora estas palabras se habían convertido en cosas y no estaban sujetas a nada; no estaban destinadas al entendimiento inmediato y a la rápida extinción sino a perdurar. Lo que Jaromil había vivido el día anterior estaba también contenido en el poema, pero moría en él poco a poco, como muere la semilla en el fruto. Estoy bajo el agua y los latidos de mi corazón producen círculos en la superficie; en ese verso estaba presente el muchacho tembloroso ante la puerta del cuarto de baño, pero poco a poco iba desapareciendo; el verso subía más alto que él y permanecía. Ay, mi amor mi amor de agua, decía otro verso y Jaromil sabía que su amor de agua era Magda, pero, al mismo tiempo, sabía que en esas palabras nadie podría encontrarla, que estaba perdida en ellas, desaparecida, sepultada; el poema que había escrito era algo totalmente independiente, autónomo e incomprensible, tan independiente e incomprensible como la propia realidad, que no se pone de acuerdo con nadie y simplemente es; la independencia del poema le brindaba a Jaromil un refugio maravilloso, la deseada posibilidad de una segunda vida; tanto le gustó que al día siguiente se puso a escribir más versos y poco a poco se aficionó a esta actividad.