El amor de la madre y el pintor ya nunca se liberó del signo que había quedado marcado en su primer encuentro: no era un amor que ella hubiera soñado desde mucho tiempo atrás, mirándolo a los ojos con firmeza; era un amor inesperado, que la había asaltado desde atrás y por la espalda.
Este amor le recordaba nuevamente su falta de preparación amorosa: no tenía experiencia, no sabía lo que debía hacer ni decir; frente a la mirada original y exigente del pintor, se avergonzaba de antemano de cada uno de sus gestos y palabras; tampoco su cuerpo estaba preparado; por primera vez se arrepentía con dolor de lo mal que lo había cuidado tras el parto y le horrorizaba el aspecto de su vientre en el espejo, de aquella piel arrugada, tristemente fláccida.
Siempre había deseado un amor en el que poder envejecer armónicamente, el cuerpo mano a mano con el alma (sí, un amor así lo había ansiado desde mucho tiempo atrás mirándolo a los ojos con ensoñación); pero ahora, en este difícil encuentro, al que se enfrentaba de repente, el alma le parecía penosamente joven y el cuerpo penosamente viejo, de modo que iba caminando por su aventura como si pisara con pie tembloroso un estrecho puente sin saber si sería la juventud del alma o la vejez del cuerpo la que provocaría la caída.
El pintor la rodeaba de extravagantes atenciones e intentaba atraerla hacia el mundo de su pintura y sus reflexiones. Esto a ella le satisfacía plenamente: era una prueba fehaciente de que su primer encuentro no había sido sólo un complot de dos cuerpos que hubieran aprovechado una ocasión oportuna. Claro que si el amor ocupa además del cuerpo el alma, esto requiere más tiempo: la mamá tenía que inventar la existencia de nuevas amigas para justificar (sobre todo ante la abuela y Jaromil) sus frecuentes ausencias de casa.
Mientras el pintor pintaba, ella se sentaba a su lado en una silla, pero esto no era bastante para él; le enseñó que la pintura, tal como él la concebía, era sólo uno de los métodos de extraer de la vida lo milagroso; y lo milagroso podía ser descubierto hasta por un niño en sus juegos o por un hombre corriente que anotase sus sueños. La mamá recibió papel y tintas de color; debía hacer gotas sobre el papel y soplarlas; la tinta corría por el papel en distintas direcciones, cubriéndolo con una red de colores; el pintor exponía sus obritas tras el cristal de la biblioteca y se jactaba de ellas ante sus visitas.
Una de las primeras veces que ella fue a verle, el pintor le dio, al despedirse, varios libros. La mamá tenía que leerlos en casa y tenía que leerlos en secreto, porque temía que el curioso Jaromil le preguntara de dónde había sacado aquellos libros o de que algún otro miembro de la familia le hiciera alguna pregunta por el estilo y a ella le fuera entonces difícil inventar una mentira adecuada; porque los libros, ya a primera vista, eran distintos de los que tenían en sus bibliotecas sus amigas o parientes. Por eso metía los libros en la cómoda, debajo de los sostenes y los camisones y los leía en los ratos en que estaba sola. Tal vez la sensación de hacer algo prohibido y el miedo a ser descubierta le impedían concentrarse en lo que leía, porque nos parece que no sacaba mucho en limpio de su lectura, que casi no entendía nada, a pesar de que muchas páginas las releía dos y hasta tres veces seguidas.
Llegaba luego a la casa del pintor con la angustia de una alumna que tiene miedo de salir a la pizarra, porque el pintor en seguida le preguntaba si le había gustado el libro y la mamá sabía que quería oír de ella algo más que una simple afirmación, sabía que el libro era para él un tema de conversación y que habría en el libro frases en las que quería ponerse de acuerdo con la mamá, verdades que quería compartir. La mamá sabía todo esto, pero ni aún así era capaz de entender qué era lo que en realidad decía el libro, qué era aquello tan importante que quería expresar. Como una alumna mentirosa, se disculpaba diciendo que había tenido que leer el libro en secreto para que no la descubrieran, y que por eso no había conseguido la necesaria concentración.
El pintor aceptó la disculpa y encontró una solución ingeniosa: cuando llegó Jaromil al día siguiente, le habló de las corrientes del arte moderno y le prestó, para que los estudiara, varios libros que el muchacho aceptó con entusiasmo. Cuando la mamá los vio por primera vez sobre la mesa de Jaromil y comprendió que era una especie de contrabando destinado a ella, se asustó. Hasta ahora todo el peso de su aventura recaía sobre ella misma, mientras que a partir de este momento su hijo (¡aquel modelo de pureza!) se había convertido, sin saberlo, en mensajero de su amor adúltero. Pero ya no había nada que hacer, los libros estaban sobre su mesa y la mamá no tenía más remedio que hojearlos, tomando como excusa la justa preocupación maternal.
En cierta ocasión se atrevió a decirle al pintor que los poemas que le había prestado le parecían inútilmente complicados y oscuros. Inmediatamente se arrepintió de sus palabras, pues el pintor consideraba una verdadera traición el más leve desacuerdo con sus ideas. La mamá intentó rápidamente arreglar el entuerto. Cuando el pintor se volvió enfadado hacia su cuadro, ella se quitó a escondidas la blusa y el sostén. Tenía unos pechos hermosos y lo sabía; los enseñaba con orgullo (aunque con cierta inseguridad) por el estudio, hasta que al final, cubierta a medias por el cuadro montado sobre el caballete, se encontró frente al pintor. El pintor, contrariado, paseaba el pincel por la tela y miró varias veces con enfado a la mamá, que espiaba detrás del cuadro. La mamá le quitó al pintor el pincel de la mano, se lo puso entre los dientes, le dijo una palabra que nunca había dicho a nadie, una palabra vulgar y obscena y la repitió varias veces en voz baja hasta que vio que el enfado del pintor se convertía en deseo amoroso. No, no estaba acostumbrada a actuar así y hacía aquello con esfuerzo y sin naturalidad; pero ya desde el inicio de su relación comprendió que el pintor quería que sus manifestaciones amorosas fueran libres y sorprendentes, que se sintiera con él completamente libre e independiente, sin ataduras, sin convencionalismos, vergüenza, o cualquier clase de inhibición; le repetía con frecuencia: «No quiero que me des nada más que tu libertad, tu exclusiva y absoluta libertad», y pretendía cerciorarse constantemente de esa libertad. La mamá incluso había llegado a comprender que aquel comportamiento desinhibido podía ser hermoso, pero por eso tenía aún más miedo de no aprender nunca a comportarse así. Y cuanto más intentaba aprender su libertad, más se transformaba la libertad en una tarea difícil, en una obligación, en algo para lo que tenía que prepararse en casa (pensar con qué palabra, con qué deseo, con qué acción podría sorprender al pintor y manifestarle su espontaneidad), de modo que se inclinaba bajo el peso de la libertad como si fuera una carga.
«Lo peor no es que el mundo no sea libre, sino que la gente se haya olvidado de la libertad», le decía el pintor y a la mamá le parecía que se refería precisamente a ella, que pertenecía totalmente a aquel viejo mundo sobre el que el pintor afirmaba que había que rechazarlo por completo. «Si no podemos cambiar el mundo, cambiemos al menos nuestra propia vida y vivámosla con libertad», decía. «Si cada vida es única, saquemos de ello todas las conclusiones; rechacemos todo lo que no sea nuevo. Es necesario ser absolutamente moderno», citaba a Rimbaud y ella le escuchaba religiosamente, llena de fe en las palabras de él y llena de desconfianza en sí misma.
Se le ocurrió pensar que el amor del pintor por ella sólo podía basarse en alguna confusión y le preguntaba a veces por qué la quería. Él le contestaba que la amaba como el boxeador ama a la mariposa, como el cantante al silencio, como el ladrón a la maestra rural; le decía que la amaba como el carnicero ama los ojos atemorizados de la ternera y el rayo a la quietud de los tejados; le decía que la amaba como se ama a la mujer querida, arrancada de la estupidez de su hogar.
Lo escuchaba extasiada e iba a verlo en cuanto tenía un poco de tiempo. Era como una turista que ante los paisajes más hermosos, por cansancio no pudiera disfrutarlos. No gozaba de su amor, pero sabía que era un amor grande y hermoso y que no debía perderlo.
¿Y Jaromil? Estaba orgulloso de que el pintor le prestara libros de su biblioteca (el pintor le recordó varias veces que nunca se los prestaba a nadie y que era el único que había alcanzado ese privilegio) y, como le sobraba tiempo, lo pasaba soñando sobre sus páginas. El arte moderno, por aquel entonces, no había pasado a ser propiedad de las masas burguesas y encerraba la atractiva fascinación de las sectas, una fascinación tan comprensible para un niño que estaba aún en esa edad en que se sueña con el romanticismo de los clanes y las hermandades. Jaromil ponía toda su atención en este encanto fascinante y leía los libros de un modo muy diferente al de su mamá, quien los leía minuciosamente desde la A hasta la Zeta, como si se tratara de manuales sobre los que debiera examinarse. Jaromil, que no tenía la amenaza de un examen, no leyó, en realidad, ninguno de los libros del pintor; más bien los hojeaba, se entretenía con ellos, se fijaba en alguna página, se detenía en algún verso, sin padecer porque el resto del poema no le dijera nada. Pero ese único verso o ese párrafo en prosa bastaban para hacerlo feliz no sólo por su belleza, sino, ante todo, porque le servían de entrada al reino de los elegidos, capaces de captar lo que para otros permanece oculto.
La mamá sabía que el hijo no se conformaba con el simple papel de mensajero y que leía con verdadero interés los libros que sólo en apariencia iban destinados a él; por eso comenzó a charlar con él de lo que ambos habían leído y le hacía preguntas que no se había atrevido a formularle al pintor. Pudo entonces comprobar sorprendida que el hijo defendía las ideas de los libros prestados con una firmeza aún más obstinada que la del pintor. Advirtió que en un libro de poemas de Éluard había subrayado con lápiz algunos versos: Dormir, la luna en un ojo y el sol en el otro. «¿Qué es lo que te gusta en ese verso? ¿Por qué tengo que dormir con la luna en un ojo? Piernas de piedra con medias de arena. ¿Cómo pueden ser de arena las medias?». Al hijo le pareció que la mamá se reía no sólo del poema, sino también de él y que creía que a su edad no era capaz de comprender nada y le respondió con brusquedad.
¡Dios mío, no había podido enfrentarse ni siquiera a un niño de trece años! Ese día se dirigió a la casa del pintor con la sensación de ser un espía camuflado bajo el uniforme de un ejército extranjero; temía que la descubrieran. Su actuación perdió el último resto de naturalidad y todo lo que hacía y decía se parecía a la actuación de una actriz aficionada, que, paralizada por el temor, repite el texto con miedo a los silbidos del público.
Precisamente por aquellos días había descubierto el pintor la magia de la cámara fotográfica; enseñó a la mamá sus primeras fotos, bodegones de objetos extrañamente dispuestos, curiosas visiones de cosas abandonadas y olvidadas; luego la colocó bajo la luz de los cristales del techo y empezó a sacarle fotografías. La mamá sintió al principio un cierto alivio, porque no tenía que decir nada, se colocaba de pie o sentada, se sonreía, obedecía las órdenes del pintor y oía los elogios que, de vez en cuando, hacía de su rostro.
De repente al pintor se le iluminaron los ojos, tomó un pincel, lo mojó en pintura negra, dio vuelta con delicadeza a la cabeza de la madre y con dos líneas oblicuas le tachó la cara. «¡Te he tachado. He anulado la obra de Dios!», se rió y fotografió a la mamá en cuya nariz convergían dos rayas gruesas. Luego la llevó al cuarto de baño, le lavó la cara y se la frotó con una toalla.
«Hace poco te he tachado para poder hacerte de nuevo», dijo, y tomó de nuevo el pincel y empezó a pintarla. Trazaba círculos y rayas semejantes a antiguos jeroglíficos; «rostro-mensaje, rostro-carta.», decía el pintor y volviendo a situarla bajo el techo luminoso la fotografiaba.
Luego la colocó en el suelo y puso junto a su cabeza un molde de escayola de una cabeza antigua al que pintó unas rayas semejantes a las de la cara de la mamá y fotografió entonces las dos cabezas, la viva y la inerte y luego borró las rayas de la cara de la mamá y pintó otras y volvió a fotografiarla y, la colocó después en el sofá y empezó a desnudarla, la mamá sentía miedo de que ahora le pintara los pechos y las piernas, e incluso propuso una objeción graciosa: le dijo que tal vez no debía pintarle el cuerpo (era realmente arriesgado para ella intentar decir algo gracioso, porque le daba miedo que la broma saliera mal y resultase de mal gusto) pero el pintor ya no la quería pintar y en lugar de pintarla le hizo el amor, sosteniendo entre sus manos su cara pintada, como si lo excitara de modo especial hacer el amor con una mujer que fuese su propia creación, su propia fantasía, su propia imagen, como un Dios que fornicara con una mujer a la que hubiera creado para sí mismo.
Y la mamá, realmente, no era en ese momento más que una invención y una imagen suya. Ella lo sabía y trataba de hallar fuerzas para soportarlo, sin que se notara que no era, en absoluto, la compañera del pintor, su milagrosa creación, un ser digno de ser amado, sino simplemente un reflejo inerte, un espejo obedientemente enfocado, una superficie pasiva sobre la que el pintor proyectara la figura de su deseo. Efectivamente, lo soportó, el pintor alcanzó el placer que buscaba y se apartó de su cuerpo, satisfecho. Al llegar a casa se sentía como si hubiera realizado un gran esfuerzo y por la noche, antes de dormir, lloró.
Cuando volvió al estudio, continuó la sesión de dibujo y fotografía. Esta vez el pintor desnudó sus pechos y se puso a dibujar en aquellas hermosas superficies abovedadas. Pero cuando la quiso desnudar por completo, la mamá, por primera vez, se opuso a los deseos de su amante.
¡Es difícil llegar a valorar en su justa medida la habilidad, las artimañas con las que hasta entonces había logrado, durante sus juegos amorosos con el pintor, ocultar su vientre! Muchas veces se dejaba puesta la faja, dando a entender que esta semidesnudez era más excitante, muchas veces logró que lo hicieran en la oscuridad, muchas veces apartó con suavidad las manos del pintor que intentaban acariciar su vientre y las colocó sobre sus pechos; y cuando ya había agotado todas las artimañas se escudaba en su timidez, que el pintor conocía y adoraba (a menudo le decía que ella era para él la imagen del color blanco y que la primera vez que pensó en ella la incorporó a su cuadro en forma de líneas blancas marcadas con la espátula).
Pero ahora tenía que permanecer de pie en medio del estudio, como una estatua viviente que él atraparía con los ojos y el pincel. Se defendió como pudo y cuando le dijo, igual que en la primera visita, que lo que pretendía hacer era una locura, él le respondió como entonces, sí, el amor es una locura, y le arrancó el vestido.
Y así se encontró en medio del estudio sin pensar más que en su vientre; tenía miedo de contemplarlo, pero lo veía ante sus ojos, tal como lo conocía por miles de miradas desesperadas al espejo; le parecía que no era más que vientre, más que una piel arrugada y fea y se sentía como una mujer en la mesa de operaciones, una mujer que no puede pensar en nada, que tiene que entregarse y sólo debe esperar que todo pase, confiar en que terminen la operación y el dolor, pero que por el momento sólo puede resistir.
Y el pintor tomó el pincel, lo mojó y se lo pasó por la espalda, por el vientre, por las piernas y luego se alejó y tomó la máquina de fotografiar; la llevó al cuarto de baño, donde se tuvo que acostar en la bañera vacía y él colocó encima de ella la serpiente metálica al final de la cual estaba la ducha de mano y le dijo que aquella serpiente metálica no escupía agua sino gas letal y que él estaba ahora acostado sobre el cuerpo de ella como el cuerpo de la guerra sobre el del amor; luego la levantó, la colocó en otro sitio y volvió a fotografiarla, y ella lo siguió obediente, sin intentar ocultar ya su vientre, pero lo seguía viendo delante de sus ojos y veía los ojos de él y el vientre de ella, su vientre y los ojos de él…
Y luego, cuando la situó, toda pintada, sobre la alfombra e hizo el amor con ella junto a la cabeza antigua de escayola, bella y fría, la mamá ya no pudo soportarlo y se puso a llorar en sus brazos, pero él posiblemente no comprendió el sentido de su llanto, pues estaba plenamente convencido de que su propia salvaje fascinación, convertida en un hermoso, constante y palpitante movimiento, no podía tener otra respuesta que un llanto de felicidad y placer.
La mamá se dio cuenta de que el pintor no había entendido el motivo de su llanto, se dominó y dejó de llorar. Pero, al llegar a casa se mareó en la escalera, cayó y se lastimó la rodilla. La abuela asustada la llevó a su habitación, le puso la mano en la frente y el termómetro bajo el brazo.
La mamá tenía fiebre. La mamá tenía los nervios destrozados.