La mujer que no vive suficientemente con su cuerpo, empieza a considerarlo un enemigo. La mamá no se mostraba demasiado satisfecha con los extraños garabatos que el hijo traía de las clases de dibujo, pero al ver los desnudos de mujer, corregidos por el pintor, sintió un profundo desagrado. Algunos días más tarde se fijó, desde su ventana, en cómo Jaromil, que sostenía la escalera a la criada Magda mientras ella se estiraba para coger cerezas, le miraba por debajo de la falda. Le pareció que desde todos los flancos la atacaban regimientos de culos de mujeres desnudas y tomó un rápida decisión. Jaromil tenía a la tarde la habitual lección de dibujo; la mamá se vistió rápidamente y se le adelantó.
«No soy ninguna puritana —dijo mientras se sentaba en el sillón del estudio—, pero usted bien sabe que Jaromil está entrando en una edad peligrosa».
Con qué cuidado había preparado todo lo que tenía que decirle al pintor y qué poco había quedado de aquello. Las frases las había preparado en el ambiente de su casa, donde el suave verde del jardín penetra por las ventanas y aprueba siempre en silencio todos sus pensamientos. Pero aquí no había verdor, aquí estaban esos extraños cuadros en los caballetes y en el sillón se estiraba el perro con la cabeza entre las patas y la miraba con los ojos entreabiertos de una esfinge incrédula.
El pintor rechazó las objeciones de la mamá en pocas palabras y luego continuó: debía confesarle sinceramente a la mamá que no le interesaban para nada las calificaciones de Jaromil en las clases de dibujo del colegio, que sólo servían para destrozar el talento plástico de los niños. En los dibujos de su hijo, lo que le había llamado la atención era un tipo de imaginación especial, casi patológico.
«Fíjese qué curiosa coincidencia. En los dibujos que me enseñaron hace años, las personas tenían cabezas de perro. En los que me ha traído hace poco aparecen mujeres desnudas, pero todas sin cabeza. ¿No le parece a usted elocuente esa negativa constante a reconocerle al hombre su rostro humano, a reconocer lo humano del hombre?».
La madre se atrevió a responder que no creía que su hijo fuera tan pesimista como para negar lo humano del hombre.
«Por supuesto que no llegó hasta esos dibujos a través de ninguna meditación pesimista —dijo el pintor—. El arte se alimenta de fuentes diferentes de las de la razón. Lo de pintar personas con cabeza de perro o mujeres sin cabeza se le ocurrió a Jaromil de manera espontánea; posiblemente no supo cómo ni por qué. Ha sido el subconsciente el que le ha sugerido esas imágenes extrañas, y que, sin embargo, no carecen de sentido. ¿No le parece que existe alguna relación secreta entre esa visión suya y la guerra que sacude cada una de las horas de nuestra vida? ¿No le ha quitado la guerra al hombre su rostro y su cabeza? ¿No vivimos en un mundo en el que hombres sin cabeza no saben hacer otra cosa que desear un trozo de mujer sin cabeza? ¿No representa una visión realista del mundo el más tremendo de los engaños? ¿No es mucho más veraz el dibujo infantil de su hijo?».
Había venido a llamarle la atención al pintor y estaba ahora como una niña insegura, con miedo a que la reprendieran; no sabía qué decir y se callaba.
El pintor se levantó del sillón y fue hasta un rincón del estudio donde estaban apoyadas en la pared las telas sin enmarcar. Cogió una, le dio vuelta de cara a la habitación, retrocedió cuatro pasos y, en cuclillas, se puso a mirarla. «Venga aquí», le dijo a la mamá. Cuando se acercó (obediente) a él, le colocó una mano en la cadera y la atrajo hacia sí de forma que estaban los dos en cuclillas, uno junto al otro y la mamá observaba un extraño conjunto de colores marrones y rojos, que representaban algo como un paisaje, abandonado y quemado, lleno de fuegos humeantes que se podían interpretar también como manchas de sangre; en ese paisaje estaba grabada (a espátula) una figura, una extraña figura, como si estuviera tejida de cordeles blancos (el dibujo estaba formado por el color desnudo de la tela) que daba más la impresión de estar flotando que andando, que parecía transparentarse, más que estar presente.
La mamá tampoco esta vez supo qué decir, pero el pintor hablaba solo, hablaba de la fantasmagoría de la guerra que, al parecer, superaba en mucho a la fantasía de la pintura moderna, hablaba también del horroroso cuadro que ofrece un árbol con sus ramas entretejidas con trozos de cuerpos humanos, un árbol con dedos y desde cuyas ramas nos está mirando un ojo. Y después habló de que en esta época no le interesaba nada más que la guerra y el amor, el amor que se vislumbra tras el mundo sangriento de la guerra como la figura que la mamá veía en el cuadro. (La mamá ahora, por primera vez en el tiempo que había durado la conversación, creyó entender algo de lo que el pintor decía, porque ella también veía en el cuadro una especie de campo de batalla y también intuía que las líneas blancas formaban una figura). Y el pintor le recordó el camino a lo largo del río en donde se vieron por primera vez y donde volvieron a verse otras veces y le dijo que ella había aparecido entonces entre la niebla, el fuego y la sangre como el temeroso y blanco cuerpo del amor.
Y después tomó a la mamá, que estaba en cuclillas, la volvió hacia sí y la besó. La besó antes de que a ella se le hubiera podido ocurrir que iban a besarla. Éste fue, por lo demás, el carácter de todo aquel encuentro: los acontecimientos sorprendían a la madre totalmente desprevenida, siempre se anticipaban a la imagen y a la idea; el beso llegó antes de que pudiera pensar en él y la ulterior reflexión ya nada podía cambiar de lo que había pasado, de modo que sólo alcanzaba a registrar rápidamente que tal vez había pasado algo que no debiera haber pasado; pero ni siquiera en este sentido podía estar segura; y, por eso, dejó la solución para el futuro y se concentró en lo que estaba ocurriendo, tomándolo tal cual era.
Sintió en su boca la lengua de él y se percató, en una fracción de segundo, de que su propia lengua estaba asustada y retraída y de que el pintor debía sentirla como un trocito de tela húmeda; le dio vergüenza y en aquel momento se le ocurrió, casi con rabia, que no era nada extraño que la lengua se le hubiera transformado en un trocito de tela, cuando hacía ya tanto tiempo que no besaba a nadie; respondió con la punta de su lengua a la lengua del pintor y él la alzó del suelo, la llevó al sofá que estaba detrás (el perro, que no les quitaba los ojos de encima, saltó del sofá y se fue a tumbar junto a la puerta), la acostó allí, le acarició los senos y ella se sintió satisfecha y orgullosa; la cara del pintor le pareció joven y ardiente y pensó que hacía ya mucho tiempo que ella no se sentía joven ni ardiente y tenía miedo de ya no ser capaz de serlo, pero precisamente por eso, se decidió a actuar con juventud e impetuosidad, hasta que de repente comprendió (y otra vez el suceso llegó antes de que pensara en él) que era el tercer hombre que, en su vida, sentía ahora dentro de su cuerpo.
Entonces se dio cuenta de que no sabía en absoluto si lo había deseado o no y se le ocurrió que seguía siendo la misma niña tan tonta e inexperta y que si se le hubiera pasado por la cabeza que iba a querer besarla y hacerle el amor, nunca hubiera podido ocurrir lo que había ocurrido. Esta idea le servía de tranquilizadora disculpa, pues significaba que a la infidelidad matrimonial no la había impulsado la sensualidad sino la inocencia; a esta idea de la inocencia se mezcló en seguida la rabia hacia aquél que la mantenía permanentemente en un estado de inocente inmadurez; y esa rabia se cerró como una cortina sobre sus pensamientos, de modo que luego ya sólo oía su propia respiración acelerada y dejó de analizar lo que estaba haciendo.
Cuando sus respiraciones se calmaron, los pensamientos volvieron a despertarse y, para huir de ellos, hundió la cabeza en el pecho del pintor; se dejaba acariciar el cabello, respiraba el agradable olor de la pintura al óleo y esperaba a ver quién sería el primero en hablar.
No fue él ni ella, fue el timbre. El pintor se levantó, se abrochó rápidamente los pantalones y dijo: «Jaromil».
Ella se asustó muchísimo.
—Quédate aquí tranquila —le dijo, le acarició la cabeza y salió del estudio.
Saludó al muchacho y lo hizo sentarse junto a la mesa de la primera habitación. «Tengo una visita en el estudio, hoy nos quedaremos aquí. Enséñame lo que has traído». Jaromil le entregó el cuaderno, el pintor examinó lo que Jaromil había dibujado en casa, luego colocó delante de él un frasco de tinta, le dio papel y un pincel, le indicó el tema y le dijo que se pusiera a dibujar.
Luego regresó al estudio, donde encontró a la madre vestida y preparada para marcharse. «¿Por qué lo dejó aquí? ¿Por qué no le dijo que se fuera?».
—¿Tanta prisa tienes en irte de mi lado?
—Esto es una locura —dijo la madre y el pintor se volvió a abrazarla; esta vez no intentó defenderse ni respondió a sus caricias; estaba en sus brazos como un cuerpo sin alma; y al oído de ese cuerpo inerte le susurró el pintor:
—Claro, es una locura. El amor o es loco o no existe. —Y la colocó en el sofá, la besó y le acarició los pechos.
Luego volvió otra vez junto a Jaromil, a ver lo que había dibujado. El tema que le había dado esta vez no tenía por objeto ejercitar la habilidad manual del muchacho; quería que le dibujase una escena de un sueño que hubiera tenido últimamente y que recordase. Y ahora, al ver su dibujo, comenzó a hablarle; lo más hermoso de los sueños son los increíbles encuentros de cosas y gentes que en la vida normal jamás se encontrarían; en un sueño, una barca puede entrar por la ventana de una habitación, en la cama puede estar acostada una mujer que hace ya veinte años que no vive y sin embargo se sube ahora a la barca y la barca se puede convertir inmediatamente en un ataúd y el ataúd puede navegar junto a las floridas orillas del río. Citó la famosa frase de Lautréamont acerca de la belleza que hay en el encuentro de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección y luego dijo: «Pero este encuentro no es más hermoso que el de una mujer y un muchacho en la casa del pintor».
Jaromil se dio cuenta perfectamente de que su maestro se comportaba de un modo muy distinto al de otras veces, no le pasó inadvertido el fuego de su voz cuando se puso a hablar de los sueños y la poesía. No sólo le gustó lo que había dicho, sino que además le encantó haber sido él, Jaromil, el motivo de esa fogosa exposición y, sobre todo, se fijó bien en la última frase del pintor sobre el encuentro del muchacho y la mujer en la casa del pintor. Cuando el pintor le dijo que se quedara en la habitación delantera, Jaromil comprendió que en el estudio habría seguramente una mujer y que no debía ser una mujer cualquiera, cuando no se le permitía verla. Pero, sin embargo, el mundo de los mayores era algo aún tan distante para él, que no intentó en modo alguno descifrar aquel enigma; lo que más le interesaba era que el pintor, en su última frase, lo había colocado a él, a Jaromil, al mismo nivel que a aquella mujer, que era sin duda extraordinariamente importante para el pintor y que, precisamente a través de Jaromil, la presencia de esa mujer se hiciera más significativa y hermosa; y extrajo de ahí la conclusión de que el pintor lo quería, que veía en él a alguien que tenía algún significado en su vida, quizá alguna profunda y secreta semejanza interior que Jaromil, por ser todavía un muchacho, no podía distinguir claramente, mientras el pintor, maduro y sabio, la conocía. Esto le produjo un estado de sereno entusiasmo y cuando el maestro le encargó otra tarea más, se inclinó con ardor sobre el papel.
El pintor regresó al estudio y se encontró allí con la mamá llorando.
—¡Por favor, déjeme ir a casa!
—Vete, podéis iros los dos juntos; Jaromil está precisamente terminando sus deberes.
—Es usted un demonio —dijo entre lágrimas y el pintor la abrazó y la besó. Y luego volvió otra vez a la habitación de al lado, elogió lo que el muchacho había pintado (ése fue un día feliz para Jaromil) y lo mandó a casa. Volvió al estudio, colocó a la mamá llorosa sobre el viejo sofá manchado de pintura, besó su boca blanda y su cara mojada y volvió a hacer el amor con ella.