Y ¿cómo seguía floreciendo el mundo interior original de Jaromil?
No iba demasiado bien; el estudio, que había dominado con facilidad en la escuela primaria, se había vuelto más difícil en el bachillerato y entre su monotonía se perdía la gloria del mundo interior. La maestra les había hablado de los libros pesimistas que no veían en el mundo más que sufrimiento y frustración, de modo que la frase sobre la vida parecida a la mala hierba se había convertido en algo insultantemente trivial. Ahora no estaba en absoluto seguro de que lo que antes había pensado y sentido, hubiera sido algo suyo propio, o de si todas las ideas existían en el mundo desde hacía muchísimo tiempo, ya listas, y la gente simplemente las adquiría prestadas, como en una tienda de alquiler. ¿Quién era él mismo? ¿Cuál era en realidad el contenido de su interior? Se asomaba a él para indagar, pero no era capaz de ver nada más que su propia figura asomándose a su interior para indagar…
Y sintió añoranza por aquel hombre que hacía dos años había sido el primero en darle un nombre a su originalidad interior; como traía regularmente malas notas en dibujo (cuando pintaba con acuarelas, la pintura siempre le sobrepasaba la línea dibujada con el lápiz) la mamá llegó a la conclusión de que podía acceder a las peticiones del hijo, buscar al pintor y, de un modo plenamente justificado, pedirle que se encargase de Jaromil y corrigiese con clases particulares los defectos que perjudicaban sus calificaciones escolares.
Así fue como un día llegó Jaromil a la casa del pintor. El piso estaba situado en el desván de un edificio de apartamentos y tenía dos habitaciones; en la primera había una gran biblioteca; la segunda tenía, en lugar de ventanas, unos grandes vidrios opacos en un techo oblicuo y caballetes con cuadros a medio hacer, una mesa larga repleta de papeles y de frascos con tintas de colores y en la pared unas extrañas caras negras acerca de las cuales el pintor le dijo que se trataba de moldes de máscaras africanas; en el sillón del rincón yacía el perro (el que ya conocía Jaromil) observando impasible al visitante.
El pintor invitó a Jaromil a sentarse junto a la mesa larga y se puso a mirar el cuaderno de dibujos: «Esto es lo mismo de siempre —dijo—, así no vamos a ninguna parte».
Jaromil, querría haberle contestado que precisamente aquellas personas con cabeza de perro le habían gustado tanto al pintor y ahora las había dibujado para él, por causa de él; pero de pura tristeza y desengaño no fue capaz de decirle nada. El pintor colocó delante del muchacho un papel blanco, abrió un frasco de tinta y le dio un pincel. «Ahora pinta lo que se te ocurra, no pienses en nada y pinta…». Pero Jaromil estaba tan asustado que no se le ocurría nada que pintar y cuando el pintor volvió a insistirle pintó, por huir de su angustia, una cabeza de perro sobre un cuerpo desgarbado. El pintor estaba descontento y Jaromil, desconcertado, le dijo que quería aprender a trabajar con las acuarelas, porque en el colegio los colores siempre se le salían del dibujo.
«Eso ya se lo oí a tu madre —dijo el pintor—, pero ahora olvídate de eso y de los perros». Entonces puso un libro grueso delante del muchacho y lo abrió en las páginas en las que una línea negra, con una torpeza juguetona, se retorcía sobre un fondo de color y le recordaba a Jaromil ciempiés, estrellas de mar, escarabajos, estrellas y lunas. El pintor quería que Jaromil dibujara, siguiendo su propia fantasía, algo parecido. «Pero ¿qué tengo que dibujar?», preguntó el muchacho y el pintor le dijo: «Dibuja una línea; dibuja una línea que te guste. Y recuerda que un pintor no está en el mundo para copiar, sino para crear en el papel el mundo de sus líneas». Y Jaromil dibujó líneas que no le gustaban en absoluto, llenó unos cuantos papeles y al final, de acuerdo con las instrucciones de la mamá, le dio al pintor un billete y se fue a su casa.
La visita resultó, por lo tanto, muy diferente a como se la había imaginado y no sólo no volvió a encontrar el mundo interior que había perdido, sino que perdió todo lo que había considerado como suyo: los futbolistas y los soldados con cabeza de perro. Sin embargo, cuando la mamá le preguntó cómo le había ido, habló con entusiasmo; y no se trataba de que estuviera fingiendo: si con la visita no había confirmado su mundo interior, había encontrado, al menos, un mundo exterior que no estaba abierto para cualquiera y que le otorgaba, desde el comienzo, pequeños privilegios: había visto extraños cuadros que lo dejaban confundido pero que tenían la ventaja (¡inmediatamente se dio cuenta de que era una ventaja!) de que no se parecían en nada a los bodegones y paisajes que pendían de las paredes de su casa; también había oído unas cuantas frases que le llamaron la atención y de las que en seguida se apropió: comprendió, por ejemplo, que la palabra burgués era un insulto; burgués era el que quería que los cuadros fueran como vivos y se parecieran a la naturaleza; pero podíamos reírnos de los burgueses porque (eso le había gustado mucho) hacía tiempo que estaban muertos y no lo sabían.
Visitaba al pintor con ansiedad y deseaba tremendamente repetir el éxito que una vez le habían reportado los dibujos de los hombres-perro; pero todo era en vano: los garabatos que debían ser variaciones sobre los cuadros de Miró estaban hechos a propósito y carecían en absoluto del encanto de los juegos infantiles; los dibujos de máscaras africanas no eran más que burdas imitaciones del modelo y no despertaban para nada, tal como el pintor deseaba, la imaginación del muchacho. Y como le parecía insoportable haber estado ya tantas veces en casa del pintor y no haber logrado su admiración, se decidió a actuar; trajo su cuaderno secreto, en el cual dibujaba cuerpos de mujeres desnudas.
El modelo lo constituían, en su mayoría fotografías de estatuas sacadas de los libros de la antigua biblioteca del abuelo; se trataba (sobre todo en las primeras páginas del cuaderno) de mujeres maduras y robustas en posturas majestuosas, tal como las conocemos de las obras alegóricas del siglo pasado. Las páginas siguientes ofrecían ya algo más interesante; había una mujer que no tenía cabeza; y no sólo eso: en el sitio que correspondía al cuello el papel estaba cortado, de modo que parecía que la cabeza hubiera sido cortada y que en el papel hubiese quedado el rastro de una hacha imaginaria. El tajo en el papel lo había producido la navaja de Jaromil; Jaromil tenía una fotografía de una compañera suya de clase que le gustaba y cuyo cuerpo vestido observaba con frecuencia, con el vano deseo de verlo desnudo. La fotografía de su cabeza, recortada e introducida en el corte del papel, satisfacía este deseo. Por eso, desde este dibujo en adelante, todos los cuerpos de mujer estaban ya sin cabeza y con la abertura producida por la navaja; algunos aparecían en situaciones muy comprometedoras, como por ejemplo en cuclillas, como si estuvieran orinando; pero también en una hoguera encendida, como Juana de Arco; a esta escena de tortura que podríamos explicar (y así tal vez disculpar) por las clases de historia en el colegio, la seguía toda una colección de otras similares: otras escenas mostraban a una mujer sin cabeza clavada en un poste puntiagudo, una mujer sin cabeza con la pierna cortada, una mujer sin cabeza y sin mano y en otras posiciones que preferimos silenciar.
Claro está que Jaromil no podía estar seguro de que sus dibujos agradaran al pintor; no se parecían en nada a lo que había visto en sus gruesos libros ni en las telas que ocupaban los caballetes de su estudio; pero, sin embargo, le parecía que había algo que les era común a los dibujos de su cuaderno secreto y a lo que hacía su profesor: se trataba de algo prohibido, de algo diferente de los cuadros que había en su casa; se trataba del veredicto desfavorable con el que se enfrentarían sus dibujos de mujeres desnudas, igual que los cuadros incomprensibles del pintor, si los tuviera que juzgar un tribunal compuesto por la familia de Jaromil y sus invitados habituales.
El pintor hojeó el cuaderno, no dijo nada y le dio al muchacho un libro grueso. Se sentó a cierta distancia y se puso a dibujar algo en una hoja de papel, mientras Jaromil observaba en las páginas del libro a un hombre desnudo que tenía una parte del culo tan alargada que tenía que estar apoyada en una muleta de madera; vio un huevo del que crecía una flor, una cara llena de hormigas; vio un hombre cuya mano se transformaba en una roca.
«Fíjate —el pintor se acercó a él— qué maravillosamente dibuja Salvador Dalí», y colocó frente a él una estatua de yeso de una mujer desnuda: «Hemos descuidado el arte de dibujar, y eso es un error. Primero tenemos que conocer el mundo, tal como es, para poder luego cambiarlo radicalmente», y el cuaderno de Jaromil se llenó de cuerpos de mujer, cuyas proporciones corregía y retocaba el pintor.