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En el andén les dio la bienvenida una señora alta con la cabeza cana y el cuerpo erguido; un campesino fuerte tomó las dos maletas y las llevó a la salida de la estación, donde esperaba un coche negro de caballos; el hombre se sentó al pescante, mientras Jaromil con su madre y la señora alta se sentaron en dos asientos, uno frente al otro, y se dejaron llevar por las calles de la pequeña ciudad hasta la plaza, que tenía por un lado una arcada renacentista y por el otro una reja de hierro que cerraba un jardín en el que había un antiguo palacio, cubierto de hiedra; luego bajaron hasta el río; ante los ojos de Jaromil apareció una fila de cabinas de madera, de color amarillo, un trampolín, mesas blancas con sillas y al fondo los chopos bordeando el río, y el coche los llevó más allá, hasta las casas solitarias, desperdigadas por la ribera del río.

Junto a una de ellas el caballo detuvo su paso, el campesino se apeó del pescante, bajó las dos maletas y Jaromil y la mamá lo siguieron por el jardín, el hall, la escalera, hasta llegar a una habitación con dos camas, la una junto a la otra, como suelen estar las camas de los esposos, y dos ventanas, una de las cuales se podía abrir como si fuera una puerta que daba al balcón, desde el que se veía el jardín y al fondo del jardín el río. La madre se acercó a la balaustrada y comenzó a respirar profundamente: «Aquí hay una tranquilidad divina», dijo, y nuevamente inspiró y espiró y miró hacia el río, donde, atada a un muelle de madera, se balanceaba una barca roja.

Aquel mismo día, durante la cena, servida abajo, en el salón, la madre se hizo amiga de un matrimonio mayor que ocupaba la otra habitación de la pensión, de modo que desde entonces se oía todas las tardes en el salón el murmullo de una conversación pausada; Jaromil era amable con todos y la madre escuchaba satisfecha sus historias, sus inventos y su discreta jactancia; sí, discreta: Jaromil ya no olvidará nunca a aquella señora de la sala de espera y buscará siempre un escudo para protegerse de su mirada hostil; a decir verdad, no ha dejado de buscar la admiración, pero ha aprendido a conquistarla con frases cortas, pronunciadas con candor y sencillez.

El caserón en el jardín silencioso, el río oscuro con la barca amarrada que hacía soñar con largas navegaciones, el negro coche de caballos que de tiempo en tiempo paraba frente a la casa y se llevaba a la señora alta, parecida a las princesas de los libros, el balneario abandonado, donde se podía llegar en el coche de caballos y entrar en él desde el coche, como se pasa de un siglo a otro, de un libro a otro, de un sueño a otro, la plaza renacentista con su angosta arcada, entre cuyas columnas lucharon los espadachines, ése era el mundo en el que penetró, maravillado, Jaromil.

A este mundo hermoso pertenecía también el hombre del perro; la primera vez que lo vio estaba de pie, inmóvil junto al río, mirando sus aguas onduladas; vestía un abrigo de cuero y a su lado se hallaba sentado un perro pastor negro; ambos parecían, en su inmovilidad, figuras de otro mundo. La segunda vez lo encontraron en el mismo sitio; el hombre (otra vez con el abrigo de cuero) lanzaba trozos de madera y el perro se los traía. Cuando lo encontraron por tercera vez (el escenario era el mismo: los chopos y el río) el hombre saludó a la madre, inclinándose ligeramente, y luego, como comprobó el curioso Jaromil, los siguió con la vista durante mucho tiempo. Al día siguiente, cuando volvían a casa del paseo, vieron al perro negro sentado frente a la entrada. Cuando entraron a la antesala oyeron una conversación dentro de la casa y no dudaron de que la voz masculina perteneciera al dueño del perro; tanta era su curiosidad que se quedaron un rato en la antesala sin hacer nada, charlando y mirando, hasta que, finalmente, el ama de casa salió de una de las habitaciones.

La mamá señaló al perro: «¿Quién es su dueño? Siempre nos lo encontramos cuando vamos de paseo». «Es el profesor de dibujo del Instituto». La mamá dijo que le interesaría mucho hablar con un profesor de dibujo, porque a Jaromil le gustaba dibujar y a ella le interesaría la opinión de un experto. La dueña de la casa le presentó el hombre a la mamá y Jaromil tuvo que subir corriendo a su habitación, en busca del cuaderno de dibujo.

Los cuatro se sentaron en el salón: la dueña de la casa, Jaromil, el dueño del perro, que examinaba los dibujos, y la mamá que acompañaba los dibujos con sus comentarios: contaba que Jaromil siempre decía que no le entretenía dibujar paisajes ni cosas, sino escenas de acción. A decir verdad, le parecía que los dibujitos tenían una curiosa vivacidad y un cierto movimiento, a pesar de que no entendía por qué los personajes de la acción eran siempre personas con cabezas de perro; quizá, si Jaromil dibujara verdaderas figuras humanas, sus obritas tendrían algún valor; pero de este modo, desgraciadamente, no estaba segura de que lo que hacía el muchacho tuviera ningún sentido.

El dueño del perro examinaba los dibujos con satisfacción; luego declaró que era precisamente esa unión de la cabeza de animal con el cuerpo humano lo que le encantaba en los dibujos. Y es que esa conjunción fantástica no era simplemente una ocurrencia casual sino, como lo atestiguaba la cantidad de escenas que el muchacho había dibujado, una idea fija, algo que estaba arraigado en lo más profundo de su infancia. La mamá no debería juzgar el talento de su hijo por su habilidad para imitar al mundo exterior; esa habilidad la puede adquirir cualquiera; lo que a él, como pintor, le había interesado en los dibujos del niño (ahora daba a entender que lo de dar clases era para él sólo un medio de vida) era ese mundo interior original que el muchacho exteriorizaba en el papel.

La mamá escuchaba con agrado los elogios de aquel hombre, la dueña de la casa acariciaba la cabeza de Jaromil y afirmaba que tendría un gran futuro y Jaromil miraba debajo de la mesa, mientras grababa en su memoria todo lo que oía. El pintor dijo que al año siguiente se trasladaría a un instituto de Praga y que le gustaría que la mamá le fuera a enseñar los trabajos de su hijo.

¡El mundo interior! Eran palabras grandes y Jaromil las escuchaba con enorme satisfacción. Nunca había olvidado que a los cinco años le habían considerado ya como un niño excepcional, diferente de los otros; el comportamiento de sus compañeros de clase, que se burlaban de su cartera o de su camisa, lo había confirmado igualmente (con dureza a veces) en su singularidad. Pero, hasta aquí, esa singularidad no había sido para él más que algo vacío e indeterminado; era una esperanza incomprensible o un incomprensible rechazo; pero ahora acababa de recibir su nombre: un mundo interior original; y esta designación encontraba de inmediato un contenido absolutamente preciso: dibujos que representaban hombres con cabezas de perro. Por cierto, Jaromil sabía muy bien que el descubrimiento de los hombres-perro lo había hecho por casualidad, por la única razón de que no sabía dibujar un rostro humano; lo cual le sugería la idea confusa de que la originalidad de su mundo interior no era el resultado de un esfuerzo laborioso, sino que se expresaba en todo lo que pasaba fortuita y maquinalmente por su cabeza; que la había recibido como un don.

Desde entonces siguió con más atención sus propias ocurrencias y comenzó a admirarlas. Por ejemplo, se le ocurrió que a su muerte el mundo que vivía dejaría de existir. Este pensamiento no hizo más que brotar en su cabeza pero, esta vez sí, sabedor como era de su originalidad interior, no lo dejó escapar (como lo había hecho antes con tantos y tantos pensamientos), se apoderó de él en seguida, lo observó, lo examinó en todos sus aspectos. Caminaba a lo largo del río, cerraba unos instantes sus ojos y se preguntaba si el río seguía existiendo aun cuando él tuviera los ojos cerrados. Evidentemente, cada vez que los abría, el río continuaba corriendo como antes, pero lo notable era que con ello no podía demostrarle a Jaromil que estaba allí cuando él no lo veía. Le pareció enormemente interesante, consagró a sus observaciones al menos medio día y luego habló de ello con su madre.

A medida que la estancia en aquel lugar se acercaba a su fin, aumentaba el placer que le producían aquellas conversaciones. Se paseaban los dos solos tras la caída de la noche, se sentaban a la orilla del agua sobre un banco de madera carcomida, se cogían de la mano y miraban las ondas en las que se mecía una enorme luna. ¡Ah, qué bonito es esto!, suspiraba la mamá y el hijito veía el círculo que la luna reflejaba en el agua y soñaba con el largo viaje del río; fue entonces cuando la mamá empezó a pensar en los días vacíos a los que iba a volver dentro de un par de días y dijo: «Hijo, tengo una tristeza que nunca comprenderás». Luego miró los ojos del hijo y le pareció ver en ellos un gran amor y deseo de comprenderla. Se asustó; no podía contarle a un niño sus problemas de mujer. Pero al mismo tiempo aquellos ojos comprensivos la atraían como un vicio. Estaban acostados uno junto al otro en la cama matrimonial y la mamá se acordaba de cómo se tendía Jaromil junto a ella hasta que tuvo seis años y de lo feliz que era entonces; pensó: es el único hombre con el que soy feliz en una cama de matrimonio; en seguida se rió de la idea pero luego volvió a contemplar su tierna mirada y se le ocurrió que ese niño no sólo era capaz de alejarla de las cosas que la hacían sufrir (de darle por lo tanto el consuelo del olvido) sino también de escucharla con atención (de darle, por lo tanto, el consuelo de la comprensión). Entonces le dijo: «Mi vida, quiero que lo sepas, no está llena de amor»; y en otra oportunidad inclusive: «Como mamá soy feliz, pero mamá, además de ser mamá, es también una mujer».

Efectivamente, estas confesiones a medias la seducían como un vicio, y ella era consciente de eso. Cuando, inesperadamente, él le respondió: «Mamá, yo ya no soy tan pequeño, yo te comprendo», casi se asustó. El niño, por supuesto, no intuía nada concreto y sólo quería indicarle a su mamá que era capaz de compartir con ella cualquier tristeza; pero las palabras que había pronunciado estaban cargadas de significado y la mamá vio en ellas un abismo que acaba de abrirse repentinamente: el abismo de la confianza prohibida y de la comprensión vedada.