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Pero ¿por qué seguía siendo hijo único Jaromil? ¿Es que la madre no quería tener otro hijo?

Al contrario: ansiaba volver a vivir aquellos años felices que siguieron a su primera maternidad, pero el marido tenía siempre poderosas razones para postergar el nacimiento de un segundo hijo. Los deseos de la madre de tener otro hijo no desaparecían, pero ya no se atrevía a insistir, porque temía un nuevo rechazo del marido y sabía que aquel rechazo la humillaría.

Ahora bien, cuanto más intentaba no mencionar siquiera sus ansias maternales, más pensaba en ellas; pensaba en ellas como en algo no permitido, secreto y por lo tanto prohibido; la idea de que el marido le hiciera un hijo le atraía por el hijo en sí, pero adquiría en su imaginación un carácter provocativamente indecente; ven, hazme una niña, le decía al marido para sus adentros y aquello le sonaba muy lascivo.

Una noche, al llegar de tomar unas copas con unos amigos, ya bastante tarde, el padre de Jaromil se acostó junto a su mujer, apagó la luz (hay que tener en cuenta que desde la boda sólo tenía relaciones con ella a oscuras, de modo que el deseo despertara a través del tacto y no de los ojos) le quitó la manta y se unió a ella. La infrecuencia de sus relaciones amorosas y el efecto del vino hicieron que se le entregara con un apasionamiento que hacía ya mucho tiempo no había sentido. La idea de que estaban haciendo un hijo volvió a llenar su pensamiento y, en el momento en que sintió que el marido se acercaba a la culminación del placer, no fue capaz de contenerse y comenzó en éxtasis a gritar que dejara de lado la prudencia habitual, que no se interrumpiera, que le hiciera un hijo, que le hiciera una hija preciosa; y lo retenía con tal fuerza, como en un espasmo, que él tuvo que separarse por la fuerza para poder estar seguro de que el deseo de ella no se vería cumplido.

Luego, cuando yacían agotados el uno junto al otro, la mamá se acercó cariñosamente y le dijo al oído que quería tener con él otro hijo; no es que quisiera seguir insistiendo, sólo pretendía darle una explicación de disculpa por haberle manifestado hacía poco de modo tan forzado e inesperado (y tal vez fuera de lugar, como estaba dispuesta a admitir) su deseo de tener una hija. Seguro que habría nacido esta vez una hija, en quien él se pudiera ver reflejado, como ella se veía en Jaromil.

Fue entonces cuando su marido le dijo (la primera vez desde la boda que se lo recordaba) que él nunca había querido tener ningún hijo con ella, que si él había debido ceder cuando el primero, ahora le tocaba a ella y que si pretendía que él se viera reflejado en el segundo hijo, él le aseguraba que el hijo en quien más fielmente se vería reflejado sería aquél que nunca naciera.

Se quedaron acostados uno junto al otro y la mamá no dijo nada y al cabo de un rato empezó a sollozar y sollozó toda la noche y su marido ni la tocó, sólo le dijo un par de frases de consuelo que no alcanzaron a penetrar ni en la capa más superficial de su llanto; le pareció que por fin lo entendía todo: aquél con el que vivía nunca la había amado.

Se sumió en la tristeza más profunda que hasta entonces había conocido. Pero a falta de su marido, otro vino a darle consuelo; unas tres semanas después de la noche que hemos relatado, el marido recibió la orden de movilización, hizo su maleta y se marchó a la frontera. La guerra estaba a punto de empezar; la gente compraba máscaras antigás y construía en los sótanos refugios antiaéreos. La madre se aferró a la desgracia de su patria como a una mano salvadora; vivía esta desgracia de forma patética y pasaba largas horas con su hijo, explicándole con todo detalle los acontecimientos.

Luego las potencias se pusieron de acuerdo en Munich y el padre regresó de una fortaleza que había sido ocupada por el ejército alemán. Desde entonces solían sentarse todos en la habitación del abuelo para analizar noche tras noche cada uno de los pasos de la historia que, según les parecía, había estado hasta hacía poco durmiendo (o espiando, mientras simulaba dormir) y había salido de repente de su escondite para que a la sombra de su enorme figura todo lo demás quedara oculto. ¡Y qué bien se sentía la madre al amparo de esa sombra! Masas de checos huían de las zonas fronterizas. Bohemia se había quedado en medio de Europa, como una naranja pelada, sin protección ninguna; medio año más tarde, una mañana temprano, aparecieron los tanques alemanes en las calles de Praga y la madre seguía sentada junto a un soldado que no podía defender a su patria y olvidaba prácticamente que era aquél que nunca la había amado.

Pero aun en épocas en las que la historia irrumpe tan tempestuosamente, antes o después, la vida cotidiana acaba saliendo de la sombra y la cama matrimonial aparece con su monumental trivialidad y su aterradora perseverancia. Una noche, cuando el padre de Jaromil volvió a poner la mano sobre el seno de la mamá, la mamá se dio cuenta de que aquél que la tocaba era el mismo que la había humillado. Le apartó la mano y le recordó, con delicadeza, las feas palabras que le había dicho hacía tiempo.

No quería ser brusca con él; al rechazarlo sólo quería recordarle que las humildes historias del corazón no las hacen olvidar las grandes historias de las naciones; quería darle al marido una oportunidad de reparar ahora sus palabras de entonces, de volver a poner ahora en su sitio lo que entonces había humillado. Estaba convencida de que la tragedia de la nación lo había hecho más sensible y se hallaba dispuesta a aceptar agradecida hasta la más pequeña caricia como señal de arrepentimiento y comienzo de un nuevo capítulo de amor. Pero ¿qué sucedió?: el marido, cuya mano había sido desplazada del seno de la mujer, le dio la espalda y se durmió relativamente pronto.

Tras las grandes manifestaciones estudiantiles de Praga los alemanes cerraron las universidades checas y la madre siguió esperando en vano que el marido volviera a ponerle la mano sobre el pecho por debajo de la manta. El abuelo se enteró de que la atrayente dependienta de la perfumería hacía ya diez años que le venía robando, se puso furioso y murió de un síncope. Los estudiantes checos eran transportados en vagones de ganado a los campos de concentración y la madre visitó a un médico, que lamentó el mal estado de sus nervios y le aconsejó que fuera a descansar. Él mismo le recomendó una sencilla pensión a las afueras de un pequeño balneario, rodeada por estanques y un río, donde en verano iban muchos amantes del agua, la pesca y los paseos en barca. Comenzaba la primavera y a la madre le seducía la idea de los tranquilos paseos junto al agua. Pero luego le dio miedo la alegre música de los bailes, que se queda adormecida, como suspendida en el aire de los jardines de los restaurantes, como el recuerdo melancólico del verano transcurrido; temió su propia nostalgia y decidió que no podía ir sola.

¡Ya sabía con quién ir! Por culpa de las disputas con el marido y de su ansia por tener otro hijo, casi se había olvidado de él en los últimos tiempos. ¡Qué tonta había sido al olvidarse de él, en contra de sus propios intereses! Se inclinó hacia él arrepentida: «Jaromil, eres mi primer hijo y mi segundo hijo», apretó su cara contra la de él y continuó con aquella frase loca: «Eres mi primer hijo, mi segundo, mi tercero, mi cuarto, mi quinto, mi sexto, mi décimo hijo», y le besuqueó toda la cara.