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Antes de ir al colegio Jaromil ya sabía leer y escribir, de modo que la madre decidió que su hijo podría ir directamente a segundo curso; tramitó en el ministerio una autorización excepcional y Jaromil, examinado por una comisión especial, pudo sentarse ante un pupitre, entre alumnos un año mayores que él. En el colegio todos lo admiraban, y así el aula le parecía como su propio hogar reflejado en un espejo. El Día de la Madre, cuando en la fiesta escolar los alumnos presentaron sus propias creaciones, fue el último en salir al escenario y recitó un nostálgico poemita sobre la madre, que le valió el gran aplauso de todos los asistentes.

Pero un buen día comprobó que tras el público que le aplaudía se agazapaba traicioneramente otro público, enemigo suyo. Se hallaban de pie en el consultorio repleto del dentista cuando encontró entre los pacientes a un compañero de clase. Estaban los dos juntos, apoyados en la ventana, cuando Jaromil advirtió que un señor mayor escuchaba con amable sonrisa su conversación. Esto le estimuló y preguntó entonces al compañero (levantando un tanto la voz, para que la pregunta la oyeran todos) qué haría si fuera ministro de Educación. Como el compañero no supo qué decir, Jaromil empezó a desarrollar su propia teoría, cosa no demasiado difícil para él, pues le bastaba repetir las charlas con que el abuelo lo entretenía frecuentemente. Si Jaromil fuera ministro de Educación, decía, el colegio duraría dos meses y las vacaciones diez, el maestro tendría que escuchar a los alumnos y traerles postres de la pastelería y muchas otras cosas más que Jaromil explicaba con gran detalle y en voz alta.

Se abrieron las puertas del consultorio y salió la enfermera acompañando a un paciente. Una señora que tenía en sus manos un libro entreabierto, en el que con un dedo marcaba la página donde había dejado de leer, se dirigió a la enfermera con voz casi llorosa: «Por favor —le dijo— haga algo con ese niño. ¡Es un listillo repelente!».

Tras las navidades, el maestro hizo pasar a los niños a la pizarra para que les contasen a los demás que regalos habían recibido. Jaromil empezó a hablar de los mecanos, esquís, patines, libros, pero en seguida advirtió que los demás niños no lo miraban con el mismo entusiasmo que el a ellos, sino que vio en algunos ciertas miradas de indiferencia y hasta de hostilidad; se detuvo y no mencionó los demás regalos.

No, no temáis. No tenemos la menor intención de repetir la mil veces reiterada historia del niño rico que cae mal a los compañeritos pobres; en la clase había niños de familias más ricas que la suya que se llevaban perfectamente con los demás y nadie les echaba en cara su riqueza. ¿Qué era entonces lo que a los demás compañeros les molestaba de Jaromil, qué era lo que los irritaba, qué era lo que lo diferenciaba de ellos?

Casi nos da vergüenza decirlo: no era la riqueza, era el amor de su mamá. Ese amor dejaba sus huellas en todo: en su camisa, en el peinado, en las palabras que utilizaba, en la cartera en que llevaba los cuadernos de clase y hasta en los libros que leía en casa para divertirse. Todo había sido especialmente elegido y preparado para él. La camisa que le había cosido su ahorrativa abuela se parecía más, quién sabe por qué, a las blusas de las niñas que a las camisas de los niños. Sus largos cabellos los tenía que llevar recogidos en la frente con un clip de la mamá, para que no le taparan los ojos. Cuando llovía, la mamá lo esperaba a la puerta del colegio con un gran paraguas mientras sus compañeros de clase se quitaban los zapatos y jugaban en los charcos.

El amor materno marca en la frente del niño una señal que ahuyenta la simpatía de sus compañeros. Jaromil, en el transcurso del tiempo, aprendió a disimular hábilmente esa señal, pero aun así, después de su excepcional ingreso en el colegio, pasó un amargo período (un año o dos) en el que sus condiscípulos disfrutaban riéndose de él y varias veces le llegaron a pegar para divertirse. Sin embargo, aun en esta época, que fue la peor, tuvo algunos amigos de quienes nunca se olvidó; hablemos de ellos:

El amigo número uno era papá: algunas veces tomaba el balón (había jugado al fútbol de estudiante), situaba a Jaromil entre dos árboles en el jardín y le daba una patada al balón y Jaromil se imaginaba estar en la portería del equipo nacional checoslovaco.

El amigo número dos era el abuelo: Jaromil lo acompañaba a sus dos comercios; una gran droguería dirigida personalmente por el yerno del abuelo y una perfumería especializada, donde la dependienta, una señora muy bonita, le sonreía siempre y le permitía oler todos los perfumes, de modo que Jaromil aprendió pronto a diferenciar las distintas marcas por el olor; cerraba los ojos y obligaba al abuelo a que le acercara las botellas a la nariz para que él adivinase. «Eres un genio del olfato», le decía el abuelo; y Jaromil soñaba con que descubriría nuevos perfumes.

El amigo número tres era Alik, un perrito vulgar que desde hacía tiempo vivía en la casa; a pesar de su mala educación y desobediencia, Jaromil le estaba agradecido porque era para él motivo de hermosos sueños en los que se lo representaba como un amigo leal, que lo esperaba en el pasillo, delante del aula; y cuando terminaba la clase lo acompañaba a casa con tal fidelidad que todos sus compañeros le tenían envidia y querían ir con él.

Soñar con perros llegó a ser para él la actividad más apasionante de su vida solitaria que desembocó en un curioso maniqueísmo: los perros representaban para él el bien del reino animal, la suma de todas las virtudes naturales; se imaginaba tremendas guerras de perros contra gatos (guerras con generales, oficiales y toda la estrategia militar que había practicado jugando con los soldaditos de plomo) y siempre se ponía a favor de los perros, del mismo modo en que el hombre debe ponerse de parte de la justicia.

Y como pasaba mucho tiempo en la habitación de su padre con lápices y papeles, los perros se convirtieron en el tema principal de sus dibujos: era una serie interminable de escenas épicas en las que los perros eran generales, soldados, futbolistas y hasta caballeros. Y como no podían desempeñar demasiado bien estos papeles humanos a cuatro patas, Jaromil los dibujaba con cuerpos humanos. ¡Fue un gran invento! Cada vez que intentaba dibujar un hombre se topaba con un serio inconveniente: no sabía dibujar una cara humana; en cambio, la forma alargada de la cabeza de un perro, con el redondel de la nariz en la punta le salía perfecta, de modo que a base de soñar y de no saber, surgió un mundo especial de personas con cabeza de perro, un mundo de figuras que podía dibujar rápidamente y sin complicaciones, para reunirías en partidos de fútbol, guerras e historias de bandoleros; Jaromil dibujaba así historietas por entregas y llenaba con ellas cantidad de papeles.

Por fin, el amigo número cuatro era un niño; un compañero de curso cuyo padre era el conserje del colegio, un hombre malhumorado que con frecuencia acusaba a los alumnos ante el director; estos se vengaban luego con su hijo, convirtiéndolo en el paria de la clase. Cuando los compañeros empezaron a alejarse de Jaromil, el único admirador fiel que le quedó fue el hijo del conserje; y así fue que un día lo invitaron a la casa. Le dieron de comer y de cenar, estuvo jugando con Jaromil y luego hicieron juntos los deberes. Al domingo siguiente, el padre llevó a los dos a ver un partido de fútbol; fue un partido magnífico y el padre también estuvo magnífico, conocía a todos los jugadores por su nombre y comentaba el juego como un entendido, de modo que el hijo del conserje no le quitaba los ojos de encima y Jaromil estaba orgulloso.

Era una amistad que a primera vista parecía ridícula: Jaromil siempre bien vestido, el hijo del conserje con los codos agujereados; Jaromil con los deberes siempre bien preparados, el hijo del conserje estudiando con dificultad. Sin embargo, Jaromil se sentía bien junto a su fiel amigo, porque aquel muchacho era extraordinariamente fuerte; una vez, en invierno, algunos compañeros los atacaron, pero no se salieron con la suya; Jaromil estaba orgulloso de que hubieran sido capaces de resistir a pesar de la superioridad numérica de los otros; pero la gloria de una perfecta defensa no puede compararse con la de un buen ataque.

Una vez, cuando iban los dos por unos lugares solitarios de los suburbios, encontraron a un niño tan apuesto y bien vestido como si fuera a un baile infantil. «Un hijo de mamá», dijo el hijo del conserje y le cerró el paso. Empezaron a hacerle preguntas, riéndose de él; y les producía satisfacción comprobar su miedo. El muchacho al fin se recuperó e intentó empujarlos.

—¿Cómo te atreves? Esto te va a costar caro —gritó Jaromil, profundamente ofendido por tamaño atrevimiento; el hijo del conserje pensó que se trataba de una señal de ataque y le dio un golpe en la cara.

La inteligencia y la fuerza bruta se complementaban maravillosamente. ¿No tenía Byron una amorosa devoción por el boxeador Jackson, que sacrificadamente entrenaba al débil lord en todos los deportes posibles?

—No le pegues, sujétalo sólo —dijo Jaromil a su amigo y se fue a buscar ortigas; luego obligaron al muchacho a desnudarse y le azotaron con ellas todo el cuerpo—. ¿Te das cuenta de lo contenta que se va a poner su mamaíta cuando vea el hijo tan coloradito que tiene? —decía Jaromil, y experimentaba un gran sentimiento de amistad compartida con su compañero de clase, un gran sentimiento de odio compartido hacia todos los niños de mamá.