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¿Y el alma del hijo? ¿No era ése su reino? ¡Claro que sí! Cuando Jaromil pronunció su primera palabra y esa palabra fue mamá, la madre se puso loca de contenta; pensó que había logrado llenar ella sola toda la mente del hijo, que hasta ese momento se componía de un único concepto, de modo que cuando en el futuro la mente creciera y brotaran ramas y hojas, la raíz seguiría siendo ella. Animada con estos pensamientos, seguía con atención los balbuceos del hijo que intentaba pronunciar otras palabras y como que sabía de la debilidad de la memoria y la longitud de la vida se había comprado un diario encuadernado en color rojo oscuro donde anotaba todo lo que salía de la boca del hijo.

Hojeando el diario de la madre podemos comprobar que tras la palabra mamá siguieron de inmediato otras, entre las cuales la palabra papá se encuentra sólo en séptimo lugar, después de abela, abelo, jam, tutu, babau y lulú. Tras estas palabras sencillas (en el diario encontramos para cada una un comentario escueto y la fecha) comprobamos el primer intento de frase; nos encontramos así de que bastante antes de su segundo cumpleaños manifestó Mamá es buena. Varias semanas más tarde dijo Mamá es fea. Por esta frase, que pronunció cuando la madre se negó a darle antes de la comida zumo de frambuesas, recibió unos buenos azotes y exclamó entre sollozos: Voy a buscarme otra mamá. Pero en cambio una semana más tarde le dio a la mamá una gran satisfacción al decir: Mi mamá es la más guapa. Otra vez dijo: Mamá, te voy a dar un beso chupado, lo cual significaba que al besarla sacaba la lengua y le lamía la cara.

Unas páginas después una frase llama nuestra atención por su construcción rítmica. La abuela le prometió una vez a Jaromil una manzana, pero se olvidó de la promesa y se la comió; entonces Jaromil se creyó defraudado, se enfadó mucho y repitió varias veces: La fea abuelita me robó la manzanita. En cierto sentido, esta frase podría catalogarse junto con aquel otro pensamiento de Jaromil: Mamá es fea, sólo que esta vez no recibió azotes sino que todos, incluso la abuela, rieron y repitieron luego entre ellos (lo cual no le pasó desapercibido al atento Jaromil) la ocurrencia. Jaromil, por aquel entonces, difícilmente podía comprender la causa de su éxito, pero nosotros sabemos bien que lo único que lo salvó de los azotes fue la rima y que, de este modo, la poesía le dio a conocer por vez primera su poder mágico.

En las páginas siguientes del diario de la madre encontramos varias frases rimadas y en los comentarios de la madre se evidencia la alegría y diversión que con ellas causó a toda la casa. Así parece ser que confeccionó un retrato condensado de la criada Ana: La criada Anita es como una ovejita. Un poco más adelante leemos: nos vamos al bosque a pasear, a todos nos va a gustar. La madre creía que además del talento innato que poseía Jaromil, esta actividad versificadora era producto de los libros de versos infantiles que la madre le leía en tal cantidad que él pudo fácilmente haber creído que el checo se componía exclusivamente de pareados, pero aquí nos sentimos obligados a corregir a la madre; papel más importante que el talento y los modelos literarios desempeñaba en esto el abuelo, hombre práctico y realista, enemigo acérrimo de los poemas, quien inventaba a propósito los pareados más estúpidos de que era capaz y se los enseñaba en secreto al nieto.

Jaromil, en seguida, se percató de qué sus frases y dichos eran registrados con gran atención y comenzó a actuar en ese sentido; si antes utilizaba el idioma sólo para entenderse, ahora lo usaba para alcanzar elogios, admiración o risas. Disfrutaba de antemano al pensar en la reacción de los demás ante sus palabras y, como a menudo no la suscitaba, decía barbaridades para llamar la atención. Este sistema le dio mal resultado una vez que le dijo al padre y a la madre Vosotros sois unos cabrones (había oído la palabra cabrón en boca de un chico en el jardín del vecino y recordaba la risa de los demás muchachos); el padre le dio un cachete.

A partir de entonces se fijaba atentamente en los valores que otorgaban los mayores a sus palabras, en qué estaban de acuerdo, en qué no lo estaban y qué era lo que a veces los enfadaba; esto hizo que una vez, cuando se hallaba con la madre en el jardín, pronunciara una frase preñada de la dulce melancolía de las lamentaciones de la abuela: Mamá, la vida es como la mala hierba.

Es difícil interpretar lo que él se imaginaba en esa frase; parece seguro que no se refería a esa viva nulidad y a esa nula vivacidad que caracterizan a la mala hierba, sino que tal vez pretendía presentar una imagen bastante imprecisa de la tristeza y vanidad de la vida. A pesar de haber expresado algo distinto de lo que tenía intención de decir, el resultado de sus palabras fue extraordinario; la madre se calló, le acarició los cabellos y lo miró con una mirada húmeda. Esa mirada llena de tan enternecida alabanza embriagó tanto a Jaromil, que quiso verla de nuevo. Durante el paseo dio una patada a una piedra y luego le dijo a la mamá: Mamá, le he dado una patada a la piedra y ahora me da tanta lástima que querría acariciarla y efectivamente se agachó y acarició la piedra.

La madre estaba convencida de que el hijo no sólo tenía talento (a los cinco años sabía leer), sino también una sensibilidad fuera de lo común y de que era distinto de los demás niños. Esta opinión se la repetía a la abuela y al abuelo y Jaromil, que jugaba disimuladamente con los soldaditos o el caballito, escuchaba con enorme interés. Luego miraba a los ojos a los huéspedes de su casa y se imaginaba entusiasmado que esos ojos lo veían como a un niño excepcional y extraordinario, que tal vez ni siquiera era un niño.

Cuando faltaban ya pocos días para que cumpliese seis años y un par de meses para que fuese al colegio, la familia insistió en que debía tener una habitación propia para dormir independiente. A la madre le dio pena el correr del tiempo, pero asintió. Acordó con su marido darle al hijo, como regalo de cumpleaños, la habitación más pequeña del piso de arriba; le comprarían una cama y otros muebles adecuados para una habitación infantil: una pequeña biblioteca, un espejo para que fuera limpio y arreglado y un pequeño escritorio.

El padre se ofreció para decorar la habitación con dibujos del propio Jaromil y en seguida empezó a pegar sobre cartones los dibujos infantiles de manzanas y jardines. Entonces la madre se le acercó y le dijo: «Querría que me hicieras un favor». Él la miró y ella, temerosa pero decidida al mismo tiempo, continuó: «Querría algunas hojas de papel y tintas de colores». Se sentó luego a la mesa en su habitación, tomó la primera hoja y tardó bastante en dibujar las letras con lápiz; finalmente mojó el pincel en tinta roja y comenzó a pintar la primera letra, una L mayúscula. Después de la L una A y por fin tuvo listo el cartel: La vida es como la mala hierba. Miró su obra y quedó satisfecha: las letras estaban bien alineadas y eran relativamente del mismo tamaño; sin embargo tomó un nuevo papel, volvió a dibujar el mismo cartel, que pintó con tinta azul oscura, porque le parecía un color que reflejaba más la profunda tristeza del pensamiento del hijo.

Luego se acordó de cuando Jaromil había dicho la fea abuelita me robó la manzanita y con una sonrisa de felicidad en sus labios empezó a pintar (esta vez con tinta roja clara): A nuestra querida abuelita le gustan las manzanitas. Luego, se acordó de cuando había dicho: Vosotros sois unos cabrones, pero ésta no la escribió y en lugar de eso pintó (en verde): Nos vamos al bosque a pasear, a todos nos va a gustar y luego (en morado): Nuestra Anita es como una ovejita (Jaromil había dicho criada Anita, pero a la madre la palabra criada le pareció fea); después recordó cuando Jaromil se había agachado a acariciar la piedra y tras un rato de reflexión empezó a pintar (azul claro): No podría hacerle daño ni a una piedra y al final y como un poco avergonzada, y por eso mismo con mayor placer, pintó (anaranjado): Mamá, te doy un beso chupado y además (dorado): Mi mamá es la más linda de todas.

La noche anterior al cumpleaños, los padres mandaron al nervioso Jaromil a dormir abajo con la abuelita y se pusieron a ordenar los muebles y a colgar los cartones en las paredes. Cuando a la mañana siguiente animaron al niño a entrar en la nueva habitación la madre estaba excitada y Jaromil no contribuyó a calmar sus nervios; se quedó parado y sin decir nada; lo que más despertó su interés (pero sin que llegara a manifestarlo claramente) fue el escritorio: era un mueble curioso, semejante a un pupitre escolar; la tabla que servía para escribir (inclinada y basculante, en cuya parte inferior había un espacio para cuadernos y libros) formaba una sola pieza con el asiento.

—Bueno, ¿qué dices, no te gusta? —le preguntó la madre impaciente.

—Sí, me gusta —respondió el niño.

—¿Y qué es lo que más te agrada? —le dijo el abuelo, que observaba desde la puerta de la habitación junto con la abuela la tan deseada escena.

—El pupitre —dijo el niño, se sentó frente a él y comenzó a abrir y cerrar la tapa.

—¿Y qué dices de los cuadros? —preguntó el padre, señalando los dibujos de las paredes.

El niño levantó la cabeza y se sonrió:

—Ésos ya los conozco.

—¿Y qué te parecen así colgados en la pared?

Jaromil siguió sentado ante el pupitre y afirmó con la cabeza que sí, que los dibujos en la pared le gustaban.

La madre sentía su corazón tan oprimido que hubiera preferido desaparecer de la habitación. Pero estaba allí y no podía omitir una palabra sobre los letreros que colgaban de las paredes, porque su silencio se hubiera interpretado como una condena; por eso dijo:

—¡Y fíjate en los letreros!

El niño tenía la cabeza inclinada y miraba hacia el interior de la mesa.

—Sabes, quería… —continuaba la madre completamente confundida—, quería que tuvieras un recuerdo de tu propio desarrollo, desde la cuna hasta el banco de la escuela, porque has sido un niño muy inteligente y a todos nos has dado muchas alegrías… —Lo decía como si se disculpara y de puro nerviosismo repitió varias veces lo mismo hasta que no supo qué más decir y se calló.

Pero se equivocaba al pensar que Jaromil no había apreciado su regalo. No supo qué decir, pero no estaba descontento; siempre había estado orgulloso de sus palabras y no había querido lanzarlas así, sin más, al aire. Cuando ahora las veía cuidadosamente copiadas con tinta y convertidas en cuadros experimentaba una sensación de triunfo, pero de un triunfo tan rotundo e inesperado que no sabía cómo reaccionar y sentía miedo; comprendió que era un niño que pronunciaba frases importantes y sabía que un niño así debía decir también ahora algo importante, sólo que no se le ocurría nada y por eso inclinaba la cabeza. Pero cuando con el rabillo del ojo veía en las paredes sus propias palabras, petrificadas, solidificadas, más duraderas y mayores que él mismo, se sentía embriagado; le parecía que estaba rodeado por sí mismo, que llenaba mucho, que llenaba toda la habitación, que llenaba toda la casa.