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Pusieron luego al poeta en una cuna pequeñita junto a su cama, desde donde ella podía oír sus dulces vagidos; tenía el cuerpo dolorido, pero lleno de orgullo. No le envidiemos al cuerpo ese orgullo; hasta entonces no le había sacado demasiado provecho, a pesar de que estaba bastante bien hecho: es verdad que tenía un culo poco atractivo y las piernas un tanto cortas, pero en compensación unos pechos extraordinariamente firmes y bajo un cabello muy fino (tanto que apenas se lo podía peinar) una cara que, sin ser fascinante, tenía un discreto encanto.

La mamá siempre fue más consciente de su insignificancia que de sus encantos, sobre todo porque desde su infancia vivía con una hermana mayor que bailaba maravillosamente, encargaba sus trajes en la mejor sastrería de Praga y adornada con la raqueta de tenis penetraba con facilidad en el mundo de los hombres elegantes, dándole la espalda a la casa materna. La fogosidad de la hermana reafirmaba a la madre del poeta en una obstinada humildad que la llevó, por puro espíritu de contradicción, a enamorarse de la seriedad sentimental de la música y los libros.

Es verdad que antes del ingeniero había salido con otro joven, un estudiante de medicina, hijo de una familia amiga de la suya; pero aquella relación no fue capaz de llegar a despertar en su cuerpo la conciencia de sí mismo.

Cuando él le hizo por primera vez el amor, en una casa de campo, se separó de él de inmediato, al día siguiente, con la melancólica certeza de que ni sus sentimientos ni sus sentidos estaban hechos para el gran amor. Y como por entonces terminaba precisamente el bachillerato, tuvo la oportunidad de declarar que quería encontrar el objetivo de su vida en el trabajo y se decidió a ingresar (a pesar de las quejas de su padre, inspiradas en su sentido práctico) en la Facultad de Filosofía.

Su cuerpo decepcionado llevaba ya casi cinco meses sentado en el amplio banco del auditorio universitario, cuando encontró en la calle a un joven ingeniero impertinente que lo interpeló y a las tres citas se apoderó de él. Y como el cuerpo quedó esa vez muy (y sorprendentemente) satisfecho, el alma olvidó rápidamente sus ambiciones de una carrera profesional y (tal como debe hacer siempre una buena alma) se apresuró a acudir en ayuda del cuerpo: aprobaba de buen grado las opiniones del ingeniero, su modo de ser alegre y descuidado y su simpática falta de responsabilidad. A pesar de que sabía que eran cualidades ajenas a las de su hogar, quería identificarse con ellas porque el cuerpo, tristemente humilde, en su presencia dejaba de desconfiar y comenzaba, sorprendido, a disfrutar de sí mismo.

¿La mamá había encontrado, por fin, la felicidad? No del todo: vacilaba entre la fe y la duda. Cuando se desnudaba ante el espejo, se miraba con los ojos de él y se encontraba a ratos excitante, a ratos vulgar. Había puesto su cuerpo a merced de unos ojos ajenos y aquello le producía una gran inseguridad.

Pero, por mucho que dudase entre la esperanza y la falta de fe, su anterior resignación había desaparecido por completo; la raqueta de tenis de la hermana ya no la deprimía; su cuerpo vivía por fin como cuerpo y la mamá comprendía que era hermoso vivir así. Deseaba que esa nueva vida no fuera sólo una promesa falaz, sino una verdad duradera; quería que el ingeniero se la llevara del aula de la facultad y del hogar y convirtiera aquella historia de amor en la historia de su vida. Por eso recibió la noticia del embarazo con entusiasmo: se veía a sí misma, al ingeniero y a su hijo y le parecía que este trío llegaba hasta las estrellas y llenaba el universo.

Esto ya lo hemos contado en el capítulo anterior: la mamá comprendió rápidamente que quien se interesaba por la historia de amor sentía miedo por la historia de la vida y no deseaba convertirse con ella en un monumento que alcanzara las estrellas. Pero también sabemos que esta vez su seguridad en sí misma no se derrumbó bajo el peso de la frialdad del amante. Y es que algo muy importante había cambiado. El cuerpo de la mamá, que hasta hacía poco se hallaba a merced de los ojos del amante, entró en una nueva fase de su historia: dejó de ser un cuerpo para unos ojos extraños, se convirtió en un cuerpo para alguien que aún no tenía ojos. La superficie exterior dejó de ser lo importante; el cuerpo entraba en contacto con otro cuerpo a través de su pared interior que nunca nadie había visto. Los ojos del mundo exterior sólo podían captar así en él su insustancial exterior, y ni siquiera la opinión del ingeniero significaba nada para el cuerpo, porque no podía influir de modo alguno en su gran destino; fue entonces cuando se hizo totalmente independiente y autosuficiente; el vientre, que se agrandaba y se afeaba, se convirtió en una creciente reserva de orgullo.

Tras el parto, el cuerpo de la madre entró en una nueva etapa. Cuando sintió por vez primera la boca errante del hijo que se adhería al pezón, un dulce temblor se despertó en medio del pecho y envió sus rayos temblorosos a todo el cuerpo; aquello se parecía a las caricias del amante, pero había algo más: una gran felicidad tranquila, una enorme tranquilidad. Nunca había sido así: cuando el amante le besaba el pecho era un segundo que había que pagar luego con horas de dudas y desconfianzas; esta vez sabía que aquella boca estaba allí adherida como prueba de una fidelidad ininterrumpida, de la que podía estar segura.

Y había aún algo más: cuando su amante le tocaba el cuerpo desnudo, ella siempre se avergonzaba; la mutua aproximación era siempre una superación de la extrañeza y cada instante de acercamiento era embriagador precisamente porque sólo era un instante. La vergüenza nunca se dormía, hacía al amor más excitante pero, al mismo tiempo, vigilaba al cuerpo para que no se entregara del todo. En cambio, en esta ocasión, la vergüenza desapareció; no existía. Los dos cuerpos se abrían el uno al otro en plenitud y no tenían nada que ocultarse.

Nunca se había entregado así a otro cuerpo y nunca otro cuerpo se le había entregado de la misma forma. El amante había podido utilizar su regazo, pero nunca había vivido en él; podía haber tocado su pecho, pero nunca había bebido de él. ¡Ah, cuando lo amamantaba! Miraba con amor los movimientos de pescado de aquella boca desdentada y se imaginaba que con la leche penetraban también en su hijito sus pensamientos, sus ideas y sus sueños.

Aquél era un estado paradisíaco: el cuerpo podía ser plenamente cuerpo y no necesitaba esconderse tras la hoja de parra; estaban sumergidos en la infinita tranquilidad del tiempo; vivían juntos como vivieron Adán y Eva hasta que comieron la fruta del árbol de la ciencia; vivían en sus cuerpos más allá del bien y del mal; y no sólo eso: en el Paraíso ni siquiera se diferencia la belleza de la fealdad, de modo que todo aquello de lo que el cuerpo se compone no era para ellos ni bello ni feo, sino gozoso; gozosas eran las encías desdentadas, gozoso era el pecho, gozoso el ombligo, gozoso era el pequeño culito, gozosas eran las tripas cuya actividad era seguida con atención, gozosos eran los tenues cabellos que apuntaban en la ridícula cabecita. Se ocupaba cuidadosamente de cuando el hijo devolvía, cuando hacía pis y cuando hacía caca y no era sólo la atención de una enfermera que vigilara la salud del niño; no, cuidaba con pasión de todos los procesos que tenían lugar en su cuerpecito.

Aquello era algo totalmente nuevo, porque la mamá había tenido desde la infancia, una fuerte repugnancia por todo lo corporal, no sólo por lo de los demás sino por lo suyo propio; le repugnaba tener que sentarse en el retrete (trataba siempre de que, por lo menos, nadie la viera entrar allí) y había pasado épocas en las que incluso le daba vergüenza comer delante de los demás, porque masticar y tragar le parecía asqueroso. Pero lo corporal del pequeño, elevado más allá de cualquier fealdad, limpiaba y justificaba ahora maravillosamente su propio cuerpo. La gota de leche que de vez en cuando se depositaba en la piel rugosa del pezón tenía para ella tanta poesía como una gota de rocío; con frecuencia se cogía un pecho y lo apretaba suavemente para contemplar esa gota milagrosa; tomaba la gotita con el índice y la probaba; se decía a sí misma que lo que pretendía era probar el gusto de la bebida con la que se alimentaba su hijo, pero más bien quería saborear su propio cuerpo, y si el gusto de la leche era dulce, aquel sabor la reconciliaba con todos sus otros jugos y secreciones, empezaba a verse sabrosa, su cuerpo le era agradable, positivo y natural como todas las cosas de la naturaleza, como los árboles, como las plantas, como el agua.

Desgraciadamente, de puro feliz que era con su cuerpo, la madre no se ocupaba de su cuerpo; un día se dio cuenta de que ya era tarde y de que la piel de su vientre le quedaría arrugada, con estrías blanquecinas en el tejido subcutáneo, una piel separada, que parecía no formar parte del cuerpo, como un tejido apenas hilvanado. Pero, a pesar de todo, al darse cuenta de ello no se desesperó. Aunque el vientre estaba arrugado, el cuerpo de la mamá era feliz por ser un cuerpo para unos ojos que aún veían el mundo sin mucho detalle y no sabían (¡eran ojos paradisíacos!) que existía un mundo cruel en el que los cuerpos se dividían en feos y bellos.

Pero si no lo veían los ojos del niño, sí lo veían los ojos del marido, que, después del nacimiento de Jaromil, intentaba reconciliarse con la mamá. Por primera vez en mucho tiempo, hicieron el amor; pero fue distinto de antes: elegían para el amor corporal momentos que pasaran inadvertidos, se amaban en la oscuridad y con moderación. Esto le venía bien a la madre: era consciente de su cuerpo estropeado y temía perder rápidamente, en un amor demasiado apasionado y abierto, la paz interior que le había dado el hijo.

No, no, nunca olvidaría que el marido le había proporcionado una excitación llena de inseguridad, en tanto que el hijo le había otorgado una calma llena de felicidad; por eso seguía (ya gateaba, andaba y hablaba) buscando consuelo en él. En una ocasión enfermó gravemente y la mamá estuvo casi sin pegar un ojo durante catorce días seguidos, junto al cuerpecito ardiente que se retorcía de dolor; pero incluso este período lo pasó como en éxtasis; cuando la enfermedad desapareció, le pareció que había recorrido, con el cuerpo del hijo en sus brazos, el reino de los muertos y había regresado de él; le pareció que tras esa experiencia común, ya nada podría separarlos jamás.

El cuerpo del marido, oculto por el traje o el pijama, un cuerpo discreto y encerrado en sí mismo, se alejaba de ella y día a día perdía familiaridad, en tanto que el cuerpo del hijo dependía constantemente de ella; ya no lo amamantaba, pero le enseñaba a ir al retrete, lo vestía y lo desvestía, decidía su peinado y su vestido, diariamente lo tocaba por dentro con los alimentos que amorosamente le preparaba. Cuando a los cuatro años empezó a carecer de apetito, se volvió severa con él; le obligaba a comer y por vez primera sintió que era no sólo amiga, sino también dueña y señora de aquel cuerpo; el cuerpo se defendía, no quería tragar, pero tenía que hacerlo; con una extraña satisfacción observaba la inútil resistencia y el sometimiento, la estrecha garganta en la que se dibujaba el camino del bocado rechazado.

¡El cuerpo del hijo era su hogar, su paraíso, su reino!…