Don malas noticias

Hablemos de tumbas, de gusanos y epitafios, que sea el polvo papel, y con ojos lluviosos inscribamos la pena en el seno de la tierra.

Elijamos albaceas, hablemos de testamentos.

SHAKESPEARE, Ricardo II

—Winston Churchill te produjo el ataque al corazón —dijo la mujer del redactor de obituarios.

Pero el redactor de obituarios, un hombre bajito y más bien tímido que llevaba anteojos de carey y fumaba una pipa, lo negó con la cabeza y respondió, en voz muy queda:

—No, no fue Winston Churchill.

—Entonces T. S. Eliot te produjo el ataque al corazón —se apresuró a añadir ella, con ligereza, puesto que asistían a una pequeña cena en Nueva York y los otros parecían divertirse.

—No —volvió a decir con suavidad el redactor de notas necrológicas—, no fue T. S. Eliot.

Si lo irritaban los cuestionamientos de su esposa, la afirmación de que escribir largas necrológicas para el New York Times con la presión de un plazo límite podría enviarlo a la tumba pronto, él no lo dejaba ver, no levantaba la voz; pero claro, rara vez lo hace. Sólo en una ocasión Alden Whitman le ha levantado la voz a Joan, su actual mujer, una morena juvenil, y esa vez le gritó. Alden Whitman no recuerda con precisión por qué gritó. Se acuerda vagamente de acusar a Joan de haber extraviado algo en casa, pero le parece que él acabó siendo el culpable. Aunque el incidente sucedió hace más de dos años y duró sólo unos pocos segundos, el recuerdo todavía lo atormenta: esa rara ocasión en que de veras perdió los estribos. Pero desde entonces ha seguido siendo un hombre tranquilo, previsible, que al amanecer, mientras Joan duerme, se escabulle de la cama y se pone a hacer el desayuno: la cafetera para ella, la tetera para él. Luego se instala durante una hora o algo así en su estudio, fumándose su pipa, sorbiendo su té, ojeando los periódicos, alzando levemente las cejas cuando lee que un dictador está ausente, que un estadista está enfermo.

A media mañana se pone uno de los dos o tres trajes que posee y, echándose un vistazo en el espejo, se aprieta el corbatín. No es un hombre apuesto. Tiene un rostro anodino y tirando a redondo, que casi siempre está serio, si no hosco, coronado por una melena de pelo castaño que, a pesar de haber cumplido ya cincuenta y dos años, no tiene ni una brizna de gris. Detrás de sus anteojos de carey hay dos ojos azules y pequeños, muy pequeños, que rocía con gotas de pilocarpina cada tres horas para controlar su glaucoma, y por debajo tiene un bigote poblado y rojizo del que sobresale, la mayor parte del día, una pipa apretada con fuerza por una dentadura postiza.

Una noche de 1936 tres matones le aflojaron los dientes naturales, los treinta y dos completos, en un callejón de su pueblo natal, Bridgeport, Connecticut. A la sazón tenía veintitrés años, había salido uno antes de Harvard, y muchos bríos, y parece que los asaltantes discrepaban de algunas opiniones que Whitman profesaba. No guarda resentimiento contra quienes lo atacaron, concediéndoles el derecho a tener sus puntos de vista, ni se pone sentimental con los dientes perdidos. Estaban llenos de caries, dice, y qué bendición fue deshacerse de ellos.

Cuando termina de vestirse Whitman se despide de su mujer, pero no por mucho tiempo. Ella también trabaja en el Times, y fue allí, un día de primavera de 1958, donde la vio caminando por la grande y bulliciosa sala de Noticias Locales en el tercer piso, con un traje con estampado de arabescos y sosteniendo una página de prueba entintada que traía desde el departamento femenino en el piso noveno, donde ella trabaja. Después de averiguar su nombre, él procedió a enviarle por el correo interno una serie de notas en sobres de estraza, la primera de las cuales decía: «Estás deslumbrante en traje de arabescos» y venía firmada por la «Asociación Americana de Arabescos». Más adelante se identificó, y el 13 de mayo por la noche cenaron en el restaurante Teherán, en la calle 44 Oeste, y se quedaron charlando hasta que el maître les pidió que se marcharan.

Joan quedó fascinada con Whitman, en especial con su maravillosa mente de urraca, repleta de toda suerte de datos inútiles: podía recitar la lista de los papas al derecho y al revés; sabía los nombres de las amantes de todos los reyes y las fechas de los reinados de éstos; sabía que el tratado de Westfalia se firmó en 1648, que las cataratas del Niágara tienen 51 metros de altura, que las serpientes no parpadean; que los gatos se ligan a los lugares y no a las personas, y los perros, a las personas y no a los lugares; era suscriptor habitual del New Statesman, de Le Nouvel Observateur, de casi todas las revistas de los quioscos de periódicos extranjeros que hay en Times Square, se leía dos libros diarios, había visto a Bogart en Casablanca tres docenas de veces. Joan supo que tenía que volver a verlo, no importaba que ella tuviera dieciséis años menos y fuera la hija de un pastor, siendo él un ateo. Se casaron el 13 de noviembre de 1960.

Cuando Whitman sale del apartamento, que queda en el piso duodécimo de un viejo edificio de ladrillo en la calle 116 Oeste, sube a paso lento la cuesta que lleva a la caseta del metro en Broadway. A esas horas de la mañana hay en la calle un ajetreo juvenil: lindas alumnas de la Universidad de Columbia que aprietan los libros contra el pecho y aceleran el paso con sus faldas ceñidas rumbo a clase, muchachos de pelo largo que reparten volantes en contra de las políticas de Estados Unidos en Vietnam y Cuba. Con todo, este vecindario cercano al río Hudson se pone solemne con sus recuerdos de la mortalidad del hombre: la tumba de Grant, la sepultura de St. Claire Pollock, las efigies conmemorativas de Louis Kossuth, del gobernador Tilden y de Juana de Arco; las iglesias, los hospitales, el Monumento a los Bomberos, el letrero en un edificio de la parte norte de Broadway: «El Fruto del Pecado es la Muerte», el asilo de ancianas, los dos hombres de edad avanzada que viven cerca de Whitman: un redactor de obituarios del Times que se retiró hace poco y el redactor de obituarios del Times que se retiró antes que ése.

Whitman tiene la muerte en la cabeza cuando toma asiento en el metro que ahora corre hacia el centro con destino a Times Square. En el diario matutino ha leído que Henry Wallace no está bien, que Billy Graham visitó la clínica Mayo. Whitman tiene pensado que, al llegar al Times dentro de diez minutos, irá directamente a la morgue del periódico, la sala donde se archivan todos los recortes de prensa y las necrológicas anticipadas, y revisará en qué «condiciones» están las necrológicas anticipadas del reverendo Graham y del ex vicepresidente Wallace (Wallace murió a los pocos meses). En la morgue del Times hay 2000 necrológicas anticipadas, como le consta a Whitman, pero muchas de ellas, como las de J. Edgar Hoover, Charles Lindbergh y Walter Winchell, fueron escritas hace mucho tiempo y necesitan ya una puesta al día. Hace poco, cuando el presidente Johnson estuvo hospitalizado por una operación de la vesícula, actualizaron hasta el último minuto su necrológica anticipada; y así también se hizo con la del papa Pablo VI antes de su viaje a Nueva York y con la de Joseph P. Kennedy. Para un redactor de obituarios no hay nada peor que la muerte de un personaje mundial sin que su necrológica esté actualizada. Puede ser una experiencia asoladora, como le consta a Whitman, que obliga al redactor a convertirse en un historiógrafo repentino que ha de evaluar en cuestión de horas la vida de un hombre con lucidez, precisión y objetividad.

Cuando Adlai Stevenson murió súbitamente en Londres en 1965, Whitman, que hacía sus pinitos funerarios en el Times y estaba ansioso de acertar, se enteró del deceso por una llamada telefónica de Joan. Whitman empezó a sudar frío y se marchó disimuladamente de la sala de Noticias Locales para ir a almorzar. Tomó el ascensor hasta la cafetería del piso once. Pero al momento sintió una palmadita en el hombro. Era uno de los asistentes del editor metropolitano, preguntándole: «¿Vas a bajar pronto, Alden?».

Acabado el almuerzo, Whitman regresó abajo y recibió un carro lleno de carpetas con información sobre Adlai Stevenson. Llevándolas al fondo de la sala, procedió a abrirlas y extenderlas sobre una mesa de la hilera número trece de Noticias Locales, donde estuvo leyendo, digiriendo, tomando apuntes, golpeteando la boquilla de la pipa contra la dentadura postiza, clac, clac.

Regresó al fin para encarar la máquina de escribir. Pronto empezaron a fluir las palabras, párrafo tras párrafo: «Adlai Stevenson era una rareza en la vida pública americana, un político cultivado, cortés, ingenioso, elocuente, cuya popularidad no perdió lustre en la derrota y cuya estatura se acrecentó en la diplomacia…». Alcanzó una extensión de 4500 palabras y habría ido más lejos de haber habido tiempo. Por difícil que fuera, no fue tan agobiante como la asignación que recibió sobre el filósofo judío Martin Buber, de quien no sabía prácticamente nada. Por fortuna Whitman pudo contactar por teléfono con un estudioso muy familiarizado con las enseñanzas y la vida de Buber, y esto, junto con los recortes de la morgue del Times, le permitieron llevar a cabo la tarea. Pero no quedó para nada satisfecho, y esa noche Joan lo estuvo oyendo todo el tiempo paseándose de un lado a otro del apartamento, copa en mano, mascullando palabras llenas de desprecio y escarnio hacia sí mismo: «Farsante…, superficial…, farsante». Al día siguiente Whitman acudió al trabajo esperando las críticas. En cambio, le informaron que se habían recibido varias llamadas de congratulación de intelectuales del área de Nueva York; y la reacción de Whitman, lejos de ser de alivio, consistió en poner entonces en tela de juicio a todos los que lo habían elogiado.

Las necrológicas que dejan sereno a Whitman son las que alcanza a terminar antes de que el individuo muera, como la tan polémica que redactó sobre Albert Schweitzer, que por un lado rendía tributo a «Le Grand Docteur» por su humanitarismo y por el otro lo condenaba por su soberbio paternalismo; y la de Winston Churchill, un artículo de 20 000 palabras en el que metieron mano Whitman y varios otros empleados del Times y que estuvo terminado casi dos semanas antes del deceso de sir Winston. Las notas necrológicas de Whitman sobre el conductor espiritual negro Father Divine, sobre Le Corbusier y sobre T. S. Eliot fueron redactadas, ésas sí, con la presión de un plazo límite; pero no le produjeron pánico alguno porque él estaba muy al tanto de las vidas y obras de los tres, en particular de las de Eliot, que había sido poeta residente de Harvard en los días de estudiante de Whitman en dicha institución. Su necrológica de Eliot empezaba: «Así termina el mundo / así termina el mundo / así termina el mundo. / No con una explosión, sino con un gemido», y pasaba a describir a Eliot como una figura poética realmente insólita, privada de toda «extravagancia o excentricidad de atuendo o ademanes, y sin la menor traza de romanticismo. No irradiaba efluvios, no lanzaba miradas cautivadoras y llevaba el corazón, hasta donde podía observarse, en su correcto lugar anatómico».

Cuando escribía esta necrológica de Eliot, un mensajero dejó caer en el escritorio de Whitman una cantidad de declaraciones elogiosas sobre la obra del poeta, una de ellas firmada por un colega poeta, Louis Untermeyer. Cuando Whitman leyó la carta de Untermeyer, alzó una ceja incrédula. Habría pensado que Louis Untermeyer estaba muerto.

Esto forma parte del astigmatismo ocupacional que aqueja a muchos redactores de obituarios. Si han escrito o leído por anticipado la necrológica de alguien, acaban por pensar que dicha persona murió también por anticipado. Desde que pasó de su anterior empleo de corrector de pruebas al presente, Alden Whitman ha descubierto que en su cerebro está embalsamada una serie de personas que están vivas, o lo estaban al último vistazo, pero sobre las cuales siempre habla en tiempo pretérito. Por ejemplo, piensa que John L. Lewis está muerto, al igual que E. M. Forster y Floyd Dell, Rudolf Hess y Green, el ex senador por Rhode Island, como también Ruth Etting, Gertrude Ederle y muchos otros.

Más aún, confiesa que, después de escribir una muy buena necrológica anticipada, su orgullo de autor es tanto que no ve la hora de que esa persona caiga muerta para poder contemplar su obra maestra en letras de molde. Aunque esta revelación puede definirlo como un poco menos que romántico, habría que decir en su defensa que él no se desvía del modo de pensar de la mayoría de los redactores de obituarios. Estos son, hasta para el criterio de Noticias Locales, bastante peculiares.

Edward Ellis, un antiguo escritor de obituarios del New York World-Telegram and Sun, quien escribió también un libro sobre suicidas, reconoce que le gusta ver de cuando en cuando cómo sus viejas necrológicas anticipadas realizan su destino en el diario.

En la Associated Press, el señor Dow Henry Fonda anuncia con satisfacción que tiene listas y al día las necrológicas de Teddy Kennedy, la señora de John F. Kennedy, John O’Hara, Grayson Kirk, Lammot du Pont Copeland, Charles Munch, Walter Hallstein, Jean Monnet, Frank Costello y Kelso. En la United Press International, donde hay una docena de archivadores de cuatro cajones con «historias en preparación» (entre ellas una sobre el niño de cinco años John F. Kennedy Jr. y las de los hijos de la reina Isabel), no mantienen especialistas de tiempo completo y en cambio reparten los textos cadavéricos, asignándole algunos de los mejores a un periodista veterano llamado Doc Quigg, de quien se ha dicho, con orgullo, que él «los puede allanar, puede ponerlos a cantar».

Dice alguien curtido en el oficio que el tradicional empeño del redactor de obituarios por verse publicado no se basa exclusivamente en su orgullo de autor, sino que también puede ser una herencia de la época en que los editores no les pagaban a sus escritores de necrológicas, contratados con frecuencia a destajo, hasta que el sujeto del óbito no hubiera fallecido; o, como solían formularlo en esos tiempos, no hubiera «entregado el alma», «pasado a mejor vida» o «dejado este mundo». Algunas veces, durante la espera, en Noticias Locales hacían la que ellos llamaban una porra macabra, en la que cada cual ponía cinco o diez dólares y le apostaba a la persona de la lista de necrológicas anticipadas que creía que iba a morir primero. Karl Schriftgiesser, enterrador del Times hace unos veinticinco años, recuerda que en su tiempo hubo ganadores de porras macabras que llegaron a cobrar hasta 300 dólares.

No hay que se sepa porras como ésa en el Times de hoy en día, pero Whitman, por razones de muy diversa índole, sí mantiene en el escritorio una especie de lista de vivos a quienes da prioridad. Dichos individuos son tenidos en cuenta porque a su juicio tienen los días contados o porque considera que terminaron su trabajo en la vida y no ve razón para diferir la inevitable tarea de redacción, o simplemente porque el sujeto le parece «interesante» y por mero placer desea escribir su necrológica por adelantado.

Whitman también guarda la que él llama una «lista de aplazados», que se compone de líderes mundiales viejos pero duraderos, monstres sacrés, que aún están en el poder o por otras razones siguen siendo noticia, cuya necrológica «definitiva» no sólo sería difícil de pergeñar sino que en el futuro precisaría constantes cambios o añadidos; de manera que si estas personas «aplazadas» pueden tener en la morgue del Times necrológicas que no están al corriente (personajes como De Gaulle y Franco), de todos modos Whitman opta por dejarlas esperando un tiempo antes de darles la última mano. Whitman es consciente, desde luego, de que uno de esos clientes aplazados o todos ellos podrían hincar el pico de repente, pero asimismo tiene candidatos que a él le parece van a morir primero o que ya dejaron de ser noticia, de tal manera que sigue dándoles prioridad a quienes no están en su lista de aplazados; y si llegara a equivocarse…, bueno, ya se ha equivocado antes.

Existen, naturalmente, algunas personas que Whitman piensa que pueden morir pronto y a quienes ya les tiene su tributo final consignado en una carpeta en la morgue del Times; éstos pueden no morirse en años, y su importancia o influencia sobre el mundo podrá disminuir, pero siguen viviendo. En ese caso (si el nombre muere antes que el hombre, como diría A. B. Housman) Whitman se reserva el derecho de recortar la necrológica. Vivisección. Él es un hombre preciso, para nada emotivo. La muerte obsesionaba a Hemingway, a John Donne lo empequeñecía, pero a Alden Whitman le suministra un trabajo de cinco días a la semana que le gusta cantidad; y posiblemente se aceleraría su muerte si le quitaran el trabajo y lo volvieran a poner en la mesa de redacción donde ya no podría escribir sobre el tema.

Y así, todas las mañanas entre semana, tras bajar en el metro hasta Times Square desde su apartamento en la parte norte de Broadway, Whitman inicia gustoso otro día en el Times, otra sesión con hombres que han muerto, que están muriendo o que, si no se equivoca, pronto morirán. En general entra al vestíbulo del Times a eso de las once, sin que sus suaves zapatos de goma produzcan ruido al atravesar el reluciente piso de mármol. Lleva la pipa en la boca, y en la mano izquierda un té envasado que acaba de comprar al otro lado de la calle en el pequeño mostrador de comidas que administra un griego corpulento cuyo rostro conoce desde hace años, pero no su nombre. Luego Whitman asciende al tercer piso, da los buenos días a la recepcionista, vira hacia la sala de Noticias Locales, da los buenos días a los demás periodistas que trabajan en sus escritorios, hileras y más hileras de escritorios, y ellos lo saludan por turno, lo conocen bien, se alegran de que sea él, no ellos, el encargado de redactar la página del obituario; página que es leída con mucho cuidado, eso lo saben ellos, tal vez con demasiado cuidado, por lectores picados por una curiosidad morbosa, por lectores que buscan alguna clave de la vida, por lectores que buscan apartamentos vacantes.

A todos los periodistas les toca poner de su parte alguna vez para una u otra de las necrológicas menores, ya duras de por sí; pero las largas son el trabajo pesado: tienen que ser exactas, interesantes, infalibles en su análisis, y en el futuro serán juzgadas, como lo será el Times, por los historiadores. Con todo, para su redactor no hay gloria, no se le nombra, siendo política del diario suprimir los nombres de los autores de estas notas. Pero a Whitman no le importa. El anonimato le sienta de maravilla. Prefiere ser cualquier hombre, uno de tantos, nadie: empleado del Times núm. 97353, carné de biblioteca núm. 6637662, poseedor de una tarjeta de rebajas de las tiendas Sam Goody, prestatario del Buick Compact 1963 de su suegra los fines de semana cuando hay sol, un hombre eminentemente imposible de citar, antiguo entrenador de los equipos de fútbol americano, béisbol y baloncesto del colegio Roger Ludlowe, que ahora lleva la cuenta de las bajas para el Times. Todo el día, mientras sus colegas corren a un lado y otro, en pos del aquí y el ahora, Whitman se queda callado en su escritorio del fondo, tomándose el té a sorbos, habitando el extraño mundillo de los medio vivos y medio muertos en este enorme espacio apodado Noticias Locales.

Se trata de una sala del tamaño de una cancha de fútbol americano quizás dos veces más grande, y con una fila tras otra de escritorios metálicos, todos del mismo tono, cada uno con un teléfono que sostiene un reportero que habla con sus fuentes noticiosas sobre los últimos rumores, pistas, informes, imputaciones, amenazas, robos, violaciones, accidentes, crisis, problemas y problemas… Se trata de una Sala de Problemas, y de todas partes del mundo vía cable, télex, telegrama, teletipo o teléfono los informes de noticias sobre los problemas del planeta entran disparados a este único recinto, hora tras hora: desastre en el Danubio, revueltas en Tanzania, peligro en Pakistán, delicado en Trieste, rumores en Río, el escenario en Saigón, golpes de Estado, fuentes informadas dicen, fuentes de confianza dicen, problemas africanos, problemas judíos, OTAN, SEATO, Sukarno, Sihanouk… y Whitman sentado ahí, tomando su té a sorbos, al fondo de esta sala, prestando poca atención a todo aquello. Lo que a él le concierne es el dato final.

Está pensando en qué palabras va a emplear cuando estos hombres, estos creadores de problemas, mueran finalmente. Ahora se inclina hacia adelante sobre la máquina de escribir, adelanta los hombros, pensando en las palabras que, poco a poco, irán formando las necrológicas anticipadas de Mao Tse Tung, de Harry S. Truman, de Picasso. También tiene en remojo a la Garbo y a Marlene Dietrich, a Steichen y a Haile Selassie. En una hoja de papel, resultado de una hora de trabajo previo, Whitman tiene escrito: «… Mao Tse Tung, hijo de un oscuro cultivador de arroz, murió siendo uno de los más poderosos gobernantes del mundo…». En otra hoja: «… A las 7.09 p. m. del 12 de abril de 1945 un hombre del que pocos habían oído hablar se convirtió en el presidente de Estados Unidos…». En otra más: «… había un Picasso pintor, un Picasso fiel e infiel como amante, un Picasso generoso, hasta un Picasso dramaturgo…». Y, de las notas de un día anterior: «… Como actriz, la señora de Rudolph Sieber era anodina, sus piernas no eran de ninguna manera tan hermosas como las de Mistinguett, pero la señora de Sieber en su papel de Marlene Dietrich fue durante muchos años un símbolo internacional del sexo y el glamour…».

Whitman no está contento con lo que ha escrito, pero revisa con cuidado las palabras y las frases y se detiene a pensar en voz alta: Ah, cómo será de maravillosa la colección de fotografías que van a sacar en el obituario del Times cuando fallezca el gran Steichen. Entonces Whitman se recuerda a sí mismo que tiene que comprar el número del Saturday Review con su magnífico artículo de portada sobre el canoso magnate británico de las comunicaciones, el barón Roy Thomson, ya setentón. La historia pronto puede resultarle útil. Otro hombre de interés, dice Whitman, es el célebre humorista Frank Sullivan, que vive en Saratoga Springs, Nueva York. Unos días atrás Whitman había llamado por teléfono a un amigo cercano de Sullivan, el dramaturgo Marc Connelly, y casi empieza diciéndole: «Usted conoció a míster Sullivan, ¿no es verdad?». Pero se calló la boca y le dijo más bien que el Times estaba «poniendo al día sus archivos» —sí, ésa fue la frase— sobre Frank Sullivan y que si podían quedar en salir a almorzar por si acaso el señor Connelly podía instruir en algo al señor Whitman. El almuerzo se dio. Ahora lo que Whitman espera es poder viajar a Saratoga Springs y hablar sobre la vida de Marc Connelly mientras almuerza con el señor Sullivan.

Cuando Whitman va a un concierto, como es su costumbre, no puede resistir el impulso de mirar alrededor de la sala y observar a los distinguidos miembros de la concurrencia que en las próximas fechas pudieran despertar su particular curiosidad. Hace poco notó, en el Carnegie Hall, que uno de los espectadores sentados más adelante era Arthur Rubinstein. Whitman levantó rápidamente los gemelos y enfocó el rostro de Rubinstein, fijándose en la expresión de sus ojos y de su boca, en su suave pelo gris y, cuando se puso de pie en el intermedio, en lo sorprendentemente bajo que era.

Whitman tomó nota de esos detalles, consciente de que algún día le ayudarían a darle vida a su trabajo, consciente de que las necrológicas magistrales, como las mejores exequias, deben ser planeadas con mucha anticipación. El propio Churchill dispuso todo lo de su entierro; y los parientes de Bernard Baruch visitaron, antes de que él muriera, la Capilla de Honras Fúnebres Frank E. Campbell para ultimar detalles; y ahora el hijo de Baruch, aunque disfruta de buena salud, ha hecho lo mismo; como hizo también una modesta criada que hace poco compró un mausoleo por más de 6000 dólares e hizo inscribir en él su nombre, y que ahora, cada mes o algo así, viaja al cementerio en el condado de Westchester para echarle un vistazo.

«La muerte nunca pilla desprevenido al sabio», escribió La Fontaine, y Whitman coincide y mantiene «al día» sus fichas, si bien no le permite a nadie leer su propia necrológica. Como dijo el difunto Elmer Davis: «El hombre que ha leído su propia noticia necrológica no volverá a ser el mismo».

Hace varios años, después de que un editor del Times se hubo recobrado de un ataque cardíaco y regresó al diario, el reportero que había redactado su nota necrológica se la mostró a fin de corregir errores u omisiones. El editor la leyó. Esa noche sufrió otro infarto. Por otra parte, Ernest Hemingway disfrutó plenamente la lectura de las noticias periodísticas acerca de su muerte en un accidente aéreo en África. Hizo armar un grueso álbum de recortes de periódicos y decía empezar todos los días con «el acostumbrado ritual matutino de una copa de champaña fría y un par de páginas de notas necrológicas». En dos ocasiones Elmer Davis fue equivocadamente dado por muerto por la prensa en alguna catástrofe, y aunque admitía que «resultar vivo después de que has sido dado por muerto es un injustificable abuso contra tus amigos», de todas formas negó los infundios; y recibió «en general más crédito del que se suele dar a las personas cuando tienen que desmentir algo que la prensa ha dicho sobre ellas».

Algunos periodistas, desconfiando quizás de sus colegas, han escrito sus propias necrológicas anticipadas y las han introducido a hurtadillas en la morgue a la espera del momento adecuado. Una de éstas, escrita por un reportero del New York Daily News llamado Lowell Limpus, que apareció con su propia firma en ese diario en 1957, comenzaba así: «Éste es el último de los 8700 o más artículos que he escrito para que se publiquen en el News. Tiene que ser el último ya que fallecí ayer… Escribí ésta, mi propia necrológica, porque sé sobre el tema más que cualquier otro y porque prefiero que sea sincera a que sea florida…».

Aunque antaño la sección de obituarios pudo estar anegada en sentimentalismo, hoy rara vez lo está, a excepción de la columna en letra cursiva que por regla general aparece al lado derecho de la página, sobre las esquelas de las funerarias. Los parientes del difunto pagan por la publicación de estas notas y en ellas no hay hombre muerto que no sea descrito como padre «cariñoso», marido «amado», hermano «querido», abuelo «adorado» o tío «venerado». Los nombres de los fallecidos aparecen en orden alfabético y en letras mayúsculas y negritas, para que el lector circunstancial pueda ojearlos rápidamente, como los resultados del béisbol, y es raro el lector que se detiene en ellos. Una de esas excepciones es la de un caballero de setenta y tres años de edad llamado Simon de Vaulchier.

El señor De Vaulchier, un bibliotecario investigador ya jubilado, fue durante poco tiempo una especie de lector profesional de las páginas de obituario de los diarios del área metropolitana de Nueva York. Y recopiló para America, la revista de los jesuitas, el material para un estudio en el que se constató, entre otras cosas, que en su mayoría los muertos del New York Post eran judíos; en el New York World-Telegram and Sun eran protestantes, y los del Journal-American eran católicos. Cuando leyó la investigación, un rabí añadió una nota a pie de página en el sentido de que para el Times morían todos por igual.

No obstante, si se ha de creer únicamente lo que sale en el Times, entonces los individuos con la más alta tasa de mortalidad son los presidentes de juntas directivas, como observa el señor De Vaulchier. Y añade que, en el Times, los almirantes suelen ser objeto de necrológicas más largas que los generales, que a los arquitectos les va mejor que a los ingenieros, que a los pintores les va mejor que a los demás artistas y que siempre parecen morirse en Woodstock, Nueva York. Las mujeres y los negros casi nunca parece que se mueran.

Los redactores de obituarios nunca mueren. Por lo menos el señor De Vaulchier dice que él nunca ha leído una necrológica semejante en ningún periódico, aunque a principios del año pasado, con ocasión del infarto de Whitman, estuvo muy cerca de leerla.

Después de que llevaron a Whitman al hospital Knickerbocker de Nueva York, se le encargó a un reportero de Noticias Locales «poner al día las fichas sobre él». Después de su recuperación Whitman no ha visto su necrológica anticipada, ni espera hacerlo, pero se figura que tendría siete u ocho párrafos de extensión y que, cuando se utilice finalmente, rezará más o menos así:

«Alden Whitman, empleado del New York Times, encargado de redactar artículos necrológicos sobre muchas de las más destacadas personalidades del mundo, murió anoche en forma repentina en su residencia del número 600 de la calle 116 Oeste, a causa de un ataque al corazón. Tenía cincuenta y dos años de edad…».

Será todo muy fáctico y verificable, está seguro, y consignará que nació el 27 de octubre de 1913 en Nueva Escocia y fue llevado por sus padres a Bridgeport dos años después; que se casó dos veces, tuvo dos hijos con la primera esposa, fue miembro activo del Gremio Periodístico de Nueva York, y que en 1956, junto con otros periodistas, fue interrogado por el senador James O. Eastland sobre sus actividades de izquierda. La necrológica posiblemente enumerará los colegios a los que asistió, pero no mencionará que en la escuela primaria saltó dos grados (para dicha de su madre; ella era maestra allí, y el feliz suceso no le causó ningún daño a su reputación ante el consejo de la escuela); enumerará sus lugares de empleo pero no informará que en 1936 le tumbaron los dientes, ni que en 1937 casi se ahoga mientras nadaba (experiencia que le pareció altamente placentera), ni que en 1940 estuvo a un pelo de ser aplastado por la caída de parte de un antepecho; ni que en 1949 perdió el control de su automóvil y derrapó sin poder hacer nada hasta el mismísimo borde de una empinada cuesta en Colorado; ni que en 1965, después de sobrevivir a una trombosis coronaria, repitió lo que venía diciendo toda la vida: No existe Dios; no le temo a la muerte porque Dios no existe; no habrá juicio final.

—¿Pero qué le pasará entonces, después de muerto, señor Whitman?

—No tengo un alma que vaya a ir a ninguna parte —dice él—. Se trata simplemente de una extinción material.

—Si hubiera muerto durante su ataque al corazón, ¿qué, en su opinión, habría sido lo primero que su mujer habría hecho?

—Primero se habría encargado de que se hiciera con mi cadáver lo que yo había dispuesto —dice—: cremarlo sin lloros ni alborotos.

—¿Y después qué?

—Después de salir de eso, les habría dedicado su atención a los niños.

—¿Y después?

—Después, me figuro que se derrumbaría y se echaría a llorar.

—¿Está seguro?

Whitman hace una pausa.

—Sí, supongo que sí —dice al fin, dándole una chupada a su pipa—. Ese es el desfogue normal para un dolor en tales circunstancias.