Joe Louis: el rey en su madurez

—¡Hola, mi amor! —saludó Joe Louis a su esposa cuando la vio esperándolo en el aeropuerto de Los Ángeles.

Ella le sonrió y caminó a su encuentro y, a punto de empinarse para darle un beso, se detuvo en seco.

—Joe —le dijo—, ¿dónde está tu corbata?

—Ah, linda —dijo él, encogiéndose de hombros—, pasé toda la noche fuera en Nueva York y no tuve tiempo…

—¡Toda la noche! —lo interrumpió ella—. Cuando sales aquí lo único que haces es dormir, dormir y dormir.

—Linda —le dijo Joe Louis, con una sonrisa de cansancio—, ya estoy viejo.

—Sí —asintió ella—, pero cuando vas a Nueva York ensayas a ser joven otra vez.

Caminaron despacio por el vestíbulo del aeropuerto hasta el automóvil, seguidos por un maletero con el equipaje de Joe. La señora Louis, la tercera mujer de este ex boxeador de cuarenta y ocho años, siempre va a recibirlo al aeropuerto a su regreso de sus viajes de negocios a Nueva York, donde él es el vicepresidente de una firma de relaciones públicas para negros. Ella es una mujer cuarentona, despierta y agradablemente entrada en carnes, que ha ejercido con éxito la profesión de abogada litigante. Nunca había conocido a un boxeador antes de conocer a Joe. Anteriormente había estado casada con un colega, un miembro de Phi Beta Kappa,[30] a quien ella alguna vez describió como «expuesto a los libros, no a la vida». Después del divorcio ella juró buscarse un hombre «expuesto a la vida, no a los libros».

Conoció a Joe en 1957 por intermedio de una amiga de la Costa Oeste y dos años más tarde, para sorpresa de sus compañeros en los estrados de Los Ángeles, se casó con él. «¿Cómo diablos conociste a Joe Louis?», le preguntaban una y otra vez, y ella solía responder: «¡Cómo diablos me conoció Joe Louis a mí!».

Al llegar al coche, Joe Louis le dio una propina al botones y le abrió la portezuela a su mujer. Condujo luego durante unos cuantos kilómetros, entre palmeras y tranquilos vecindarios, y dobló al fin por la larga entrada que flanquea una grandiosa casa de diez habitaciones, de estilo español y valorada en 75 000 dólares. La señora Louis la compró hace algunos años y la llenó de muebles Luis XV, además de ocho aparatos de televisión. Joe Louis es adicto a la televisión, les explica ella a los amigos, añadiendo que hasta tiene un aparato en el baño, encima de la bañera. Está colocado de tal manera que cuando Joe se da una ducha al otro lado del baño, le basta con mirar por encima de la cortina para ver el reflejo de la pantalla en un espejo colgado allí de manera estratégica.

—Televisión y golf —dijo la señora Louis mientras ayudaba a meter las cosas del marido en la casa—: Eso es Joe Louis en la actualidad.

Dijo esto sin resquemor alguno; y después, al darle un beso a su marido en la mejilla, cobró de pronto un aspecto mucho menos formal que en el aeropuerto. Tras colgar el abrigo de él en el armario, se apresuró a hervir el agua para el té.

—¿Galletas, mi amor? —preguntó ella.

—Naaah —dijo él, sentándose con los hombros caídos ante la mesa del desayuno, parpadeando por la falta de sueño.

Entonces ella subió a quitarle la colcha a la gigantesca cama, y cinco minutos después Joe Louis se había desplomado en el lecho y dormía profundamente. Al regresar a la cocina la señora Louis sonreía.

—En el juzgado soy una abogada, pero cuando estoy en casa soy toda una mujer —dijo, con voz ronca, insinuante—. Yo trato al hombre bien, yo trato al hombre como a un rey… si él me trata a bien —añadió, sirviéndose un vaso de leche.

»Todas las mañanas le llevo a Joe el desayuno a la cama —dijo—. Enseguida pongo el canal 4 para que pueda ver el programa Today. Después bajo y le traigo el periódico, Los Angeles Times. Y ya después salgo para el juzgado.

»A las once de la mañana —prosiguió—, él se va a jugar golf en el Hillcrest Country Club, y si juega dieciocho hoyos acabará hacia las tres de la tarde, y entonces puede que conduzca hasta el Fox Hills Country Club para jugar otros dieciocho. Pero si no le está pegando bien a la pelota, lo deja a los dieciocho y va y compra un cubo de pelotas y se pone a practicar durante horas y horas. Él no compra pelotas normales, no, ¡Joe Louis no! Compra pelotas Select, las mejores, que cuestan 1 dólar con 25 el cubo. Y lanza, si está enfadado de verdad, dos, tres o cuatro cubos enteros, gastando cinco dólares.

»Algunas noches llega a casa todo entusiasmado y me dice: «Bueno, mi amor, ¡hoy por fin di con ello! Después de tantos años de estar jugando al golf me acabo de dar cuenta de lo que hacía mal».

—Pero —dice ella— al día siguiente puede volver a casa exasperado por haber estado arrojando los palos, y me dice: «¡No voy a jugar nunca más!», y yo le digo: «Pero, mi amor, ayer me dijiste que habías dado con ello», y él me contesta: «¡Di con ello, pero no lo guardé!».

«Al día siguiente puede estar lloviendo, y yo le digo:» «Mi amor, ¿vas a jugar al golf hoy? Está lloviendo». Y él me dice: «Lloverá sobre el campo de golf, pero no sobre los jugadores». «Y sale para el campo de golf».

La mujer actual de Joe Louis, Martha, es tan distinta a sus dos primeras mujeres como él es distinto del marido Phi Beta Kappa de Martha.

Marva, la primera esposa de Joe, una pulida estenógrafa de Chicago con quien se casó en 1935 y se volvió a casar en 1946, se llevó parte de sus años opulentos, de los años en que despilfarró la mayor parte de su fortuna de cinco millones de dólares ganados en el boxeo en baratijas, alhajas, pieles, viajes al extranjero, apuestas en el campo de golf, malas inversiones, propinas generosas y ropa. En 1939, año en el que ya se había comprado veinte trajes, treinta y seis camisas y dos esmóquines, contrató además sastres para que le elaboraran prendas de su propia invención, tales como unos pantalones anchos de dos tonos de verde, chaquetas sin solapas y americanas de pelo de camello con trencillas de cuero. Cuando no estaba entrenando o boxeando (obtuvo el título al noquear a James J. Braddock en 1937), Joe Louis salía de farra con Marva («Podía hacerla reír») o apostaba hasta mil dólares el hoyo en el golf, juego en el que dos cronistas deportivos, Hype Igoe y Walter Stewart, lo iniciaron en 1936. «Un tipo construyó una casa en California con el dinero que le exprimió a Joe», decía un viejo amigo de Louis.

La segunda mujer de Joe, Rose Morgan, la especialista en cosméticos y belleza con quien estuvo casado entre 1955 y 1958, es una mujer despampanante, curvilínea, dedicada a su próspero negocio, que se negaba a trasnochar de claro en claro con Joe.

—Traté de hacerlo sentar cabeza —dijo—. Le dije que él ya no podría dormir todo el día y pasar toda la noche fuera. Una vez me preguntó que por qué no, y le dije que yo estaría preocupada y no podría dormir. Así que dijo que esperaría para salir hasta que yo me durmiera. Bueno, pues me quedaba despierta hasta las cuatro de la mañana, y entonces era él quien se dormía.

Rose también se decepcionó de él cuando, en 1956, en el esfuerzo por conseguir parte del millón de dólares que le debía al gobierno en impuestos atrasados, empezó a hacer giras como luchador.

—Joe era para mí como el presidente de Estados Unidos —decía Rose—. ¿Le gustaría ver al presidente de Estados Unidos lavando platos? Así me sentía yo con Joe de luchador.

La tercera esposa de Joe, si bien no tiene el evidente sex appeal de las primeras dos, triunfa donde ellas fracasaron porque es más lista que ellas y porque Joe estaba preparado para que lo amansaran cuando se enamoró de Martha. Ella parece ser muchas cosas para él: una mezcla de abogada, cocinera, amante, agente de prensa, asesora de impuestos, valet de chambre y cualquier cosa, excepto caddie. Y hace poco ella se complacía a todas luces cuando una amiga, la cantante Mahalia Jackson, al ver los armarios a reventar con los efectos personales de Joe, le comentaba:

—Bueno, Martha, me figuro que él por fin va a calmarse: es la primera vez en su vida que guarda toda su ropa bajo el mismo techo.

A Martha no parece importarle que Joe Louis le haya tocado en sus años de declive: cuando pesa 109 kilos, se está quedando calvo, no alcanza ni a ser acomodado y no posee ya reflejos ágiles ni para pegar ni para arrebatar las cuentas de las mesas. «Este hombre posee un alma y una tranquilidad que yo amo», decía ella, añadiendo que su amor ha sido correspondido. Joe incluso la acompaña a la iglesia los domingos, cuenta ella, y con frecuencia aparece en el juzgado a verla llevar los casos. Aunque no fuma ni bebe, Joe todavía va a los clubes de cuando en cuando a oír a los numerosos músicos y cantantes que cuenta entre sus amistades, como ella misma dice, y a ella no se le escapa la cantidad de mujeres que aún encuentran sexualmente atractivo a Joe Louis y que considerarían tiempo bien invertido pasar una noche con él.

—Si a esa clase de mujeres les gusta vivir en las calles laterales de la vida de un hombre —decía Martha—, que les vaya bien. Pero yo soy su esposa, y cuando yo aparezco en escena a ellas les toca largarse a los infiernos.

Martha sabe también que Joe Louis sigue siendo amigo de sus antiguas cónyuges, las cuales, tras divorciarse de él, acudieron a polos opuestos en la elección de sus futuros maridos. Después de dejar a Joe, Marva se casó con un médico de Chicago. Rose superó su divorcio de Joe casándose con un abogado. Cuando Joe va a Chicago suele llamar a Marva (madre de sus dos hijos) y a veces va a cenar a su casa. Cuando está en Nueva York hace lo mismo con Rose. «Joe Louis en realidad nunca rompe con una mujer —observaba Martha, más divertida que enfadada—. Simplemente añade otra a su lista». En efecto, Joe se ha encargado de que las tres se conozcan entre sí, y está encantado de que se lleven bien. Presentó a su primera esposa a la actual en la pelea por el título de Patterson contra Johansson en Nueva York, y en otra oportunidad consiguió que su segunda esposa le arreglara el pelo a la presente… sin cobrarle.

Joe Louis me había contado todo eso temprano ese día, en el avión que nos llevaba a Los Ángeles desde Nueva York (donde yo había pasado algún tiempo siguiéndolo por Manhattan, observándolo en sus funciones de ejecutivo de relaciones públicas).

—Llamé a Rose por teléfono —me había dicho Joe—, y le dije: «Escúchame, Rose Morgan: no vayas a cobrarle a mi mujer». Ella me dijo: «No, Joe, no lo haré». Esa Rose Morgan es una mujer maravillosa —remató Joe, afirmando con la cabeza.

—¿Sabes? He estado casado con tres de las mejores mujeres del mundo. Mi único error en la vida fue haberme divorciado.

—¿Por qué lo hiciste entonces? —le pregunté.

—Ah —me dijo—, en ese tiempo yo quería ser libre, y a veces todo lo que quería era estar solo. Yo estaba loco. Salía de casa y pasaba semanas sin volver. O también me quedaba en la cama días enteros viendo la televisión.

Así como se culpa a sí mismo por el fracaso de sus dos primeros matrimonios, también acepta la culpa por todas sus demás dificultades, como su incapacidad para conservar el dinero y su negligencia en el pago de impuestos. En su última visita a Nueva York unos viejos amigos de sus días de boxeo le decían: «Joe, si pelearas hoy en día te ganarías el doble que en los viejos tiempos, con todo ese dinero que los boxeadores reciben por la televisión por circuito cerrado y todo eso». Pero Joe Louis meneaba la cabeza y les decía: «No me arrepiento de haber peleado cuando lo hice. En mi época me gané cinco millones, acabé en la quiebra y le debo al gobierno un millón en impuestos. Si boxeara actualmente me ganaría diez millones, de todos modos acabaría en la quiebra y le debería al gobierno dos millones en impuestos».

Para gran sorpresa mía, en las horas en que estuve siguiéndolo por Nueva York Joe me hizo comentarios como ése, sencillos pero mezclados con un sentido del humor absurdo.

Con o sin razón, me había imaginado que este héroe de edad madura sería apenas la versión fofa del algo atolondrado campeón al que Don Dunphy solía entrevistar en la radio después de que noqueara a otra «Gran Esperanza Blanca»; y daba por supuesto que Joe Louis a los cuarenta y ocho años seguiría reteniendo el posible título de atleta más callado desde los tiempos de Dummy Taylor, el pitcher de los Giants, que era mudo.

Claro que yo sabía de algunos contados pero famosos comentarios de Joe Louis, como el que hizo sobre Billy Conn: «Podrá correr, pero no esconderse»; y la respuesta del soldado Joe Louis en la Segunda Guerra Mundial cuando alguien le preguntó cómo se sentía peleando por nada: «No estoy peleando por nada: peleo por mi país». Pero también había leído que Joe Louis era increíblemente ingenuo: tanto que en 1960 había aceptado hacer relaciones públicas para Fidel Castro. También había visto fotografías de prensa recientes de Joe posando delante de los tribunales con Huían E. Jack, el ex presidente del distrito de Manhattan que había tratado de ocultar unas donaciones relacionadas con la remodelación de su apartamento. Y en una ocasión el senador John L. McClellan había insinuado que Joe había recibido 2500 dólares por hacer presencia durante dos horas en el juicio por soborno de James R. Hoffa. Aunque los desmentidos abundaban, la imagen innegable de Joe Louis en ese entonces era la de que, si bien contribuía «al crédito de su raza: la raza humana», bien podía estar en deuda con todos los demás.

Y fue así como descubrí con inesperado regocijo que Joe Louis era un avispado empresario en Nueva York, un astuto negociador y una persona con un sentido del humor a menudo sutil. Por ejemplo, cuando íbamos a tomar el avión en el aeropuerto de Idlewild con destino Los Ángeles y tuve que cambiar mi billete de clase turista por uno de primera para poder sentarme al lado de Joe, se me ocurrió preguntarle cómo podían justificar las aerolíneas la diferencia de cuarenta y cinco dólares en el precio.

—Los asientos de primera clase están en la parte delantera del avión —me dijo Louis—, y te llevan más rápido a Los Ángeles. El día anterior yo había visto cómo Joe Louis les había sonsacado unos dólares extras a unos ejecutivos neoyorquinos de televisión que iban a hacer un programa sobre su vida.

—Miren —les dijo Joe, leyendo con cuidado cada palabra del contrato antes de firmarlo—, aquí dice que me van a pagar el billete de ida y vuelta de Los Ángeles a Nueva York y la cuenta del hotel, pero no dice nada de mis gastos aquí.

—Pero, señor Louis —le dijo un azarado ejecutivo—, nunca tratamos sobre eso.

—¿Quién va a pagar? ¿Cómo voy a comer? —preguntó Louis, alzando con enojo la voz.

—Pero, pero…

Louis se puso de pie, dejó la pluma en la mesa, y no habría firmado nada si el presidente de la compañía no le hubiera dicho:

—Está bien, Joe, estoy seguro de que podremos convenir algo.

Con la promesa de que así sería, Louis estampó la firma, le dio la mano a cada uno y salió de la oficina.

—Bueno —dijo ya en la acera—, ese round fue mío.

Y añadió: «Sé cuánto valgo y no quiero menos». Dijo que los productores de la película Réquiem por un boxeador querían que él hiciera de árbitro pero que le habían ofrecido apenas quinientos dólares, más veinticinco para sus gastos diarios. Aunque toda la actuación le habría representado a Louis cuarenta y cinco segundos de pantalla, él alegaba que sus honorarios deberían ser de mil dólares. Los productores le dijeron que era demasiado. Pero a los pocos días, cuenta Louis, lo volvieron a llamar. Recibió los mil dólares.

Aunque sus problemas de impuestos lo han despojado de todos sus activos (incluyendo los dos fideicomisos que había dispuesto para sus hijos), Joe Louis sigue siendo hombre de mucho orgullo. No aceptó el dinero que centenares de ciudadanos le enviaron para ayudarle con su deuda con el fisco, aunque todavía le debe miles de dólares al gobierno y el efectivo le habría sido muy útil. El año pasado Joe Louis tuvo ingresos por menos de diez mil dólares, la mayoría provenientes de arbitrar combates de lucha libre (gana de 750 a 1000 dólares por velada) y por promociones de productos o presentaciones personales. El último monto de consideración que recibió fue la garantía de cien mil dólares por un año que le pagaron por luchar durante 1956. Ganó todos los encuentros (salvo las veces en que fue descalificado por emplear los puños), pero su carrera terminó no mucho después, cuando Rocky Lee, un vaquero de 135 kilos, por accidente le dio un pisotón en el pecho, partiéndole una costilla y lesionándole unos músculos del corazón.

Hoy en día Joe Louis organiza combates con un grupo de promotores de boxeo californianos creado por él (United World Boxing Enterprises), y una compañía lechera de Chicago todavía usa su nombre; pero su única inversión financiera reside en la compañía de relaciones públicas Louis-Rowe Enterprises Inc., una flamante organización ubicada en la calle 57 Oeste, que representa a Louis Armstrong y al cantante novel Dean Barlow, entre otros artistas negros, y que estaría produciendo réditos en Cuba de no haberse armado aquel alboroto porque Joe Louis representara a Fidel Castro y también por un comentario suyo en 1960: «Cuba es el único lugar adonde un negro puede ir en invierno sin sufrir ningún tipo de discriminación».

Sin ser racista, actualmente Joe Louis está muy interesado en la lucha de los negros por la igualdad y, quizás por primera vez en su vida, es muy explícito al respecto. A decir verdad, Joe Louis no vio nada malo en promocionar a Cuba en 1960 como país de vacaciones para los negros estadounidenses; además, se apresura a señalar, canceló el contrato de 287 000 dólares al año entre su firma y el Instituto Nacional de Turismo de Cuba antes de que Estados Unidos rompiera relaciones diplomáticas con el gobierno de Castro. Aún hoy Louis piensa que Castro es, con mucho, mejor para el pueblo cubano que la United Fruit Company.

Noté que, al leer los periódicos, Joe Louis no se fija primero en las páginas deportivas, sino en noticias como la de que el capitán de corbeta Samuel Gravely Jr. se convirtió en el primer negro en la historia naval de Estados Unidos en ponerse al mando de un buque de guerra. «Las cosas mejoran», dijo Louis. Una tarde noté también que, cuando al mover el mando del televisor para buscar un torneo de golf dio con una mesa redonda en la que estaba hablando un delegado de Ghana, Louis se quedó escuchando hasta que el africano terminó, antes de cambiar al torneo de golf.

Aunque la prensa estadounidense anunció la segunda pelea con Max Schmeling como un combate por rencor, en el que Louis buscaría vengarse de la «Súper Raza» que veía a los negros como una casta inferior, Joe Louis afirma que fue sólo un truco publicitario para aumentar la entrada. Dice que en realidad no sentía ninguna animadversión contra Schmeling, aunque le disgustaba uno de sus amigos, que se paseaba por el sitio del combate llevando un brazalete nazi. Dice Louis que siente mucho más desagrado con Eastern Airlines que con los partidarios de Schmeling, ya que nunca le ha perdonado a la Eastern que en 1946 le hubieran negado el servicio de limusina desde un hotel en Nueva Orleans hasta el aeropuerto después de que participara en una pelea de exhibición. Louis, que habría perdido el avión si no se hubiera trasladado allí por su cuenta, le escribió una carta de protesta a Eddie Rickenbacker, de la Eastern. «Nunca la respondió», dice Louis.

En consecuencia, Louis dice que no volvió a volar en la Eastern, aunque le habría resultado mucho más práctico; también dice que a muchos amigos suyos les ha aconsejado que eviten la aerolínea y cree que esto le ha costado a la Eastern cuantiosos ingresos en los últimos dieciséis años.

Una de las aspiraciones de Joe Louis y de su socio en las relaciones públicas, Billy Rowe, es convencer a los ejecutivos de las grandes empresas de que el mercado de la población negra, si se desalienta o se ignora, puede poner en riesgo las cifras de ventas; pero que si se estimula como es debido puede ser altamente rentable. La agencia Louis-Rowe sostiene que cada año los negros de Estados Unidos abonan más de 22 000 millones de dólares a las grandes empresas, gastan más del 18 por ciento del total por concepto de viajes, y que sólo los negros del barrio de Harlem gastan 200 000 dólares al día en apuestas a pruebas deportivas y en la lotería ilegal.

Los negros gastarían todavía más, argumentan Louis y Rowe, si las grandes empresas incrementaran los presupuestos de publicidad para el mercado de los negros y especializaran más sus campañas publicitarias; es decir, si mostraran más modelos negros en periódicos negros vendiendo determinada marca de jabón, cerveza, etcétera. Éste es el mensaje que Rowe difunde cuando visita en compañía de Louis las agencias de publicidad de Madison Avenue, las compañías de seguros, las corredoras de bolsa y los hipódromos. Rowe, un hombre de fácil labia e ilimitada claridad que se viste como un figurín de Broadway y se parece a Nat King Cole (pero es más apuesto), domina casi todas las conversaciones, aunque Louis inserta aquí y allá sus buenas frases.

Billy Rowe, que tiene cuarenta y siete años y en el pasado fue subcomisario de policía de Nueva York —todavía lleva una pistola dondequiera que vaya—, ocupa en la agencia una oficina más grande y vistosa que la de Joe. Mientras que Joe tiene colgada en la pared tan sólo una de sus placas (la del Salón de la Fama del Estado de Michigan), Billy Rowe ha cubierto una pared entera con dieciocho de sus placas y pergaminos, incluyendo exaltaciones a su trabajo con jóvenes hechas por el Consejo de Orientación Masculina de Minisink, cartas del Gobernador y dos trofeos dorados que ni siquiera son suyos. La modestia no es su principal virtud.

El señor Rowe, que vive en una casa de catorce habitaciones (con cuatro aparatos de televisión) en el barrio residencial de New Rochelle, llega a la oficina una hora antes que Louis y tiene ya dispuestas las citas del día, y algunas de la semana, a la hora en que Louis hace su entrada, en general a eso de las once de la mañana, con un guiño de ojo para la chica de la centralita.

—Hola, papá —saluda Rowe a Louis—, tenemos una cita con el Alcalde el trece. La teníamos para antes, pero anda de pelea con el Gobernador.

Louis asintió con la cabeza, soltó un bostezo y de pronto abrió mucho los ojos, al ver venir en su dirección a una voluptuosa cantante de los night-clubs de Harlem llamada Ann Weldon. Sin decir palabra, la señorita Weldon se deslizó hasta donde estaba Louis y se estrechó contra él.

—Si te me acercas más —le dijo Louis—, tendré que casarme contigo.

Ella se fue, tras fingir un desmayo, contoneando el cuerpo.

—Oye, papá —dijo Rowe—, ¿vas a almorzar ahora en Lindy’s?

—¡Ajá!

—¿Quién va a pagar la cuenta?

—La Pista de Yonkers.

—En tal caso —dijo Rowe—, te acompaño.

Una hora después, con rumbo a Lindy’s, Rowe y Louis salían de la oficina y se apretujaban en el ascensor, en el que casi todos sonrieron o hicieron algún gesto cuando reconocieron a Louis.

—Hola, campeón —le decían—. Hola, Joe.

—¡No irá a empezar una pelea aquí dentro! —dijo el ascensorista.

—No —dijo Joe—, no hay suficiente espacio para correr.

—Joe —le dijo un tipo, estrechándole la mano—, pareces seguir en forma.

—En forma para comer un buen bistec —respondió Louis.

—Joe —le dijo otro—, parece que fue ayer cuando te vi peleando contra Billy Conn. El tiempo vuela.

—¡Ajá! —dijo Louis—. Vuela que vuela, ¿no?

Y así siguió la cosa mientras Louis caminaba por Broadway: los taxistas lo saludaban con la mano, los conductores de los buses tocaban el claxon, y decenas de hombres lo detenían para recordar cómo habían viajado una vez 130 millas para asistir a una de sus peleas, y cómo habían agachado la cabeza para encender un cigarrillo en el primer asalto, y que entonces, antes de que pudieran alzar la vista, Louis había dejado tendido a su contendiente y ellos se habían perdido todo; o cómo habían tenido invitados en casa esa noche para escuchar la pelea, y que mientras estaban en la cocina bregando por sacar el hielo, alguien había venido del salón y les había dicho: «¡Se acabó! Louis lo noqueó con el primer golpe».

Era sorprendente, sobre todo para Louis, que lo recordaran tanto; máxime sin haber tenido un combate desde su desatinada reaparición en 1951, cuando Rocky Marciano lo noqueó. Dos años antes Louis se había retirado invicto, tras haber defendido el título veinticinco veces, más que cualquier otro campeón.

Los camareros de Lindy’s, desviviéndose por Louis, lo condujeron junto con Rowe a la mesa que ocupaba un directivo de la Pista de Yonkers. Irían por la mitad del almuerzo cuando ya Louis trataba de ganarse la cuenta del hipódromo, diciendo que una buena campaña de relaciones públicas hecha por Louis-Rowe llevaría más negros a la pista que nunca antes. El directivo dijo que presentaría la propuesta a la junta y les haría saber a Louis y Rowe el resultado.

—Joe, mejor nos vamos yendo —dijo Rowe, mirando el reloj—. Tenemos que reunimos con Joe Glaser. ¡Ese Glaser tiene tanto dinero que el banco le cobra el depósito! —y añadió, riéndose de su propio chiste—: Joe, cuéntaselo a Glaser cuando lo veas.

Cinco minutos después los asistentes escoltaban a Louis y Rowe a la nueva y lujosa oficina principal del señor Glaser, el empresario de talentos, el cual, dándole una palmada a Joe en la espalda, dijo, en voz alta para que lo escucharan sus asistentes en otras oficinas:

—¡Joe Louis es uno de los mejores hombres del mundo!

Y Billy Rowe dijo, sin poder aguantarse:

—Joe Glaser tiene tanto dinero que el banco le cobra el depósito.

Todos rieron, excepto Joe Louis que le lanzó una mirada de refilón a Rowe.

Tras despedirse de Glaser, Louis y Rowe acudieron a una cita con la Corporación de América para la Planificación de Inversiones, donde presentaron proyectos para vender más fondos mutualistas a los negros; después visitaron la agencia Cobleigh and Gordon Inc., donde discutieron sobre un boletín de noticias para negros que Rowe y Louis querían producir; después pasaron por donde Toots Shor; y por último fueron a cenar a La Fonda del Sol, donde Rowe había quedado en encontrarse con dos starlets de Harlem.

—Ay, Joe —dijo una de las chicas, mientras sonaba de fondo el rasgueo de una guitarra española al fondo—, cuando tú boxeabas yo era una niña, y en casa todos nos reuníamos alrededor de la radio… y yo tenía prohibido hablar.

Joe le guiñó un ojo.

—Joe —le dijo la otra—, ya que estoy sentada aquí tan cerca, qué tal si me autografías este menú… para mi hijo.

Louis sonrió y con un ademán juguetón se sacó del bolsillo la llave del hotel, la balanceó en el aire y la deslizó sobre la mesa hasta donde ella estaba.

—No querrás decepcionar a tu hijo, ¿verdad? —le preguntó.

Todos se echaron a reír, pero ella no sabía si Joe bromeaba o no.

—Si lo decepciono —dijo ella, haciendo un remilgo—, estoy segura de que él sabrá entenderme… cuando sea mayorcito.

Le deslizó la llave de vuelta. Joe soltó la carcajada y le firmó el menú.

Acabada la cena, Louis y los demás tenían planeado hacer la ronda de los clubes de Harlem, pero yo había convenido encontrarme con la segunda mujer de Louis, Rose Morgan. Rose vive ahora en el espacioso y magnífico apartamento del norte que da sobre Polo Grounds[31] y que en otra época ocuparon Joe y su primera mujer, Marva.

Al abrir la puerta Rose Morgan lucía muy chic, impecablemente acicalada, poco menos que exótica en su bata de descanso japonesa. Me condujo a través de una extensa y tupida alfombra hasta un sofá en forma de bumerán; una vez allí, con las piernas cruzadas y los brazos en jarra, dijo:

—Oh, yo no sé qué es lo que tenía Joe. Te obsesionaba, así como así.

Pero estar casada con Joe no era tan emocionante como ser cortejada por Joe, observó Rose, meneando la cabeza.

—Cuando yo llegaba a casa del trabajo, a las 6.30 o 7 de la tarde, Joe estaba sentado ahí, viendo la televisión y comiendo manzanas. Pero —continuó, después de una pausa— ahora somos muy buenos amigos. De hecho, el otro día le escribí una carta contándole que me había encontrado unas cosas suyas por ahí y que me gustaría saber si las quería.

—¿Como qué?

—Tengo la bata que usaba cuando empezó a boxear —dijo— y sus zapatos de goma, y también una película de la primera pelea con Billy Conn. ¿Te gustaría verla?

En ese momento el marido de Rose, el abogado, hizo su aparición, seguido por un grupo de amigos de Filadelfia. El marido de Rose es un hombre bajito, robusto, de manos arregladas, que después de presentar a todo el mundo les propuso una tanda de copas.

—Le voy a enseñar la película de la pelea de Joe —dijo Rose.

—Odio causarle tanta molestia —le dije a ella.

—Oh, no hay problema —dijo Rose—. No la he visto en años y me encantaría volver a verla.

—¿Le importaría si la vemos? —le pregunté al marido de Rose.

—No, no, está bien —dijo él en voz baja.

Era evidente que lo decía por simple cortesía y que habría preferido no tener que verla hasta el final; pero no había manera de detener a Rose, quien en un dos por tres sacó el proyector del armario; y pronto se apagaban las luces y la pelea había comenzado.

—Joe Louis fue sin duda el más grande de todos los tiempos —dijo uno de los invitados de Filadelfia, haciendo sonar el hielo de su vaso—. Hubo una época en que para la gente de color nada era más importante que Dios y Joe Louis.

La imagen amenazadora y solemne de Joe Louis, veinticinco años más joven que hoy, atravesaba la pantalla buscando a Conn: cuando le asentaba un puñetazo los huesos de Billy parecían estremecerse.

—Joe no desperdiciaba los golpes —dijo alguien desde el sofá.

Rose parecía emocionada de ver a Joe en su mejor forma, y cada vez que un golpe de Louis sacudía a Conn, exclamaba: «Mammm» (golpazo). «Mammm» (golpazo). «Mammm» (golpazo).

Billy Conn estuvo tremendo en los asaltos intermedios, pero cuando en la pantalla se anunció el asalto 13, alguien dijo:

—Aquí es donde Conn va a cometer su error; va a tratar de ganarle por paliza a Joe Louis.

El marido de Rose guardaba silencio, mientras sorbía su whisky.

Cuando Louis empezó a encajar sus combinaciones, Rose empezó a hacer: «Mammm, mammm», hasta que el pálido cuerpo de Conn se fue derrumbando sobre la lona.

Billy Conn trataba de levantarse lentamente. El árbitro contaba sobre él. Conn había enderezado una pierna, luego las dos, ahora estaba de pie… pero el árbitro lo obligó a echarse hacia atrás. Era demasiado tarde.

No obstante, al fondo del salón, el marido de Rose discrepaba:

—Me pareció que Conn se levantó a tiempo —dijo—, pero ese árbitro no lo dejó seguir.

Rose Morgan no dijo nada; se limitó a tomarse lo que quedaba de su trago.