Buscando a Hemingway

Recuerdo muy bien la impresión que me llevé de Hemingway esa primera tarde. Era un joven extraordinariamente apuesto, de veintitrés años de edad. Después de eso no pasó mucho tiempo para que todo el mundo cumpliera los veintiséis. Fue la época de tener veintiséis. Durante los siguientes dos o tres años todos los hombres jóvenes tuvieron veintiséis años de edad. Era por lo visto la edad correcta para ese tiempo y lugar.

GERTRUDE STEIN

A comienzos de la década de 1950 otra joven generación de estadounidenses expatriados en París cumplía veintiséis años de edad. No eran, sin embargo, unos «Tristes Muchachos», ni estaban «Perdidos»[25] eran los ingeniosos e irreverentes hijos de una nación victoriosa; y aunque venían en su mayoría de hogares ricos y se habían graduado en Harvard o Yale, parecían encantados a más no poder posando de indigentes y eludiendo a los cobradores, acaso porque eso parecía desafiante y los distinguía de los turistas estadounidenses, a quienes despreciaban, y también porque era otra manera de divertirse a costa de los franceses, que los despreciaban a ellos. Fuera como fuera, vivieron en medio de una feliz miseria en la Margen Izquierda durante dos o tres años, entre putas, músicos de jazz y poetas pederastas, y trabaron relaciones con personas tan trágicas como locas, entre ellas un apasionado pintor español que un día se abrió una vena de la pierna y terminó su postrer retrato con su propia sangre.

En julio se desplazaban a Pamplona a correr con los toros, y ya de regreso jugaban al tenis con Irwin Shaw en Saint-Cloud, en una cancha magnífica con vistas a París; y cuando lanzaban arriba la pelota para el saque, allí, tendida a sus pies, se veía la ciudad entera: la torre Eiffel, el Sagrado Corazón, la Ópera, las torres de Notre Dame a lo lejos. A Irwin Shaw ellos le hacían gracia. Los llamaba los «Altos Muchachos».

El más alto de todos, de un metro noventa y cinco centímetros, era George Ames Plimpton, un ágil y elegante jugador de tenis de miembros largos y enjutos, cabeza pequeña, ojos muy azules y una nariz delicada y puntiaguda. Había llegado a París en 1952 a la edad de veintiséis años, debido a que otros estadounidenses altos y jóvenes (y otros cuantos bajitos y desenfrenados) planeaban publicar una revista literaria trimestral llamada Paris Review, por encima de las protestas de uno de sus empleados, un poeta, que quería que se llamara Druids’Home Companion[26] y se imprimiera en corteza de abedul. George Plimpton fue nombrado editor jefe, y pronto pudo vérsele caminando por las calles de París con una larga bufanda de lana atravesada sobre el cuello, y a veces con una negra capa de noche que se le abombaba desde los hombros, una estampa que recordaba la famosa litografía que Toulouse-Lautrec hiciera de Aristide Bruant, el gallardo literato del siglo XIX.

Aunque gran parte de la edición de la Paris Review se hizo en cafés al aire libre por redactores que se turnaban en la máquina de pinball, la revista obtuvo un gran éxito porque los editores tenían talento, dinero y buen gusto, y evitaban emplear palabras típicas de revistilla, tales como «Zeitgeist» y «dicótomo»; y en vez de publicar sesudas críticas sobre Melville o Kafka, sacaban a la luz poesías y ficciones de escritores jóvenes y talentosos que aún no eran conocidos. También dieron comienzo a una estupenda serie de entrevistas a autores famosos… que los llevaban a almorzar, les presentaban actrices jóvenes, dramaturgos y productores; y todo el mundo invitaba a todo el mundo a fiestas, y las fiestas todavía no han parado aunque han transcurrido diez años; y París ya no es el centro de la acción y los «Altos Muchachos» tienen treinta y seis años. Ahora viven en Nueva York. Y la mayoría de las fiestas tienen lugar en el espacioso apartamento de soltero de George Plimpton en la calle 72 sobre el East River, piso que hace también de sede principal de la que Elaine Dundy llama «la camarilla de la literatura fina», o la que Candida Donadio, la agente, llama «la pandilla del lado Este», o la que todos los demás llaman «el grupo de la Paris Review». El actual apartamento de Plimpton da cabida al salón literario más animado de Nueva York: el único sitio donde, reunidos de pie en un mismo salón en casi cualquier noche de la semana, uno puede encontrarse con James Jones; William Styron; Irwin Shaw; unas cuantas call girls para decoración; Norman Mailer; Philip Roth; Lillian Hellman; uno que toca el bongó; uno o dos yonquis; Harold L. Humes; Jack Gelber; Sadruddin Aga Khan; Terry Southern; Blair Fuller; el elenco de Beyond the Fringe; Tom Keogh; William Pène du Bois; Bee Whistler Dabney (artista que desciende de la madre de Whistler); Robert Silvers; y un airado veterano de la invasión de Bahía de Cochinos; y una conejita retirada del Playboy Club; John P. C. Train; Joe Fox; John Phillips Marquand; y la secretaria de Robert W. Dowling; Peter Duchin; Gene Andrewski; Jean vanden Heuvel; y el antiguo entrenador de boxeo de Ernest Hemingway; Frederick Seidel; Thomas H. Guinzburg; David Amram; y un cantinero de la misma manzana; Barbara Epstein; Jill Fox; y un distribuidor local de marihuana; Piedy Gimbel; Dwight Macdonald; Bill Cole; Jules Feiffer… Y a este ambiente en una noche invernal de principios de este año hacía su entrada otra vieja amiga de George Plimpton: Jacqueline Kennedy.

—¡Jackie! —exclamó George, abriendo la puerta para recibir a la Primera Dama, así como a su hermana y su cuñado, los Radziwill.

Desplegando su amplia sonrisa entre los relucientes aretes, la señora Kennedy le extendió la mano a George, a quien conoce desde que ella estaba en la escuela de baile; y charlaron un momento en el pasillo mientras él le ayudaba con el abrigo. Luego, al asomarse a la alcoba y ver una pila de abrigos más alta que un Volkswagen, la señora Kennedy dijo en voz baja, apagada, compasiva:

—¡Ay, George…, tu cama!

George se encogió de hombros y procedió a escoltarlos por el pasadizo, bajando tres peldaños hasta la reunión inundada de humo.

—¡Mira! —dijo alguien cool desde un rincón—. ¡Allí está la hermana de Lee Radziwill!

George le presentó primero a la señora Kennedy a Ved Mehta, el escritor indio, y luego la deslizó hábilmente hacia William Styron, dejando a un lado a Norman Mailer.

—¡Vaya, hooola, Bill! —dijo ella, dándole la mano—. Encantada de verte.

Durante unos momentos, mientras conversaba con Styron y Cass Canfield Jr., la señora Kennedy estuvo de espaldas a Sandra Hochman, la poetisa de Greenwich Village, una rubia con reflejos que llevaba un suéter de lana grueso y pantalones de esquiar con la cremallera parcialmente abierta.

—Me parece —le susurró la señorita Hochman a una amiga, señalando hacia atrás con la cabeza el hermoso traje de brocado blanco de la señora Kennedy— que estoy un poquito déshabillée.

—Tonterías —dijo su amiga, arrojando a la alfombra las cenizas del cigarrillo.

En honor a la verdad, hay que decir que ninguna de las otras setenta personas en aquel salón pensaba que el conjunto de Sandra Hochman chocaba desagradablemente con el de la Primera Dama; de hecho, había quienes ni siquiera notaban la presencia de la Primera Dama, y hasta hubo quien sí la notó pero no se dio cuenta de quién era:

—¡Caray! —dijo, entreviendo por el humo el peinado esponjado con esmero de la señora Kennedy—. Ése sí es el estilo del año, ¿no? Y esa chica lo imita casi a la perfección.

Mientras la señora Kennedy conversaba a un lado, la princesa Radziwill hablaba con Bee Whistler Dabney a poca distancia y el príncipe Radziwill tarareaba a solas junto al piano de media cola. El suele tararear a solas en las fiestas. En Washington tiene fama de gran tarareador.

Quince minutos más tarde la señora Kennedy, a quien esperaban dentro de poco para una cena que ofrecía Adlai Stevenson, se despidió de Styron y Canfield y en compañía de George Plimpton se dirigió a los escalones que daban al vestíbulo. Norman Mailer, que entre tanto se había bebido tres vasos de agua, aguardaba junto a los escalones. La miró fijamente cuando ella pasó. Pero ella no le devolvió la mirada.

Tres pasos rápidos y se marchaba ya, por el pasillo, con el abrigo puesto, los guantes largos blancos puestos, bajando por dos tramos de escalera, hasta la calle, seguida por los Radziwill y George Plimpton.

—¡Mira! —chilló una rubia, Sally Belfrage, mirando por la ventana de la cocina las figuras que subían a la limusina estacionada abajo—: ¡Allí va George! ¡Y mira qué coche!

—¿Qué tiene de raro ese automóvil? —le preguntó alguien—. No es más que un Cadillac.

—Sí, pero es negro ¡y sin cromar!

Sally Belfrage se quedó mirando mientras el gran vehículo, que enfilaba hacia otro mundo, se alejaba en silencio, mientras en el salón la fiesta se ponía aún más bulliciosa, casi todos ajenos al hecho de que el anfitrión se hubiera ido. Pero había licor para el consumo y además, con sólo echar un vistazo a las fotografías que recubrían las paredes del apartamento, se podía sentir fácilmente la presencia de George Plimpton. Un retrato lo muestra toreando novillos con Hemingway en España; otro lo capta tomando cerveza con algunos de los «Altos Muchachos» en un café de París; otros lo muestran como teniente al frente de su compañía por las calles de Roma; como tenista del equipo del King’s College; como boxeador aficionado haciendo de sparring con Archie Moore en el Gimnasio Stillman, ocasión en la que el rancio olor del gimnasio fue reemplazado temporalmente por el almizcle del night-club El Morocco y las aclamaciones de los amigos de Plimpton cuando éste conectó un sólido golpe corto… que muy pronto se convirtieron en un Ohhhhh cuando Archie Moore se desquitó con un puñetazo que le rompió el cartílago de la nariz a Plimpton, haciéndole sangrar y provocando que Miles Davis preguntara después:

—Archie, ¿la sangre que tienes en los guantes es negra o blanca?

A lo que replicó un amigo de Plimpton:

—Caballero, ésa es sangre azul.

También en la pared cuelga el rebab de Plimpton, un instrumento de piel de cabra, de una cuerda, que le obsequiaron unos beduinos antes de que él hiciera una muda y fugaz aparición en Lawrence de Arabia en medio de una tormenta de arena. Y sobre el piano de media cola (lo toca con la suficiente destreza para haber logrado un empate por el tercer lugar en la noche de amateurs en el teatro Apollo de Harlem hace un par de años) hay un coco que le envió una nadadora amiga suya de Palm Beach, y una fotografía de otra chica, Vali, la existencialista de pelo anaranjado conocida por todos los conserjes de la Margen Izquierda como la bête, así como una pelota de béisbol de las ligas mayores que Plimpton de cuando en cuando arroja de un lado a otro del salón contra una butaquita abullonada, tomando el mismo impulso que cuando lanzaba en prácticas de bateo para Willie Mays mientras hacía la investigación para su libro Out of My League, que trata sobre cómo se siente ser un amateur entre profesionales, y que, dicho sea de paso, es una clave para entender no sólo a George Ames Plimpton sino también a muchos otros de la Paris Review.

Están obsesionados, muchos de ellos, por el deseo de saber cómo vive la otra mitad. Se hacen amigos, por lo tanto, de los más interesantes entre los más extraños, evitan a los aburridos ciudadanos de Wall Street y se sumergen, en pos de placeres y de literatura, en los mundos del yonqui, del pederasta, del boxeador y del aventurero, influenciados tal vez por la gloriosa generación de conductores de ambulancias que los antecedió en París cuando tenían veintiséis años.

En el París de comienzos de los años cincuenta la gran esperanza blanca era Irwin Shaw, porque, en palabras de Thomas Guinzburg, un licenciado de Yale por aquel entonces editor gerente de la Paris Review, «Shaw era un escritor rudo, un jugador de tenis, un bebedor empedernido, con una mujer guapa: lo más parecido que teníamos a Hemingway». Desde luego, el editor jefe, George Plimpton, entonces como ahora, mantenía viva la revista, mantenía unido al grupo e imponía un estilo romántico que era y es contagioso.

Cuando llegó a París en la primavera de 1952 con un guardarropa que incluía el frac que su abuelo había usado en la década de los veinte y que el propio George se había puesto en 1951 para asistir a un baile en Londres como acompañante de la futura reina de Inglaterra, se instaló de inmediato en el cobertizo de herramientas en la parte trasera de una casa que pertenecía a un sobrino de Gertrude Stein. Como la puerta del cobertizo estaba atorada, Plimpton, para entrar por la ventana, tuvo que encaramarse cargando con sus libros y el frac de su abuelo. Su cama era un catre largo y estrecho flanqueado por una podadora de césped y una manguera de jardinería, y lo cubría una frazada eléctrica que Plimpton nunca se acordaba de apagar; de tal manera que cuando regresaba por la noche al cobertizo y se dejaba caer en el catre, lo recibían los rabiosos maullidos de varios gatos callejeros reacios a dejar el calor que su descuido les había suministrado.

Una noche solitaria, antes de regresar a casa, Plimpton recorrió el mismo trayecto por Montparnasse, por las mismas calles y delante de los mismos cafés, que James Barnes había recorrido después de dejar a Lady Brett en Fiesta. Plimpton quería ver lo que Hemingway había visto, sentir lo que Hemingway había sentido. Después, al final del recorrido, Plimpton entró al primer bar que encontró y pidió una copa.

En 1952 la sede de la Paris Review era una oficina de un solo cuarto en la rue Garancière. Estaba amueblada con un escritorio, cuatro sillas, una botella de brandy y varias chicas licenciadas de Smith y de Radcliffe, vivaces y esbeltas, ansiosas de aparecer en los créditos para poder convencer a sus padres allá en casa de que eran inocentes en el extranjero. Pero entraban y salían tantas jovencitas que el gerente comercial de Plimpton, un ingenioso graduado de Harvard de pequeña estatura y con la lengua afilada, llamado John P. C. Train, decidió que era ridículo tratar de memorizar todos los nombres, por lo que decretó que en adelante deberían responder a un solo apellido: «Apetecker». Y entre las practicantes Apetecker se contaron, en una u otra época, Jane Fonda, Joan Dillon Moseley (hija del secretario del Tesoro Dillon), Gail Jones (hija de Lena Horne) y Louisa Noble (hija del entrenador de fútbol americano de Groton), chica tan trabajadora como olvidadiza que vivía extraviando manuscritos, cartas, diccionarios. Un día, tras recibir una carta de reclamación de un bibliotecario porque la señorita Noble se había retrasado un año con un libro, John P. C. Train le respondió:

Apreciado señor:

Me tomo la libertad de escribirle a mano ya que la señorita Noble se llevó consigo la última vez que salió de esta oficina la máquina de escribir en la que yo estaba acostumbrado a redactar estas misivas. Acaso cuando ella aparezca por su biblioteca usted le pueda preguntar si tiene dicha máquina.

Adjunto formulario de suscripción,

Atentamente,

J. P. C. Train

Como el cuarto oficina de la Paris Review era evidentemente demasiado estrecho para satisfacer la necesidad de los empleados de mezclar los negocios y el placer, y como había también topes al número de horas que podían pasar en los cafés, todo el mundo solía reunirse a las cinco de la tarde en el apartamento de Peter y Patsy Matthiessen en el 14 de la rue Perceval, hora en la que sin duda ya habría una fiesta en marcha.

Peter Matthiessen, en ese entonces editor de ficción de la Paris Review, era un licenciado de Yale alto y delgado que en su juventud había asistido al colegio St. Bernard en Nueva York con George Plimpton, y que ahora trabajaba en su primera novela, Race Rock. Patsy era una rubia pequeña, adorable y vivaz, de ojos azules claros y una figura fabulosa, y todos los muchachos de veintiséis años estaban enamorados de ella. Era la hija del difunto Richard Southgate, antiguo jefe de protocolo del Departamento de Estado, y Patsy había asistido a fiestas de jardín con los hijos de los Kennedy, había disfrutado de chóferes e institutrices y, en su primer año en el Smith College, en 1948, había venido a París y conocido a Peter. Tres años después regresaron casados a París y consiguieron por veinticinco dólares al mes el apartamento en Montparnasse que había quedado vacante cuando la antigua novia de Peter se marchó a Venezuela.

El apartamento tenía techos altos, una terraza y mucha luz. En una pared había una pintura de Foujita de una cabeza de gato gigantesca. La otra pared era toda de vidrio y contra ella había unos grandes árboles y malezas que trepaban, y las visitas en el apartamento se sentían a menudo como dentro de una monstruosa pecera, en especial hacia las seis de la tarde, cuando la habitación estaba anegada de ginebra holandesa y ajenjo y la cabeza del gato parecía más grande, y unos cuantos yonquis entraban como si tal cosa, saludaban con un gesto y se instalaban suavemente, sin hacer ruido, en un rincón.

Este apartamento fue en los años cincuenta lugar de encuentro para los jóvenes literatos de Norteamérica, comparable al de Gertrude Stein en los años veinte, y también poseía la atmósfera que tendría en los sesenta el apartamento de George Plimpton en Nueva York.

William Styron, huésped frecuente de los Matthiessen, describe su morada en la novela Set This House on Fire; y otros visitantes novelistas fueron John Phillips Marquand y Terry Southern, ambos editores de la Paris Review, y en ocasiones James Baldwin, y casi siempre Harold L. Humes, un joven achaparrado, incansable e impulsivo, que tenía barba, una boina y un paraguas con mango de plata. Tras su despido del MIT por llevar de paseo en barco a una chica de Radcliffe hasta mucho después de la hora de irse a casa, y tras prestar un infeliz servicio con la armada haciendo mayonesa en Bainbridge, Maryland, Harold Humes irrumpió en plena rebelión en la escena parisina.

Se buscaba la vida jugando al ajedrez en los cafés, ganándose varios cientos de francos cada noche. Allí conoció a Peter Matthiessen y hablaron de lanzar la pequeña revista que llegaría a ser la Paris Review. Antes de llegar a París, Humes nunca había trabajado en una revista, pero se había aficionado a una discreta publicación llamada Zero, editada por un griego menudo que se llamaba Themistocles Hoetes, apodado «Them» por todo el mundo. Impresionado con lo que Them había hecho con Zero, Humes compró por 600 dólares una revista llamada Paris News Post, que John Ciardi llamaría después «la mejor imitación de cuarta categoría de The New Yorker que haya visto en mi vida», y que Matthiessen miraba con superioridad condescendiente, de tal forma que Humes la vendió por 600 dólares a una muy nerviosa jovencita inglesa bajo cuya dirección se vino al suelo un número después. Entonces Humes, Matthiessen y otros más dieron comienzo a una larga serie de discusiones sobre cuál política, si es que había que tener una, habrían de seguir si la Paris Review algún día superaba las etapas de la discusión y la juerga.

Cuando la revista por fin estuvo a punto y George Plimpton fue elegido director en vez de Humes, éste se sintió defraudado. Se negó a salir de los cafés a vender anuncios o a regatear con los impresores franceses. Y en el verano de 1952 no vaciló en irse de París con William Styron, aceptando la invitación de la actriz francesa Mme. Nénot para bajar a Cap Myrt, cerca de Saint-Tropez, y visitar su villa de cincuenta habitaciones, diseñada por su padre, un destacado arquitecto. La villa había sido ocupada por los alemanes a principios de la guerra, de tal manera que cuando Styron y Humes llegaron al lugar encontraron boquetes en las paredes por los cuales se divisaba el mar, y la hierba estaba tan alta y las vides tan cargadas de uvas que el pequeño Volkswagen de Humes se enredó en el matorral. Así que prosiguieron a pie hacia la villa, pero se detuvieron de repente cuando vieron pasar corriendo a una jovencita semidesnuda y muy tostada por el sol que tenía puestos tan sólo unos pañuelos atados a modo de bikini, con la boca desbordante de uvas. Gritando en su persecución venía un viejo granjero francés de aspecto libidinoso cuyo viñedo ella evidentemente había asaltado.

—¡Styron! —exclamó Humes, feliz—. ¡Hemos llegado!

—Sí —dijo el otro—, ¡aquí estamos!

De los árboles emergieron después otras ninfas en bikini, cargadas de uvas y de medios melones del tamaño de ruedas de carretilla, y convidaron a probarlos a Styron y Humes. Al día siguiente fueron todos a nadar y pescar, y al atardecer se reunieron en la bombardeada villa, un imponente sitio de belleza y destrucción, tomando vino con esas chicas que parecían pertenecer solamente a la playa. Fue un verano electrizante, con las ninfas revoloteando como polillas contra una pantalla. Styron lo recuerda como una escena sacada de Ovidio, Humes como el punto culmen de su carrera de epicúreo e investigador.

George Plimpton no recuerda ese verano de manera romántica, sino tal como fue: un largo y cálido verano de frustraciones con los impresores y anunciantes franceses; y los demás miembros de la plantilla de Review, en especial John P. C. Train, estaban tan molestos con la partida de Humes que decidieron bajar su nombre de la parte superior de los créditos, donde debía estar como uno de los fundadores, hasta casi el final, con el rótulo «publicidad y ventas».

Cuando salió el primer número de la Paris Review, en la primavera de 1953, Humes estaba en Estados Unidos. Pero se enteró de lo que le habían hecho y, preso de la ira, preparó su venganza. Cuando llegó el barco al muelle del río Hudson con los miles de ejemplares de la Paris Review para ser distribuidos por todo el país, Harold Humes, con la boina puesta y proclamando «Le Paris Review c’est moi!», los esperaba en el desembarcadero. Pronto estaba rasgando las cajas de cartón y, con un sello de caucho que tenía su nombre en letras más grandes que las de los créditos, empezó a estamparlo en rojo sobre los créditos de cada ejemplar, hazaña que le llevó varias horas realizar y que acabó dejándolo exhausto.

—Pero…, pero… ¿cómo pudiste hacer algo así? —le preguntó George Plimpton la siguiente vez que lo vio.

Humes ahora estaba triste, al borde de las lágrimas; pero, en un último destello vengativo, le dijo:

—¡Maldita sea si me voy a dejar manipular!

Furias como ésta se harían muy comunes en la Paris Review. Terry Southern se indignó cuando en un cuento suyo le cambiaron la frase «que no calientes la mierda» por «no te calientes». Dos poetas querían partir en dos a P. C. Train cuando, después de que un impresor francés por accidente empasteló el texto de un poema con el del otro, así que aparecieron como si fueran uno solo en la revista, Train comentó como si nada que el descuido del impresor en realidad había mejorado el trabajo de ambos poetas.

Otro motivo de desorden era la policía de París, que parecía en persecución perpetua de la escuadra relámpago de encoladores nocturnos de carteles a las órdenes de John Train, una agrupación de graduados de Yale y muchachos árabes que corrían de noche por París pegando grandes anuncios de la Paris Review en cuanto poste del alumbrado, autobús y pissoir se topaban. El as de la escuadra, un alto licenciado de Yale llamado Frank Musinsky, era tan imponente que John Train decidió llamar «Musinsky» a los demás jóvenes (tal como antes había puesto «Apetecker» a las chicas), lo que para Musinsky era todo un honor, a pesar de que su verdadero apellido no era Musinsky. Había recibido el apellido porque su abuelo, cuyo apellido era Supovitch (sic), había intercambiado apellidos hacía muchos años en Rusia con un campesino de apellido Musinsky, quien por un precio accedió a ocupar la plaza del abuelo de Frank en el ejército ruso.

Nadie sabe qué fue de él en el ejército ruso, pero el abuelo de Frank vino a Estados Unidos, donde su hijo prosperaría después en el negocio de las ventas de calzado al por menor, y su nieto, Frank, después de Yale y su período de servicio con la escuadra relámpago de Train, en 1954 conseguiría empleo en el New York Times… y no tardaría en perderlo.

Lo habían contratado como recadero del departamento de deportes del Times, y en calidad de tal se suponía que debía dedicarse a imprimir galeradas y llenar los postes de cola, y no sentarse con los pies apoyados en el escritorio, leyendo a Yeats y Pound y sin querer moverse.

Una noche le gritó un editor:

—Musinsky, eres sin duda el peor recadero en la historia del Times.

A lo que Musinsky respondió, levantándose con altanería:

—Señor, citando a e. e. cummings, de quien estoy seguro que usted habrá oído hablar, «Hay cierta mierda que yo no comeré».

Frank Musinsky dio media vuelta y salió del Times para no volver nunca.

Mientras tanto, el lugar de Frank en la escuadra relámpago de París fue ocupado por varios otros Musinskys (Colin Wilson fue uno) y todos contribuyeron en la conservación de la tradicional irreverencia de la Paris Review con la burguesía, la clase dirigente y hasta con el difunto Aga Khan, quien después de ofrecer un premio de 1000 dólares para una obra de ficción presentó su propio manuscrito.

El director le arrebató rápidamente el dinero y con la misma rapidez le devolvió el manuscrito, dejando en claro que su estilo en prosa no era lo que andaban buscando, aunque el hijo del Aga, Sadruddin Khan, amigo y condiscípulo de Plimpton en Harvard, acababa de convertirse en editor de la Paris Review, oferta hecha por George y aceptada por Sadruddin de manera harto impulsiva un día en que corrían delante de los toros en un encierro en Pamplona…, momento en el que, como se imaginó correctamente George, Sadruddin estaría dispuesto a aceptar cualquier cosa.

Por inverosímil que parezca, con todos esos Musinskys y Apeteckers corriendo de un lado a otro, a la Paris Review le fue bastante bien, con la publicación de excelentes cuentos de jóvenes autores como Philip Roth, Mac Hyman, Pati Hill, Evan Connell Jr. y Hughes Rudd, y, claro, distinguiéndose sobre todo por sus entrevistas de «El Arte de la Ficción» a autores famosos, en particular la de William Faulkner por Jean Stein vanden Heuvel y la de Ernest Hemingway por Plimpton, que empezaba en un café de Madrid con la pregunta de Hemingway a Plimpton:

—¿Vas al hipódromo?

—Sí, a veces.

—Entonces eres lector de The Racing Form[27] —le dijo Hemingway—. Ahí tienes el verdadero «Arte de la Ficción».

Pero, en igual medida, la Paris Review sobrevivía porque tenía fondos. Y sus empleados se divertían porque sabían que si iban a parar a la cárcel sus familias y amigos siempre los sacarían de apuros. Nunca tendrían que compartir con James Baldwin la experiencia de pasar ocho días con sus noches en una astrosa celda francesa por la equivocada acusación de haberle robado una sábana a un hotelero, lo cual llevó a concluir a Baldwin que si bien la horrible serie de cuartuchos de hotel, mala comida, conserjes humillantes y cuentas sin pagar había sido la «Gran Aventura» para los «Altos Muchachos», para él no lo era porque, en palabras suyas, «en mi mente abrigaba la pregunta real sobre qué iba a terminar más pronto, la Gran Aventura o yo».

La relativa opulencia de la Paris Review producía, desde luego, la envidia de las otras revistas modestas, en particular la de los empleados de una publicación trimestral llamada Merlin, algunos de cuyos editores acusaban a la gente del Review de diletantismo, se ofendían con sus bromas, se dolían de que el Review siguiera publicándose mientras Merlin, que también había descubierto y sacado a la luz nuevos talentos, pronto iba a quebrar.

Por esos días el director de Merlin era Alexander Trocchi, nacido en Glasgow de madre escocesa y padre italiano, un personaje de las letras muy apasionante, alto y visible, con una figura de facciones marcadas y satánicas, orejas de fauno, talento para escribir y una presencia poderosa que le permitía entrar a una habitación y tomar el mando inmediatamente. Pronto se haría amigo de George Plimpton, John Phillips Marquand y las otras personas de Review, y años después vendría a Nueva York a vivir en una barcaza y más tarde aún en el cuarto trasero de la oficina de Manhattan de la Paris Review, pero acabaría siendo arrestado con cargos por posesión de drogas, se escaparía estando bajo fianza y saldría de Estados Unidos con dos de los trajes de Brooks Brothers de George Plimpton. Pero dejaría atrás una buena novela sobre la drogadicción, El libro de Caín, con su frase memorable: «Heroin is habit-forming… habit-forming… rabbit-forming… Babbitt-forming»[28].

Por esos días la plantilla que dirigía Alexander Trocchi en Merlin se componía mayormente de jóvenes sin humor y en verdadera rebelión, cosa que no pasaba con los empleados de la Paris Review. La gente de Merlin también leía la revista mensual Les Temps Modernes y valoraba la importancia de ser engagé. Entre sus editores estaban Richard Seaver, que se había criado en el distrito de minas de carbón de Pensilvania y en cuya húmeda y oscura cochera parisina se celebraban las juntas de personal de Merlin, y también Austryn Wainhouse, un desencantado hombre de Exeter y Harvard que escribió una poderosa novela esotérica, Hedyphagetica, y que, después de varios años en Francia, vive ahora en Martha’s Vineyard construyendo muebles según los métodos del siglo XVIII.

Aunque todos los empleados de Merlin eran pobres, nadie lo era tanto como el poeta Christopher Logue, de quien contaban que una vez, jugando en una máquina de pinball en un café de París, notó que una andrajosa anciana campesina había clavado la vista en una moneda de cinco francos que había en el suelo al pie de la máquina. Pero antes de que ella la pudiera recoger, Logue sacó el pie rápidamente y lo plantó sobre la moneda.

Dejó ahí el pie mientras la vieja daba alaridos y él trataba, de manera algo abrupta, de mantener rebotando la bolita… y lo logró, hasta que el dueño del café le echó la mano y lo acompañó hasta la calle.

Algún tiempo después, cuando su novia lo dejó, Logue cayó bajo el influjo de un desquiciado hipnotizador que por entonces vivía en París, un pálido y cetrino pintor sudafricano que seguía a Nietzsche y su sentencia «Muere a tiempo», y que, en busca de emociones, llegó al punto de animar a Logue a que se suicidara, cosa que Logue, en su depresión, dijo que iba a hacer.

Sospechando que Logue tenía muy presente el suicidio, Austryn Wainhouse había pasado todas las noches de la siguiente semana sentado enfrente del hotel de Logue vigilando su ventana, pero una tarde en que Logue no aparecía para una cita de almuerzo con Wainhouse, éste corrió al hotel de Logue y allí, en la cama, encontró al pintor sudafricano.

—¿Dónde está Chris? —le preguntó Wainhouse.

—No se lo voy a decir —respondió el pintor—. Puede pegarme si quiere: usted es más grande y más fuerte que yo y…

—Yo no quiero pegarle —le gritó Wainhouse; y entonces cayó en la cuenta de lo ridículo que era el comentario del sudafricano puesto que él (Wainhouse) era en realidad bastante más pequeño y para nada más fuerte que el pintor—. Mire —le dijo al cabo—, no vaya a salir de aquí —y partió a toda prisa hacia un café donde sabía que encontraría a Trocchi.

Trocchi puso a hablar al sudafricano y lo hizo confesar que Christopher Logue había salido esa mañana para Perpiñán, cerca de la frontera española y a doce horas al sur de París, donde tenía planeado suicidarse de manera muy similar a la del personaje de un cuento de Samuel Beckett publicado en Merlin, titulado «El fin»: alquilaría un bote y remaría mar adentro, muy adentro, y entonces le quitaría los tapones y se iría hundiendo poco a poco.

Trocchi pidió prestados 30 000 francos a Wainhouse, se subió al primer tren a Perpiñán, cinco horas después de Logue. Era de noche cuando llegó, pero al amanecer del día siguiente reemprendió la búsqueda.

Mientras tanto, Logue había tratado de alquilar un bote pero el dinero no le había alcanzado. Junto con unas cartas de su antigua novia, llevaba también consigo una lata de veneno; pero no tenía un abrelatas ni había piedras en la playa, así que estuvo errando, frenético y frustrado, hasta que al fin llegó a un puesto de refrescos donde pensaba pedir un abrelatas.

Fue entonces cuando la alta silueta de Trocchi dio con él y le puso una mano en el hombro. Logue alzó los ojos.

—Alex —le dijo, entregándole tranquilamente la lata de veneno—, ¿me podrías abrir esto?

Trocchi se metió la lata en el bolsillo.

¡Alex! —le dijo entonces Logue—. ¿Qué haces aquí?

—Oh —le dijo Trocchi como si tal cosa—, he venido a avergonzarte.

Logue rompió a llorar y Trocchi lo ayudó a salir de la playa, y regresaron, casi en completo silencio, en el tren a París.

George Plimpton y otros más en la Paris Review que estaban muy encariñados con Logue, y orgullosos de Trocchi, recolectaron de inmediato el dinero suficiente para asignarle una especie de mesada a Christopher Logue. Más adelante Logue regresaría a Londres y publicaría libros de poemas; y sus obras de teatro Antigone y The Lilly-White Boys fueron presentadas en el Royal Court Theatre de Londres. Más tarde aún empezó a escribir canciones para Establishment, el night-club de comedia satírica de dicha ciudad.

Después del episodio de Logue, que, según George Plimpton, sentó a por lo menos media docena de jóvenes novelistas frente a sus máquinas de escribir para tratar de construir un libro en torno a él, la vida en París y en Review volvió a ser feliz e impúdica; pero al cabo de un año y con Review todavía boyante, lentamente París fue perdiendo interés.

John P. C. Train, el editor jefe en esas fechas, puso un letrero en su canasta de recibo que decía: «Por Favor No Ponga Nada en el Buzón del Editor Jefe», y el día en que un personaje agradable y de ojos azules de Oklahoma llamado Gene Andrewski llegó con un manuscrito y mencionó que había colaborado en la producción de la revista humorística de su universidad, John Train se apresuró a ofrecerle una cerveza, preguntándole:

—¿Te gustaría dirigir esta revista?

Andrewski dijo que lo iba a pensar, lo pensó por unos segundos, miró alrededor, los vio a todos tomando cerveza y aceptó ser nombrado algo así como Subeditor Jefe Encargado de Hacer el Trabajo de Train.

—El principal motivo para aceptar el empleo —explicaría después Andrewski— fue porque me tentó la libertad.

En 1956 Peter Duchin se mudó a París y se instaló en una barcaza en el Sena, y muchos en la Paris Review la convirtieron en su nueva sede. No había agua corriente en la barcaza y por las mañanas todos se tenían que afeitar con Perrier. Pero los intentos de jolgorio en la barcaza parecían vanos, ya que a esas alturas casi toda la vieja guardia se había marchado. París era, como había indicado Gertrude Stein, el lugar apropiado para los de veintiséis, pero ahora la mayoría de ellos había cumplido los treinta años. Así pues, regresaron a Nueva York; pero ya no en la vena melancólica de los desterrados de Malcolm Cowley en los años veinte, que se vieron obligados a volver con las primeras marejadas del crash, sino más bien con la expectativa de que la fiesta ahora se iba a pasar al otro lado del Atlántico. Pronto Nueva York se percató de su presencia, en particular de la de Harold L. Humes.

Después de acomodarse en un espacioso apartamento en la parte alta de Broadway con su mujer, sus hijas y su no motilado terrier pelo de alambre, e instalar siete teléfonos y una gran cortadora de papel que producía el chasquido de una guillotina dieciochesca, Humes arremetió con una serie de ideas y valientes hazañas: dio con una teoría cosmológica que le daría un remezón a Descartes, terminó su segunda novela, tocó piano en un club de jazz de Harlem, empezó a rodar una película llamada Don Peyote, una especie de versión tipo Greenwich Village de Don Quijote protagonizada por un desconocido de Kansas City llamado Ojo de Vidrio[29], cuya novia acabó echándole mano a la cinta y huyendo con ella. Humes también inventó una casa de papel, una auténtica casa de papel a prueba de agua, a prueba de incendios y con suficiente espacio para ser habitada por personas. Levantó un modelo de tamaño real en la finca de Long Island de la familia de George Plimpton, y la corporación de Hume, que incluía algunos patrocinadores del grupo de la Paris Review, aseguró el cerebro de Hume por un millón de dólares.

Durante la Convención Nacional del Partido Demócrata en 1960, Humes irrumpió en el sitio a la cabeza de una falange de clamorosos partidarios de Stevenson, habiendo empleado las técnicas de derribamiento de puertas de los antiguos ejércitos de Atenas. De regreso a Nueva York pidió una investigación de la policía de Nueva York, con lo cual el comisario de la policía pidió una investigación de Humes… y descubrió catorce multas de tráfico sin pagar. Humes fue a la cárcel por el tiempo en que tardó en descubrirlo la comisaria de correcciones, Anna Kross, quien al reconocerlo tras las rejas exclamó:

—¡Vaya, míster Humes! ¿Qué hace usted ahí dentro? A lo que él respondió con la frase de Thoreau a Emerson: —Vaya, miss Kross, ¿qué hace usted ahí fuera? Cuando salió bajo una fianza desembolsada por Robert Silvers, otro editor más de la Paris Review, los reporteros le preguntaron a Harold Humes qué le había parecido la celda, a lo que respondió, de nuevo a la manera de Thoreau:

—En tiempos de injusticia, el lugar del honrado está en la cárcel.

Robert Silvers, uno de los pocos editores reservados de la Paris Review, un hombre sin vicios a la vista, salvo el de fumar en la cama, no tenía dónde quedarse a su regreso de París, así que por un tiempo ocupó el cuarto de huéspedes del apartamento de George Plimpton en la calle 72 Este, donde procedió a quemar varios agujeros en el colchón, agujeros que después taponó con huesos de melocotón. George Plimpton no protestó. Robert Silvers era un viejo amigo y además el colchón no era suyo. Era propiedad de una modelo que había sido inquilina del apartamento y que un día sorprendió a Plimpton y a Silvers con una carta en la que les pedía que por favor le enviaran el colchón a Francia. Se lo enviaron, con huesos y todo, y, no habiendo escuchado quejas, ambos se refocilan con la idea de que en alguna parte de París, en alguna parte del muy chic apartamento de una modelo de alta moda, hay un colchón relleno de huesos de melocotón.

Por fortuna Plimpton no tuvo que comprar otro colchón para el cuarto de huéspedes, ya que por esos días la Paris Review, que tenía una oficina en una casa de vecindad en la calle 82, había recibido orden de desahucio; y así fue como Plimpton llevó a su casa la camita que había en el cuarto trasero de la oficina; habitación que había presenciado numerosas juergas que la habían dejado reducida a un collage de botellas rotas, cucharas torcidas, ratas y manuscritos roídos.

Después del desahucio de la casa de vecindad, la oficina neoyorquina de la Paris Review se trasladó al tranquilo e insólito distrito de Queens, en donde, en una casa grande entre el Grand Central Parkway y un cementerio, Lillian von Nickern Pashaian, cuando no está cuidando a sus tres niñitos, canarios y tortugas, recibe los manuscritos dirigidos a la Paris Review y los remite para una lectura, ya sea por parte de Jill Fox en Bedford Village, Nueva York, o de Rose Styron en Roxbury, Connecticut. Si a ellas les gusta lo que han leído, remiten el manuscrito al apartamento de George Plimpton en la calle 72, en donde, entre sus muchas otras actividades, él le da una definitiva lectura y decide si será aceptado. Si lo es, el autor por lo general será receptor de un pequeño cheque y de todo lo que se pueda beber en la próxima fiesta de Plimpton.

Una fiesta de Plimpton se suele preparar con sólo unas pocas horas de anticipación. George levanta el teléfono y llama a unas cuantas personas. Ellas a su turno llaman a otras. Pronto se escucha el retumbar de las pisadas que suben las escaleras de Plimpton. La inspiración para la fiesta puede venir de que haya ganado un partido de tenis esa mañana en el Racquet and Tennis Club, o que un miembro del grupo de la Paris Review vaya a publicar un libro (en cuyo caso se invita al editor a compartir los gastos), o que otro miembro acabe de regresar a Manhattan de algún viaje, viaje que puede haber llevado a John P. C. Train, ahora inversor, a África, o a Peter Matthiessen a Nueva Guinea a vivir con una tribu de la Edad de Piedra, o a Harold Humes al Bronx a pelear en el juzgado por una multa de aparcamiento.

Y ofreciendo tantas fiestas, repartiendo tantas llaves de su apartamento, manteniendo tantos nombres de viejas amistades en la cabecera de la Paris Review tiempo después de que han dejado de trabajar allí, George Ames Plimpton ha conseguido conservar unido al grupo durante todos estos años, así como ha creado alrededor de sí mismo un mundo de visos románticos, un mundo libre y juguetón dentro del cual él y ellos se pueden escapar brevemente de la realidad indefectible de tener treinta y seis años.

Este mundo rebosa encanto, talento, belleza, aventura. Es la envidia de los no convidados, especialmente de algunas paridoras Apeteckers de los suburbios que suelen preguntar «¿Cuándo sentará cabeza el grupo?». Algunos de sus miembros siguen solteros. Otros se han casado con mujeres amigas de las fiestas… o se han divorciado. Otros han llegado a un acuerdo, de tal manera que si la esposa está demasiado cansada para ir de fiesta, el marido va solo. Es en gran parte un mundo para hombres, todos ellos unidos por los recuerdos compartidos de París y la «Gran Aventura», y en él hay pocos desterrados, aunque sí los ha habido, siendo una de ellos la hermosa rubia que ocupaba las mentes de casi todo el mundo en París hacía diez años, Patsy Matthiessen.

Patsy y Peter están divorciados. Ella ahora está casada con Michael Goldberg, un pintor abstracto, vive en la calle 11 Oeste y se mueve en el mundillo de los intelectuales y pintores del centro de la ciudad. Hace poco pasó varios días hospitalizada por la mordedura del perro de la viuda de Jackson Pollock. Tiene en su apartamento una caja de cartón llena de instantáneas de la gente de la Paris Review en los años cincuenta. Pero rememora esos días con un poco de amargura.

—Pasado un tiempo la vida entera parecía no tener ningún sentido en absoluto —dice—. Y ellos tenían algo muy manqué: esos viajes al África Occidental y las idas a la cárcel y subir al cuadrilátero con Archie Moore… Y yo era como la recadera del grupo, trayéndoles el té a las cuatro y sándwiches a las diez.

Unas manzanas más allá, en un pequeño y oscuro apartamento, otro desterrado, James Baldwin, dice:

—No tardé mucho en dejar de ser parte del grupo. Tenían más interés que yo en los placeres y los cigarrillos de hachís. Yo ya había salido de eso en el Village cuando tenía dieciocho o diecisiete. A esas alturas me parecía un poco aburrido. También solían ir a Montparnasse, donde iban todos los pintores y los escritores pero yo casi nunca. Iban allá y vagaban por los cafés durante horas y horas buscando a Hemingway. No parecían darse cuenta —dice él— de que Hemingway se había marchado hacía tiempo.