Voguelandia

Cada mañana, en los días hábiles, una serie de mujeres relamidas y a prueba de arrugas, que se tratan de «querida» y «encanto» y son capaces de hablar en letra cursiva y maldecir en francés, entran al edificio Graybar en Manhattan, ascienden al piso diecinueve y se deslizan enfrente de los escritorios de Vogue, una revista que desde tiempo atrás ha sido el símbolo supremo de la sofisticación para cualquier norteamericana que alguna vez soñara con ser ataviada por Balenciaga, calzada por Roger Vivier, peinada por Kenneth, o con la libertad de poder columpiarse en el Arco del Triunfo en ropa interior y un abrigo de visón.

Desde los tiempos de Safo nadie había levantado tanto fervor en torno a las mujeres como la plana editorial de Vogue. Prácticamente en cada número nos presentan diosas despampanantes que a todas luces se hacen más perfectas, más imponentes, a cada vuelta de hoja. A veces la modelo de Vogue salta a través de la página arropada en seda color moca, otras pilota un velero con tajamar de teca por las Antillas Menores, o se empina, con estatura Dior, frente a la torre Eiffel, entre atrevidos Renault que le pasan zumbando (mas nunca la atropellan), posando en medio de la calle, con una pierna levantada, la boca abierta, los dientes relucientes, dos gendarmes guiñando los ojos al fondo, todo París enamorado de ella y su traje de cóctel de mousseline de soie.

En otras ocasiones la modelo de Vogue viste de «negro siempre-a-la-moda» en el puente de Queensboro, mientras un gato blanco le trepa por la espalda, gato que ella seguramente deja en casa cuando toma el jet a Puerto Rico para su almuerzo con Casals mientras desde las lomas la contemplan las mujeres nativas con sus niños desnudos…, mujeres que le sonríen, que le admiran su falda de seda de tusor («cosechada en Nantucket»), que la adoran cuando clava sus tacones de aguja por el campo de golf de nueve hoyos incrustado en el antiguo fuerte de El Morro.

Mientras que esas maniquíes de Vogue son meramente estupendas, las damas de sociedad retratadas para la revista son ricas, bellas, infatigables, vivaces, vitales, brillantes, ingeniosas, participan en más comités que un miembro del Congreso, saben más de aviones que Wolfgang Langewiesche, medran en el aire campestre pero están igualmente cómodas en los elegantes salones de juego de Cannes. Nunca envejecen ni se marchitan ni sufren de caspa, y son también (en las palabras zalameras de la cuadrilla de redactores de pies de foto de Vogue) «divertidas», «exquisitas», «delicadas», «geniales» y «deslumbrantes».

En un número de Vogue, valga el ejemplo, la señora de Loel Guinness, fotografiada en vísperas de alzar vuelo de Lausana a Palm Beach, fue descrita como «vivaz, vital, divertida». Y en otro número la señora de Colombus O’Donnell poseía una «chispa rápida y divertida». La reina Sirikit de Tailandia era «divertida, exquisita» y la condesa de Dalkeith era «encantadora» y tan refulgente como Lady Caroline Somerset, quien por su parte ostentaba una «delicada belleza de luz de luna». La señora de Murray Vanderbilt, que el año pasado era «una morena estilizada, con una mirada directa y cautivadora y risa suave y franca», es este año «una belleza impulsada por un fuerte propósito», el propósito de volar a París a hacerse retratar un martes por el «desenfadado, disoluto» Kees van Dongen y regresar por aire a Nueva York esa misma noche, «invirtiendo», en palabras de Vogue, «tan sólo 23 horas y 45 minutos».

Dado el excepcional caso de que una mujer celebrada por Vogue no sea una «rara belleza» (si, por ejemplo, raya en la fealdad), entonces se dice que es «culta» o dueña de un «bagaje intelectual», o que recuerda a la heroína de alguna novela exquisita y vivaz. Madame Helene Rochas «tiene un parecido con la heroína de una novela de Stendhal». Y si Vogue llega a mencionar a una fémina del tipo no-Vogue, como Ingrid Bergman, que gasta poco dinero en la industria de los cosméticos, se le atribuye una nariz «bastante generosa».

Las narices de las heroínas de Vogue suelen ser largas y finas, como son las narices de muchas editoras de Vogue: narices que se pueden empinar en presencia de sus por lo general más bajitas, más jóvenes y menos sofisticadas parientes por el lado de Condé Nast, casa que también edita la revista Glamour, ubicada igualmente en el piso diecinueve del edificio Graybar. Habitualmente es muy sencillo distinguir a las empleadas de ambas publicaciones, ya que las jeunes filies de Glamour, además de poseer un nutrido contingente de narices que Vogue tacharía de «acuciosas, respingadas», también son dadas a llevar blusas camiseras y hebillas redondas de colegiala, a sonreír en el ascensor y a saludar diciendo «¡hola!». Una dama de Vogue describía a las empleadas de Glamour como «esa gentecilla vivaracha, que saludan diciendo hola».

Un día hace unos cuantos años una cándida y recién admitida secretaria de Vogue entró dando brinquitos y con un paquete a la oficina de una editora, y le dijo: «¡Hola!». Ante lo cual se dice que la editora se frunció de arriba abajo y se animó a espetarle: «¡Aquí no decimos eso!».

—Desde luego que todas en Glamour esperan escalar en el trabajo hasta la plantilla de adustas vigilantes de Vogue —dice la escritora Eve Marriam, antigua jefa de redacción de Glamour—. Pero eso rara vez ocurre. En Vogue se tienen que cuidar. La ascendida puede emplear la palabra «linda» en lugar de «airosa»; podría hablar de ofrecer una «fiesta» en lugar de una «cena»; o aconsejar un abrigo de gamuza «para ir de weekend con la pandilla de las camionetas» en lugar de «para su casa campestre». O podría hablar de ir a una joyería y no a una bijouterie. La mayor torpeza consistiría en referirse a una «ganga» en lugar de una «inversión» o una «buena jugada». O hablar de un «traje de ceremonia» como (de sólo pensarlo te dan escalofríos) un «vestido formal».

Basta con salir del ascensor y entrar en el piso diecinueve para experimentar la repentina sensación de estar en Vogue. El suelo es negro con estrellas incrustadas y la espaciosa antesala está distinguidamente decorada con una «delicada, divertida» recepcionista con acento británico…, quizás conforme a la política de la revista de escribir muchas palabras con la ortografía británica.

Detrás de la recepcionista hay un pasillo curvo que lleva a las oficinas de la redacción de Vogue. La primera, la de la Editora de Belleza, huele a polvos y pomadas, productos rejuvenecedores y demás fuentes de la juventud. Más allá, doblando una segunda curva, hay media docena de oficinas de otras editoras y, dividiéndolas, está el amplio y bullicioso Salón de Modas. De nueve a cinco el Salón de Modas y las oficinas que lo rodean retumban con las efusivas y estridentes voces de cincuenta mujeres, el repicar incesante de los teléfonos, las borrosas imágenes de siluetas estilizadas que pasan como exhalaciones, taconeando con élan. En un rincón la Editora de Géneros y Tejidos pellizca con desgana unas muestras de seda; en otro, cerca de una ventana, la Editora de Calzado averigua qué viene en materia de zapatos «flamantes»; en otro más, la Gestora de Modelos escarba en un archivador que contiene información sumamente secreta sobre las modelos, como cuáles de ellas están dispuestas a posar para anuncios de corsetería, cuáles tienen las mejores piernas, cuáles tienen los dedos como garras (ideales para modelar guantes) y cuáles tienen las manos pequeñas y bonitas (ideales para hacer que las costosas botellitas de perfume se vean grandes).

De las cercanas oficinas de una editora llamada Carol Phillips («una belleza delicada, divertida, de nítido perfil») llegan las refinadas risitas y acotaciones de otras rectoras del buen gusto que se plantan, en jarras, delante del escritorio de la señora Phillips. De modo inevitable su charla se entremezcla con los diálogos que resuenan por el corredor, por momentos dificultando en grado sumo la plena concentración del barón De Gunzburg, un antiguo redactor de modas, en el crucigrama del London Times que un mensajero le trae todas las mañanas de los quioscos de publicaciones extranjeras que hay en Times Square. El barón, apodado «Nick-kee» por las damas de Vogue, y que escribe sus sietes al estilo europeo, 7, bailaba antaño con una compañía de ballet y actuó una vez en una película alemana titulada El vampiro. (En el filme representaba a un poeta que pasa dos semanas en un ataúd antes de tener ocasión de matar al vampiro; hoy en día el barón casi nunca va sin una corbata negra, y se dice que un día en que tomó un ascensor en la Séptima Avenida sin especificar a qué piso iba, fue transportado enseguida al piso de un sastre que hace uniformes para empresarios de pompas fúnebres).

Por encima del barón, en una de las pocas oficinas que ocupa Vogue en el vigésimo piso, la Editora de Especiales, Aliene Talmey, a quien el editor jefe Frank Crowninshield describiera una vez como «un suflé de palancas», discute su famosa columna La gente está hablando de…, una colección de tópicos sobre los cuales ella y otras editoras de Vogue están hablando y sobre los cuales piensan que todo el mundo debería estar hablando. Escribe:

LA GENTE ESTÁ HABLANDO DE… la presente necesidad que hay de la palabra griega batología, en el sentido de charla excesiva o repetición innecesaria de palabras, según el uso que le da san Mateo (6:7)

LA GENTE ESTÁ HABLANDO DE… los regalos de bautizo que recibió la hija del gran director austriaco Herbert von Karajan

LA GENTE ESTÁ HABLANDO DE… el sepak takrow, un juego bello para ver

LA GENTE ESTÁ HABLANDO DE… colibríes

LA GENTE ESTÁ HABLANDO DE… la mitad oriental del planeta.

Si bien algunos críticos de Vogue sostienen que la política literaria de la revista se puede resumir así: «En caso de duda, reimprímase a Colette», hay que abonarle a Vogue el que haya publicado obras de excelentes autores, entre ellos Marianne Moore, Jacques Barzun, Rebecca West y Aliene Talmey. Con todo, un antiguo editor de arte de Vogue, el inimitable doctor Mehemet Femy Agha, dijo en una ocasión: «Aunque Aliene es maravillosa, muchas veces le he dicho que es como una pianista en un burdel. Puede ser muy buena pianista, pero nadie acude allí a oír la música. Nadie compra Vogue para leer buena literatura: la compran para ver la ropa».

Entre los primeros en ver la ropa está el barón De Gunzburg, quien, habiendo terminado el crucigrama del London Times, está ahora en el distrito de la confección en la Séptima Avenida, reclinado en un suntuoso diván en la sala de exposición del modisto Herbert Sondheim, quien hace para la revista Vogue una exhibición privada de sus próximos trajes de primavera. Sentada al lado del barón está otra editora de Vogue, Mildred Morton («rubia de perfil nítido y ceja alzada en leve gesto de hastío»).

—Ustedes son las primeras personas en el mundo entero que van a ver esto —dice el señor Sondheim, un hombre bajito, más bien robusto, de voz ronca, que se frota las manos y sonríe de oreja a oreja.

Al momento sale de la cortina una modelo rubia, se contonea en dirección al barón y la señora Morton y dice con voz de arrullo: «Número 628».

El Barón anota el número del modelo en su libreta de cuero Hermes y la mira a ella mientras da vueltas por la sala y vuelve a entrar por la cortina.

—Es pomecia —dice el señor Sondheim.

—¿Caro? —pregunta la señora Morton.

—El algodón pomecia cuesta unos dos dólares con cincuenta la yarda —dice el señor Sondheim.

—Número 648 —dice una segunda modelo, una trigueña, que pasa deslizándose junto al señor Sondheim, dobla las rodillas y luego da una vuelta delante del barón De Gunzburg.

—Elegantísimo —dice el barón, dejando que sus dedos le den al traje de noche de la modelo un pellizco profesional—. Y me encanta el corte acuchillado del abrigo.

La señora Morton alza la ceja derecha.

—¿Sales de viaje este invierno? —pregunta el barón al señor Sondheim.

—Probablemente —dice éste—. Palm Beach.

El barón no parece en absoluto impresionado.

—Número 624 —anuncia la trigueña, reapareciendo con un floreo de faldas, un quiebre de rodillas, una vuelta.

—Espléndida textura, la del pomecia —dice el señor Sondheim, poniéndose otra vez formal—. Además de eso, no se arruga.

—Me gustaron más los otros dos, ¿a ti no, Nickikee? —pregunta la señora Morton.

El barón calla. La modelo hace otro giro frente a él y pasa a cuadrarse, dándole la espalda.

—¿Qué número tienes? —le pregunta el barón, adoptando un seco acento británico.

—Número 639 —replica ella por encima del hombro.

El barón anota el número y ve desaparecer a la modelo detrás de la cortina, con un estrépito de perchas de plástico.

Cinco minutos después la colección del señor Sondheim finaliza su exhibición, y el barón le entrega los números de los trajes que Vogue desea fotografiar y publicar de manera exclusiva. El señor Sondheim accede encantado, ya que lograr que los vestidos aparezcan como primicia en las páginas editoriales de Vogue garantiza por lo menos su éxito en ventas.

Todo empezó el 17 de diciembre de 1892, cuando el «tranquilo y sociable» Arthur Baldwin Turnure (Princeton, 1876), esposo de una de las primeras maniáticas del golf en Estados Unidos, fundó la revista Vogue. Para 1895 había causado sensación al publicar en su revista los trajes y la ropa interior que llevaría la señorita Consuelo Vanderbilt con ocasión de su matrimonio con el duque de Marlborough.

En 1909 Vogue fue adquirida por Condé Nast, bajo cuya dirección floreció como nunca antes, y desde entonces ninguna otra revista del ramo de la moda ha podido desbancarla. Harper’s Bazaar, que siempre ha sido menos conservadora («Siempre se pasan por una lentejuela», según explica una dama de Vogue), no suministra a sus lectoras la misma cantidad de lo que Mary McCarthy llama «esnobismo democrático».

Hace unos años la señorita McCarthy, que realizó para la revista Reporter un estudio bastante exhaustivo sobre las publicaciones de modas femeninas, concluyó que a medida que uno descendía por las revistas menos encopetadas (como Charm, Glamour, Mademoiselle), mayor era la auténtica solicitud que éstas mostraban por la lectora y sus problemas: «El sufrimiento de ser una Ch. N. (Chica de Negocios), la envidia de los superiores, la timidez, la torpeza, la soledad, los temores sexuales, la cohibida amabilidad hacia el jefe, las interminables noches con el espejo y las pinzas, las desesperadas acometidas sociales de los sábados» («Da una fiesta e invita a todas las personas que conozcas»), la lucha por lograr una identidad en el yerto cuchitril de la vida laboral.

Y otra investigación sobre revistas femeninas, esta última realizada para la publicación Social Forces por dos sociólogos, Bernard Barber, del Barnard College, y Lyle S. Lobel, de Harvard, afirmaba que, por más que los símbolos de prestigio en Vogue son «la sofisticación y el chic», esos mismos símbolos son desdeñados por las respetables y hogareñas madres de familia de la revista Ladies Home Journal, donde hay «cierto rechazo de la refinación», de lo que es «atrevido» o «inusual».

Pero, según los sociólogos, por encima del nivel ultrachic de Vogue se cierne una clase de mujeres todavía más envidiadas: las ricas que no están de moda, las de «rancia fortuna».

«En este nivel último, donde no hay necesidad de competir por estatus mediante el consumo», escriben Barber y Lobel, las mujeres pueden incluso conservar cierta independencia de la actual y caprichosa «moda». «Su ropa fina puede ser más o menos la misma durante varios años… Hasta puede ser excéntrica, como las viejas matronas de Beacon Street en Boston».

Pasaban luego a describir el nivel de Vogue: «En la clase social justo por debajo de las familias de “rancia fortuna” encontramos a las líderes de la “alta moda”, atentas a París. Puesto que saben de la clase que existe más arriba, y quizás tratando de lograr acceso a ella, estas mujeres buscan combinar la opulencia con la elegancia discreta». Son «material de revistas de moda», ya que este grupo enfatiza la pose de la serena distinción, de la superioridad sin esfuerzo y de la «elegancia innata».

Para que la revista Vogue pueda desplegar su pose de serena elegancia y distinción tiene que convocar, desde luego, a sus modelos de alta costura y hacerlas fotografiar por fotógrafos de modas, y en esta tarde en particular la sesión de fotografías en color de Vogue tenía lugar en el estudio en un último piso del célebre fotógrafo Horst Horst, un sitio maravilloso que tiene vistas al East River. En el estudio, mientras Horst Horst prepara las cámaras alemanas, suecas y japonesas, su criado chino clava con tachuelas en la pared unas enormes hojas de cartón de un plácido color azul celeste creando un fondo veraniego. En el centro del piso, junto a una caja de flores, hay una banqueta de felpa de cálido color avellana en la que se sentará la modelo. En el vestidor contiguo la señora Simpson de Vogue espera la llegada de la modelo, Dorothea McGowan, haciendo un bordado según un diseño de Matisse.

—Me volvería loca, loca, sin esto —dice la señora Simpson de su labor.

En otro rincón del vestidor las damas de guardarropa de Vogue planchan la media docena de vestidos de chiffon de James Galanos que se pondrá la modelo. Al fin, diez minutos después, Dorothea McGowan, una muchacha alta y pálida, irrumpe en el recinto, con rulos en el pelo. De una vez se quita el abrigo, se suelta el pelo, corre al espejo y se acaricia el cutis blanco de su cara como si fuera un lienzo con un pincel japonés.

—¿Qué zapatos, señora Simpson? —pregunta.

—Pruébate los rojos, querida —dice la señora Simpson, levantando la vista del Matisse.

—Empecemos —grita Horst desde la otra habitación.

En cuestión de minutos, después de maquillarse la cara como una experta, Dorothea se transforma, de la pálida y larguirucha jovencita de Brooklyn que era al entrar al estudio, en una sofisticada mujer de edad indefinida a punto de posar para su séptima portada de Vogue. Camina con confianza hasta el estudio, se sitúa a cinco metros de Horst, estira los músculos de las pantorrillas, abre un poco las piernas, se pone las manos en las caderas y se alista para su aventura amorosa con la cámara.

Horst, sobando el trípode con las manos, se agacha y ya va a disparar cuando la señora Simpson, parada a un lado como una carabina, dice:

—Tiene las uñas espantosas.

—¿De veras? —pregunta Dorothea, ya no la mujer confiada sino otra vez la muchacha de Brooklyn.

—Sí. ¿Trajiste tus uñas contigo?

La modelo se dirige al vestidor para ponerse las uñas postizas y regresa delante de la cámara. Ya satisfecha, la señora Simpson vuelve a su bordado en el cuarto contiguo, y el joven chino coloca delante de Dorothea un ventilador que sopla el tenue vestido de chiffon contra su flaco, esbelto cuerpo.

Dorothea echa hacia atrás la cabeza.

—Ah, qué gusto da el ventilador —dice entre risitas.

—Mueve la pierna —le dice Horst.

La dobla hacia atrás, abre la boca. Y la cámara de Horst hace clic. Luego ella se recuesta en la banqueta, hace un puchero. Horst hace clic.

—Ah, qué bien —dice Horst—. Hazlo otra vez (clic).

Dorothea sonríe (clic); abre la boca (clic); más abierta, una O grande (clic).

—Se me cae el sombrero —dice, con más risitas.

—Sonríe, sin mostrar los dientes —dice él (clic)—. Estira el cuello.

Ella lo estira (clic).

—Así se hace, mi niña —dice él (clic).

—Asííí… —repite lentamente (clic).

Y entonces, sin instrucciones de él, de modo automático, ella empieza a hacer diferentes poses, cada una con su correspondiente clic: su rostro es ya el de una arpía, ya se abre al amor, ya arden sus ojos, ya es tan recatado como el de una virgen de la Universidad de Vassar. Y Horst le dice todo el tiempo, genuinamente emocionado detrás de la lente:

—Asííí (clic)… Asííí (clic)… Asííí (clic)…

—¿Qué son estas florecitas? —pregunta al fin Dorothea, rompiendo la atmósfera.

—Azaleas —le dice Horst, encendiendo un cigarrillo.

Dorothea se saca de la mano derecha un gran anillo con un brillante falso, se lo pone en la izquierda y dice:

—¿Sabes?, si te quitas un anillo de un dedo y te lo pones en otro, te sigue pareciendo que lo tuvieras todavía en el primero.

Horst Horst la mira con un asomo de extrañeza. Dorothea va a cambiarse de vestido. Y el chino, que tiene cuerpo de buen nadador, apaga el ventilador y cambia rápidamente el cartón azul del fondo por uno rosado. Cuando Dorothea regresa, la señora Simpson ha vuelto para echar un vistazo.

—Dorothea —dice la señora Simpson—, te salen unos pelitos por la nuca.

—¿Eh? —dice Dorothea, tocándose el cuello.

Al volverse hacia el vestidor, Dorothea nota el fondo rosa y su cara se anima, llena de ilusión.

—¡Ay! —exclama—, me toca el rosado…, rosado, ¡ROSADO!