Todos los niños de la clase habían sacado el lápiz y dibujaban caballos por orden de la monja.
Mejor dicho, todos menos un niñito que había terminado y estaba ocioso en el pupitre.
—Bueno —dijo la monja, mirando el caballito del niño—, ¿por qué no le dibujas algo más, una silla o algo así?
A los pocos minutos regresó a ver qué había dibujado.
Súbitamente se puso colorada. El caballo ahora tenía un pene y orinaba en la hierba.
Frenética, la monja empezó a azotarlo con sus manos.
Otras monjas se acercaron corriendo y también la emprendieron a golpes contra él, derribándolo al suelo, sin prestar atención a sus sollozos atónitos:
—Pero si, pero si… yo apenas dibujaba lo que he visto… ¡apenas lo que he visto!
—¡Oh, esas brujas! —decía Peter O’Toole a sus treinta y un años, sintiendo la ponzoña después de tanto tiempo—. ¡Esas pájaras viejas, muertas de hambre, solteronas, con esas manos marchitas, asexuadas! ¡Dios mío, cómo odiaba a esas monjas!
Echó hacia atrás la cabeza, bebió el resto de su whisky escocés y le pidió otro a la azafata. Peter O’Toole viajaba en un avión que hacía una hora había salido de Londres, donde desde hace tiempo vive desterrado, con rumbo a Irlanda, su país natal. El avión transportaba hombres de negocios e irlandesas de mejillas sonrosadas, así como un puñado de sacerdotes, uno de los cuales sostenía un cigarrillo con lo que parecía ser un par de pinzas largas y delgadas…, se supone que para no tocar tabaco con dedos que después elevarían el Santo Sacramento.
Sin reparar en el sacerdote, O’Toole sonrió a la azafata cuando le trajo el otro vaso. Era una rubia menuda, colorada y robusta, con un ceñido uniforme de paño verde.
—Ah, mírale el culo —dijo en voz baja O’Toole, meneando la cabeza, alzando los ojos con aprobación—. Ese culo está cubierto de paño elaborado en Connemara, donde yo nací… Los culos más bonitos del mundo, los de Irlanda. Las irlandesas todavía cargan el agua en la cabeza y sacan en vilo a sus maridos de la taberna, y esas cosas son lo mejor del mundo para moldear una buena figura.
Dio un sorbo a su escocés y miró por la ventanilla. El avión iba en descenso, y entre las nubes divisó la tersa y verde campiña, las granjas blancas, las suaves colinas de los arrabales de Dublín, y dijo sentir, como a menudo sienten los irlandeses que regresan, una mezcla de tristeza y alegría. Se entristecen de ver nuevamente lo que los obligó a partir, y sienten también un poco de culpa por haberse ido, aunque saben que nunca habrían podido realizar sus sueños en medio de esa pobreza y esa asfixiante rigidez. Pero se alegran de que la belleza de Irlanda luzca imperecedera, la misma de su niñez, por lo que cada viaje de regreso a Irlanda es un feliz reencuentro con la juventud.
Si bien Peter O’Toole sigue siendo un irlandés desarraigado por elección, de cuando en cuando abandona Londres y regresa a Irlanda a echarse unos tragos, apostar a los caballos en el hipódromo de Punchestown en las afueras de Dublín y pasar unas horas meditando en soledad. Últimamente había tenido muy poco tiempo para la meditación privada, había pasado esos dos años extenuantes en el desierto rodando Lawrence de Arabia, había protagonizado luego Baal de Bertolt Brecht en un teatro londinense, después había aparecido junto a Richard Burton en la película Becket, y más adelante protagonizaría Lord Jim, además de otras películas.
Ahora, por primera vez en su vida, ganaba mucho dinero. Acababa de adquirir una casa de diecinueve habitaciones en Londres y por fin podía darse el lujo de comprar cuadros de Jack B. Yeats. Pero O’Toole no se sentía más satisfecho ni más seguro ahora que cuando era un famélico estudiante de teatro que vivía en una barcaza, barcaza que naufragó una noche en que llegaron demasiadas personas a una fiesta.
Todavía podía desquiciarse o ponerse autodestructivo, y los psiquiatras no habían servido de nada. Sólo sabía que en su interior, borboteando en la fragua de su alma, había confusión y conflicto, y a ambas cosas probablemente debía su talento, su rebelión, su destierro, su culpa. Todo ello se relacionaba de algún modo con Irlanda y la Iglesia; con que hubiera destruido tantos coches, a tal punto que le habían quitado el permiso; con sus marchas en los desfiles contra la Bomba, con su obsesión por Lawrence de Arabia, con su odio a los policías, al alambre de púas y a las chicas que se afeitan las axilas; con que fuese un esteta, un apostador a los caballos, un antiguo monaguillo, un bebedor que ahora vaga de noche por las calles comprando el mismo libro («Mi vida está invadida de ejemplares de Moby Dick») y leyendo el mismo sermón en ese libro («y si obedecemos a Dios tenemos que desobedecernos a nosotros mismos»); con ser dulce, generoso, sensible, pero receloso («Estás hablando con el hijo de un corredor de apuestas irlandés: ¡no podrías estafarme!»); con la devoción por su mujer, la lealtad con sus amigos, la gran preocupación por la visión incierta de su hija de tres años, que ahora usa unas gafas muy gruesas («¡Papi, Papi! ¡Me rompí los ojos!» «No llores, Kate, no llores: te compraremos un par nuevo»); con el genio dramático que conmueve igualmente cuando hace pantomima o representa a Hamlet; con una rabia que puede ser repentina («¿Por qué habría de contarle a usted la verdad? Quién se cree, ¿Bertrand Russell?»), con una rabia que se amaina pronto («Mira, te lo diría si supiera por qué, pero no lo sé, simplemente no lo sé…»); y con las hasta ahora aún no manifiestas contradicciones de este Peter O’Toole que en este preciso momento estaba a punto de aterrizar en Irlanda…, donde nació hace treinta y un años…, donde bebería la próxima copa.
Dos sacudidas, y el avión tomó tierra sin incidentes, corrió por el cemento y dio al fin un giro para dirigirse hacia la terminal aérea de Dublín. Se abrió la portezuela y un tropel de reporteros y fotógrafos se agolpó, con las bombillas de los flashes listas, y ya empezaban a quemarlas cuando Peter O’Toole, un hombre flaco y larguirucho de un metro noventa y dos centímetros, que llevaba una chaqueta de pana verde, corbatín verde y medias verdes (únicamente usa medias verdes, hasta con un esmoquin), bajó la escalerilla sonriendo y saludando bajo el sol. Posó para las cámaras, concedió una entrevista radiofónica, los invitó a todos a un trago. Se reía y confraternizaba; se mostraba encantador y zalamero; exhibía su personaje público, su personaje aeroportuario.
Al fin subió a la limusina que lo llevaría a la ciudad; y en breve recorría las estrechas y tortuosas carreteras que pasan delante de las granjas, de las cabras y las vacas y los verdes, muy verdes campos que se extienden millas de distancia.
—Tierra encantadora —dijo O’Toole, dejando escapar un suspiro—. ¡Dios, puedes quererla! Pero no puedes vivir en ella. Es algo que asusta. Mi padre, que vive en Inglaterra, no quiere volver a poner un pie en Irlanda. Pero le dices una palabra en contra de Irlanda y se pone como un energúmeno.
»¡Ay, Irlanda —prosiguió O’Toole— es la marrana que devora a sus propias crías! Mencióname un solo artista irlandés que haya creado aquí, ¡uno solo! Dios mío, Jack Yeats no pudo vender un cuadro en este país, y con tanto talento que hay…, ay, daddy… ¿Sabes cuál es el mayor producto de exportación de Irlanda? Los hombres. Hombres. Shaw, Joyce, Synge, no se pudieron quedar aquí. O’Casey no se pudo quedar. ¿Por qué? Porque O’Casey predica la Doctrina de la Alegría, daddy, es por eso… Ah, los irlandeses conocen la desesperación, ¡por Dios que la conocen! Son dostoyevskianos al respecto. Pero la alegría, amor querido, ¡en esta tierra!…
Ay, reverendo padre —continuó O’Toole, con golpes de pecho—, perdóneme padre porque me tiré a la señora Rafferty… Diez avemarías, hijo, cuatro padrenuestros… Pero, padre, padre, no disfruté tirándome a la señora Rafferty… Qué bien, hijo, qué bien…
—Irlanda —volvió a decir O’Toole—: puedes amarla… pero no vivir en ella.
Ya llegaba al hotel. Este quedaba cerca del río Liffey, no lejos de la torre que Joyce describe en el Ulises. O’Toole se tomó un whisky en el bar. Parecía muy callado y melancólico, muy diferente a como había estado en el aeropuerto.
«Los celtas son en el fondo unos profundos pesimistas», dijo Peter O’Toole, despachándose el escocés. Parte de su propio pesimismo, añadió, proviene de su lugar natal, Connemara, «la parte más agreste de Irlanda, comarca de hambrunas, tierra sin horizontes»…, esa tierra que Jack Yeats retrata tan bien en sus rostros irlandeses, rostros que le recuerdan mucho a O’Toole a su padre, que tiene setenta y cinco años: Patrick O’Toole, antiguo corredor de apuestas, gallardo caballero, alto y muy delgado, como Peter; que no tuvo muy buena suerte en el hipódromo, como Peter; y la gente del barrio allá en Connemara meneaba la cabeza por la mujer de Patty O’Toole, Constance («una santa»), y decían: «Ay, ¿qué haría Patty sin Connie?».
—Cuando mi padre volvía a casa después de un buen día en las carreras —dijo Peter O’Toole, recostado en la barra—, toda la habitación se iluminaba: el país de las hadas. Pero cuando perdía, se hacía la oscuridad. En nuestra casa siempre estábamos de velorio… o de boda.
Más adelante, siendo niño aún, Peter O’Toole viajó fuera de Irlanda. Su padre, para estar más cerca de los hipódromos agrupados en el distrito industrial del norte de Inglaterra, trasladó a la familia a Leeds, a un arrabal de casuchas de dos habitaciones arriba y una abajo.
—Mi primer recuerdo de niño en Leeds es haberme perdido —dijo Peter O’Toole, tomando otro trago—. Me acuerdo que vagué por la ciudad… recuerdo haber visto a un hombre que pintaba de verde un poste de teléfonos… Y recuerdo que se fue y dejó las brochas y sus cosas en el sitio…
Y recuerdo que acabé de pintar por él el poste… Y recuerdo que me llevaron a la comisaría… Y recuerdo que me alcé para ver la recepción, toda de porcelana blanca, blanca como la mano de una monja, y recuerdo que vi a un enorme, a un jodido cochino mirándome desde allá arriba.
A los trece años Peter O’Toole dejó el colegio y estuvo trabajando durante un tiempo en un depósito y allí aprendió a romper una cuerda sin tijeras, habilidad que todavía conserva, y después de eso trabajó de mensajero y asistente de fotógrafo en el diario Yorkshire Evening News, empleo que le gustaba muchísimo hasta que se le ocurrió que los periodistas con frecuencia se quedan al borde de la vida registrando las hazañas de los hombres famosos y rara vez se hacen ellos famosos, y él tenía muchas ganas de volverse famoso, dijo. A los dieciocho años había anotado en su libreta las líneas que serían su credo, y ahora, en aquel bar de Dublín, retrepándose en el taburete de la barra, las recitó en voz alta:
Opto por no ser un hombre común…, es mi derecho ser singular, si puedo… Busco la oportunidad, no la seguridad… Quiero correr el riesgo intencionado; soñar y construir, fracasar y triunfar…, negarme a cambiar el incentivo por un nimio subsidio… Prefiero los retos de la vida a la existencia asegurada, la emoción de realizar una ambición a la calma sosa de la utopía.[24]
Cuando acabó lo aplaudieron dos borrachos que estaban al otro extremo de la barra, y O’Toole los convidó, y se convidó, a otra copa.
Su carrera de actor comenzó, según dijo, después de su servicio en la marina y un año de estudio en la Real Academia de Arte Dramático. Uno de sus primeros papeles fue con la Compañía del Old Vic de Bristol, donde hacía de campesino georgiano en una obra de Chéjov.
—Yo debía irrumpir rudamente en escena y decir: «Doctor Ostroff, llegaron los caballos» y hacer mutis —dijo O’Toole—, pero eso no iba conmigo. Decidí que ese campesino georgiano era en realidad ¡Stalin! Así que lo representé con una leve cojera, como la de Stalin, y me maquillé para quedar como Stalin… y cuando salí al escenario, ardiendo de resentimiento contra la aristocracia, pude oír el silencio que se hizo entre el público. Entonces le clavé los ojos al doctor Ostroff… y dije: «Doctor Caballo, llegaron los ostroffs».
Durante los siguientes tres años con la Old Vic de Bristol representó setenta y tres papeles, incluido el de Hamlet, pero hasta que consiguió el papel en cine de Lawrence de Arabia nadie oyó hablar de Peter O’Toole, dijo Peter O’Toole con voz recia.
—¡Lawrence! —prorrumpió O’Toole, tomándose su escocés—. Me obsesioné con ese hombre y eso estuvo mal. El verdadero artista debería ser capaz de saltar a un balde de mierda y salir oliendo a violetas, pero yo me pasé dos años y tres meses pensando únicamente en Lawrence, y era él, y así fue día tras día, día tras día, y eso me hizo daño, en lo personal, y mató mi actuación después.
—Después de Lawrence, como sabes, hice Baal, y un amigo íntimo vino después del ensayo general y me dijo: «¿Qué te pasa, Peter, qué te pasa?». Le pregunté qué demonios quería decir y él respondió: «¡No hay entrega!». Cristo santo, sus palabras me llenaron de pánico. ¡Ah, qué mala actuación! Miraba al suelo… No lograba entonar otra vez la voz… Era blandengue, difuso… Más adelante me dije: «Estás metido en un lío», daddy, y lo sentía en los jodidos dedos de los pies. Quedé en bancarrota emocional después de la película.
«En un programa de la BBC, en el show de Harry Craig…, ¡ese hijo de… escarbó demasiado hondo!… Dije que después de Lawrence tenía miedo de haber quedado mutilado. Que rodar durante tanto tiempo, dos años y tres meses, y tener toda la responsabilidad de la actuación pero nada del control… Cristo santo, en una escena de la película vi un primer plano de mi cara de cuando yo tenía veintisiete años, y luego, a los ocho segundos, había otro primer plano mío ¡de cuando ya tenía veintinueve! ¡Ocho condenados segundos y se me han ido dos años de mi vida!»
—Ay, cómo duele ver todo eso en la pantalla, solidificado, embalsamado —dijo, fijando la vista en la hilera de botellas de enfrente—. Cuando una cosa se solidifica deja de estar viva. Es por eso que amo el teatro. Es el «Arte del Instante». Estoy enamorado de lo efímero y odio lo permanente. Actuar es hacer carne las palabras, y me encanta la actuación clásica porque…, porque tienes que tener el alcance vocal de un cantante de ópera…, el movimiento de un bailarín de ballet…, tienes que poder actuar… Es convertir todo tu cuerpo en un instrumento musical que tú mismo tocas…, es mucho más que conductismo, que es lo que te dan en las películas… Jesús, ¿qué son las películas, si a eso vamos? Unas jodidas fotografías en movimiento, eso es todo. ¡Pero el teatro! Ah, allí obtienes la transitoriedad que adoro. Es algo así como un reflejo de la vida. Es…, es… como construir una estatua de nieve.
Peter O’Toole miró su reloj. Procedió a pagarle al cantinero y saludó con la mano a los dos borrachines de la barra. Era la una y cuarto de la tarde: hora de arrancar para el hipódromo.
El chófer, un hombre regordete y callado que estuvo dormitando en el vestíbulo del hotel todo ese tiempo, se despertó cuando oyó salir cantando del bar a Peter O’Toole, y se incorporó de un salto cuando O’Toole le anunció alegremente, con una leve inclinación:
—A las carreras, mi buen hombre.
En el coche, camino de Punchestown, O’Toole, que estaba animado pero de ninguna manera borracho, rememoró la dicha que de niño lo invadía cuando su padre lo llevaba al hipódromo. A veces, dijo O’Toole, su padre hacía un mal cálculo de probabilidades en su taquilla de apuestas o perdía tanto en una apuesta personal que le faltaba efectivo para pagarles a los ganadores. Así que apenas terminaba la carrera, pero antes de que los clientes pudieran abalanzarse sobre la cabina de Apuestas O’Toole, Patrick O’Toole tomaba de la mano a Peter y le decía: «¡Vamos, hijo, larguémonos!», y ambos se escabullían entre los arbustos y desaparecían en un dos por tres del hipódromo, y no podían volver al sitio durante bastante tiempo.
La tribuna de Punchestown estaba atestada de público cuando el chófer de O’Toole enfiló hacia la sede del club. Había también largas colas esperando conseguir una entrada, personas bien vestidas con trajes y gorras de tweed, o sombreros tiroleses con pluma. Detrás de la gente estaba el corral, un corral de hierba suave y muy verde en el que los caballos corrían de un lado a otro, dando vueltas, girando, hinchando los ollares. Y detrás del corral, armando un alboroto, había hileras y más hileras de corredores de apuestas, todos ellos hombres entrados en años, de gorra, de pie en sus puestos de madera pintados de colores vivos, todos ellos voceando los pronósticos y sacudiendo al viento unas hojitas de papel.
Peter O’Toole los observó en silencio por un momento. Se oyó de pronto la voz de una mujer que saludaba: «Peeeter, Peeeter, Peeeter O’Toole, ¿cómo estás?».
O’Toole reconoció a una mujer de la sociedad dublinesa, una mujer bien formada, de unos cuarenta años, cuyo marido tenía purasangres y un montón de acciones de la cervecería Guinness.
O’Toole sonrió y la tomó de la mano un instante, y ella le dijo:
—Oh, cada día estás mejor, Peeeter, mejor aún que sobre esos jodidos camellos árabes. ¿No quisieras venir a nuestro remolque detrás del club, a tomarte unas copas con nosotros, querido?
O’Toole respondió que sí, pero que primero tenía que hacer una apuesta.
Apostó cinco libras por un caballo en la primera carrera, pero antes de que el caballo saltara el último seto el jinete había rodado por tierra. O’Toole perdió asimismo las siguientes cinco carreras, y el licor también empezaba a afectarlo. Entre carreras había hecho un alto en el tráiler de los Guinness, una gran furgoneta blanca llena de caballeros ricos y champaña y elegantes irlandesas que se le arrimaban, lo llamaban «Peeeter» y le decían que debía visitar Irlanda con más frecuencia; y, mientras sonreía y las rodeaba con sus largos brazos, se descubría a veces recostándose en ellas como punto de apoyo.
Justo antes de la última carrera O’Toole se escurrió hacia el aire fresco y el sol y apostó diez libras por un caballo del cual no sabía nada; luego, en lugar de ir a la furgoneta de los Guinness, se recostó sobre la barandilla de la pista, con los enrojecidos ojos azules fijos en la hilera de caballos formados en la salida. Sonó la campana y el caballo de O’Toole, un gran ejemplar zaino castrado, cogió la delantera, tomó la curva, arrojando al aire pedazos de césped, siguió a la cabeza, saltó un seto, embistió adelante y saltó otro seto todavía con una ventaja de dos cuerpos. Ahora Peter O’Toole empezó a despertarse; y segundos más tarde sacudía el puño al aire, entre brincos y hurras, mientras el caballo cruzaba la meta… y seguía al galope, el jinete empinado en los estribos, un cómodo vencedor.
—¡Peeeter, Peeeter, ganaste! —se oyó que exclamaban desde la furgoneta.
—Peeeter, querido, tomémonos un trago.
Pero Peter O’Toole no estaba interesado en un trago. Corrió inmediatamente a la taquilla, antes de que el corredor se le escapara. O’Toole cobró su dinero.
Después de las carreras, con la puesta del sol y el repentino enfriamiento del aire, O’Toole decidió escurrir el bulto a las fiestas de Dublín. Pidió al chófer que lo llevara en cambio a Glendalough, un paraje silencioso, bello y casi desierto a lo largo de un lago entre dos pequeñas montañas a las afueras de Dublín, no lejos de donde estaban enterrados los primeros O’Toole, y por donde él, de niño, solía dar largas caminatas.
Hacia las cinco y media de la tarde el conductor maniobraba el gran automóvil por las estrechas vías de tierra al pie de la montaña, hasta que se detuvo, no habiendo más camino. O’Toole se apeó, se alzó el cuello de la chaqueta de pana verde y empezó a subir por la montaña con cierta torpeza, pues aún estaba algo aturdido por la bebida.
—¡Cristo santo, qué colores! —gritó, y su voz retumbó por el valle—. ¡Mira esos árboles, esos árboles jóvenes: están corriendo, por Dios bendito, no están sembrados ahí… y son tan sensuales, como vello púbico…, y ese lago, no hay peces en ese lago! Y no cantan los pájaros; es tan silencioso, no hay pájaros que canten en Glendalough porque no hay peces… para que ellos les canten.
Entonces se tumbó en la ladera y reclinó la cabeza contra la hierba. Alzó luego las manos al aire y preguntó: «¿Ves eso? ¿Ves esa mano derecha?». Mostraba un lado y otro de su mano derecha y decía: «Mira esas cicatrices, daddy», y tenía como cuarenta o cincuenta pequeñas cicatrices en la palma de la mano derecha y también en los nudillos, y el meñique deformado.
—No sé si eso tendrá algún significado, daddy, pero… soy un zurdo al que obligaron a ser diestro… Ah, cómo me golpeaban los nudillos cuando usaba la izquierda, esas monjas, y tal vez, tal vez acaso, era por eso por lo que detestaba tanto el colegio.
Toda la vida, dijo, su mano derecha había sido una especie de arma violenta. La había estrellado contra vidrios, contra el cemento, contra otras personas.
—Pero mira la izquierda —dijo, levantándola—. No tiene una sola cicatriz. Larga y suave como un lirio.
Hizo una pausa y añadió al fin:
—¿Sabes? Puedo escribir perfectamente al revés, escritura de espejo… Mira —y sacó su billete de avión y con un bolígrafo escribió su nombre:
Se echó a reír. Por último, poniéndose de pie y sacudiéndose la chaqueta y los pantalones verdes, bajó tambaleándose hacia el automóvil; y comenzó a dejar atrás el inquietante silencio del lago, los árboles corredores y aquella isla de blancas y marchitas monjas.