La temporada silenciosa de un héroe

—Me gustaría llevar al gran DiMaggio a pescar —dijo el viejo—. Dicen que su padre era pescador. Quizás fue tan pobre como nosotros, y así comprendería.

ERNEST HEMINGWAY,

El viejo y el mar

No comenzaba del todo la primavera, la temporada silenciosa que antecede a la faena del salmón, y los viejos pescadores de San Francisco se dedicaban a pintar las barcas o reparar las redes a lo largo del muelle, o sentados al sol conversaban en voz baja, viendo el ir y venir de los turistas, y sonreían, ahora mismo, cuando una linda chica se detenía a tomarles una foto. Tenía unos veinticinco años, buena salud y ojos azules, llevaba un suéter rojo de cuello alto y tenía un pelo rubio, largo y suelto que se echó hacia atrás varias veces antes de hacer clic con la cámara. Los pescadores la miraban y hacían comentarios, fascinados, pero ella no entendía porque hablaba un dialecto siciliano; ni tampoco reparaba en el hombre erguido, alto, de pelo entrecano y traje oscuro que la miraba desde una gran ventana salediza en el segundo piso del restaurante DiMaggio’s, que tiene vista al muelle.

La estuvo viendo hasta que ella se fue, perdiéndose entre una nueva multitud de turistas que acababan de bajar la cuesta en el tranvía de cable. Entonces volvió a tomar asiento en la mesa del restaurante, a terminar su té y encender otro cigarrillo, el quinto en la última media hora. Eran las once y media de la mañana. No había más mesas ocupadas y los únicos ruidos provenían del bar, donde un vendedor de licores se reía de algo que había dicho el jefe de camareros. Pero ya el vendedor, maletín bajo el brazo, se dirigía hacia la puerta, deteniéndose un instante para asomarse al comedor y llamar: «Te veo después, Joe». Joe DiMaggio se dio la vuelta y despidió con la mano al vendedor. Y volvió a reinar el silencio en el recinto.

De cincuenta y un años, DiMaggio era un hombre de aspecto muy distinguido, que envejecía con la misma gracia con que había jugado en el campo de béisbol, con trajes de corte impecable, las uñas arregladas y un cuerpo de un metro ochenta y nueve centímetros a todas luces tan esbelto y hábil como cuando posó para el retrato suyo que cuelga en el restaurante y lo muestra en el estadio de los Yankees en un swing de tobillos contra un lanzamiento hecho hace veinte años. El pelo gris le escaseaba en la coronilla, pero sólo un poco; tenía la cara arrugada en los lugares apropiados, y su expresión, antaño triste y atormentada como la de un matador, exhibía hoy por hoy más reposo, aunque, como en ese momento, esté tenso, fume sin parar y se pasee a ratos de un lado a otro mirando por la ventana a la gente allá abajo. Entre la multitud había un hombre que no deseaba ver.

El hombre había conocido a DiMaggio en Nueva York. Esta semana había venido a San Francisco y lo había telefoneado varias veces, pero ninguna de sus llamadas había tenido respuesta porque DiMaggio sospechaba que el hombre, que decía hacer una investigación para algún vago proyecto sociológico, lo que en realidad quería era hurgar en su vida privada y la de su ex mujer, Marilyn Monroe. DiMaggio jamás lo habría tolerado. El recuerdo de su muerte todavía le resulta muy doloroso, y aun así, porque él se lo guarda, hay personas que no se dan cuenta. Una noche en un night-club una mujer con unas copas de más se le acercó a la mesa, y como él no le pidió que se le uniera, le espetó:

—Está bien, me figuro que no soy Marilyn Monroe. Él ignoró el comentario. Pero cuando ella volvió a decirlo, le contestó, dominando a duras penas la ira:

—No. Ojalá fueras ella, pero no lo eres.

Suavizando el tono de la voz, ella le preguntó:

—¿Estoy diciendo algo malo?

—Ya lo hiciste —dijo él—. Ahora, por favor, ¿quieres dejarme en paz?

Sus amigos del muelle, que lo entienden, tienen mucho cuidado cuando tratan de él con extraños, pues saben que si éstos llegaran a revelar involuntariamente una confidencia, él, en lugar de acusarlos, no volvería a hablarles nunca. Esto se debe a un sentido del decoro nada incongruente en un hombre que de igual forma, tras el fallecimiento de Marilyn Monroe, ordenó que hubiera flores frescas en su tumba «siempre».

Los pescadores más viejos que conocen a DiMaggio de toda la vida lo recuerdan como el niñito que ayudaba a limpiar la barca de su padre y como el joven que se escabullía para usar un remo partido a manera de bate en los solares vecinos. Su padre, un hombre bajo y bigotudo al que apodaban Zio Pepe, se enfurecía y lo llamaba lagnuso, perezoso, meschino, inútil, pero en 1936 Zio Pepe estuvo entre quienes vitoreaban a Joe DiMaggio cuando regresó a San Francisco después de su primera temporada con los Yankees de Nueva York y los pescadores lo llevaron en hombros por el muelle.

Los pescadores también recuerdan cuando, tras retirarse en 1951, DiMaggio trajo a su segunda esposa, Marilyn, a vivir cerca del muelle, y a veces los veían temprano en la mañana pescando en la barca de DiMaggio, el Yankee Clipper, ahora apaciblemente atracada en el puerto deportivo, y cuando por las tardes se sentaban a charlar en el embarcadero. También tenían discusiones, lo sabían los pescadores, y una noche vieron salir corriendo a Marilyn, histérica, llorando sin parar, por la calle que salía del muelle, y a Joe siguiéndola. Pero los pescadores fingieron no haber visto nada; no era asunto suyo. Sabían que Joe quería que ella se quedara en San Francisco y evitara todo contacto con los tiburones de Hollywood, pero en ese entonces ella estaba confundida y se debatía interiormente («Era una niña», decían), y hasta el día de hoy DiMaggio aborrece Los Ángeles y a muchos de sus habitantes. Ya no habla con su antiguo amigo Frank Sinatra, que trabó amistad con Marilyn en sus años postreros, y también es frío con Dean Martin y Peter Lawford y la ex mujer de este último, Pat, que una vez dio una fiesta en la que presentó a Marilyn Monroe a Robert Kennedy, y ambos bailaron sin parar aquella noche, le contaron a Joe, que no lo tomó a bien. Él fue muy posesivo con ella en ese año, dicen sus amigos cercanos, porque Marilyn y él tenían pensado volver a casarse. Pero no hubo tiempo porque ella murió, y DiMaggio vetó la presencia de los Lawford y Sinatra y muchas personas de Hollywood en los funerales. Cuando el abogado de Marilyn Monroe protestó porque DiMaggio tenía excluidos a los amigos de ella, DiMaggio respondió fríamente:

—Si esos amigos no la hubieran convencido de que se quedara en Hollywood, aún estaría viva.

Joe DiMaggio ahora pasa casi todo el año en San Francisco, y todos los días los turistas, al notar el apellido en el restaurante, preguntan a los del muelle si alguna vez lo ven. Oh, sí, dicen ellos, lo ven casi todos los días; esta mañana no lo han visto todavía, añaden, pero ya llegará dentro de poco. Así que los turistas continúan paseándose por los embarcaderos, frente a los vendedores de cangrejos, bajo los círculos que trazan las gaviotas, más allá de los puestos de fish’n’chips, deteniéndose a veces a mirar un navío de gran calado que surca rumbo al puente Golden Gate, el cual, para su consternación, está pintado de rojo.[19] Visitan luego el museo de cera, donde hay una figura de tamaño natural de Joe DiMaggio con su uniforme, y cruzan la calle y pagan 25 centavos para divisar por los telescopios metálicos la isla de Alcatraz, que ya no es una cárcel federal. Al fin regresan a preguntarles a los hombres de mar si Joe DiMaggio se ha dejado ver. Aún no, dicen ellos, aunque allá ven su Impala azul aparcado junto al restaurante. En ocasiones los turistas entran al restaurante y piden el almuerzo y lo encuentran sentado tranquilamente en un rincón firmando autógrafos y mostrándose sumamente cortés con todo el mundo. Otras veces, como en esta mañana específica que eligió el hombre de Nueva York para hacer su visita, DiMaggio estaba tenso y receloso.

Cuando el hombre entró al restaurante por los escalones laterales que dan al comedor, vio a DiMaggio de pie junto a la ventana, hablando con un anciano maître llamado Charles Friscia. Para no aproximarse y acaso pecar de entrometido, el hombre le pidió a uno de los sobrinos de DiMaggio que lo anunciara. Cuando DiMaggio recibió el mensaje se dio la vuelta en el acto, dejó en el sitio a Friscia y desapareció por una salida que lleva a la cocina.

Atónito, perplejo, el visitante se quedó plantado en el hall. En un momento Friscia se hizo presente y el hombre le preguntó:

—¿Joe se marchó?

—¿Qué Joe? —replicó Friscia.

—¡Joe DiMaggio!

—No lo he visto —dijo Friscia.

—¿Que no lo ha visto? ¡Si estaba de pie junto a usted hace un segundo!

—Ése no era yo —dijo Friscia.

—Estaban juntos. Yo lo vi. En el comedor.

—Usted debe de estar equivocado —le dijo Friscia, en tono suave, serio—. Ése no era yo.

—Tiene que estar bromeando —dijo el hombre, enfadado, largándose del sitio.

Pero antes de que llegara a su coche, el sobrino de DiMaggio le dio alcance y le dijo:

—Joe lo quiere ver.

Regresó, creyendo que DiMaggio iba a estar esperándolo. Le entregaron, en cambio, un teléfono. La voz era potente y grave y tan tensa que se atropellaba: «Está violando mis derechos; yo no le pedí que viniera; supongo que usted tiene un abogado; tiene que tener un abogado; ¡consígase su abogado!».

—Vine en son de amistad —lo interrumpió el hombre.

—Eso no viene al caso —dijo DiMaggio—. Tengo mi intimidad; no quiero que la invada; más le vale contratar un abogado —y, tras una pausa, añadió—: ¿Está ahí mi sobrino?

No estaba.

—Entonces espéreme donde está.

Al momento DiMaggio apareció, alto y con el rostro encendido, muy derecho y hermosamente vestido con un traje oscuro y una camisa blanca con corbata de seda gris y unos relucientes gemelos de plata. Avanzó a zancadas hasta el hombre y le entregó un sobre de correo aéreo, cerrado, que el hombre le había enviado de Nueva York.

—Tome —le dijo DiMaggio—. Esto es suyo.

DiMaggio procedió a tomar asiento en una mesita. Sin decir nada encendió un cigarrillo y se puso a esperar, con las piernas cruzadas, la cabeza echada hacia atrás como para hacer visible la intrincada construcción de su nariz, con esa punta fina y aguda sobre los grandes orificios nasales y esos huesecillos diminutos entramados sobre el caballete: una gran nariz.

—Mire —dijo DiMaggio, más calmado—, yo no me meto en la vida de los otros. Y no espero que ellos se metan en la mía. Hay cosas de mi vida, cosas personales, que me niego a ventilar. Y aunque les preguntara a mis hermanos, no podrían decirle nada sobre ellas porque no las conocen. ¡Hay cosas mías, tantas, que ellos simplemente desconocen!

—No quiero causarle problemas —dijo el otro—. Creo que usted es un gran hombre y…

—Yo no soy grande —lo interrumpió DiMaggio—. No soy grande —repitió bajando la voz—. Soy simplemente un hombre que trata de arreglárselas.

Entonces, como cayendo en la cuenta de que él mismo invadía su propia intimidad, se levantó bruscamente. Miró su reloj.

—Llego tarde —dijo, de nuevo en tono muy formal—. Llego diez minutos tarde. Usted me está retrasando.

El hombre se marchó del restaurante. Cruzó la calle y caminó hasta el muelle, donde por un momento miró a los pescadores, que tiraban las redes y tomaban el sol con semblantes tranquilos y contentos. Después, cuando se volvía hacia el aparcamiento, un Impala azul frenó a su lado y Joe DiMaggio se asomó por la ventanilla y le preguntó, con una voz muy amable:

—¿Tiene un automóvil?

—Sí —respondió el hombre.

—Oh —le dijo DiMaggio—, yo lo habría llevado.

Joe DiMaggio no nació en San Francisco sino en Martínez, un pueblecito de pescadores a cuarenta kilómetros al nordeste del Golden Gate. Zio Pepe se afincó allí después de abandonar la Isola delle Femmine, una pequeña isla frente a Palermo en donde los DiMaggio habían sido pescadores durante varias generaciones. Pero en 1915, al tener noticia de las más propicias aguas del muelle de San Francisco, Zio Pepe se marchó de Martínez, apiñando en la barca el mobiliario y la familia, incluido Joe, que tenía un año de edad.

San Francisco era plácido y pintoresco cuando llegaron los DiMaggio, pero en el muelle había un trasfondo competitivo y de lucha por el poder. Al amanecer las barcas zarpaban hacia el punto donde la bahía se encuentra con el océano y el mar se embravece; más tarde los hombres corrían de regreso con sus redadas, con la esperanza de alcanzar tierra antes que sus compañeros y venderlas mientras podían. En ocasiones había hasta veinte o treinta barcas tratando de acceder al mismo tiempo al canal de regreso a la costa, y el pescador tenía que conocer cada escollo en el agua y luego cada maña de regateo en tierra, pues los comerciantes y los restauradores confrontaban a un pescador contra el otro, manteniendo así bajos los precios. Más adelante los pescadores se avisparon, se organizaron, y fijaron la máxima cantidad que cada uno podía atrapar, pero nunca faltaban quienes, al igual que los peces, no aprendían nunca; así que a veces había crismas rotas, redes acuchilladas, gasolina rociada en los pescados, flores de advertencia al pie de alguna puerta.

Pero esos días tocaban a su fin cuando llegó Zio Pepe, quien esperaba que sus cinco hijos varones lo sucedieran como pescadores, cosa que los dos mayores, Tom y Michael, hicieron; sin embargo el tercero, Vincent, quería ser cantante. De joven cantaba con tan magnífica potencia que atrajo la atención del gran banquero A. P. Giannini, y hubo planes para enviarlo a Italia a recibir clases particulares con miras a la ópera. Pero en casa de los DiMaggio nunca se decidieron y Vince nunca partió, y en cambio entró a jugar al béisbol con los Seals de San Francisco, y los cronistas deportivos escribían mal su apellido.

Ponían DeMaggio hasta que Joe, por recomendación de Vince, se unió al equipo y fue la sensación, seguido después por el hermano menor, Dominic, que era también sobresaliente. Los tres jugaron en las grandes ligas, y a ciertos reporteros les gusta decir que Joe era el mejor bateador, Dom el mejor jardinero y Vince el mejor cantante; y Casey Stengel dijo una vez:

—Vince es el único jugador que yo haya visto al que lo eliminan tres veces en un partido y no se avergüenza. Entra al club silbando. Todos sentían pena por él, pero Vince siempre creía que lo estaba haciendo bien.

Después de dejar el béisbol Vince trabajó de barman, luego de lechero y ahora es carpintero. Vive a sesenta y cinco kilómetros al norte de San Francisco en una casa que él construyó en parte, ha estado felizmente casado desde hace treinta y cuatro años, tiene cuatro nietos y en el armario uno de los trajes hechos a medida de Joe que nunca ha arreglado para que le sirva, y cuando le preguntan si envidia a Joe siempre responde: «No, tal vez a Joe le gustaría tener lo que yo tengo. Él no lo reconocería, pero bien pudiera querer lo que yo tengo». El hermano al que Vince más admiraba era Michael, «un hombretón llano, un soñador, un pescador que deseaba cosas pero no las quería recibir de Joe ni trabajar con él en el restaurante. Quería una barca más grande pero quería ganársela él solo. Nunca la consiguió». En 1953, a los cuarenta y cuatro años de edad, Michael cayó de su embarcación y se ahogó.

Desde que Zio Pepe murió, a los setenta y siete años, en 1949, Tom, a los sesenta y dos años y siendo el mayor de los hombres (dos de sus cuatro hermanas son mayores), se ha convertido en la cabeza nominal de la familia y en el administrador del restaurante que abrió en 1937 con el nombre de Joe DiMaggio’s Grotto. Después Joe vendió su participación y ahora Tom es copropietario con Dominic. De todos los hermanos, Dominic, a quien llamaban el «Pequeño Profesor» cuando jugaba con los Red Sox de Boston, es el que más éxito tiene en los negocios. Vive en un elegante barrio residencial de Boston con su mujer y sus tres hijos y es presidente de una firma que elabora materiales para protectores de fibra, y con la que ganó 3,5 millones de dólares el año pasado.

Joe DiMaggio vive con una hermana viuda, Marie, en una casa de piedra color canela en una tranquila calle residencial no lejos del Muelle de los Pescadores. Compró la casa hace casi treinta años para sus padres, y cuando ellos murieron vivió allí con Marilyn Monroe. Ahora está bajo el cuidado de Marie, una delgada y hermosa mujer de ojos oscuros que tiene un apartamento en el segundo piso, Joe en el tercero. Hay algunas placas y trofeos de béisbol en el recibidor junto a la alcoba de DiMaggio, y en el tocador hay fotografías de Marilyn Monroe, y en la sala del piso de abajo hay un pequeño retrato pintado de ella que a DiMaggio le gusta mucho: deja ver sólo el rostro y los hombros, y ella tiene puesta una pamela de ala muy amplia, y en sus labios hay un sonrisa suave y dulce, con el aire de inocente curiosidad con que él la veía a ella y como quería que los demás la vieran: una chica sencilla, «una chica cariñosa y de gran corazón —como una vez la describiera—, de la que todos abusaron».

Las fotografías publicitarias que resaltaban su sex appeal a menudo lo ofendían, y un momento memorable para Billy Wilder, que la dirigió en La tentación vive arriba, ocurrió cuando descubrió a DiMaggio entre la multitud reunida en la Avenida Lexington de Nueva York para curiosear la escena en la que a Marilyn, de pie en una rejilla del metro para refrescarse, una repentina ráfaga de viento le levanta la falda muy arriba. «¿Qué demonios pasa aquí?», oyeron que DiMaggio exclamaba entre el gentío, y, recordaba Wilder, «jamás olvidaré la cara de muerte que puso Joe».

En ese entonces él tenía treinta y nueve años, y ella, veintisiete. Se habían casado en enero de ese año, 1954, no obstante la disparidad de temperamentos y de tiempos: él estaba cansado de la publicidad, y en ésta ella florecía. Él no podía con la impuntualidad; ella siempre llegaba tarde. En su luna de miel en Tokio un general estadounidense se les presentó y le preguntó a ella si querría, como gesto patriótico, visitar a las tropas que libraban la guerra en Corea. Ella miró a Joe.

—Es tu luna de miel —le dijo él, encogiéndose de hombros—. Ve si quieres.

Ella realizó diez presentaciones ante cien mil soldados, y cuando estuvo de regreso le dijo:

—¡Fue tan maravilloso, Joe! Nunca oíste semejante ovación.

—Sí que la oí —le dijo él.

Al otro lado del retrato de la sala, en la mesa de centro enfrente del sofá, hay un humidificador de plata que le obsequiaron sus compañeros de los Yankees por los días en que era el hombre más célebre de Norteamérica, cuando la orquesta de Les Brown grabó un hit que sonaba día y noche en la radio:

From Coast to Coast, that’s all you hear

Of Joe the One-Man-Show

He’s glorified the horsehide sphere,

Jolting Joe DiMaggio…

Joe… Joe… DiMaggio… we

Want you on our side.[20]

Corría el año de 1941, y todo comenzó para Joe DiMaggio a mediados de mayo, cuando los Yankees habían perdido cuatro partidos seguidos, siete de los últimos nueve, y ocupaban la cuarta posición, cinco partidos y medio detrás de los punteros, los Indians de Cleveland. El 15 de mayo DiMaggio bateó apenas un sencillo en la primera entrada en un partido que Nueva York perdió con Chicago 13-1. Difícilmente alcanzaba un promedio de bateo de .300 y había decepcionado enormemente a las multitudes que lo habían visto terminar con un promedio de .352 el año anterior y de .381 en 1939.

Conectó un hit en el partido siguiente, y otro en el siguiente, y en el siguiente otro más. El 24 de mayo, con los Yankees perdiendo 6-5 con Boston, DiMaggio entró con corredores en segunda y tercera y con un sencillo los llevó a home plate, ganando el partido y extendiendo su racha bateadora a diez victorias. Pero esa racha pasaba mayormente inadvertida. Ni siquiera DiMaggio se daba cuenta, hasta que llegó a los veintinueve partidos a mediados de junio. Entonces los periódicos empezaron a ponerle drama, el público se entusiasmó, le enviaban toda suerte de amuletos para la buena suerte, y DiMaggio seguía conectando hits y los locutores radiofónicos interrumpían los programas para dar la noticia, y otra vez sonaba la canción: Joe… Joe… DiMaggio… we want you on our side.

A veces DiMaggio pasaba sin un hit en las primeras tres veces al bate; subía la tensión, parecía que el partido iba a terminar sin que tuviera otra oportunidad; pero siempre la conseguía, y entonces bateaba un imparable contra la valla del campo izquierdo o entre las piernas del pitcher o entre el salto simultáneo de dos infielders. En el partido número cuarenta y uno, el primero de dos seguidos entre los mismos equipos, en Washington, DiMaggio igualó un récord de la Liga Americana establecido por George Sisler en 1922. Pero antes de comenzar el segundo partido un espectador se coló en el campo y fue hasta el banquillo de los Yankees y hurtó el bate favorito de DiMaggio. En el segundo partido, empuñando otro bate, DiMaggio bateó dos de línea y un elevado para sendos outs. Pero en la séptima entrada, tomando prestado un viejo bate suyo que usaba un compañero de equipo, conectó un sencillo y batió el récord de Sisler, quedando apenas a tres partidos de romper el récord de cuarenta y cuatro de las ligas mayores establecido en 1897 por Willie Keeler cuando jugaba para el Baltimore en los tiempos en que era una franquicia de la Liga Nacional.

Los periódicos hicieron un llamamiento por el bate perdido. Un hombre de Newark confesó el delito y lo devolvió presentando excusas. Y el 2 de julio, en el estadio de los Yankees, DiMaggio bateó un jonrón hasta las tribunas del campo izquierdo. Había roto el récord.

También bateó imparables en los once partidos siguientes, pero sólo el 17 de julio… en Cleveland, en un partido nocturno presenciado por 67 468 espectadores, vino a fallar ante dos lanzadores, Al Smith y Jim Bagby Jr., aunque el héroe del Cleveland fue en realidad el tercera base, Ken Keltner, que en la primera entrada se abalanzó a la derecha para hacer una espectacular parada, con el brazo cruzado, de un batazo de DiMaggio, y con el lanzamiento desde la línea de foul detrás de tercera base consiguió sacarlo. En la cuarta entrada DiMaggio recibió una base por bolas. Pero en la séptima volvió a enviarle un batazo a Keltner, que otra vez lo paró y volvió a sacarlo. DiMaggio bateó duro contra el shortstop en la octava entrada, y la bola rebotó de modo extraño, pero Lou Boudreau la atrapó a la altura del hombro y la lanzó al segunda base para iniciar un doble play, y la racha de DiMaggio se vio interrumpida a los cincuenta y seis partidos. No obstante, los Yankees de Nueva York iban en camino de ganar el campeonato por diecisiete partidos, así como la Serie Mundial, de modo que en agosto, en la suite de un hotel de Washington, los jugadores dieron una fiesta sorpresa para DiMaggio y brindaron por él con champaña y le obsequiaron el humidificador de plata Tiffany que reposa ahora en la sala de su casa en San Francisco.

Marie estaba en la cocina preparando té y tostadas cuando DiMaggio bajó a desayunar. Él tenía despeinado el pelo gris, pero, como lo llevaba corto, no se veía desgreñado. Dio los buenos días a Marie, tomó asiento y bostezó. Encendió un cigarrillo. Llevaba una bata de baño de lana azul sobre el pijama. Eran las ocho de la mañana. Hoy tenía muchas cosas para hacer y parecía alegre. Tenía una reunión con el presidente de Continental Television Inc., una gran cadena de tiendas de aparatos de televisión en California, de la cual es socio y vicepresidente; más tarde tenía una cita para jugar al golf, luego debía asistir a un gran banquete y, si no se prolongaba demasiado y él no quedaba muy cansado, a lo mejor salía con alguien.

Echando mano del diario matutino, sin saltar a la página de deportes, DiMaggio leyó las noticias en primera plana, los revuelos populares del 66: habían derrocado a Kwame Nkrumah en Ghana; los estudiantes quemaban sus carnés de reclutamiento (DiMaggio meneó la cabeza); la epidemia de gripe se extendía por todo el estado de California. Luego pasó las páginas hasta las columnas de chismes, agradecido de no aparecer en ellas hoy: no hacía mucho habían sacado una nota sobre sus salidas con una «azafata electrizante» y también lo habían visto cenando con Dori Lane, la «bailarina frenética» que oficiaba en una jaula de cristal en el night-club Whiskey à Go Go… y por último buscó la página deportiva y leyó un artículo sobre por qué Mickey Mantle quizás nunca iba a recobrar su condición física después de la lesión.

Había ocurrido tan rápidamente, la baja de Mantle, o así pareció: él había sucedido a DiMaggio como DiMaggio había sucedido a Ruth, pero ahora no había ningún gran bateador joven en ciernes y la dirección de los Yankees, al borde de la desesperación, había persuadido a Mantle a salir del retiro; y el 18 de septiembre de 1965 le celebraron un «día» en Nueva York durante el cual recibió varios miles de dólares en obsequios: un automóvil, dos caballos de silla, viajes pagados a Roma, Nassau, Puerto Rico; y DiMaggio había volado a Nueva York para hacer la presentación ante 50 000 espectadores. Había sido un día dramático, poco menos que una fiesta de guardar para los creyentes que atestaban las graderías desde temprano para presenciar la canonización de un nuevo santo del estadio. El cardenal Spellman formaba parte del comité organizador, el presidente Johnson envió un telegrama, el alcalde de Nueva York hizo la proclamación oficial del día, una orquesta se reunió en el jardín central frente al trío de monumentos a Ruth, Gehrig y Huggins; y en las tribunas altas, inflándose con la brisa del otoño incipiente, había pancartas que decían: «No te Vayas, Mick», «Queremos al Mick».[21]

Las pancartas eran izadas por cientos de jovencitos cuyos sueños con tanta frecuencia había realizado Mantle, pero en las gradas también había hombres mayores, panzudos y medio calvos ya, en cuyas mentes maduras DiMaggio seguía vivido e invencible; y entre ellos algunos recordaban cómo hacía un mes, en una exhibición antes de un partido en el Día de los Veteranos en el estadio de los Yankees, DiMaggio había bateado un pelotazo hasta los asientos del campo izquierdo, y miles de personas habían saltado en pie al mismo tiempo, aclamándolo alborozadas: el gran DiMaggio había vuelto; otra vez eran jóvenes; era ayer.

Pero en este soleado día de septiembre en el estadio, en el día consagrado a Mickey Mantle, DiMaggio no llevaba el número 5 en la espalda, ni una gorra negra que le cubriera las canas: llevaba un traje negro, camisa blanca y corbata azul, y aguardaba de pie en el extremo del banquillo de los Yankees la presentación que iba a hacer de él Red Barber, quien se había cuadrado cerca del home plate frente a un micrófono metálico. En el jardín, los Royal Canadians de Guy Lombardo tocaban música suave y relajante; y por el espacioso césped, entre la zona de las reservas y el diamante, transitaban lentamente dos carretillas impulsadas por empleados de mantenimiento con decenas y decenas de aparatosos obsequios para Mantle: un salami de dos metros de largo y cuarenta y cinco kilos de peso marca Hebrew National, un rifle Winchester, un abrigo de visón para la señora de Mantle, una bolsa de golf marca Wilson, un motor fuera borda Mercury de 95 caballos, una máquina de coser Necchi portátil, provisiones para un año de chocolatinas Chunky Candy. DiMaggio fumaba un cigarrillo, pero lo tapaba con las manos como si no quisiera ser pillado en el acto por los adolescentes que alcanzaban a asomarse desde arriba al foso del banquillo. De pronto, dando un paso adelante, DiMaggio estiró el cuello y miró a lo alto. No alcanzó a ver nada que no fueran las altísimas tribunas verdes atestadas de público, que parecían tener dos kilómetros de altura y estar en movimiento, y no divisó las nubes ni el cielo azul, sino un cielo de rostros. Hasta que el presentador pronunció su nombre: ¡Joe DiMaggio!, y sonó al punto una explosión de ovaciones cada vez más estruendosa, retumbando en aquel gran desfiladero de acero, y DiMaggio aplastó el cigarrillo y escaló los peldaños del foso hasta el suave césped verde, con el sonido tronando en sus oídos: casi podía sentir el viento, la respiración de cincuenta mil pulmones sobre él, cien mil ojos que observaban hasta el último de sus gestos, y por un brevísimo momento cerró los ojos mientras avanzaba.

Entonces vio en el camino a la madre de Mickey Mantle, una mujer sonriente y ya mayor que llevaba una orquídea, y con cuidado la tomó del codo, conduciéndola hacia el micrófono junto a los dirigentes que estaban formados en el diamante. Luego se puso firme, muy derecho y sin ninguna expresión, mientras la aclamación amainaba y el público se acomodaba.

Mande seguía en el banquillo, de uniforme, de pie, con una pierna apoyada en el peldaño superior; a ambos lados suyos se habían organizado los demás Yankees, quienes después de la ceremonia jugarían contra los Tigers de Detroit. Fue entonces cuando bajó al foso, sonriendo, el senador Robert Kennedy, acompañado de dos jóvenes asistentes de buena estatura, pelo ensortijado y ojos azules, pecas de Fordham[22]. Jim Farley fue el primero en ver desde el campo al senador, y murmuró, lo bastante alto como para que otros lo oyeran: «¿Quién demonios invitó a ése?».

Toots Shor y otros miembros del comité que estaban cerca volvieron la vista al foso, al igual que Joe DiMaggio, cuya mirada despedía un destello frío, aunque no dijo nada. Kennedy recorrió el banquillo de arriba abajo estrechando las manos de los Yankees, pero no salió al campo de juego.

—Senador —le dijo el mánager de los Yankees, Johnny Keane—, ¿por qué no toma asiento?

Kennedy se negó rápidamente con un gesto, sonriendo. Se quedó de pie, y entonces uno de los Yankees se aproximó y le pidió ayuda para sacar a unos parientes de Cuba, y Kennedy llamó a uno de sus ayudantes para que anotara los detalles en una libreta.

La ceremonia proseguía en el diamante. Los obsequios para Mande continuaban apilándose: una motocicleta Mobilette, un vagón barbacoa Sooner Schooner, provisiones para un año de café Chock Full O’Nuts. Provisiones para un año de goma de mascar Topps; y los jugadores de los Yankees observaban todo, y entre ellos Maris, que se veía alicaído.

—¡Eh, Rog! —le gritó un tipo con una grabadora, Murray Olderman—. Me gustaría grabarte treinta segundos.

Enfadado, Maris soltó una palabrota al tiempo que sacudía la cabeza.

—Nos llevará apenas un segundo —dijo Olderman.

—¿Por qué no se lo pides a Richardson? Él habla mejor que yo…

—Sí, pero el hecho de que tú lo digas…

Maris soltó otra maldición. Pero acabó yendo, y en la entrevista dijo que Mantle era el mejor jugador de sus tiempos, un gran competidor, un gran bateador.

Quince minutos después, de pie frente al micrófono en el home plate, DiMaggio se dirigía a la multitud diciendo: «Me enorgullece presentar al hombre que me sucedió como jardinero central en 1951»; y de todos los puntos del estadio bajaron los vítores, los silbidos, los aplausos. Mantle pasó adelante. Con su mujer e hijos posó para los fotógrafos que se arrodillaban enfrente. A continuación dio las gracias al público con un breve discurso y, dándose media vuelta, les dio la mano a los dirigentes que lo seguían de cerca. Entre ellos estaba ahora Robert Kennedy, que hacía cinco minutos había sido descubierto en el banquillo por Red Barber y había sido llamado y presentado. Kennedy posó con Mantle para un fotógrafo, luego estrechó las manos de los hijos de Mantle y las de Toots Shor y James Farley y otros más. DiMaggio lo vio venir recorriendo la hilera hacia donde él estaba, y en el último segundo retrocedió, como si nada, y prácticamente nadie se dio cuenta, y Kennedy tampoco pareció darse cuenta, tan sólo siguió de largo, estrechando más manos.

Al terminar el té, dejando a un lado el periódico, DiMaggio subió a vestirse, y no tardó en despedirse de Marie y arrancar hacia su cita en el centro de San Francisco con los socios en el negocio de ventas de televisores. Si bien no es un millonario, DiMaggio ha invertido sabiamente y siempre ha tenido, desde su retiro del béisbol, puestos ejecutivos con grandes compañías que le han pagado bien. También fue uno de los organizadores del Banco Nacional del Pescador de San Francisco el año pasado, y aunque éste nunca se hizo realidad, DiMaggio dio prueba de una agudeza que impresionó a esos hombres de negocios que pensaban en él sólo en términos de béisbol. Ha recibido ofertas para dirigir equipos de béisbol de las grandes ligas, pero las ha rechazado siempre diciendo: «Ya bastante me cuesta atender mis propios problemas, para ahora asumir las responsabilidades de veinticinco beisbolistas».

De modo que su único contacto con el béisbol en estos días, si se excluyen sus apariciones públicas, es su trabajo gratuito como entrenador de bateo todas las primaveras en la Florida con los Yankees de Nueva York, viaje que realizaría nuevamente el domingo siguiente, dentro de tres días, si es que logra llevar a cabo la para él siempre temida responsabilidad de hacer las maletas, tarea que no hace más fácil el hecho de que últimamente le ha dado por mantener su ropa en dos lugares diferentes: algunas prendas cuelgan en el armario de su casa, otras cuelgan en el cuarto trasero de un bar llamado Renos.

Renos es un bar mal iluminado en el centro de San Francisco. En la pared hay un retrato de DiMaggio dando un batazo, junto a retratos de otras estrellas del deporte, y la clientela está compuesta principalmente por miembros del mundillo deportivo y periodistas, gente que conoce bastante bien a DiMaggio y entre quienes él habla libremente sobre una gran variedad de temas y se relaja como en muy pocos sitios. El propietario del bar es Reno Barsocchini, un hombre de espalda ancha, fornido, de cincuenta y un años, pelo ondulado y canoso, que empezó como violinista en la taberna de Dago Mary hace treinta y cinco años. Después llegó a ser barman allá y en otros sitios, entre ellos el restaurante DiMaggio’s, y hoy es quizás el amigo más íntimo de Joe DiMaggio. Fue el padrino de la boda DiMaggio-Monroe en 1954, y cuando éstos se separaron nueve meses después en Los Ángeles, Reno acudió presuroso a ayudar a DiMaggio con las maletas y llevarlo en coche de regreso a San Francisco. Reno jamás olvidará ese día.

Centenares de personas se habían congregado alrededor de la residencia de Beverly Hills que DiMaggio y Marilyn tenían alquilada, y había fotógrafos encaramados en los árboles vigilando las ventanas, y otros aguardaban en el césped y detrás de los rosales a la espera de fotografiar a cualquiera que saliera de la casa. Los periódicos de la fecha hacían los juegos de palabras obligados y los columnistas de Hollywood, para quienes DiMaggio nunca fue un ídolo ni un buen anfitrión, citaban episodios de incompatibilidad; y Oscar Levant dijo que eso demostraba que nadie podía triunfar a la vez en dos pasatiempos nacionales. Cuando Reno Barsocchini llegó, tuvo que abrirse paso a empujones entre el gentío y luego golpear en la puerta durante varios minutos antes de poder entrar. Marilyn Monroe estaba arriba acostada; Joe DiMaggio estaba abajo con las maletas, tenso y pálido, y con los ojos inyectados de sangre.

Reno sacó el equipaje y los palos de golf hasta el coche de DiMaggio, y cuando éste salía de la casa los reporteros se le vinieron encima disparando los flashes.

—¿Adónde vas? —le gritaban.

—Voy por tierra a San Francisco —dijo él, apurando el paso.

—¿Vas a tener tu casa allí?

—Allí tengo mi casa y siempre la he tenido.

—¿Vas a volver?

DiMaggio se dio la vuelta por un momento y miró arriba, a la casa.

—No —dijo—, nunca voy a volver.

Salvo por un corto altercado sobre el que no quiere hablar, Reno Barsocchini ha sido desde entonces el compañero de confianza de DiMaggio, a quien acompaña cada vez que puede al campo de golf o a ir de fiesta, o si no esperándolo en el bar con otros hombres de mediana edad. A veces pueden esperarlo durante horas, esperando y sabiendo que cuando llegue puede querer estar a solas. Pero no parece importarles, viven eternamente embelesados por él, atraídos por su mística: es como Greta Garbo en varón. Saben que puede ser cálido y fiel si están atentos a sus deseos, y saben también que jamás pueden llegar tarde a una cita con él. Uno que no podía encontrar estacionamiento llegó media hora tarde y DiMaggio dejó de hablarle durante tres meses. Saben también, cuando cenan con DiMaggio, que él suele preferir la compañía masculina y en ocasiones una o dos mujeres jóvenes, pero nunca esposas: las esposas chismorrean, las esposas se quejan, las mujeres son un lío, y el hombre que quiere intimar con Joe debe dejar a su mujer en casa.

Cuando DiMaggio hace su entrada en el bar de Reno los hombres alzan la mano y pronuncian su nombre, y Reno Barsocchini sonríe y anuncia: «¡Ahí está el Clíper!», porque Clíper Yanqui era el apodo de sus años en el béisbol.

—Eh, Clíper, Clíper —le había dicho Reno hacía dos noches—, dónde andabas, Clíper… Clíper, ¿qué te parece un trago?

DiMaggio rehusó la oferta de un trago, y a cambio pidió una tetera, pues prefiere el té por encima de todas las demás bebidas, salvo si va a acudir a una cita, cuando se pasa al vodka.

—Eh, Joe —le preguntó un cronista deportivo que investigaba para un artículo sobre el golf—, ¿por qué será que un golfista, cuando se empieza a poner viejo, lo primero que pierde es su toque para el putt? Como Snead y Hogan, que todavía pueden darle bien a una pelota en un tee, pero en los greens desperdician los golpes.

—Es por la presión de los años —dijo DiMaggio, girando sobre su taburete en la barra—. Con la edad te llegan los nervios. Les pasa a los golfistas; le pasa a cualquiera que tenga más de cincuenta años. Ya no se arriesgan como antes. El golfista más joven, en los greens, golpea mejor sus putts. El más viejo empieza a vacilar. Duda un poco. Temblequea. A la hora de arriesgarse, el más joven, incluso cuando conduce un coche, se atreve a cosas que el más viejo no.

—Hablando de arriesgarse —dijo otro, uno del corro que rodeaba a DiMaggio—, ¿no viste anoche aquí a un tipo de muletas?

—Sí, tenía la pierna enyesada —dijo un tercero—. Esquiando.

—Yo nunca esquiaría —dijo DiMaggio—. Los que esquían seguro que lo hacen para impresionar a una mujer. Ves a esos tipos, algunos de cuarenta, cincuenta años, poniéndose los esquís. Y después los ves todos vendados, con las piernas fracturadas…

—Pero el esquí es un deporte muy sexy, Joe. Todas las prendas, los pantalones apretados, la chimenea en el refugio de esquiadores, la alfombra de piel de oso… Jesús, nadie va allá a esquiar. Tan sólo van a enfriarse para poder calentarse después.

—A lo mejor tienes razón —dijo DiMaggio—. Podrías convencerme.

—¿Quieres un trago, Clíper? —le preguntó Reno.

DiMaggio lo pensó por un instante y dijo:

—Está bien: el primer trago de la noche.

Era ya mediodía, un día cálido y soleado. La junta de negocios de DiMaggio con los comerciantes de televisores había salido bien: le había hecho una propuesta concreta a George Shahood, presidente de Continental Television Inc., para que rebajara los precios de los televisores a color y aumentara así el volumen de ventas, y Shahood había accedido a hacer el ensayo. Después DiMaggio había llamado al bar de Reno a ver si tenían algún recado para él y ahora iba de pasajero en el automóvil de Lefty O’Doul, recorriendo el Muelle de los Pescadores con dirección al puente Golden Gate y con destino a un campo de golf cincuenta kilómetros al norte. Lefty O’Doul fue uno de los grandes bateadores de la Liga Nacional a comienzos de los años treinta, y dirigió después a los Seals de San Francisco cuando DiMaggio era la estrella más luminosa. Aunque O’Doul tiene sesenta y nueve años, dieciocho más que DiMaggio, así y todo posee mucha energía y ánimo, es un bebedor de aguante y muy bullicioso, con una panza grande y ojos de tenorio; y cuando DiMaggio, mientras corrían por la autopista rumbo al club de golf, atisbaba una linda rubia al volante de un coche cercano y exclamaba: «¡Mira qué tomate!», O’Doul daba un brusco viraje de cabeza, apartaba la vista de la vía y gritaba: «¡Dónde, dónde!». El juego de golf de O’Doul ha decaído (solía tener un hándicap de dos), pero todavía promedia por los ochenta golpes, al igual que DiMaggio.

Los golpes largos de DiMaggio van de las 250 a las 280 yardas cuando no los manda por las nubes, y sus putts son buenos, pero lo distrae una espalda estropeada que por un lado le duele y por otro le impide hacer un swing completo. En el primer hoyo, esperando en el tee de salida, DiMaggio se recostó a observar a cuatro universitarios que hacían sus swings con toda desenvoltura.

—¡Ah —dijo con un suspiro—, quién tuviera sus espaldas!

DiMaggio y O’Doul recorrieron el campo de golf en compañía de Ernie Nevers, la antigua estrella del fútbol americano, y dos hermanos que están en el negocio hotelero y de distribución de películas. Se desplazaban rápido por las colinas verdes en cochecitos de golf eléctricos, y el juego de DiMaggio fue excepcionalmente bueno en los nueve primeros hoyos. Pero luego pareció distraerse, acaso por cansancio, acaso reaccionando a una conversación de hacía unos minutos. Uno de los distribuidores estaba encomiando la película Boeing, Boeing, protagonizada por Tony Curtis y Jerry Lewis, y le preguntó a DiMaggio si la había visto.

—No —respondió DiMaggio, y añadió rápidamente—, no he visto una película desde hace ocho años.

DiMaggio desvió varias pelotas, estaba en el limbo. Sacó un hierro 9 y ensayó un golpe corto de aproximación. Pero O’Doul le hizo perder la concentración al recordarle que mantuviera cerrada la cara del palo. DiMaggio le pegó a la pelota. Ésta rebotó en ángulo y bajó brincando como un conejo por el herbazal hasta un estanque. DiMaggio rara vez manifiesta una emoción en el campo de golf, pero esta vez, sin decir palabra, agarró el hierro 9 y lo lanzó por los aires. El palo fue a parar a un árbol y allá se quedó.

—Bueno —dijo O’Doul con desenfado—, hasta ahí llegó ese juego de palos.

DiMaggio caminó hasta el árbol. Por fortuna el palo se había deslizado hasta la rama más baja y DiMaggio pudo estirarse desde el cochecito de golf y recuperarlo.

—Cada vez que me dan un consejo —murmuró para sí DiMaggio, meneando lentamente la cabeza mientras caminaba hacia el estanque—, le pego un talonazo.

Más tarde, duchados y vestidos, DiMaggio y los demás salieron para un banquete a unos quince kilómetros del campo de golf. Les habían dicho que iba a ser una cena elegante, pero al llegar vieron que era más bien como una feria rural: había unos granjeros reunidos afuera de una estructura grande con trazas de granero, un candidato a sheriff distribuía folletos en la puerta principal y un coro de señoras poco agraciadas cantaba adentro You Are My Sunshine.

—¿Cómo nos dejamos meter en esto? —preguntó entre dientes DiMaggio, mientras se aproximaban a la edificación.

—O’Doul —dijo uno de los hombres—. Es culpa de él. El maldito de O’Doul no puede rechazar nada.

—Vete al infierno —le dijo O’Doul.

DiMaggio, O’Doul y Ernie Nevers se vieron pronto rodeados de un montón de gente, y la mujer que dirigía el coro corrió hasta ellos y exclamó:

—¡Oh, señor DiMaggio, es un verdadero placer tenerlo con nosotros!

—Es un placer estar aquí, señora —dijo él con sonrisa forzada.

—Qué lástima que no llegaran un momentito antes: nos habrían oído cantar.

—Ah, pero si las oí —dijo él—, y lo disfruté mucho.

—Qué bien, qué bien —dijo ella—. ¿Y cómo están sus hermanos Dom y Vic?

—Muy bien. Dom vive cerca de Boston. Vince está en Pittsburgh.

—¡Anda, si aquí está Joe, hola! —cortó el hilo un hombre que olía a vino, dándole palmaditas en la espalda a DiMaggio y palpándole el brazo—. ¿Quién ganará este año, Joe?

—Pues no tengo idea —dijo DiMaggio.

—¿Qué tal los Giants?

—Vaya uno a saber.

—Bueno, no podemos descartar a los Dodgers —dijo el hombre.

—Claro que no —dijo DiMaggio.

—No con esos lanzamientos.

—Los lanzamientos sí que importan —dijo DiMaggio.

Dondequiera que vaya las preguntas parecen ser las mismas, como si tuviera el don especial de predecir el futuro y sus nuevos héroes, y dondequiera que vaya, igualmente, hombres ya mayores lo toman de la mano y le palpan el brazo y vaticinan que todavía podría salir al campo y conectar un batazo, y la sonrisa en el rostro de DiMaggio es auténtica. Él se esfuerza por lucir como entonces: hace dieta, toma baños de vapor, se cuida; y no falta el tipo fofo en el vestuario del club de golf que todavía lo mira a hurtadillas cuando sale de la ducha y repara en los firmes músculos de su pecho, el estómago plano, las piernas largas y vigorosas. Tiene el cuerpo de un joven, muy pálido y lampiño; su rostro, sin embargo, es moreno y arrugado, tostado por el sol de tantas temporadas. Eso sí, su estampa impresiona siempre en banquetes como el presente: todo un inmortal, como lo llamaban los redactores deportivos; y a este tenor han escrito sobre él y otros como él, rara vez indicando que semejantes héroes pudieran ser propensos a los males de los meros mortales: la juerga, la bebida, las intrigas. Insinuar esto sería acabar con el mito, decepcionaría a los menores, enfurecería a los ricos dueños de los clubes de béisbol, para los cuales el deporte es un negocio con ánimo de lucro en cuya persecución ellos canjean la carne de los jugadores mediocres con la misma despreocupación con que los chicos intercambian los cromos de jugadores que vienen en la goma de mascar. Así, el héroe del béisbol siempre tiene que representar su papel, tiene que sustentar el mito, y nadie lo hace mejor que Joe DiMaggio: nadie tiene más paciencia cuando vejetes ebrios lo agarran del brazo y le preguntan: «¿Quién ganará este año, Joe?».

Dos horas después, terminados la cena y los discursos, DiMaggio se desploma en el coche de O’Doul camino de regreso a San Francisco. Se enderezó, sin embargo, cuando O’Doul paró en una estación de gasolina en la que había una bonita pelirroja sentada en una banqueta, con las piernas cruzadas, limándose las uñas. Tenía unos veintidós años, llevaba una falda negra estrecha y una blusa blanca todavía más estrecha.

—Mira eso —dijo DiMaggio.

Yeah —dijo O’Doul.

O’Doul desvió la mirada cuando se acercó un joven y abrió el tanque de la gasolina y se puso a limpiar el parabrisas. El joven llevaba un uniforme blanco lleno de grasa que tenía impreso en la parte delantera el nombre «Burt». DiMaggio no dejó de mirar a la chica, pero ella no se distraía de sus uñas. Finalmente miró a Burt, que no lo reconoció. Cuando se llenó el tanque, O’Doul pagó y se puso en marcha. Burt volvió con su chica. DiMaggio se repantigó en el asiento delantero y no volvió a abrir los ojos hasta que llegaron a San Francisco.

—Vayamos donde Reno —dijo DiMaggio.

—No, tengo que ir a ver a mi vieja —respondió O’Doul.

Así que dejó a DiMaggio a la puerta del bar, y al momento se escuchó la voz de Reno anunciando entre el humo del salón:

—¡Eh, ahí está el Clíper!

Los hombres lo saludaron con la mano y lo convidaron a un trago. DiMaggio pidió un vodka y se sentó en la barra durante una hora, hablando con la media docena de hombres que le hacían corro. Una joven rubia que estaba con unos amigos al otro lado de la barra se acercó, y alguien se la presentó a DiMaggio. Él la invitó a un trago y le ofreció un cigarrillo. Al fin encendió un fósforo y se lo aproximó. La mano le temblaba.

—¿Soy yo el que está temblando? —preguntó él.

—Debe de ser —dijo la rubia—. Yo estoy tranquila.

Dos noches después, tras recoger su ropa en el cuarto trasero de Reno, DiMaggio se embarcó en un jet. Durmió atravesado en tres asientos y descendió por la escalerilla cuando el sol empezaba a salir en Miami. Recogió el equipaje y los palos de golf, los puso en el maletero del coche con chófer que lo esperaba y en menos de una hora entraba en Fort Lauderdale por las calles bordeadas de palmeras hacia el hotel Yankee Clipper.

—Es como si me hubiera pasado toda la vida viajando —dijo, entornando los ojos para mirar el sol a través del parabrisas—. Nunca me siento asentado en un solo lugar.

Al llegar al Yankee Clipper DiMaggio tomó la suite más grande. La gente apuraba el paso en el vestíbulo para darle la mano, pedirle el autógrafo, decirle: «Joe, estás estupendo». Y al día siguiente temprano, y durante las treinta mañanas siguientes, DiMaggio llegó puntual al estadio de béisbol, llevando el uniforme con el famoso 5, y los turistas que ocupaban las soleadas graderías aplaudían cada vez que hacía su aparición en el campo de juego, y después contemplaban con nostalgia cuando alzaba un bate y jugaba pepper game[23] con los yankees más jóvenes, algunos de los cuales ni siquiera habían nacido cuando, este verano hará veinticinco años, conectó la pelota en cincuenta y seis partidos seguidos y se convirtió en el hombre más querido de Norteamérica.

Pero los espectadores más jóvenes en el campo de Fort Lauderdale, y también los cronistas deportivos, mostraban más interés por Mantle y Maris, y casi a diario enviaban noticias de cómo se sentían Mantle y Maris, qué hacían, qué decían, aunque hicieran y dijeran muy poco, aparte de pasearse por el campo y fruncir el ceño cuando los fotógrafos les pedían otra instantánea y los periodistas les preguntaban cómo se sentían.

Después de una semana así, llegó el gran día: Mande y Maris iban a batear; y una docena de reporteros rodeaba la gran jaula de bateo situada del otro lado de la valla del jardín izquierdo. La estructura estaba totalmente encerrada en alambre, por lo que ninguna pelota podía desplazarse más de diez o doce metros sin quedar atrapada en las mallas. Así y todo, Mande y Maris iban a estar golpeando, y eso, en primavera, es noticia.

Mantle pasó primero. Llevaba guantes negros para protegerse de ampollas. Golpeaba por la derecha los lanzamientos de un entrenador llamado Vern Benson, y en un instante ya bateaba duro, disparando pelotas de poca altura contra las redes, rematando con unos ahhs ahhs que exhalaba con la boca abierta.

Al poco tiempo Mantle, para no excederse el primer día, dejó caer el bate en la tierra y salió de la jaula de bateo. Roger Maris entró. Recogió el bate de Mantle.

—Esto debe de pesar un kilo —dijo Maris.

Arrojó el bate contra el suelo, salió de la jaula y fue hasta el banquillo al otro lado del campo a buscar otro bate más ligero.

DiMaggio, que estaba con los cronistas deportivos detrás de la jaula, se dio la vuelta cuando Vern Benson lo llamó desde adentro.

—Joe, ¿quieres batear algunas?

—Ni soñarlo —dijo DiMaggio.

—Vamos, Joe —dijo Benson.

Los reporteros esperaban en silencio. Entonces DiMaggio caminó a paso lento hasta la jaula y levantó el bate de Mantle. Se puso en posición sobre la placa, pero evidentemente no era la clásica postura de DiMaggio: asía el bate como a cinco centímetros de la perilla, no tenía los pies tan separados y, cuando le pegó al primer lanzamiento de Benson, bateando un foul, no hubo ese feroz remate de jugada: el bate borroso no describió todo el círculo como un bólido, el número 5 no se estiró de lado a lado en sus anchas espaldas.

DiMaggio bateó foul el segundo lanzamiento de Benson, pero conectó de lleno el tercero, el cuarto, el quinto. Se limitaba a darle fácilmente la pelota, sin reventarla, y Benson le gritó:

—No sabía que fueras un bateador de agarre corto.

—Lo soy ahora —dijo DiMaggio, preparándose para otro lanzamiento.

Conectó otros tres con suficiente contundencia y al siguiente bateo se escuchó un ruido sordo.

—¡Ohhh! —exclamó DiMaggio, dejando caer el bate, los dedos magullados—. Estaba esperando ése.

Salió de la jaula de bateo frotándose las manos. Los reporteros lo observaban. Nadie decía nada. Hasta que DiMaggio le dijo a uno de ellos, no con enojo ni tristeza, sino como un simple hecho que se enuncia:

—Hubo una época en que nadie me podía sacar de allí.