El perdedor

Al pie de una montaña al norte del estado de Nueva York, a casi cien kilómetros de Manhattan, queda la sede abandonada de un club campestre con un salón de baile lleno de polvo, los taburetes del bar patas arriba y el piano sin afinar; y los únicos sonidos que se oyen por las noches en los alrededores provienen de la casona blanca que hay detrás: los ruidos metálicos de los cubos de la basura que derriban los mapaches, zorrillos y gatos monteses que bajan de las lomas a hacer sus incursiones nocturnas.

La casona también parece desierta; pero algunas veces, cuando los animales arman un estruendo, se enciende adentro una lucecita, una ventana se abre y una botella de Coca-Cola vuela en la oscuridad y se estrella contra los cubos. Pero la mayoría de veces permanecen tranquilos hasta el amanecer, cuando la puerta trasera de la casa blanca se abre de golpe y un negro de espalda ancha aparece vestido con una sudadera gris y una toalla blanca colgada del cuello.

Baja corriendo los escalones, cruza rápido por los cubos de la basura y sigue al trote por un camino de tierra, dejando atrás el club campestre con rumbo hacia la autopista. Por momentos se detiene en el camino y arroja una descarga de golpes contra imaginarios contrincantes, marcando cada golpe corto con bruscos jadeos de la respiración —jeee, jeee, jeee—; y al fin, cuando llega a la autopista, dobla por ella y no tarda en perderse cuesta arriba.

A esas horas de la mañana hay camiones de las granjas cercanas en la vía, y los conductores saludan con la mano al corredor. Ya más entrada la mañana hay otros motoristas que lo ven, y algunos se detienen de improviso al borde de la vía y le preguntan:

—Oye, ¿no eres Floyd Patterson?

—No —responde Floyd Patterson—. Soy su hermano Raymond.

Los automovilistas siguen su camino; pero hace poco un hombre que iba a pie, un tipo desarreglado que parecía haber pasado la noche al aire libre, trastabillaba por la vía detrás del corredor al tiempo que gritaba:

—¡Eh, Floyd Patterson!

—No, soy su hermano Raymond.

—No me vas a decir a que no eres Floyd Patterson. Yo sé cómo es Floyd Patterson.

—Okay —le dijo Patterson, encogiéndose de hombros—, si quieres que sea Floyd Patterson, seré Floyd Patterson.

—Entonces dame tu autógrafo —dijo el hombre, entregándole un trozo de papel arrugado y un lápiz.

El otro lo firmó: «Raymond Patterson».

Una hora después Floyd Patterson corría de regreso por el camino de tierra hacia la casa blanca, con la toalla sobre la cabeza para absorber el sudor de la frente. Vive solo en un apartamento de dos habitaciones en la parte trasera de la casa y ha estado allí en una reclusión casi total desde que Sonny Liston lo noqueó por segunda vez.

En la habitación más pequeña hay una cama grande que él mismo se hace, varios álbumes de música que rara vez toca, un teléfono que rara vez suena. La habitación más grande tiene una cocina a un lado, y al otro, contigua a un sofá, hay una chimenea en la que cuelgan para secarse pantalones de boxeo y camisetas, y una fotografía suya de cuando era campeón, y también un televisor. El aparato permanece encendido, excepto cuando Patterson duerme, o cuando entrena al otro lado del camino en la sede del club (el improvisado cuadrilátero está instalado en la que fuera la pista de baile), o cuando, en un raro momento de dolorosa honestidad, le revela a un visitante cómo es eso de ser el perdedor.

—Ah, daría cualquier cosa por poder trabajar con Liston, por boxear con él en un lugar donde nadie nos viera y ver si puedo pasar de tres minutos con él —decía Patterson, limpiándose la cara con la toalla, paseándose despacio delante del sofá—. Yo sé que puedo hacer más… Oh, no estoy hablando de una repetición. ¿Quién pagaría un centavo por otra pelea Patterson-Liston? Sé que yo no… Todo lo que quiero es pasar del primer asalto.

Y agregaba:

—No tienes idea de cómo es en el primer asalto. Estás ahí con todo ese gentío alrededor y esas cámaras y el mundo entero pendiente, y todo ese ajetreo, esa emoción, y el himno nacional y el país entero esperando que ganes, hasta el presidente. ¿Y sabes qué hace todo eso? Te ciega, simplemente te ciega. Y entonces suena la campana y te vas contra Liston y él se te deja venir y ni siquiera te das cuenta de que hay un árbitro en el ring.

Después no puedes recordar mucho de lo que sigue, porque no quieres… Sólo te acuerdas de que de pronto te estás levantando y el árbitro te dice «¿Estás bien?» y tú le dices «Claro que estoy bien» y él dice «¿Cómo te llamas?». Y tú le dices «Patterson».

«Y de repente, con todo el griterío a tu alrededor, estás otra vez en la lona y sabes que tienes que levantarse, pero estás más que grogui y el árbitro te empuja hacia atrás y tu entrenador está ahí con una toalla, y la gente se levanta y tus ojos no enfocan directamente a nadie…, estás como flotando».

«No es una mala sensación cuando te noquean —decía—. Es una buena sensación, en realidad. No duele, es tan sólo un mareo muy agudo. No ves ángeles ni estrellitas: estás en una nube agradable. Cuando Liston me asentó el guante en Nevada sentí durante cuatro o cinco segundos que todo el público presente estaba ahí en el cuadrilátero conmigo, que me rodeaban como una familia, y tú sientes afecto por todo el público presente cuando te noquean. Sientes que todos se encariñan contigo. Y quieres estirarte para besar a todo el mundo, hombres y mujeres, y después de la pelea con Liston alguien me contó que yo en efecto le lancé un beso desde el ring al público. Yo no me acuerdo. Pero creo que es verdad porque eso es lo que sientes durante cuatro o cinco minutos después del nocaut».

«Pero luego —proseguía Patterson, sin dejar de pasearse—, esa plácida sensación te abandona. Caes en la cuenta de dónde estás y qué haces ahí y lo que te acaba de pasar».

Y lo que sigue es una herida, una herida confusa, no una herida física, es una herida combinada con rabia; es la herida de qué va a pensar la gente; es la herida de que estoy avergonzado de mi propia aptitud…, y lo único que quieres es una trampa en mitad de la lona…, una trampa que se abra y te caigas por ella y aterrices en tu propio camerino en lugar de tener que salir del ring y dar la cara ante toda esa gente. Lo peor de perder es tener que salir caminando del ring y dar la cara ante esa gente.

Entonces Patterson se aproximó a la estufa y puso a hervir el agua para el té. Permaneció en silencio por un momento. A través de las paredes se podían oír las voces y los pasos de los sparrings y el entrenador que viven en la parte delantera de la casa. Pronto irían al club a preparar las cosas por si a Patterson le daba por practicar. Tenía programado viajar en dos días a Estocolmo para un combate contra un italiano de apellido Amonti, la primera aparición de Patterson en el cuadrilátero desde la última pelea contra Liston.

Después esperaba concertar una pelea en Londres contra Henry Cooper. Luego, si se restablecía su confianza y reaccionaban sus reflejos, Patterson tenía planeado volver a escalar posiciones en su país, desafiando a los contendientes principales, peleando con frecuencia, sin esperar tanto entre combates como había hecho cuando fue un campeón de esos que pagan impuestos del 90 por ciento.

Su mujer, para quien encuentra poco tiempo, y casi todos sus amigos piensan que debería retirarse. Le recalcan que no le hace falta el dinero. Hasta él reconoce que, por las solas inversiones de unos ingresos brutos de ocho millones de dólares, debería recibir rentas anuales de unos 35 000 dólares durante los siguientes veinticinco años. Pero Patterson, que tiene sólo veintinueve años y apenas un rasguño, se niega a creer que esté acabado. No puede evitar pensar que fue algo más que Liston lo que lo destruyó: una fuerza extraña, psicológica, tuvo también que ver; y a menos que pueda comprender cabalmente qué fue y aprender a manejarlo en el cuadrilátero, no sería capaz de vivir en paz en ningún sitio, salvo al pie de esa montaña. Ni será capaz nunca de desechar las patillas y el bigote falsos que, desde que Johansson lo venció en 1959, lleva consigo en un pequeño portafolios a cada pelea, de modo que se pueda escabullir lejos del estadio dado el caso de perder.

—A menudo me pregunto qué sentirán los otros boxeadores y qué les pasará por la cabeza cuando pierden —decía Patterson, poniendo en la mesa las tazas de té—. He deseado muchísimo conversar con otro boxeador acerca de esto, comparar pensamientos, a ver si él siente algunas de las cosas que yo he sentido. ¿Pero con quién puedes conversar? La mayoría de los boxeadores no charla mucho que digamos.

Y yo ni siquiera puedo mirar a los ojos al otro boxeador cuando nos pesan, por alguna razón.

«Cuando nos pesamos Liston y yo los comentaristas deportivos se dieron cuenta de eso y dijeron que yo dejaba ver el miedo. Pero eso no es así. No puedo mirar a los ojos a ningún boxeador porque…, bueno, una vez sí miré a uno a los ojos. Fue hace mucho, mucho tiempo. En ese entonces yo debía de estar con los amateurs. Y cuando miré a mi contendiente vi que tenía una cara tan simpática…, y entonces él me miró a mí… y me sonrió… ¡y yo le sonreí! Fue raro, muy raro. Cuando un tipo es capaz de mirar al otro y sonreír de ese modo, no creo que tengan nada que hacer peleándose».

«No recuerdo qué pasó en esa pelea ni recuerdo cómo se llamaba el tipo. Sólo recuerdo que desde entonces no he vuelto a mirar a los ojos a ningún boxeador».

El teléfono sonó en la alcoba. Patterson se levantó a contestar. Era su mujer, Sandra. Así que él se excusó, cerrando tras de sí la puerta de la alcoba.

Sandra Patterson y sus cuatro hijos viven en una residencia de cien mil dólares en un vecindario blanco de clase media alta en Scarsdale, Nueva York. Floyd Patterson se siente incómodo en esa casa rodeada de césped podado y atestada de muebles, y desde que perdió la pelea con Liston ha preferido vivir a tiempo completo en su campamento, que los niños llaman ahora «la casa de papá». Los hijos, la mayor de los cuales es una niña llamada Jeannie de siete años cumplidos, no saben con precisión cómo se gana la vida su padre. Pero Jeannie, que vio la última pelea Liston-Patterson por circuito cerrado de televisión, aceptó la explicación de que su padre participa en una suerte de juego donde los hombres se turnan derribándose: él ya tuvo su turno tirándolos al suelo y ahora les toca a ellos.

La puerta de la alcoba volvió a abrirse y Floyd Patterson salió sacudiendo la cabeza, muy enojado y nervioso.

—Hoy no voy a entrenar —dijo—. Voy a volar a Scarsdale. Esos muchachitos se están metiendo otra vez con Jeannie. Es la única negra del colegio y los más grandes la hacen pasar un mal rato, y entre los hombres hay unos que la molestan y le alzan el vestido todo el tiempo. Ayer llegó a casa llorando, así que hoy voy a bajar allí y pienso esperar afuera del colegio a que esos chicos salgan y…

—¿Qué edad tienen? —se le preguntó.

—Adolescentes —dijo—. Con edad suficiente para recibir un gancho de izquierda.

Patterson telefoneó a Ted Hanson, su amigo piloto, que se hospeda en el campamento y le ayuda con las relaciones públicas, amén de haberle enseñado a volar. En cinco minutos Hanson, un hombre blanco y delgado, con un corte al cepillo y anteojos, golpeaba en la puerta; y diez minutos después viajaban ambos en el coche que Patterson conducía casi con imprudencia temeraria por los estrechos y tortuosos caminos rurales hacia el aeropuerto, a unos diez kilómetros del campamento.

—Sandra tiene miedo de que yo arme un lío; le preocupa lo que les pueda hacer a esos chicos. ¡No quiere problemas! —exclamó Patterson, esquivando un barranco y apretando el acelerador—. ¡Le falta firmeza! Tiene miedo…, y tenía miedo de contarme lo de ese tendero que la enamora. Ha tardado mucho tiempo para contarme del tipo que cuando viene a reparar el lavaplatos le dice baby. Todos saben que yo estoy lejos tanto tiempo… Y el tipo del lavaplatos ya ha estado en mi casa como cuatro, cinco veces en este mes. El aparato se descompone todas las semanas. Me imagino que él lo arregla para que se descomponga todas las semanas. La última vez le tenía preparada una trampa. Esperé cuarenta y cinco minutos a que viniera, pero él no apareció. Yo lo iba a agarrar y le iba a decir: «¿Cómo te sentirías si a tu mujer yo le dijera baby? Te darían ganas de darme un puñetazo en la nariz, ¿no? Bueno, pues eso voy a hacer… si le vuelves a decir baby. Llámala señora Patterson, o Sandra, si la conoces. Pero no la conoces, así que llámala señora Patterson». Y yo le dije a Sandra que esos hombres, esa clase de blancos, lo único que quieren es pasar un buen rato con las mujeres de color. Nunca se casarían con una mujer de color, sólo quieren pasar un buen rato.

Ahora entraban al estacionamiento del aeropuerto. Al frente, atada con una cuerda a la pista de césped, estaba la avioneta Cessna verde de un solo motor que Patterson compró y aprendió a pilotar antes de la segunda pelea con Liston. Patterson siempre tuvo miedo de volar, un miedo que comparte o heredó de su mánager, Cus D’Amato, quien hasta el día de hoy rehúsa volar.

D’Amato, que se encargó de entrenar a Patterson desde que el púgil tenía diecisiete o dieciocho años y ejerció una enorme influencia en su psique, es un hombre extraño pero fascinante, de sesenta y dos años, adicto a la vida espartana y la abnegación, y presa de miedos y sospechas: evita los trenes subterráneos por miedo a que alguien lo empuje sobre los rieles; no se ha casado nunca; nunca da la dirección de su casa.

—Tengo que confundir a los enemigos —explicaba una vez D’Amato—. Cuando los tengo confundidos puedo trabajar con mis boxeadores. Lo que no quiero yo en la vida, no señor, es una sensación de seguridad. En el momento en que una persona se siente segura, los sentidos se le embotan… y empieza a morirse. Tampoco quiero muchos placeres en la vida: creo que cuantos más placeres obtienes de la vida, más miedo tienes de la muerte.

Hasta hace pocos años D Amato hablaba casi siempre por Patterson y manejaba las cosas como un padrone italiano. Hasta que Patterson, el hijo crecido, se rebeló contra la imagen paterna. Cuando perdió con Sonny Liston la primera vez (combate que D Amato le había instado a Patterson que aplazara), Patterson tomó lecciones de aviación. Y antes de la segunda pelea contra Liston ya Patterson había vencido el miedo a las alturas, era amo de los controles, estaba lleno de renovada confianza… y sabía además que, si llegaba a perder, al menos era dueño de un vehículo que podía sacarlo de la ciudad, volando.

Pero no lo sacó. Después de la pelea la pequeña Cessna, sobrecargada de equipaje, se recalentó a ciento cincuenta kilómetros de Las Vegas. Sin más remedio que volverse, Patterson y su compañero piloto se comunicaron con el campo de aviación y contrataron el alquiler de un avión más grande. Cuando aterrizaron, la terminal aérea de Las Vegas estaba llena de personas que dejaban la ciudad después de la pelea. Patterson se escondió en las sombras detrás del hangar. Su barba iba metida en la maleta. Pero nadie lo vio.

Luego el piloto llevó él solo la Cessna de Patterson de regreso a Nueva York, y Patterson viajó en el avión más grande que habían alquilado. En ese vuelo lo acompañaba Hanson, un amistoso nativo de Nevada, de cuarenta y dos años, divorciado tres veces, que había sido fumigador aéreo, barman y bailarín de cabaret. Después fue instructor de pilotos en Las Vegas y allí conoció a Patterson. Trabaron una muy buena amistad. Y cuando Patterson le pidió a Hanson que le ayudara a pilotar el avión de alquiler a Nueva York, Hanson no lo dudó, aunque esa noche tenía una leve resaca, debida en parte a su depresión por el triunfo de Liston y en parte a que un borracho lo había golpeado después de discutir con él por unos comentarios desagradables que éste había hecho sobre la pelea. No obstante, a bordo del avión Ted Hanson se despabiló completamente. Tuvo que hacerlo, porque cuando volaban a velocidad de crucero a tres mil metros de altura, la mente de Floyd Patterson empezó a vagar por momentos de regreso al ring. Entonces el avión quedaba a la deriva y Hanson exclamaba: «¡Floyd, Floyd! ¿Qué tal si recobramos el rumbo?»; y entonces Patterson alzaba la cabeza de un tirón y clavaba los ojos en los controles. Y todo iba bien por un rato. Hasta que otra vez regresaba al estadio, reviviendo la pelea, sin poder creer que había sucedido de verdad.

Y yo no dejaba de pensar, cuando salí volando de Las Vegas esa noche, en todos esos meses de entrenamiento antes de la pelea, toda esa práctica en carretera, todos esos sparrings, todos esos meses lejos de Sandra… Pensaba en esa vez en el campamento cuando quería quedarme despierto hasta las once y cuarto de la noche para ver una película en el Late Show. Pero no lo hice porque al día siguiente tenía que salir a entrenar.

Y pensaba en lo bien que me sentía antes de la pelea, acostado en la mesa en el vestuario. Me acuerdo que pensé: «Tienes un excelente estado físico, tienes un excelente estado mental, ¿pero de verdad estás furioso?». Pero te dices: «Ahora mismo no es importante enfurecerse, no pienses en eso ahora; está en juego una pelea por el campeonato, y eso ya es suficiente, ¿y quién sabe?, a lo mejor te enfureces apenas suene la campana…».

De modo que te quedas tendido ahí, tratando de echarte un sueñecito… Pero te quedas en una zona intermedia, medio dormido, y de vez en cuando te interrumpen las voces afuera en el pasillo, algún tipo que grita: ¡Hey, Jack! o ¡Hey, Al! o ¡Hey, que suban al ring los «cuatro rounds»! Y oyes eso y piensas: «No te esperan todavía», así que te quedas echado ahí… cavilando: «¿Dónde estaré mañana? ¿Dónde estaré dentro de tres horas?». Ah, piensas toda clase de cosas, algunas que no tienen que ver en absoluto con la pelea… Te preguntas si le pagaste a tu suegra todas esas estampillas que ella compró hace un año… y te acuerdas de esa vez a las dos de la mañana cuando Sandra se tropezó en las escaleras trayéndole el biberón al bebé… y entonces te ofuscas y te dices: «¿Para qué pienso en esas cosas?»… y tratas de dormir… pero la puerta se abre y alguien le dice a alguien más: «Hey, ¿alguien va a ir al vestuario de Liston a ver cómo lo vendan?».

Y ahí te das cuenta de que ya es hora de alistarse… Abres los ojos. Te bajas de la mesa. Te pones los guantes, te relajas. Entonces entra el entrenador de Liston. Te mira; te sonríe. Te toca las vendas y después te dice: «Buena suerte, Floyd», y tú piensas: «Él no tenía que decirte eso; debe de ser un buen tipo»…

Y entonces sales, y es un paseo largo, siempre un paseo largo, y piensas: «¿Qué seré yo cuando vuelva por aquí?». Entonces trepas al cuadrilátero. Atisbas a Billy Eckstine al pie del ring inclinándose para hablar con alguien y ves a los reporteros…, algunos te caen bien, otros no… y suena al fin el himno nacional y las cámaras empiezan a rodar y suena la campana…

¿Cómo pudo pasar dos veces lo mismo? ¿Cómo? Eso es lo que yo no dejaba de pensar después del nocaut… ¿Engañé a esa gente todos estos años?… ¿Fui campeón alguna vez?…

Y entonces te conducen fuera del ring… y otra vez pasillo arriba, entre toda esa gente, y lo único que quieres es llegar al vestuario, rápido… pero el problema fue que en Las Vegas doblaron por donde no era y cuando llegamos al final del pasillo no había ningún vestuario… y tuvimos que caminar todo el trecho de vuelta, frente a la misma gente, y ellos seguramente pensarían: «Patterson no solamente está noqueado, sino que ni siquiera puede dar con el vestuario»…

En el vestuario me entró un dolor de cabeza. Liston no me hirió físicamente —a los pocos días yo no sentía sino un tirón en el nervio de un diente—, no fue nada como otras peleas que he tenido: como ésa con Dick Wagner en el 53 cuando él me dio una paliza tan dura que estuve orinando sangre durante varios días. Después de la pelea contra Liston me fui derecho al baño, cerré la puerta y me puse a mirarme en el espejo. Me miraba y me preguntaba: «¿Qué pasó?», hasta que empezaron a pegarle a la puerta y me decían: «Sal ya, Floyd, sal ya. La prensa está aquí. Cus D’Amato está aquí, sal ya, Floyd».

De modo que salí, y me hacían preguntas, pero qué les vas a decir. Tú estás pensando en todos esos meses de entrenamiento, toda esa preparación, todas esas privaciones; y piensas: «No tenía que haber corrido ese kilómetro de más», no tenía que haber entrenado con el sparring aquel día, pude haberme quedado despierto esa noche en el campamento viendo el Late Show…, podría haber peleado esta noche sin ningún estado físico…

—Floyd, Floyd —le decía Hanson—, retomemos el rumbo.

Patterson volvía a despabilarse bruscamente de su ensoñación, volvía a concentrarse y recobraba el control del vuelo. Después de hacer escala en Nuevo México y Ohio, Floyd Patterson y Ted Hanson posaron el pequeño aeroplano en la pista de aterrizaje cercana al campamento de boxeo. La Cessna verde que había traído el otro piloto ya se encontraba allí, anclada al césped en el punto exacto en que se hallaba ahora, cinco meses después, cuando Floyd Patterson pensaba pilotarla hacia la que quizás sería otra pelea…, esta vez con unos colegiales de Scarsdale que le alzaban el vestido a su niña.

Patterson y Ted Hanson desataron la avioneta y Patterson fue por un trapo y limpió los insectos espachurrados en el parabrisas. Caminó luego a la parte de atrás de la nave, inspeccionó la cola, revisó debajo del fuselaje y miró con cuidado entre el ala y los alerones para asegurarse de que todos los tornillos estuvieran bien apretados. Parecía sospechar algo. D’Amato lo habría felicitado.

—Si alguien se quiere deshacer de ti —explicó Patterson—, le basta con quitar estos tornillitos de aquí. Después, cuando te preparas para el aterrizaje, los alerones se desprenden y tú te estrellas.

Entonces Patterson se subió a la cabina y encendió el motor. En cuestión de minutos, con Hanson a su lado, aceleraba la avioneta sobre el campo de hierba, se elevaba sobre el matorral y planeaba alto sobre las suaves colinas y los árboles. Fue un bonito despegue.

Como el vuelo tardaba apenas cuarenta minutos hasta el aeropuerto de Westchester, donde Sandra Patterson los estaría esperando en un coche, Floyd Patterson pilotó todo el tiempo. Fue un viaje sin contratiempos, hasta que, al salir de una nube, se metieron de repente en la humareda espesa y quieta de un incendio forestal. Sin visibilidad, Patterson tuvo que valerse de los instrumentos. Y en ese preciso momento una mosca que zumbaba al fondo de la cabina voló adelante y se posó en el tablero de instrumentos frente a él. La miró enfurecido, la dejó trepar lentamente por el parabrisas y acabó por lanzarle una rápida palmada para aplastarla contra el vidrio. Erró el golpe. La mosca pasó zumbando sana y salva junto a la oreja de Patterson, rebotó en la parte de atrás de la cabina, empezó a dar vueltas.

—El humo no va a durar —le aseguró Hanson—. Puedes enderezarla.

Patterson enderezó la avioneta.

Voló cómodamente por unos momentos. Hasta que la mosca volvió al frente, le zigzagueó a Patterson en la cara, se posó en el tablero y procedió a reptar por él. Patterson la miró, torciendo la vista. Al fin le descargó un veloz manotazo de derecha. Falló.

Diez minutos más tarde, con los nervios todavía de punta, Patterson comenzó el descenso. Levantó el micrófono de la radio: «Torre de Westchester…, Cessna 2729 uniforme…, tres millas noroeste…, tomando tierra en uno-seis con el último…», y al fin, tras un aterrizaje fácil, saltó rápidamente de la cabina y enfiló hacia la camioneta de su mujer fuera de la terminal.

Pero a mitad de camino un hombre bajito que fumaba un cigarro se giró a mirar a Patterson, lo saludó con la mano y lo llamó:

—Oiga, perdóneme, pero ¿usted no es…, no es… Sonny Liston?

Patterson se detuvo. Desconcertado, le clavó la mirada al hombrecito. No estaba seguro de si era un chiste o un insulto y realmente no sabía qué hacer.

—¿No es usted Sonny Liston? —repitió el hombre con toda seriedad.

—No —le dijo Patterson, acelerando el paso—, soy su hermano.

Cuando llegó al vehículo de la señora Patterson, le preguntó:

—¿Cuánto falta para que los dejen salir del colegio?

—Unos quince minutos —dijo ella encendiendo el motor, y añadió—: ¡Ay, Floyd!, debí contárselo a la Hermana, no debí…

se lo cuentas a la Hermana; yo se lo cuento a los chicos.

La señora Patterson condujo a toda marcha hasta Scarsdale, mientras Patterson meneaba la cabeza y le decía a Ted Hanson, que iba atrás:

—De veras que no entiendo a esos chicos del colegio. Es un colegio religioso y están pidiendo 20 000 dólares por un vitral… y así y todo hay algunos que mantienen estos prejuicios raciales, y la mayoría son judíos, cuando están en las mismas que nosotros y…

—Ay, Floyd —exclamó su mujer—, Floyd, yo tengo que llevarme bien con la gente de aquí… Tú no estás aquí, tú no vives aquí, yo…

Llegaron al colegio cuando la campana empezaba a sonar. Era una edificación moderna en lo alto de una cuesta, y en el prado había una estatua de un santo, y a sus espaldas una gran cruz blanca.

—Allí está Jeannie —dijo la señora Patterson.

—Rápido, llámala que venga —dijo Patterson.

—¡Jeannie! Ven aquí, linda.

La pequeña, que llevaba la gorra y el delantal azules del colegio y apretaba unos libros contra el pecho, corrió por el sendero hacia la camioneta.

—Jeannie —le dijo Floyd Patterson, bajando la ventanilla—, señálame a los muchachos que te alzaron el vestido.

Jeannie se dio la vuelta y observó los grupos de alumnos que bajaban por el sendero. Al fin señaló a un jovencito alto, delgado y de pelo ensortijado que caminaba con otros cuatro chicos, todos entre los doce y los catorce años de edad.

—Oye —lo llamó Patterson—, ¿te puedo hablar un minuto?

Los cinco chicos se arrimaron al coche. Miraban a Patterson directo a los ojos. No parecía intimidarlos en lo más mínimo.

—¿Eres el que le ha estado levantando la falda a mi hija? —le preguntó Patterson al que había sido señalado.

—Nones —dijo el muchacho, como al descuido.

—¿Nones? —repitió Patterson, cogido por sorpresa por la respuesta.

—No fue él, míster —dijo otro de los chicos—. A lo mejor fue el hermanito de él.

Patterson miró a Jeannie. Pero ella estaba muda, vacilante. Los cinco chicos seguían ahí, esperando a que Patterson hiciera algo.

—Bueno, eh… ¿dónde está tu hermanito? —preguntó Patterson—. ¡Hey, niño! —llamó uno de los chicos—. Ven aquí.

Un niño se acercó. Parecía su hermano mayor; tenía pecas en la naricita respingona, ojos azules y pelo negro rizado, y mientras se aproximaba a la camioneta parecía que tampoco a él lo intimidaba Patterson.

—¿Has estado levantándole el vestido a mi hija?

—Nones —dijo el chico.

—¡Nones! —repitió Patterson, frustrado.

—Nones, no se la levanté. Yo apenas se la toqué un poquito.

Los otros chicos aguardaban junto al coche, mirando desde arriba a Patterson, y ya otros estudiantes se agolpaban tras ellos, y Patterson alcanzaba a ver a varios progenitores blancos de pie junto a sus coches aparcados. Se cohibió, comenzó a tamborilear nerviosamente los dedos en el tablero. No podía alzar la voz sin hacer una escena desagradable, pero tampoco podía retirarse sin dignidad, de tal modo que suavizó la voz y dijo finalmente:

—Mira, niño, quiero que dejes de hacer eso. No se lo voy a contar a tu madre…, eso te metería en problemas… pero no lo vuelvas a hacer, okay?

Okay.

Los muchachos se dieron la vuelta en calma y se alejaron en grupo calle arriba.

Sandra Patterson no decía nada. Jeannie abrió la portezuela, se sentó al frente junto a su padre, sacó un papelito azul que una monja le había dado y alargó la mano para entregárselo a la señora Patterson. Pero Floyd Patterson se lo arrebató. Lo leyó. Hizo luego una pausa, bajó el papel y declaró en voz baja, arrastrando las palabras: «No aprobó religión…».

Patterson quería largarse ya mismo de Scarsdale. Quería regresar al campamento. Después de una parada en la casa de Patterson en Scarsdale para recoger a Floyd Patterson Jr., que tiene tres años, la señora Patterson los condujo de vuelta al aeropuerto. Jeannie y Floyd Jr. se sentaron en la parte de atrás de la avioneta y la señora Patterson condujo sola la camioneta hasta el campamento, con intenciones de regresar a Scarsdale con los niños esa misma noche.

Eran las cuatro de la tarde cuando Floyd Patterson regresó al campamento, y las sombras se alargaban en la sede del club, y la maleza invadía la cancha de tenis, y no había ningún coche aparcado a las puertas de la casona blanca. Todo estaba desierto y silencioso; era el campamento de un perdedor.

Los niños corrieron a jugar dentro del club. Patterson caminó despacio hacia su apartamento, donde iba a cambiarse para entrenar.

—¿Y qué iba a hacer yo con esos escolares? —preguntó—. ¿Qué les puedes hacer a unos chicos de esa edad? Parecía seguir molesto: el desparpajo de los chicos, el saber que había en cierto modo fracasado, la probabilidad de que si esos mismos chicos hubieran provocado a alguien de la familia de Liston, el patio del colegio estaría cubierto de miembros corporales.

Si bien Patterson y Liston son productos de barriada, y aunque ambos empezaron de ladrones, a Patterson lo habían amansado en una escuela especial con la ayuda de una dulce solterona negra. Más tarde se convirtió al catolicismo y aprendió a no odiar. Más tarde aún se compró un diccionario, y añadió a su vocabulario palabras tales como «vicisitud» y «enigma». Y cuando recuperó el campeonato venciendo a Johansson, se convirtió en la Gran Esperanza Negra de la Liga Urbana.[17]

Demostró no sólo que era posible elevarse lejos de la barriada negra y triunfar como deportista, sino también convertirse en un ciudadano inteligente, sensible y cumplidor de la ley. Al demostrarlo, sin embargo, y enorgullecerse de ello, Patterson pareció perder algo de sí mismo. Perdió algo de las ganas, de la ira…, y mientras subía los escalones de su apartamento decía:

—Me convertí en el bueno… Cuando Liston conquistó el título, yo esperaba que se volviera también un tipo bueno. Eso me habría quitado a mí la responsabilidad y a lo mejor yo podría haber hecho un poco más el malo. Pero eso no pasó… Está bien ser el bueno cuando estás ganando. Pero si pierdes no es bueno ser el bueno.

Patterson se quitó la camisa y los pantalones y, poniendo a un lado unos libros que había sobre la cómoda, depositó el reloj, los gemelos y un clip con billetes.

—¿Lees mucho? —se le preguntó.

—No —dijo—. En realidad, ¿sabes que no he terminado un libro en toda mi vida? No sé por qué, pero me parece que ningún escritor de hoy tiene nada para mí. Quiero decir, ninguno ha sentido más hondo de lo que yo he sentido y no tengo nada que aprender de ellos. Aunque se me hace que Baldwin[18] es distinto a los demás. ¿Qué anda haciendo Baldwin en estos días?

—Está escribiendo una obra de teatro. Parece que Anthony Quinn va a tener un papel en ella.

—¿Quinn? —preguntó Patterson.

—Sí.

—Yo no le gusto a Quinn.

—¿Por qué?

—Lo leí o lo oí en algún lado. Citaban a Quinn diciendo que mi pelea contra Liston había sido una vergüenza y que él lo podría haber hecho mejor. La gente dice eso con frecuencia: ¡que ellos lo podrían hacer mejor! Pues bueno, yo creo que si ellos tuvieran que boxear, ellos no aguantarían ni siquiera la experiencia de esperar al día de la pelea. Pasarían en vela toda la noche anterior y estarían bebiendo o tomando drogas. Probablemente les daría un ataque al corazón. Estoy seguro de que si yo subiera al ring con Anthony Quinn sería capaz de rendirlo sin siquiera tocarlo. No haría más que presionarlo; le seguiría los pasos; me pegaría a él. No lo tocaría, pero lo cansaría hasta tirarlo al suelo. Pero Anthony Quinn ya está viejo, ¿no?

—Cuarentón.

—Bueno, de todos modos —dijo Patterson—, volviendo a Baldwin, parece ser un tipo tremendo. Lo he visto en la televisión y, antes de la pelea con Liston en Chicago, me visitó en mi campamento. Te topas a Baldwin en la calle y dices: «¿Quién será este pobre vago?»… Parece cualquiera; y esa misma impresión es la que yo le doy a la gente cuando no me conocen. Pero creo que Baldwin y yo tenemos mucho en común y algún día me gustaría poder sentarme con él a conversar un buen rato.

Después de ponerse el pantalón corto y la sudadera, Patterson se agachó para atarse los cordones, y de un cajón de la cómoda sacó luego una camiseta que tenía estampada la palabra Deauville. Tiene varias con el mismo nombre. Las trata con cuidado. Son recuerdos del punto cumbre de su vida. Son del hotel Deauville en Miami Beach, donde entrenó para el tercer combate contra Ingemar Johansson en marzo de 1961.

Nunca fue Floyd Patterson más popular, más admirado, que durante ese invierno. Había visitado al presidente Kennedy; su mánager le había obsequiado una corona enjoyada de 35 000 dólares; los comentaristas deportivos le concedían su grandeza…, y nadie tenía idea de que poseía, en secreto, unos bigotes falsos y unas gafas oscuras que pensaba ponerse para salir de Miami Beach si llegaba a perder ese tercer combate con Johansson.

Fue tras haber perdido por nocaut con Johansson en su primer encuentro cuando Patterson, profundamente deprimido, tan humillado que tuvo que esconderse durante varios meses en un remoto paradero de Connecticut, decidió que no sería capaz de dar otra vez la cara ante el público si llegaba a perder. De modo que se compró unas patillas falsas y un bigote y se propuso usarlos para salir del vestuario después de una derrota. También se había propuesto que, al salir del vestuario, se quedaría por un momento entre el gentío y quizás hasta protestaría en voz alta por el combate. Luego se escurriría en la noche sin ser descubierto, hasta el automóvil que estaría aguardándolo.

Aunque resultó innecesario llevar el disfraz a la segunda y tercera peleas contra Johansson, o al subsiguiente combate en Toronto contra un peso pesado poco conocido llamado Tom McNeeley, Patterson lo llevó consigo de todas formas. Y, tras la primera pelea contra Liston, no sólo lo llevó puesto durante su viaje de treinta horas en automóvil desde Chicago hasta Nueva York, sino que se lo puso en el avión que lo llevó a España.

—Con la facha con que subí a ese avión nunca me hubieran reconocido —dijo—. Tenía puesta una barba, un bigote, gafas y sombrero; y también cojeaba, para parecer más viejo. Estaba solo, me daba igual en qué avión me embarcaba; simplemente miré arriba y vi ese letrero en la terminal que decía «Madrid», así que compré el billete y subí a ese vuelo.

»Cuando llegué a Madrid me registré en un hotel con el nombre de «Aaron Watson». Me quedé en Madrid como cinco o seis días. De día vagaba por las partes más pobres de la ciudad, cojeando, mirando a la gente, y la gente seguro se quedaba mirándome y pensaba que debía de estar loco viendo la lentitud con la que me movía y mi facha. Comía en el cuarto del hotel. Aunque una vez fui a un restaurante y pedí sopa. Detesto la sopa. Pero pensé que eso sería lo que pediría un viejo. Así que me la tomé. Y a la semana de estar así empecé a pensar de veras que yo era otra persona. Empecé a creerlo. Y de vez en cuando es agradable ser otra persona.

Patterson no quiso entrar en detalles sobre cómo hizo para registrarse con un nombre que no correspondía al de su pasaporte. Se limitó a explicar:

—Con dinero puedes hacer cualquier cosa.

Luego, paseándose lentamente por la habitación, con su bata de seda negra sobre la sudadera, Patterson dijo:

—Estarás preguntándote qué lleva a un hombre a hacer ese tipo de cosas. Y bien, yo también me lo pregunto.

Y la respuesta es que no lo sé… pero creo que dentro de mí, dentro de todo ser humano, hay cierta debilidad. Es una debilidad que resulta más evidente cuando estás solo. Y me he dado cuenta de que parte de la explicación de que haga las cosas que hago (ah, cómo me cuesta dominar esta expresión: que yo mismo hago) es porque…, es porque… soy un cobarde.

Se detuvo. Se quedó quieto en el centro del cuarto, pensando en lo que acababa de decir, acaso preguntándose si había debido decirlo.

—Soy un cobarde —repitió al cabo, en voz baja—. Mi boxeo poco tiene que ver con este hecho, de todos modos. Quiero decir que puedes ser boxeador, de los que ganan, y seguir siendo un cobarde. Probablemente fui un cobarde la noche en que le quité otra vez el campeonato a Ingemar. Y me acuerdo de otra noche, hace mucho, cuando estaba con los amateurs, boxeando contra ese hombre grandote, tremendo, llamado Julius Griffin. Yo pesaba apenas 70 kilos. Estaba petrificado. Lo más que pude hacer fue atravesar el cuadrilátero. Entonces se vino hacia mí y se me pegó muy cerca… y de ahí en adelante no sé nada. No tengo idea de qué sucedió. Lo único que sé es que lo vi en el suelo. Y más tarde alguien dijo: «Hombre, nunca vi nada así. Simplemente saltaste en el aire y le lanzaste treinta golpes diferentes».

—¿Cuándo fue la primera vez que pensaste que eras un cobarde? —se le preguntó.

—Después de la primera pelea contra Ingemar.

—¿Cómo ve uno esa cobardía de la que hablas?

—La ves cuando un boxeador pierde. Ingemar, por ejemplo, no es un cobarde. Cuando perdió el tercer encuentro en Miami asistió más tarde a una fiesta en el Fountainebleau. Si yo hubiera perdido no habría sido capaz de ir a esa fiesta. Y no entiendo cómo hizo para ir.

—¿Será un cobarde Liston?

—Eso está por verse —dijo Patterson—. Ya veremos cómo es cuando alguien lo derrote, cómo lo recibe. Es fácil hacer cualquier cosa en la victoria. En la derrota es donde el hombre se revela. En la derrota no puedo dar la cara ante la gente. No tengo fuerzas para decirle a alguien: «Hice todo lo posible, lo siento, etcétera».

—¿Ya no le queda odio?

—Sólo he odiado a un boxeador —dijo Patterson—: A Ingemar en la segunda pelea. Había estado odiándolo durante todo un año antes de eso…, no porque me hubiera ganado en la primera pelea, sino por lo que hizo después. Fue por todo ese jactarse en público y que hiciera alarde de su derechazo en la televisión, su derechazo atronador, su «truuueno y relámpago». Y yo en mi casa viéndolo en la tele y odiándolo. Es un sentimiento desdichado, el odio. Cuando un hombre odia no puede estar tranquilo. Y durante un año entero lo odié, porque después de que él me lo quitó todo, de despojarme de todo lo que yo era, me lo echaba en cara. En la noche del segundo combate, en el vestuario, no veía la hora de subir al ring. Cuando él se retrasó un poquito en subir al ring, pensé: «Me hace esperar, trata de perturbarme… Está bien: ya le pondré la mano encima».

—¿Por qué no pudiste odiar a Liston en la segunda pelea?

Patterson lo pensó por un momento antes de decir:

—Mira, si Sonny Liston entrara en este cuarto ahora y me diera una palmada en la cara, entonces ahí sí verías una pelea. Verías la pelea de tu vida porque, en ese caso, habría un principio en juego. Se me olvidaría que él es un ser humano. Se me olvidaría que yo soy un ser humano. Y pelearía como corresponde.

—¿No será, Floyd, que cometiste un error al volverte profesional?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, dices que eres un cobarde; dices que tienes poca capacidad para odiar; y pareció que perdías el temple contra esos colegiales de Scarsdale esta tarde. ¿No crees que estabas mejor hecho para otro tipo de trabajo? Como trabajador social o…

—¿Me preguntas por qué sigo boxeando?

—Sí.

—Bueno —dijo, sin irritarse por la pregunta—, en primer lugar, amo el boxeo. El boxeo ha sido bueno conmigo. Y yo igualmente podría hacerte la misma pregunta: «¿Por qué escribes?» o «¿Te jubilas de escribir cada vez que escribes un cuento malo?». Si me pregunto, para empezar, si debí haber sido boxeador, bueno, veamos cómo te lo explico… Mira, digamos que has estado en un cuarto vacío días y días sin comer… y de pronto te sacan de ese cuarto y te ponen en otro donde la comida cuelga por todas partes… y lo primero que alcanzas, eso te comes. Cuando tienes hambre no eres exigente; así que yo elegí lo que tenía más cerca. Y eso era el boxeo. Un día simplemente me dio por entrar a un gimnasio y boxeé con un chico. Y le gané. Entonces boxeé con otro. Le gané también. Después seguí boxeando. Y ganando. Y me dije: «¡Aquí hay por fin algo que puedes hacer!».

«Oye, yo no era ningún sádico —se apresuró a añadir—. Pero me gustaba golpear individuos porque era lo único que sabía hacer. Y fuera o no el boxeo un deporte, quería hacer de él un deporte porque era algo en lo que yo podía triunfar. ¿Y cuáles eran los requisitos? Sacrificio. Eso era todo. A alguien venido de la sección de Bedford-Stuyvesant de Brooklyn el sacrificio le resulta fácil. Así que seguí boxeando y un día me convertí en el campeón de los pesos pesados, y conocí personas como usted. Y usted se pregunta cómo hago para sacrificarme, cómo puedo privarme de tanto. No se da cuenta de dónde vengo, eso es todo. No entiende dónde estaba yo cuando me embarqué en esto».

«En esos días, cuando yo tenía ocho años, todo lo que yo conseguía… era robado. Robaba para sobrevivir, y sobrevivía, pero parece que me odiaba a mí mismo». Mi madre me contó que yo solía señalarle una fotografía mía colgada en la pared y le decía: «¡No me gusta ese niño!». Un día mi madre encontró tres equis grandes hechas con un clavo o algo sobre la fotografía mía. No recuerdo haber hecho eso. Pero sí recuerdo que me sentía como un parásito en la casa. Recuerdo lo fatal que me sentía cuando mi padre, que era estibador, llegaba a casa tan cansado, que mientras mi madre le preparaba la comida se quedaba dormido en la mesa. Yo siempre le quitaba los zapatos y le limpiaba los pies. Ese era mi trabajo.

Y me sentía muy mal estando ahí, sin ir al colegio, sin hacer nada, mirando apenas a mi padre cuando llegaba a casa. Y los viernes por la noche era aún peor. Él llegaba con el salario y ponía hasta el último centavo en la mesa para que mi madre pudiera comprar comida para todos los hijos. Yo nunca quería estar presente para ver eso. Corría a esconderme. Hasta que decidí irme de la casa y ponerme a robar… y eso hice. Y nunca iba a casa si no llevaba algo que hubiera hurtado. Recuerdo que una vez me introduje en una tienda de ropa femenina y robé todo un bulto de vestidos, a las dos de la madrugada, y mírame ahí, semejante chiquillo que escalaba un muro con todos esos vestidos, pensando que eran todos de la misma talla, la talla de mi madre, y pensando que los policías no se iban a fijar en mí andando por la calle con todos esos vestidos apilados sobre la cabeza. Se fijaron, claro… Fui al hogar juvenil.

Los hijos de Floyd Patterson, que habían estado jugando afuera todo el tiempo por los lados del club, se inquietaron, empezaron a llamarlo, y Jeannie se puso a golpear a la puerta. Así que Patterson recogió el maletín de cuero donde tenía sus guantes, su protector de boca y la cinta adhesiva, y recorrió el sendero con los niños hacia la sede del club.

Encendió los interruptores que había detrás del escenario, junto al piano. Rayos de color ámbar atravesaron el recinto mal iluminado y bañaron el ring. Caminó luego a un lado de la sala, por fuera del ring. Se quitó la bata, restregó los pies en el polvo de colofonia, saltó un poco a la cuerda y empezó a boxear con su propia sombra frente al espejo manchado de salpicaduras, lanzando combinaciones rápidas de izquierda, derecha, izquierda, derecha, cada directo seguido de un jeeeh, jeeeh, jeeeh. Luego, poniéndose los guantes, pasó al saco de arena en el extremo opuesto, y pronto la sala reverberaba al ritmo de sus golpes contra el zarandeado saco: ¡ratatat, téteta, ratatat, téteta, ratatat, téteta, ratatat, téteta! Los niños, sentados en las sillas de cuero rosa que habían trasladado del bar hasta el borde del ring, lo miraban alelados, encogiéndose a veces ante sus puñetazos contra el saco forrado en cuero.

Y así probablemente lo recordarían años después: una figura oscura, solitaria y reluciente que lanza golpes en un rincón de un sitio abandonado al pie de una montaña donde antes venía la gente a divertirse…, hasta que el club pasó de moda, la pintura empezó a descascarillarse y se permitió el ingreso a los negros.

Mientras Floyd Patterson seguía sacudiendo con golpes de izquierda y de derecha, sus guantes un borrón pardo contra el saco, su hija se escabulló de la silla en silencio y se perdió detrás del ring en la sala siguiente. Allí, después de la barra y pasando una docena de mesas redondas, estaba el escenario. La niña subió al tablado, se cuadró frente a un micrófono apagado hacía mucho tiempo, y proclamó, imitando al presentador de un cuadrilátero: «¡Daaamas y caballeros…, les presentamos esta noche…!».

Miró a su alrededor, perdida. Entonces, al descubrir que su hermanito la había seguido, lo llamó con un ademán al escenario y volvió a empezar: «¡Daaamas y caballeros…, les presentamos esta noche a… Floyd Patterson!».

El golpeteo contra el saco cesó súbitamente en la otra sala. Hubo un momento de silencio. Hasta que Jeannie, todavía pegada al micrófono y mirando a su hermanito abajo, lo llamó:

—¡Floydie, sube aquí!

—No —dijo él.

—¡Ay, sube aquí!

—¡No! —gritó el otro.

Desde la otra sala llegó entonces la voz de Floyd Patterson:

—Basta ya… En un minuto os llevaré a dar un paseo.

Reanudó los golpes, ratatat, téteta, y los niños regresaron a su lado. Pero Jeannie intervino para preguntarle:

—Papi, ¿cómo es que estás sudando?

—Me cayó agua encima —dijo él, sin dejar de golpear.

—Papi —le preguntó Floyd Jr.—, ¿cómo es que antes escupiste agua en el suelo?

—Para sacármela de la boca.

Iba a pasar al saco de arena más pesado cuando el sonido de la camioneta de la señora Patterson se alcanzó a oír por la carretera.

Pronto estuvo ella en el apartamento de Patterson, aseando un poco, abullonando las almohadas, lavando las tazas de té olvidadas en el fregadero. Una hora más tarde la familia cenaba reunida. Estuvieron juntos dos horas más; después, a las diez de la noche, la señora Patterson lavó y secó los platos y sacó la basura hasta el cubo… en donde reposaría hasta que los mapaches y zorrillos le echaran garra.

Y al fin, tras ayudarles a los niños con los abrigos y acompañarlos a la camioneta y darle un beso de despedida a su marido, la señora Patterson arrancó por el camino de tierra hacia la autopista. Patterson se despidió con la mano una vez y se quedó un momento viendo perderse las luces traseras; y luego se dio la vuelta y caminó despacio hacia la casa.