Orígenes de un escritor de no ficción

Vengo de una isla y una familia que reforzaron mi identidad de estadounidense marginal, de extraño, de forastero en mi país natal. Pero aunque eso bien puede haber dificultado mi incorporación en la cultura establecida, también me guió por esa senda tan descarriada como interesante que les es familiar a tantas personas inquisitivas que terminan siendo escritores.

Soy de ascendencia italiana. Soy hijo de un sastre severo pero caballeroso de Calabria y de una madre italoamericana amable y emprendedora que dirigía con éxito el negocio familiar de prendas de vestir. Fui educado por monjas y sacerdotes católicos irlandeses en una pobre escuela parroquial de la isla de mayorías protestantes de Ocean City, frente a las costas del sur de Nueva Jersey, donde nací en 1932.

Esta comunidad azotada por los vientos y la arena había sido fundada en 1879 a guisa de retiro religioso por un grupo de pastores metodistas deseosos de asegurar la presencia de Dios en la playa, de proteger el verano de la corruptora exposición de la carne y de eliminar las tentaciones del alcohol y demás espíritus malignos que ellos veían revolotear a su alrededor con igual libertad a la de los mosquitos de marismas de la vecindad. Aunque estos sobrios pastores no coronaron todos sus virtuosos anhelos, sí consiguieron infundir en la isla un sentido Victoriano del recato y la hipocresía que ha subsistido hasta el día de hoy.

La venta de licor aún se prohíbe. La mayoría de los negocios cierran el domingo. Las agujas de las iglesias descuellan en el límpido cielo azul. En el centro de la población hay unas casas blancas recargadas de ornamentación, con amplios pórticos y torrecillas y cresterías que conservan el aspecto de la Norteamérica del siglo XIX. En mi juventud, una joven voluptuosa que se paseara por la playa en un bikini delgado podía producir miradas de moderada reprobación por parte de las dignas señoras del lugar, aunque no de los hombres maduros que ocultaban su interés detrás de unas gafas de sol.

En este entorno, donde la sensualidad y el pecado guardan siempre un delicado equilibrio, yo cultivaba una curiosidad desenfrenada que coexistía con mi sexualidad adormecida por las monjas. A menudo salía después de la cena a recoger almejas con mis amigos de la infancia, pero a veces me dirigía solo hacia las escolleras de la playa, a cuyo abrigo las más enardecidas parejas juveniles de la isla se besuqueaban todas las noches. Más adelante, sin embargo, me atuve a las normas de cama de mi escuela parroquial: dormía boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho y cada mano descansando en el hombro opuesto, postura supuestamente pía que hacía imposible la masturbación. Al amanecer ayudaba a misa en mi calidad de acólito de un padre que olía a whisky, y después de la escuela servía de recadero en la tienda de ropa de la familia, que atendía a decorosas mujeres de generosas figuras y fortunas. Eran las esposas de los pastores, las esposas de los banqueros, las jugadoras de bridge, las correveidiles. Eran las damas enguantadas de blanco que en verano evitaban la playa y el paseo marítimo para derrochar en cambio considerables cantidades de tiempo y de dinero en sitios como la tienda de mis padres, donde, bajo el rumor apagado de los ventiladores y la atención solícita de mi madre en los vestidores, se probaban las prendas de vestir al tiempo que aireaban sus vidas privadas y los sucesos y desventuras de sus amistades y vecinos.

La tienda era como un programa de entrevistas que se desarrollaba en torno a la afable actitud y las oportunas preguntas de mi madre; y siendo yo un niño no mucho más alto que los mostradores detrás de los cuales solía detenerme a escuchar a escondidas, aprendí muchas cosas que me serían útiles años después, cuando empecé a entrevistar a personas para mis artículos y libros.

Aprendí a escuchar con paciencia y cuidado y a no interrumpir nunca, ni siquiera cuando las personas parecían encontrarse en grandes apuros para darse a entender, ya que en esos momentos de titubeos y vaguedad (enseñanza que obtuve de las habilidades para prestar oído de mi paciente madre) la gente suele ser muy reveladora: lo que vacilan en contar puede ser muy diciente. Sus pausas, sus evasivas, sus cambios de tema repentinos son probables indicadores de lo que los avergüenza, o los molesta, o de lo que consideran demasiado íntimo o imprudente como para dejárselo saber a otra persona en ese determinado momento. No obstante, también oí a muchas personas hablar francamente con mi madre sobre lo que antes habían evitado, reacción que a mi juicio tenía menos que ver con la naturaleza inquisitiva de mi madre o las preguntas que les formulaba con prudencia, que con la forma gradual en que la iban aceptando como un sujeto leal en el que podían confiar. Las mejores dientas de mi madre eran mujeres que no necesitaban tanto trajes nuevos como satisfacer la necesidad de comunicarse.

La mayoría había nacido en familias privilegiadas de Filadelfia, de abolengo alemán o anglosajón, y en general eran altas y de tallas grandes, como lo tipificaba Eleanor Roosevelt. Sus rostros tostados por el sol, correosos y apuestos, se habían dorado ante todo por su devoción a la jardinería, que describían a mi madre como su afición veraniega preferida. Reconocían no haber ido a la playa desde hacía muchos años, desde cuando llevaban, me figuro, bañadores de diseño tan púdico que el salvavidas no les habría echado un segundo vistazo.

Mi madre se había criado en Brooklyn en un barrio habitado principalmente por familias de inmigrantes italianos y judíos; y si bien había adquirido algo de mundo y sentido de la moda en los cuatro años prematrimoniales que trabajó como compradora para la tienda por departamentos más grande del distrito, poco sabía de la Norteamérica protestante antes de casarse con mi padre. Éste había salido de Italia para vivir por poco tiempo en París y Filadelfia antes de establecerse en la isla pacata de Ocean City, donde montó un negocio de sastrería y lavado en seco, y más adelante, en sociedad con mi madre, la boutique de ropa. Aunque el modo de ser reservado y exigente de mi padre y el cuidado diario que ponía en su apariencia le prestaban un aire de compatibilidad con los más atildados prohombres de la ciudad, fue mi expansiva madre quien entabló las relaciones sociales de la familia con los sectores prominentes de la isla, cosa que consiguió por medio de esas mujeres que cultivaba primero como dientas y finalmente como amigas y confidentes. Recibía a las damas en la tienda como en su propia casa, guiándolas hacia las butacas de cuero rojo a la entrada de los probadores mientras les ofrecía enviarme al drugstore de la esquina por gaseosas y té helado. No permitía que las llamadas telefónicas interrumpieran sus coloquios, dejando que mi padre o alguna empleada tomaran los recados; y aunque hubo una o dos señoras que abusaron de su paciente escucha, parloteando durante horas enteras y a la postre induciéndola a esconderse en el almacén la siguiente vez que las vio venir, casi todo lo que oí y presencié en la tienda resultó ser harto más interesante y educativo que lo que aprendía de los censores de hábitos negros que me enseñaban en la escuela parroquial.

En efecto, en las décadas transcurridas desde que salí de casa, tiempo durante el cual he conservado un claro recuerdo de mi juventud de espía a hurtadillas y de las voces femeninas que le dieron expresión, se me ha hecho claro que muchas de las cuestiones sociales y políticas que se han debatido en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX (el papel de la religión en la alcoba, la igualdad racial, los derechos de la mujer, la conveniencia de las películas y las publicaciones con contenidos de sexo y violencia) se ventilaron en la boutique de mi madre mientras yo me hacía mayor en los años de la guerra y la posguerra de la década de 1940.

Aunque me acuerdo de mi padre cuando oía a altas horas de la noche las noticias de la guerra en su radio de onda corta en nuestro apartamento encima de la tienda (sus dos hermanos menores estaban por entonces enrolados en el ejército de Mussolini y luchaban contra la invasión de Italia por los aliados), un sentimiento más íntimo del conflicto me llegó por medio de la mujer deshecha en llanto que vino una tarde a nuestra tienda con la noticia de la muerte de su hijo en un campo de batalla italiano, aviso que despertó la más honda solidaridad y compasión en mi madre… mientras mi conmocionado padre se quedaba encerrado en su taller de sastre en la parte de atrás del edificio. Recuerdo también a otras mujeres quejarse en esos años de que sus hijas abandonaban el colegio para «escaparse» con algún militar o para trabajar de voluntarias en hospitales de los que muchas veces no volvían a casa por la noche, o de que sus maridos cuarentones habían sido vistos de juerga en Atlantic City después de haber atribuido sus ausencias de casa a trabajos de supervisores en alguna fábrica de guerra en Filadelfia.

Las exigencias de la guerra y las excusas a que daba pie se presentaban de modo manifiesto y oportuno por doquier; pero pienso que los grandes acontecimientos influyen en las comunidades pequeñas de maneras que ilustran como ninguna otra acerca de las personas implicadas, ya que la gente realmente se involucra más en los sitios en donde todos se conocen (o creen conocerse) entre sí, donde hay menos paredes detrás de las cuales ocultarse, donde los sonidos vuelan más lejos y donde el ritmo menos apresurado permite una mirada más detenida, una percepción más profunda y, como lo ejemplificaba mi madre, el ocio y el lujo de prestar oído.

No sólo recibí de ella la primera enseñanza que me sería fundamental en mi trabajo posterior como escritor de no ficción que practica la literatura de la realidad, sino que de mi crianza en torno de la tienda también obtuve cierto entendimiento de otra generación, la cual encarnaba una diferencia de estilo, actitud y procedencia que no habría encontrado en mis experiencias habituales en casa o en el colegio. Aparte de las dientas de mi madre y los maridos que de vez en cuando las acompañaban, el lugar era frecuentado por las empleadas que ayudaban a mi madre con las ventas y la contabilidad en el trajín de los meses de verano; por los viejos sastres a medio jubilar que trabajaban con mi padre en el cuarto de atrás arreglando trajes y vestidos (y, no de modo infrecuente, tratando de quitar manchas de whisky de la ropa de los numerosos bebedores furtivos de la población); por los muchachos de los últimos cursos del colegio que conducían los camiones de reparto de la planta; y por los negros itinerantes que manejaban las máquinas de planchado. Todos los planchadores tenían pies planos y habían sido rechazados para el servicio militar en la Segunda Guerra Mundial. Uno de ellos era un musulmán militante, quien por primera vez me hizo ser consciente de la ira negra en una época en que hasta el ejército de Estados Unidos segregaba por motivos raciales.

—Me recluten o no —solía oírle decir—, ¡lo que es a mí nunca me van a hacer pelear en esta guerra de blancos!

Otro planchador que en esos tiempos trabajaba en la tienda, un hombre enorme de cabeza rapada y antebrazos con cicatrices de navaja, tenía una mujer menuda y vivaracha que con regularidad irrumpía en el bochorno del cuarto trasero a regañarlo a gritos por su costumbre de jugar la noche entera y otras indiscreciones de ese tipo. Recordé su belicosidad muchos años después, en 1962, cuando investigaba para un artículo en la revista Esquire sobre el ex campeón de los pesos pesados Joe Louis, con quien había salido de farra por varios night-clubs de Nueva York en vísperas de nuestro vuelo de regreso a su casa en Los Ángeles. En el área de equipajes en Los Ángeles fuimos recibidos por la (tercera) señora del púgil, quien rápidamente provocó una riña doméstica que me proporcionó la escena introductoria del artículo periodístico.

Después de que mi colega Tom Wolfe lo hubo leído, le atribuyó públicamente el haberlo iniciado en una nueva forma de no ficción, forma que ponía al lector en estrecho contacto con personas y lugares reales mediante el fiel registro y empleo de diálogos, entornos, detalles personales íntimos, incluyendo el uso del monólogo interior —mi madre les preguntaba a sus amigas: «¿En qué estabas pensando cuando hiciste tal y tal cosa?», y yo les hacía la misma pregunta a los sujetos de mis artículos posteriores—, además de otras técnicas que desde tiempo atrás se asociaban con los dramaturgos y los escritores de ficción. Aunque el señor Wolfe proclamó que mi escrito sobre Joe Louis era emblemático de lo que él llamaba «el Nuevo Periodismo» creo que fue un cumplido inmerecido, puesto que yo no había escrito entonces, ni desde entonces, nada que considerara estilísticamente «nuevo», dado que mi tratamiento de la investigación y del relato se había desarrollado a partir de la tienda de la familia, teniendo ante todo como foco e inspiración las imágenes y sonidos de esas personas mayores que veía interactuar allí todos los días como los personajes de una obra victoriana: las damas enguantadas de blanco que tomaban asiento en las butacas de cuero rojo, embebidas en paliques a mitad de la tarde mientras extendían la vista más allá del toldo de la tienda hacia el distrito comercial, caliente y bruñido por el sol, en un tiempo que parecía pasar de largo sin tocarlas.

Pienso en ellas ahora como la última generación de novias vírgenes de Norteamérica, las veo como las representantes de las estadísticas de pasividad del Informe Kinsey: mujeres que no practicaron el sexo prematrimonial, ni el extramatrimonial, ni siquiera la masturbación. Me imagino que casi todas ellas habrán partido de la faz del planeta, llevándose consigo sus valores anticuados firmemente atados con cuerdas de pudor. En otras ocasiones detecto algo de su vitalidad reencarnada (junto con la vigilancia de las monjas de mi escuela parroquial) en el espíritu neovictoriano de los años noventa: su mano en la redacción del código de citas de parejas del Antioch College, sus voces en armonía con el feminismo antiporno, su presencia cerniéndose sobre nuestro gobierno como una institutriz.

Pero mi recuerdo de las damas enguantadas de blanco sigue siendo benigno, ya que ellas y las demás personas que compraban o trabajaban en la tienda de mis padres (más la curiosidad que me transmitió mi madre) despertaron mi temprano interés en las sociedades pueblerinas, en las preocupaciones más habituales del común de las gentes. En realidad, cada uno de mis libros se inspira de algún modo en elementos de mi isla y sus pobladores, representantes típicos de los millones que alternan entre sí todos los días en las tiendas, cafés y paseos de los pueblos, aldeas suburbanas y barrios de todas las ciudades. Con todo y eso, a menos que tales individuos se vean implicados en delitos u horribles accidentes, su existencia suele ser olvidada tanto por los medios como por los historiadores y biógrafos, que tienden a fijarse en las personas que se dan a conocer de forma descarada o evidente, o que descuellan entre la multitud como líderes o realizadores de hazañas, o por llegar a ser, por un motivo u otro, renombrados o tristemente célebres.

Una consecuencia es que la vida «normal», cotidiana, de Norteamérica se describe principalmente en la «ficción»: en las obras de novelistas, dramaturgos y cuentistas tales como John Cheever, Raymond Carver, Russell Banks, Tennessee Williams, Joyce Carol Oates y otros, quienes tienen talento creativo para elevar la vida ordinaria a la categoría de arte y volver memorables las experiencias y preocupaciones corrientes de hombres y mujeres merecedores del llamamiento de Arthur Miller por el bien de su sufrido viajante: «Hay que prestar atención».

No obstante, yo siempre he creído, y he esperado demostrarlo con mis intentos, que también hay que prestarle atención a la gente «común» en la no ficción, y que, sin cambiar nombres o falsificar los hechos, los escritores podían producir la que esta antología llama una «Literatura de la Realidad». Diferentes autores reflejan, por supuesto, distintas concepciones de la realidad. En mi caso se reflejan la mirada y la sensibilidad de un forastero norteamericano pueblerino cuya vista exploratoria del mundo viene acompañada de la esencia de la gente y el lugar que dejé atrás, la población desatendida, no noticiable, que está por todas partes pero que rara vez es tenida en cuenta por los periodistas y otros cronistas de la realidad.

Mi primer libro, Nueva York: los paseos de un afortunado, publicado en 1961, presenta el carácter pueblerino de los barrios neoyorquinos y saca a la luz las vidas interesantes de ciertos personajes oscuros que habitan en las sombras de la imponente ciudad. Mi siguiente libro, El puente, publicado en 1963, se centra en las vidas y amores íntimos de unos obreros del acero que conectan una isla con un puente, alterando el carácter de esa tierra y sus pobladores. Mi primer best-seller, de 1969 y titulado El reino y el poder, describe los antecedentes familiares y las relaciones interpersonales de mis viejos colegas del New York Times, donde trabajé entre 1955 y 1965. Fue mi único trabajo de tiempo completo, y pasé todos mis años allí en la sala de redacción principal de la calle 43, a la vuelta de Broadway. Dicha sala era mi «tienda».

Mi siguiente best-seller, Honrarás a tu padre, fue escrito como reacción a la turbación defensiva de mi padre por la proliferación de apellidos italianos dentro del crimen organizado. Crecí oyéndolo alegar que la prensa norteamericana exageraba el poder de la mafia y el papel de los gángsteres italianos en su seno. Si bien mis investigaciones habrían de desmentirlo, el libro que terminé en 1971 (habiendo conseguido acceso a la mafia a través de un miembro italoamericano cuya confianza y amistad me dediqué a cultivar) versaba menos sobre tiroteos que sobre la insularidad que distingue las vidas privadas de los gángsteres y sus familias.

En respuesta a la represión sexual y la hipocresía que tan presentes estuvieron en mis años de formación, escribí, dedicándolo casi a las dientas de la boutique de mi madre, La mujer de tu prójimo. Publicado en 1980, rastrea la definición y redefinición de la moralidad desde mi adolescencia en los años treinta hasta la era liberada de antes del sida que se prolongó hasta los años ochenta: medio siglo de cambios sociales que narraba en el contexto de unas vidas corrientes llevadas por hombres y mujeres del común en todas partes del país.

El capítulo final de ese libro alude a la investigación que realicé entre unos nudistas que tomaban el sol en una playa privada localizada veinte millas al sur de mi isla nativa, playa que visité sin ropa y en la que pronto descubrí que era observado por unos voyeurs que se empinaban con sus prismáticos a bordo de los varios veleros anclados en los que habían venido desde el Ocean City Yacht Club. En mi anterior libro sobre el Times, El reino y el poder, había descrito mi profesión de antaño como voyeurista. Pero allí, en esa playa nudista, sin un carné de prensa ni una hebra de ropa, mi papel se invirtió súbitamente. Ahora era yo el observado, ya no el observador. Y no hay lugar a dudas de que el siguiente y más personal de mis libros, Unto the Sons [A los hijos], publicado en 1991, avanza a partir de esa última escena en La mujer de tu prójimo. Es el resultado de mi voluntad por revelarme, junto con mi pasadas influencias, en un libro de no ficción sin cambiar los nombres de la gente o los lugares que moldearon mi carácter. También es un modesto ejemplo de lo que pueden hacer los escritores de no ficción en estos tiempos de franqueza creciente, de leyes más liberales respecto a la difamación y la invasión de la privacidad, pero asimismo de oportunidades que se expanden para explorar una amplia variedad de temas, así fuera, como en mi caso, desde los estrechos confines de una isla.

Abandoné la isla en el otoño de 1949 para asistir a la Universidad de Alabama. Tenía diecisiete años, cicatrices de acné y una inseguridad para relacionarme que no había experimentado siendo más joven. El confort que había encontrado entre mis mayores en mis días de recadero de la tienda de mis padres, y los corteses y muy idiosincrásicos «modales de tienda» que había heredado de mi madre y que me habían congraciado con las encopetadas mujeres que eran asiduas dientas de su boutique en el verano, no me habían significado ninguna ventaja para los meses húmedos y desiertos de fuera de temporada en los que iba a la escuela secundaria. Para la mayoría de los adolescentes con quienes compartí las aulas durante cuatro años en un frío edificio de ladrillo a dos manzanas del océano, yo era su condiscípulo apenas de nombre.

Se me tachaba diversamente de ser «distante», «complicado», «distraído», «engreído», «raro», «de otro mundo»; o al menos así me describieron unos cuantos antiguos compañeros años después en una reunión de ex alumnos a la que asistí. También recordaban que en esa época del colegio yo parecía algo «mayor» que los demás, impresión que atribuyo en parte a ser el único estudiante que todos los días iba a clase vestido con chaqueta y corbata. Pero aunque pareciera tener más años, no me sentía mayor que nadie, ni mucho menos líder en ninguna de las áreas que nos servían para juzgarnos mutuamente: la deportiva, la social o la académica.

En los deportes, tenía una constitución demasiado fina y carecía de rapidez para formar parte del equipo de fútbol americano; en baloncesto era un defensa suplente que se limitaba a calentar el banquillo; y en el béisbol era un pasable bateador de contacto y paracortos, con «buenas manos» pero con un brazo errático en los lanzamientos, de tal manera que el entrenador me incluía en la formación inicial a regañadientes y esporádicamente. Mis principales contribuciones deportivas solían venir después de los partidos, cuando volvía a casa y en la máquina de escribir de la tienda hacía notas sobre los encuentros para el semanario de la población y a veces para el diario que se editaba en la vecina Atlantic City. No era una labor que yo hubiera buscado en un principio. Desde tiempo atrás los entrenadores auxiliares tenían el deber de pasar por teléfono a la prensa los resultados y dar los informes de los partidos que los editores consideraban demasiado insignificantes como para enviar a uno de sus hombres a cubrirlos. Pero una tarde durante mi primer año, el entrenador auxiliar del equipo de béisbol protestó porque estaba demasiado ocupado para llevar a cabo esa tarea; y por alguna razón el entrenador titular me la encomendó, a lo mejor porque en ese momento me vio parado ahí en el vestuario sin hacer nada, y porque sabía además que yo era suscriptor de revistas de deportes (que él pedía prestadas con frecuencia y nunca devolvía). Suponiendo equivocadamente que aliviar los deberes de prensa del departamento de deportes me granjearía la gratitud del entrenador y me traería más tiempo en las canchas, acepté el trabajo y hasta lo adorné mediante el empleo de mis habilidades mecanográficas para componer mis propios relatos de los partidos, en lugar de pasar simplemente por teléfono la información a los periódicos. A consecuencia de ello mi nombre aparecía a veces al pie de artículos en los que me veía obligado a dar cuenta de mis deficiencias como deportista: El partido se fue de las manos en la octava entrada cuando, con las bases ocupadas, el lanzamiento a ciegas del paracortos Talese rebotó fuera del alcance del primera base y rodó al pie de las tribunas

Aunque en el colegio había numerosas jovencitas por las que me sentía atraído, era muy tímido, y más después de mi brote de acné, para invitar a alguna de ellas a salir. Y si bien dedicaba todas las tardes horas enteras a mis textos escolares, lo que más cautivaba mi interés en esos libros eran algunas ideas y observaciones que los profesores invariablemente consideraban baladíes y que nunca incluían entre las preguntas que formulaban en sus cuestionarios y exámenes. A excepción de mis excelentes notas en el curso de mecanografía, dictado por una pechugona amante de la ópera, de trenzas rubias y amiga de mi madre (y que me hizo sentir en la gloria un día en que comparó mis dedos ágiles con los de un joven pianista clásico admirado por ella), mis calificaciones estaban por debajo del promedio en casi todas las materias; y al terminar la primavera de 1949 me gradué de bachiller entre el tercio inferior de mi grupo.

A mi consternación contribuyó, más tarde en el verano, el rechazo de cada una de las doce instituciones superiores a las que me presenté en el estado donde residía, Nueva Jersey, y los vecinos. Cuando me puse en contacto con la secretaria del director, averiguando los nombres y direcciones de otros planteles a los que pudiera aspirar, el director en persona hizo una rara e inesperada visita a la tienda de mis padres. En ese momento yo me hallaba en la oficina con balcón de mi padre, que daba al salón principal de la tienda, revisando en su escritorio la lista de repartos vespertinos que tenía por delante en mi calidad de conductor durante el verano de una de las furgonetas de la lavandería. No me percaté de la llegada del director hasta que oí su conocido vozarrón estentóreo saludando a mi madre, que estaba junto a un perchero de vestidos poniendo las etiquetas de precios a las nuevas mercancías de otoño que yo había desembalado más temprano.

Los atisbaba con inquietud, agazapado detrás de una de las palmeras en macetas que bordeaban la repisa del balcón. Vi salir a mi padre del taller de sastrería, darle la mano al director e ir a reunirse con mi madre delante de un mostrador, mientras el director carraspeaba sonoramente, como hacía siempre en el salón de actos antes de hacer un anuncio. El hombre, delgado, de gafas, de pelo gris rizado, llevaba como de costumbre una camisa blanca de cuello redondeado y adornada con un corbatín de lunares, y colgando de una leontina de oro que le cruzaba el chaleco de su terno beige llevaba la llave de la confraternidad Phi Beta Kappa, que yo veía centellear a una distancia de diez metros. Mi padre, que vestía a la medida, puesto que él mismo era su mejor cliente, también iba muy atildado; pero el director tenía un porte altivo que de alguna manera empequeñecía a mi padre, o así me parecía, y que me hacía sentir incómodo aunque no producía ningún efecto evidente en mi padre. Aguardaba él en calma al lado de mi madre, con los brazos cruzados, reclinándose muy levemente contra el mostrador, a la espera de que el director hablara.

—Siento mucho preocuparlos a ambos con esto —empezó a decir, sin sonar para nada apenado—, porque sé que su hijo es un joven excelente. Pero me temo que no tiene madera para la universidad. Él insiste en seguir enviando solicitudes de admisión, cosa que siempre le he desaconsejado, y ahora apelo a ustedes para que lo disuadan.

Se detuvo, como si esperara alguna objeción. Al ver que mis padres guardaban silencio, prosiguió en un tono más suave, incluso de comprensión:

—Oh, ya sé que quieren lo mejor para su hijo. Pero ambos trabajan duro para ganarse su dinero. Y detestaría ver que lo desperdician tratando de instruirlo. De veras creo que más les convendría, a ustedes y a su hijo, si lo dejaran aquí en el negocio y lo prepararan tal vez para hacerse cargo algún día, en lugar de acariciar la idea de enviarlo a la universidad y…

Mis padres lo escuchaban en silencio y yo miraba al trío desde arriba, humillado pero no sorprendido por lo que estaba oyendo, pero de todos modos decepcionado de que mis padres no dijeran nada en mi defensa. No era que me molestara la idea de hacerme cargo del negocio. Como único hijo varón y el mayor de sus dos vástagos, aquello a veces se me hacía inevitable, y acaso fuera mi mejor futuro. Pero también estaba ansioso de escapar de la monotonía de la vida de la isla, que especialmente en invierno llegaba a ser desoladora; y veía en los estudios superiores una salida, un destino para el cual había ahorrado desde siempre mis ingresos de la tienda y para el cual mis padres me habían prometido aportar lo que faltara. Con todo, no estaba muy seguro de qué le serviría a mi profesión una educación superior, ya que dudaba de que fuera a tener una profesión; a no ser, como argumentaba convincentemente el director, dentro de los límites de la tienda.

En las semanas que siguieron, tal vez por reacción a las cartas de rechazo que se acumulaban, mi padre me había repetido varias veces la propuesta que me había hecho meses atrás de enviarme a París a estudiar corte y confección al estilo clásico, tal como los practicaban sus primos italianos de la rue de la Paix. A la postre podría convertirme en un diseñador de alta costura de trajes y de vestidos para damas, me explicaba mi padre, añadiendo con entusiasmo: «¡Ah, ahí es donde está el dinero!». El renombrado modisto Emanuel Ungaro había trabajado antaño como aprendiz de sastre en la firma del primo de mi padre, y ni yo mismo descartaba la idea de buscar dicho aprendizaje, durante ese verano de incertidumbre después de haber salido del colegio.

Para mí, el periodismo era otra opción posible. Además del reporterismo deportivo que hacía para el semanario del pueblo, en mi primer año de secundaria había ofrecido redactar una pieza no deportiva llamada «High School Highlights» [Sucesos colegiales], una columna dedicada a los programas y actividades estudiantiles en las tablas, el arte, la música y el trabajo comunitario, y a ciertos actos sociales como los bailes de cada curso y galas de graduación que yo había evitado siempre. Al editor le gustó mi idea y yo acepté con la condición de que no esperaba una paga más alta que la tarifa deportiva que ya habíamos convenido, que era de diez centavos por pulgada de texto, medido en las páginas impresas de la publicación. Por la columna y las notas deportivas combinadas recibí pronto cheques semanales que iban de los dos a los cuatro dólares: suma muy inferior a la que se pagaba al más ínfimo aprendiz de sastre en París, recalcaba mi padre; pero por otro lado yo me veía recompensado de manera privada.

Aunque seguía sin invitar a muchachas a los bailes, a veces asistía a ellos solo, en mi nuevo papel de columnista social. Para los individuos tímidos y curiosos como yo, el periodismo era el interés ideal, un medio que permitía trascender las limitaciones de la reticencia. También proveía excusas para indagar en las vidas ajenas, formulando preguntas con un sobreentendido y esperando respuestas razonables; como también podía desviarse para ponerlo al servicio de toda suerte de designios personales.

Por ejemplo, cuando mi perrito mestizo se escapó de casa un día en que yo estaba en el colegio (aunque mi madre lo negaba con insistencia, siempre he creído que ella lo regaló o hizo que «salieran» de él, debido a mi reiterada incapacidad para mantenerlo fuera de la tienda), convencí al editor de que me dejara escribir un artículo especial sobre el refugio de animales de la localidad, idea surgida de la vana ilusión de que allí encontraría a mi mascota o que al menos allí confirmaría mis peores sospechas acerca de mi madre, cuya amabilidad con los clientes no se extendía a los animales. Sin embargo, después de tres prolongadas visitas al refugio, donde no obtuve rastros de la vida o la muerte de mi perro, lo que sí descubrí por vez primera fue el «poder de la prensa»; o, más bien, los muchos privilegios y prebendas que podía acaparar alguien movido por intereses personales como yo, cuando pasaba por periodista imparcial. Los principales protectores de los animales del pueblo, incluyendo a los filántropos que ayudaban a financiar el refugio, me recibieron cordialmente todas las veces que acudí a examinar las estrepitosas jaulas de acero que contenían animales recién traídos; y también se me dio acceso (a solas) a los archivadores de la oficina, en los que no sólo había documentos públicos y estadísticas de mascotas perdidas y encontradas, sino también varias multas de aparcamiento sin pagar que le habían estampado al automóvil particular del perrero, junto con unas cartas de amor amarillentas y traspapeladas que años atrás había recibido una ya fallecida secretaria voluntaria del refugio. Encontré en los archivos los registros mortuorios pertenecientes a un cementerio de mascotas en las afueras de Atlantic City del que yo nunca había sabido; y cuando le mencioné esto al director del refugio, insistió en llevarme allí en su coche…, llenándome de renovados miedos y esperanzas de dar por fin con el último paradero de mi chucho perdido.

Pero después de conocer al guardián principal del extenso y arbolado campo de enterramientos, sembrado de estatuas, cruces y otros monumentos de piedra que honraban el recuerdo de unas ochocientas mascotas —perros, caballos, gatos, monos, conejillos de Indias, canarios, loros, cabras, ratones—, recibí confirmación de que allí no habían traído recientemente ningún perro mestizo que correspondiera con mi descripción. No obstante, mi interés por el cementerio de mascotas no decayó, y con la anuencia del guardián regresé, solo, varias veces y en el furgón de la lavandería a aquel lugar, que estaba en tierra firme, a unas diez millas del puente de la isla. Permanecía hasta después de la caída del sol y me paseaba delante de las lápidas, en las que a menudo, sobre sus nombres, había retratos de las mascotas y las palabras de afecto de sus dueños, sin buscar ya más los rastros de mi propio perro y obedeciendo en cambio a la enorme tristeza y sensación de pérdida que ahora me ligaban a aquel sitio.

Había allí dolientes que lloraban la muerte de sus animales con gestos humanos: decoraban las tumbas con flores y, como me contó el guardián, enterraban a menudo a sus mascotas en ataúdes de cabritilla blanca en criptas de hormigón y tapando con pañuelos de seda las caras de las mascotas cuando se llevaban a cabo los oficios, oficios que a veces incluían procesiones fúnebres, portaféretros y réquiems. Numerosas personas ricas y famosas, cuyas mascotas habían muerto mientras los dueños estaban de visita o trabajando en Atlantic City, habían escogido ese sitio para su sepultura. Entre ellos se contaban el inversor J. P. Morgan, el compositor Irving Berlin y la actriz de cine Paulette Goddard. Algunos de los animales enterrados se habían labrado su propia distinción: allí estaban los restos de Amaz el Salvaje, un célebre perro de exhibición considerado el último galgo ruso criado por la familia de los Romanoff; Cootie, la mascota venerada por la Compañía de Infantería 314 que había hecho historia en la Primera Guerra Mundial, y Rex, un perro que actuó en muchos escenarios de Atlantic City y de todo el país.

El cementerio había sido fundado en los albores del siglo XX por un matrimonio amante de los animales que residía en Atlantic City y cuya costumbre de proveer de exequias y lápidas en el patio trasero a sus mascotas fallecidas había merecido la aprobación de los vecinos que poseían mascotas, seguida del deseo de dichos vecinos de compartir el espacio y los costos de su mantenimiento. Tras la muerte de la pareja original, el cementerio fue adquirido y ampliado por una mujer que frisaba los setenta y cinco cuando el guardián me la presentó; y de ella, sin tener que rogarle mucho, obtuve la cooperación que necesitaba para escribir el que esperaba que fuera a ser un largo y conmovedor artículo sobre el cementerio.

La historia poseía los elementos que despertaban mi interés. Me unía con ella un vínculo personal. Su interés humano era de carácter perdurable. Y tenía lugar en un sitio recóndito que hasta entonces había eludido la atención de otros escritores o periodistas. Puesto que ya había cumplido mi obligación con el editor en relación con el refugio para animales de la isla (había escrito una breve nota sin firma anunciando la última campaña del director para recolectar fondos), estaba en libertad de presentar esta historia más interesante en un medio donde pudiera atraer más lectores; a saber, en el periódico Atlantic City Press. Un redactor de mesa del Press que me conocía por mis tareas deportivas me dio el nombre del editor de Área Suburbana, a quien debería enviarle el artículo; y a las dos semanas de haberlo puesto en el correo recibí su nota de aceptación, junto con un cheque por una suma lo bastante pasmosa para impresionar a mi padre por un tiempo: veinticinco dólares.

El artículo de dos mil palabras se imprimió con mi nombre en la parte de arriba de la sección de temas suburbanos, debajo de un titular a dos líneas y cuatro columnas acompañado de una imagen grande del campo tomada por un fotógrafo del diario. Aunque estaba a diez años del escueto estilo literario que aspiraría lograr en mi época de escritor para la revista Esquire, el texto del cementerio mostraba signos tempranos de mi todavía presente interés por suministrar a los lectores detalles precisos (El señor Hillelson le hizo a su perro Arno un funeral con diez portaféretros y un desfile de tres automóviles por las calles…), aunque también tenía su poquito de la sensiblería que me había transmitido la dueña del cementerio y a la que no me pude resistir (… mientras su perro bajaba a la fosa, el ciego anciano se levantó, exclamando: «¡Ay, Dios! ¡Primero te llevas mis ojos y ahora a mi perro!»).

La respuesta al artículo fue instantánea. Recibí numerosas llamadas telefónicas y cartas de felicitación de lectores de sitios tan lejanos como Trenton y Filadelfia, así como comentarios tanto del editor de Área Suburbana como del de mi isla, en los que sugerían que podía tener futuro en algún área del reporterismo o las letras. Ninguno de ellos había cursado estudios superiores, datos que yo les había sonsacado cuando empezó a ser claro que ése también sería mi destino. Pero en sus casos no había sido el «destino», según lo subrayaban: como tantos otros periodistas de su generación, habían rehuido la universidad por elección, en la creencia de que ésta imbuía cierto afeminamiento en una ruda profesión que en ese entonces estaba contagiada del espíritu farolero de la «Primera Plana», de reporteros que hablaban como detectives de la gran ciudad y que escribían a máquina, si acaso, con dos dedos.

No sé si me consolaba con aquellas imágenes en el balcón donde me agazapaba a escuchar mientras el director me describía como mal preparado para la universidad. Sólo me acuerdo, como dije anteriormente, de una vaga y persistente vergüenza por mi ínfimo prestigio académico, y la desilusión de que mis padres no cuestionaran el juicio que el director hacía de mí, cosa que me llevaba a preguntarme si a lo mejor no estarían sintiendo un alivio secreto: en cuanto al almacén, el asunto de la sucesión quedaba resuelto.

Cuando el director se hubo marchado y mis padres se pusieron a conversar en voz baja junto al mostrador, me dejé caer suavemente en la silla de mi padre y contemplé con desgana la ruta de repartos desplegada sobre el escritorio. Me quedé allí varios minutos, sin saber qué hacer, sin siquiera saber si mis padres sabían que estaba allá arriba; hasta que oí de pronto la voz de mi padre, que me llamaba del pie de la escalera.

—Tu director no es muy inteligente —dictaminó, sacándose un sobre del bolsillo del pecho y ordenándome que bajara a leerlo; y, esbozando una sonrisa, me dijo—: Vas a la universidad.

El sobre contenía una carta de admisión de la Universidad de Alabama. Me enteré después que hacía un mes mi padre había discutido mis tropiezos con un compañero de los rotarios a quien le hacía trajes, un doctor nacido en Alabama que practicaba la medicina en la isla desde mediados de los años veinte. Era además nuestro médico de cabecera y, para suerte mía, un influyente ex alumno de la Universidad de Alabama. Aparte de esto, su cuñada era mi profesora de mecanografía, cuya limitada pero elogiosa opinión sobre mis aptitudes representaba el voto de confianza más rotundo a que podía aspirar entre el profesorado local; y tal parecía que ella, junto con el doctor, habían escrito de manera tan positiva y convincente sobre mí al decano de Alabama, alegando que tenía un potencial de crecimiento mayor de lo que dejaban ver mis calificaciones del colegio, que fui admitido al curso de novatos de la institución.

A mi favor quizás jugaba también el interés que por esos días muchos planteles sureños tenían de traer a sus campus, blancos como azucenas y de cepa muy nativa, un poco de diversidad de fuera del estado, que abarcara a estudiantes de origen eslovaco, griego, italiano, judío, musulmán o cualquier otro, excepto negro. Mucho antes de que los términos «acción afirmativa» y «cuotas» para minorías se empezaran a usar, sentimientos de esa índole existían de modo no oficial en lugares como Alabama respecto a la descendencia de personas que el Klan definiría como ligeramente blancas; y creo que yo me beneficié de esa lenta tendencia hacia la tolerancia. Cuando leí la carta de mi padre, sin embargo, me di cuenta de que ignoraba dónde estaba Alabama; y cuando la encontré en un mapa, sentí alguna desazón por matricularme en una institución tan lejos del hogar. Pero en el puente del día del Trabajo, mientras muchos de mis compañeros bachilleres se disponían a dejar la isla con destino a un campus dentro del mismo estado o en los vecinos de Nueva York y Pensilvania, yo me alegraba de que fuera a estar tan lejos de ellos, en donde nadie me conocía. Nadie sabría quién era yo, quién había sido. Podía dar por quemadas mis calificaciones de secundaria. Podía empezar de nuevo, tener otra oportunidad. Mientras mis padres y mi hermana menor me acompañaban, en una tarde suave de principios de septiembre de 1949, más allá de las columnas de piedra de la estación de ferrocarril de Filadelfia, donde en breve subiría a uno de los vagones recubiertos de chapa a lo largo de los cuales había un letrero aerodinámico que decía: The Southerner, me imaginaba estar sintiendo lo que mi padre había sentido veinticinco años atrás cuando se marchó de Europa, a los diecisiete años, con rumbo a América. Yo era un inmigrante que empezaba una nueva vida en una nueva tierra.

El tren atravesó en la noche, traqueteando lentamente, el valle de Shenandoah en Virginia, las Carolinas, Tennessee, hasta la punta noroeste de Georgia. El coche estaba lleno de atractivos, amistosos y pulcros jóvenes de ambos sexos que conversaban cordialmente y no paraban de reír, y que viajaban con sus chaquetas de paño escocés y abrigos de lana de camello doblados de cualquier modo en los portaequipajes de encima, al lado de sus maletas cubiertas de pegatinas que rezaban: «Duke», «Sweet Briar», «Georgia Tech», «LSU», «Tulane», pero no, me alegró constatarlo, «Alabama». Aún seguía yo un rumbo singular.

No me quedé en el vagón cafetería, en cuyo suelo jugaba a los dados un grupo de jóvenes bulliciosos de unos veinticinco años, estudiantes del programa educativo para ex combatientes. Me enteré de esto cuando oí rezongar a dos botones negros por el alboroto; pero como ni el uno ni el otro hicieron nada para detenerlo, éste siguió durante las dieciocho horas que estuve a bordo. Pasé la mayor parte de ese tiempo mirando por la ventanilla el borroso paisaje nocturno, tratando de memorizar algunos de los extraños y mal iluminados nombres de estación de los pequeños pueblos por donde pasábamos; y como no podía dormir, leí algunos capítulos de Los jóvenes leones de Irwin Shaw (creo que haberme dejado ver dos veces con novelas de Irwin Shaw y John O’Hara en la clase de Inglés avanzado no me congració con la seguidora de Virginia Woolf que dictaba el curso), y también en el tren estudié el listado de títulos de la Universidad de Alabama, que había llegado la víspera de mi partida. Tenía pensado graduarme en periodismo. Aunque aún no estaba seguro de que ésa sería mi profesión, creía que matricularme en periodismo sería lo menos duro para mí en el sentido académico. Quería acaparar todas las oportunidades de seguir en la universidad y proteger mi dispensa de estudiante de las garras de la junta de reclutamiento.

Cuando el tren llegó a una población del oeste de Alabama llamada Tuscaloosa, donde fui el único pasajero en apearse, entregué las dos maletas de cuero agrietado que mi padre me había prestado a un negro que llevaba sombrero de copa y conducía una camioneta en la que rápidamente me llevó al que podía haber sido un escenario de Lo que el viento se llevó. Edificios señoriales de antes de la Guerra Civil se erguían dondequiera que miraba por las ventanillas de la camioneta, estructuras que formaban parte del sector más antiguo de la Universidad de Alabama. Algunos habían sido restaurados después de que las tropas de la Unión los hubieran asaltado e incendiado durante aquel conflicto. Ahora todos servían como aulas o como unidades residenciales o sociales para estudiantes, profesores y ex alumnos.

Mi dormitorio quedaba media milla más allá, construido en unas tierras bajas cerca de un pantano, lugar destinado a la expansión edificadora de posguerra que obedecía al crecimiento estudiantil ocasionado por el programa para ex combatientes. Mis aposentos eran pequeños, húmedos, y, como descubriría en breve, estaban penetrados por los olores selváticos que traía el viento desde una fábrica de papel situada fuera de los predios de la institución, en un desvío de la carretera principal. El dormitorio también se veía invadido todas las noches por los alumnos ex reclutas que regresaban de las cervecerías que prosperaban por fuera de los límites del condado «seco» que rodeaba el campus: juerguistas cantarines ansiosos de barajar los naipes y echar los dados con el mismo vigor que les había visto exhibir a los otros veteranos del vagón cafetería.

Pero en vez de molestarme con el alboroto de todas las noches (si bien contribuía poco a él, incluso después de que empecé a hacer amigos en las semanas siguientes), yo tenía más inclinación por aquellos hombres mayores que por mis contemporáneos. Acomodado en mi papel de observador y oyente, me gustaba ver jugar al blackjack y al gin rummy a los ex combatientes y oír sus historias de guerra, su idioma de cuartel, sus chistes verdes. Trasnochados y sin abrir casi nunca un libro, se levantaban todos los días para asistir a clase, o faltar a clase, sin asomo de temor por ir a suspender una materia…, actitud que los exponía a alguna que otra sorpresa. No todos los sobrevivientes de la guerra sobrevivían al primer año en la universidad.

Yo no seguía su ejemplo, claro, al faltarme en esos días confianza para mostrar despreocupación por nada. Pero la cercanía a esos hombres me hacía aflojar un poco, me salvaba de tener que compararme exclusiva y tal vez desfavorablemente con los de mi edad, y parecía producir un efecto positivo en mi salud y mis estudios. Mi acné desapareció casi del todo a los seis meses de haber llegado, cura que podía atribuir a la atmósfera festiva del dormitorio y tal vez incluso al benéfico aunque apestoso olor que provenía de la planta de papel. Aprobé todas las materias del primer semestre, y a finales del curso tuve mi primera cita para tomar café, luego una para el cine y luego el primer beso francés con una rubia de segundo año venida de Birmingham. Estudiaba periodismo pero le esperaba un futuro en la publicidad.

Como estudiante de periodismo estaba con el promedio de la clase, incluso en los dos últimos años, en los que colaboré con el semanario de la universidad y trabajé como corresponsal en el campus para el Birmingham Post-Herald, de la cadena Scripps-Howard. Los profesores tendían a preferir el estilo reporteril del conservador pero muy fidedigno Kansas City Star, donde algunos de ellos habían trabajado como editores o redactores. Tenían pareceres muy definidos sobre lo que constituía una «noticia» y cómo presentar la información noticiosa. Las «cinco Ws»: who, what, when, where, why [quién, qué, cuándo, dónde, por qué] eran las preguntas que para ellos debían responderse de manera sucinta e impersonal en los primeros párrafos de un artículo. Como yo a veces me resistía a esa fórmula y trataba en cambio de comunicar la noticia a través de la experiencia personal del individuo más afectado por ella (influenciado sin duda más por los escritores de ficción que más me gustaba leer que por los adeptos a la no ficción «objetiva»), nunca fui el preferido del profesorado.

No debe inferirse, sin embargo, que hubiera animadversión entre nosotros o que yo fuera un estudiante rebelde. Ellos eran el reflejo de una época que antecedió al surgimiento de la televisión como fuerza dominante en el reportaje de noticias frescas. Yo reflejaba mi peculiar indecisión sobre quién y qué era importante. Al leer periódicos viejos y otras publicaciones anticuadas en la biblioteca de la facultad y en otras partes, como hacía a veces en los ratos de ocio, me parecía que en su mayoría las noticias impresas en las primeras planas eran histórica y socialmente menos reveladoras de su época que lo que aparecía en los anuncios publicitarios y los clasificados regados por las páginas del medio y del final. Los anuncios ofrecían bocetos detallados y fotografías que mostraban las modas imperantes en ese entonces, los modelos de carrocerías de los coches, dónde había apartamentos para alquilar y a qué precio, qué trabajos vacantes había para los empleados de oficina y los obreros; mientras que las primeras páginas se ocupaban principalmente de las palabras y hechos de personajes aparentemente importantes que ya habían dejado de serlo.

En mis años universitarios, que terminaron en 1953, y en los años siguientes en el Times, pedía tareas que no parecieran susceptibles de aparecer en primera página. Incluso cuando me circunscribía a los deportes, ya fuera en Alabama o en el Times, los resultados finales me interesaban menos que quienes jugaban los partidos; y si me ponían a escoger entre quienes personificaban la «Buena Madera» y la «Mala Madera», invariablemente escogía a estos últimos. Cuando me nombraron editor deportivo del periódico de la universidad en el penúltimo año, saqué pleno provecho de mi posición para describir la desesperación del infielder cuyo lanzamiento desviado significaba la derrota, o al jugador de baloncesto sentado en el banquillo que saboreaba la acción únicamente cuando había trifulca, y de muchos otros personajes sin fortuna en las márgenes del campo deportivo. Un artículo que escribí para el periódico de la universidad versaba sobre un corpulento estudiante de dos metros y catorce centímetros de estatura, venido de una agreste zona montañosa, que no sabía jugar, ni quería aprender, ningún deporte. También escribí sobre un negro entrado en años, nieto de esclavos, que era el encargado principal del vestuario del departamento de atletismo; y cómo en esos tiempos que corrían, cuando en los deportes no había ningún contacto interracial, los miembros del equipo de fútbol americano de Alabama, integrado por blancos, comenzaban cada partido sobándole la cabeza al negro para tener buena suerte. Si escribía con mayor compasión sobre los perdedores que sobre los ganadores en mis días de escritor deportivo, era porque las historias de los perdedores me parecían más interesantes, opinión que conservé mucho después de haber abandonado el campus de Alabama. Como cronista deportivo del Times, estuve fascinado con un púgil de los pesos pesados, Floyd Patterson, a quien derribaban una y otra vez pero que persistía en levantarse. Escribí más de treinta artículos diferentes acerca de él en el diario y en la revista dominical del Times y acabé redactando uno largo para la revista Esquire titulado «El perdedor».

Hice esto cuando ya practicaba lo que Tom Wolfe llamó «Nuevo Periodismo», pero, como espero que resulte evidente, éste se cimienta en los tradicionales trotes investigativos, pasando día tras día con el sujeto de la crónica (tal cual pasaba el tiempo en la tienda de mis padres como observador y oyente juvenil) —a veces lo he llamado «el Arte de Pasar el Tiempo»—, y ello forma parte indispensable de lo que motiva mi trabajo, a la par con ese otro elemento que quizás ya he mencionado en exceso, ese don de mi madre: la curiosidad. Mi madre también sabía que había una diferencia entre la curiosidad y el fisgoneo, y esta distinción siempre me ha guiado en relación con mis entrevistados y cómo los presento en la página impresa. Nunca escribí sobre nadie por quien no sintiera un grado considerable de respeto, respeto que es manifiesto en los trabajos que me tomo en mi escritura y en tratar de entender y expresar sus puntos de vista y las fuerzas históricas y sociales que conformaron su carácter, o falta de carácter.

Siempre me ha resultado difícil escribir, y no invertiría el tiempo y el esfuerzo requeridos simplemente para ridiculizar a la gente; y digo esto después de haber escrito sobre gángsteres, pornógrafos y otros que se han ganado la reprobación y el desprecio de la sociedad. Pero en esas personas también había una cualidad redentora que me parecía interesante, una idea equivocada sobre ellos que quería enmendar o una vena oscura sobre la cual esperaba arrojar un poco de luz porque creía que podría alumbrar un área mayor habitada por una parte de todos nosotros. Norman Mailer y Truman Capote han logrado esto escribiendo acerca de asesinos, y otros escritores (Thomas Keneally y John Hersey) nos lo dejan ver a partir de las cámaras de gas de la Alemania nazi y de las emanaciones letales de Hiroshima.

El fisgoneo representa principalmente los intereses de los espíritus mezquinos, el talante de picaflor de los periodistas sensacionalistas y hasta de escritores y biógrafos establecidos que no desperdician ninguna oportunidad de empequeñecer a los grandes nombres, de hacer público el desliz verbal de un personaje, de armar un escándalo por cualquier retozo sexual suyo, así no tenga ninguna relevancia en la actividad política o de servicio público del personaje en cuestión.

He evitado escribir sobre las figuras políticas, dado que el interés que despiertan es siempre pasajero: son personas anticuadas, víctimas del proceso de reciclaje de la política, seres perdidos si dicen abiertamente lo que de veras piensan. La curiosidad me tienta, como dije, del lado de los personajes reservados, de los desconocidos para quienes suelo representar su primera experiencia en ser entrevistados. Podría escribir acerca de ellos hoy, mañana o el año que viene y no habría la menor diferencia en cuanto a su actualidad. Esas personas son intemporales. Podrán vivir mientras viva el lenguaje empleado para describir sus vidas, si ese lenguaje está dotado de cualidades perdurables.

Mi primer escrito para el Times, en el invierno de 1953, después de haberme graduado en junio en Alabama, trataba sobre un hombre anónimo que trabajaba en el corazón de la «Encrucijada del Mundo», en Times Square. En ese entonces yo hacía de mensajero, trabajo que había conseguido la tarde en que entré en el departamento de personal del periódico e impresioné a la directora (como me confesó más adelante) con mi veloz y correcta mecanografía y mi traje en espina de pez hecho a la medida. Unos meses después de haberme empleado, un día a la hora del almuerzo en que vagaba con pasos amodorrados por la zona de los teatros, me quedé mirando el letrero luminoso de cinco pies de ancho que giraba con movimiento rutilante alrededor del elevado edificio de tres lados que daba a la calle 42. En realidad no leía los titulares, sino que me preguntaba: ¿Cómo funciona ese letrero? ¿Cómo se forman las palabras con las luces? ¿Quién está detrás de todo esto?

Entré en el edificio y encontré una escalera. Subí al último piso y descubrí un espacio amplio y de techo alto, como la buhardilla de un artista; y allí, en una escalera de mano, había un hombre que introducía unas cuñas de madera en lo que se parecía a un pequeño órgano de iglesia. Cada una de las cuñas formaba una letra. En una mano el hombre sostenía una tablilla con los últimos boletines de titulares (los titulares cambiaban permanentemente) y en la otra sostenía las cuñas que insertaba en el órgano que creaba las letras del anuncio de tres lados de la pared exterior, el cual contenía quince mil bombillas de veinte vatios.

Estuve viéndolo durante un rato, y cuando se detuvo lo llamé, diciéndole que yo era mensajero en el Times, que quedaba a media manzana de allí y además era propietario de este edificio más pequeño del letrero. El hombre me saludó y, sacando un descanso para tomar café, bajó de la escalera y estuvo conversando conmigo. Me dijo que se llamaba James Torpey, añadiendo que había estado de pie en esa escalera armando titulares para el Times desde 1928. Su primer titular tuvo lugar en la noche de los comicios presidenciales y decía: «¡Hoover derrota a Smith!». Durante veinticinco años este señor Torpey había estado en esa escalera, y a pesar de mi limitada experiencia en el periodismo neoyorquino, yo sabía que ahí había material para una historia. Después de tomar algunos apuntes sobre el señor Torpey en el papel doblado que siempre llevaba en el bolsillo, regresé a la oficina principal, escribí a máquina un corto memorando sobre el tipo y lo puse en el buzón del editor de Noticias Locales. No me pagaban por escribir, únicamente por hacer recados y otras modestas tareas; pero a los pocos días el editor me mandó decir que recibiría con gusto unos cuantos párrafos míos sobre la vida en las alturas del hombre de las bombillas: y aquello se publicó (sin mi nombre) el segundo día de noviembre de 1953.

Ese artículo —junto con la pieza que apareció con mi nombre en la sección de Viajes de la edición dominical del Times, tres meses después, sobre la popularidad de las sillas ambulantes de tres ruedas que transportaban a la gente en el paseo marítimo de Atlantic City— atrajo la atención de los editores. Siguieron otros escritos, incluyendo un artículo en la revista del domingo que el Times publicó en 1955, cuando yo estaba con licencia en el ejército. La crónica trataba sobre una mujer con edad suficiente para ser una de las más venerables dientas de mi madre: una actriz de la pantalla muda llamada Nita Naldi, que antaño fuera protagonista principal en Hollywood al lado de Valentino. Pero en 1954, varias décadas después de la salida de Nita Naldi de la industria del cine, se dio a conocer que un nuevo musical llamado La vampi, y protagonizado por Carol Channing, se estrenaría en Broadway dentro de poco tiempo.

Había leído este dato en la columna de teatro de un tabloide una mañana en el metro camino del trabajo, meses antes de salir para el ejército. En la columna se decía que Nita Naldi vivía recluida en un pequeño hotel de Broadway cuyo nombre no se mencionaba. En ese entonces Nueva York tenía unos 300 hoteles en el área de Broadway. Pasé horas enteras buscando en las páginas amarillas en la sala de redacción del Times, cuando no estaba ocupado en otra cosa. Apuntaba los teléfonos de los hoteles, y más tarde empecé a hacer llamadas desde uno de los teléfonos de la parte de atrás que los mensajeros podíamos usar, lejos del alcance de la vista de los oficinistas de Noticias Locales, amigos de hacer valer su autoridad sobre los mensajeros.

Telefoneé a unos ochenta hoteles en un período de cuatro días, pidiendo cada vez que me conectaran con la suite de la señorita Naldi, hablando siempre con un tono seguro que esperaba diera la impresión de que sabía que ella estaba alojada allí. Pero ningún hotelero había oído hablar jamás de ella. Hasta que llamé al hotel Wentworth y, para sorpresa mía, oí que un hombre me respondía con voz áspera: «Ajá, aquí está, ¿quién pregunta por ella?». Corrí en persona al hotel Wentworth.

A mi juicio, el teléfono es inferior únicamente a la grabadora en su capacidad de socavar una entrevista. En años de mayor madurez, en especial cuando hago giras publicitarias para algún libro mío, yo mismo he sido entrevistado por jóvenes periodistas que traen grabadoras; y mientras me acomodo a responder sus preguntas, los veo ahí, escuchando a medias, tranquilos porque saben que las rueditas de plástico están girando. Pero lo que obtienen de mí (y supongo que de sus otros interlocutores) no es la perla que resulta de la indagación profunda, el análisis perspicaz y mucho trajinar, sino más bien un primer boceto de lo que se me viene en mente, un diálogo a la ligera que muy a menudo reduce los encuentros a una suerte de charlas radiofónicas en letras de molde. En vez de lamentar esta moda, la mayoría de los directores la aprueba tácitamente, puesto que la entrevista grabada que se transcribe fielmente protege al periódico de entrevistados que pudieran alegar haber sido citados de mala fe; acusaciones que en estos tiempos de litigios irreflexivos y costos legales exagerados inquietan e incluso atemorizan a los editores más valerosos e independientes. Otra razón para que los directores acepten la grabadora es porque les permite obtener artículos publicables del montón de escritores independientes y superficiales, con tarifas de pago por debajo de las que esperan y merecen escritores con mayor entrega y ponderación. Con una o dos entrevistas y algunas horas de grabación, un periodista relativamente bisoño puede producir un artículo de 3000 palabras que se apoye ampliamente en citas textuales y (dependiendo en gran parte del valor promocional del tema en el quiosco de revistas) recibir honorarios de escritor que van de unos 500 dólares a un poco más de 2000; pago justo, teniendo en cuenta el tiempo y las habilidades invertidas, pero menos de lo que yo recibía por artículos de longitud y actualidad equivalentes cuando empecé a escribir para las mismas publicaciones nacionales, tales como la revista dominical del Times y Esquire, allá por los años cincuenta y sesenta.

El teléfono es otro instrumento inadecuado para las entrevistas, ya que, entre otras cosas, te impide aprender montones de cosas con sólo observar el rostro y la actitud de una persona, por no hablar del ambiente que la rodea. Creo también que la gente deja ver más de ella si estás presente en forma física; y que mientras más sincero sea tu interés, más probabilidades tendrás de obtener la colaboración de la persona.

El teléfono interno del hotel Wentworth, que sabía que tenía que usar para anunciarle mi llegada a Nita Naldi, no presentaba los mismos inconvenientes que podría tener un teléfono corriente: después de todo, yo estaría llamándola desde su propio edificio; ya estaría ahí, sería una presencia insoslayable.

—Hola, señorita Naldi —dije de entrada, habiéndole pedido a la operadora que me comunicara de una vez sin haberme presentado antes a nadie de la recepción, urbanidad que (recelando del carácter venal de esas personas) podría haber rebotado en contra mía—, soy un joven empleado del Times y estoy abajo en el vestíbulo del hotel y quisiera reunirme con usted durante unos minutos para charlar sobre un artículo para la revista dominical del diario.

—¿Dice que está abajo? —preguntó ella, con un deje de inquietud teatral—. ¿Cómo supo dónde vivía yo?

—Pues llamando a todos los hoteles de Broadway que pude.

—Debe de haberse gastado un dineral, jovencito —dijo ella, con voz más tranquila—. De todos modos no tengo mucho tiempo.

—¿Podría subir a presentarme, señorita Naldi?

Al cabo de una pausa, respondió:

—Bueno, dame quince minutos y sube. Habitación 513. ¡Ay, el cuarto está hecho un desastre!

Subí al quinto piso y no olvidaré nunca ese lugar. Ella ocupaba, con sus cuatro pericos, una pequeña suite, decorada como un plato cinematográfico de principios de siglo. Iba vestida de una manera que sin duda habría atraído al propio Rodolfo Valentino, acaso únicamente a él. Tenía las cejas oscuras y arqueadas, aretes largos y una bata larga, amén de un pelo negro azabache que estoy seguro se teñía todos los días. Sus ademanes eran exagerados, como tenían que serlo en los tiempos de la pantalla muda; y resultó ser muy entretenida. Tomé mis notas, regresé a mi apartamento después de la jornada laboral y me puse a escribir el relato, que quizás me llevó tres o cuatro días, y hasta más, acabar. Se lo entregué al editor de Dominicales, encargado de los temas de farándula, y le pedí la bondad de leerlo.

Me llamó a la semana para decirme que le gustaría sacar el artículo. Su respuesta señaló uno de los días más felices de mi juventud. La revista lo iba a publicar sin duda, me reiteró, añadiendo que no sabía cuándo exactamente. La plancha con los tipos esperó durante algunos meses. Pero al fin salió, el 16 de octubre de 1955, cuando yo prestaba servicio con el cuerpo de tanques en Fort Knox, Kentucky. Mis padres me enviaron un telegrama. Yo les correspondí llamándolos desde una cabina telefónica, a cobro revertido, y mi madre me leyó por el teléfono el artículo publicado. Comenzaba así:

Para que Carol Channing sea impecablemente fatal y seductora y agradablemente malsana en el papel estelar del musical sobre la era del cine mudo que llega a Broadway el 10 de noviembre y se llama, como era de esperarse, La vampi, ha tenido a guisa de consejera, edecana, crítica y profesora a esa exótica sirena de antaño llamada Nita Naldi. En cuestión de roles de vampiresa no habría una instructora más calificada que la señorita Naldi. En su apogeo en los años veinte, Nita Naldi era el prototipo de la pasión y el mal en la pantalla muda.

Y terminaba así:

… todavía muy morena y pechugona, la señorita Naldi es reconocida con frecuencia cuando sale de viaje. «Las mujeres no parecen odiarme ya», dice con satisfacción. A menudo la detienen en la calle y le preguntan: «¿Cómo era en realidad besar a Valentino?». Los jóvenes le comentan: «¡Oh, señorita Naldi, papá me ha hablado taaanto de usted!», a lo que la actriz se las arregla para contestar cortésmente. No hace mucho se le acercó un hombre en el cruce de la calle 46 y Broadway, y exclamó, maravillado: «¡Usted es Nita Naldi, la Vampiresa!». Fue como si retrasara el reloj, devolviendo a la señorita Naldi al mundo que habitara treinta años atrás. Deseosa de vivir en el presente, la actriz le respondió en un tono que mezclaba el resentimiento y la resignación: «Sí, ¿le importa?».

Mi madre encargó varias docenas de ejemplares de la revista y las envió por correo a toda la clientela que me conoció de niño en la tienda, y en el paquete incluía mi dirección en el campamento. Entre las cartas de admiración que recibí después estaba también una del editor de Noticias Locales del Times, en la que me informaba que cuando me dieran de baja y volviera al periódico no trabajaría ya de mensajero. Me promovían al cargo de redactor y me asignaban a la sección de Deportes.

Añadía, en una posdata: «Ya has comenzado».