1. Vela y madrugada

Había que tomar posición.

—Sí, nuestro tiempo es una guerra de posiciones. Y has adoptado la más fácil, la más cómoda, la más vergonzosa —le decía Lledó a Serrador.

—¿Por qué, rey de morales?

Bajaban hacia la Universidad. Los vendedores de periódicos agotaban sus existencias vespertinas.

—No, no me quedan Cieros, ni Noches. ¡La Rambla! La Rambla: La Rambla, 18 de julio de 1936.

—El mundo eres tú. No me lo explico en un obrero, consiervo amigo.

Lledó hablaba con voz un poco más ronca que de ordinario; iba con su desgarbo desaliñado subiéndose con el índice de la mano derecha, inconscientemente, el puente de las gafas que se le escurrían por el escaso entrecejo, ademán que solía remedar con gracia Rafael.

—Juzgas la política como una mecánica construida para hacerte feliz. Como anillo al dedo. Para resolver tus personales trapatiestas.

—Qué, ¿para ti no? ¿Vas a ocuparte de los demás si no puedes contigo?

—No es razón. Yo no he nacido proletario, amigo mío, y ahí me duele. ¿Crees que la gente se va a matar por tu conciencia? ¿Por salvar a Rafael López Serrador?

—Yo no creo nada.

—No es que no creas nada: no crees en nada, que no es lo mismo. Desestimas el mundo. Esa es tu fuerza y tu muerte. Para que no te desprecien, tú más.

Lledó se paró:

—Oye, ¿tú no has querido nunca, de verdad, a una mujer?

—¿También cree usted en esas zarandajas? ¿Qué le puede importar eso al mundo?

—Al mundo ni un adarme, pero a ti sí. Y como para ti el mundo eres tú… Para ti, mi joven amigo, nada tiene precio, o mejor dicho: al revés, a todo le pones precio. A eso llaman desprecio. Ignoro si alguna vez has tropezado con algo noble. En todo caso lo has desconocido. Por eso no crees en el pueblo, ni crees en ti mismo, al no creer en el hombre; y te refugias en ideas vanas. En nombre de ese vacío queréis sojuzgar a España. ¿No te claman las entrañas…? ¡Los que no tenemos precio, los que no nos vendemos, aun no valiendo nada —lo cual sería razón para venderse—, te despreciamos!

—¡Sí que está buena la noche! Y, de verdad, sermoneador falaz, ¿en qué crees tú?

—En mi propia conciencia. En mi virtud de hombre. ¿Sabes en lo que creo? Te va a sonar a rancio y extraño en mis labios; creo en la honra, en la honra de todos.

Lledó se paró en la esquina de Cortes. Las luces se perdían de menudas y juntas, a lo lejos: la noche estaba pesada y nerviosa; de todas las ventanas abiertas caían estaciones de radio enmadejando a los transeúntes y sus periódicos. Todos tendían las orejas, cazando de oídas. Melilla, Prieto, Pasionaria…

—Honra de muchos y respeto de todos. ¿Te gusta? Te lo regalo como definición del socialismo. Los anarquistas se satisfacen con la mitad: respeto de todos. La honra… Vosotros, y ya ves si os concedo —me paso de honrado—, os batiréis por el honor, que es gloria y reputación, brillo y anaquelería, por la presentación y el escaparate, por la vista y el qué dirán. El honor no es una cualidad moral; es una apariencia, un signo exterior, una realidad palpable, una cosa que se toca y cotiza, que hasta es cuestión de palabras, de partículas, de dineros, de deudas. Honor para unos y ceguera para todos. También te lo regalo como definición de lo vuestro; ya no es «de», sino «para»; no es «de adentro» sino «para afuera». Tanto monta para vosotros el ser humano; cuenta su caparazón; no os importa el talle, sino la cotilla, la vista. No te niego que es muy español. Aquí nadie se asombra de pagar con su vida las apariencias. Teatro. Os vale el boato; en lo cristiano, las sobrepellices, las casullas, las ataujías. Ya sé que es hermoso morir por una palabra… Heroico, pero no honrado. Igual confundís púdico con pudiente.

—¿Algo más?

—Sí. Y como siempre, los idealistas nosotros; nos costará la vida, pero no escarmentamos; nosotros, honrados que honrados —y deshonrados por vosotros—. Hasta que llegue el día…

—Te advierto que no tengo nada que hacer hasta las nueve y a esa hora, cenar.

—Os place vivir de mentiras, creéis en lo falso, en lo inventado. Mandobláis el aire. Se os esconden los hombres y los reemplazáis por peones. Para tus jefes, los terratenientes y tenientes a secas: un hombre, un peón; los gañanes, los ganapanes, los jornaleros; todo eso, peones. Con un desprecio terrible. Lo que les importa es ganar la partida. Les pagan a seis reales el día de vida. Dicen que los pagan y lo que hacen es comprarlos. ¿Sabes lo que vale un peón de labor: todo él, con su pelo, su habla, su semen, sus uñas, su fuerza? Un término medio de ocho a diez mil pesetas. ¡Abolida la esclavitud, mi joven amigo preñado de sí!, ¡pero se compran y se venden mesegueros y pastores! ¿Sabes lo que vale un obrero? Para ti no es difícil la cuenta. Y no vale no querer. Si te rebelas, mueres. Contra esa muerte luchan tus compañeros, y tú los apuñalas, mocito desbaratador. Pero es porque no vales nada: te regalas. No es que desprecies a los demás, te desprecias a ti mismo. ¡Allá la sangre de los torneros, de los pulimentadores; los del hierro, los de la madera…! Y vosotros, ¡caballeros! ¡Caballeros, los que van a morir os saludan! Pero esta vez el ruedo es mayor y no hay barreras que nos separen, ni grados, ni gradas salvadoras. Animales hemos sido para vosotros; fieras serán. Vosotros nos habéis apodado: toros serán, y toros de muerte. ¡Ya podéis preparar estoques! Habrá toros por Navidad.

—¿Algo más? Buenas noches.

Serrador dio media vuelta y se fue. Media en las agujas pensó Lledó. En unos autocares pasaban alborotando jóvenes vestidos de blanco. «Mañana, la Olimpiada Popular. Menudo maratón van a correr todos. Van a batir todos los récords».

Rafael se tumbó en la cama un momento antes de salir al comedor. En lo alto de su pecho, en la base de su garganta, escapándosele por el mango del esternón, sentía y oía en sus adentros el latido de su corazón y el desparramamiento de su sangre. Orbitas de los mundos por su soledad.

La cena en «La Perla del Nuevo Mundo» no tuvo más hablador que el Gordo.

—¡Ahora verán lo que es bueno! Porque Casares dura un minuto y no más, Santo Tomás. A mi que no me digan, si Franco se ha sublevado en África está de acuerdo con todos. Ahora veremos dónde va a parar el pollo Azaña. (El bamboche engullía con evidente satisfacción). Creían que el mundo era suyo. Ya no había respeto, orden, ni nada. No lo digo por ustedes, don Rafael, señor Espinosa, ¡pero ustedes comprendan! Huelgas y más huelgas. Hubo siete años de dictadura que fueron siete soles. ¡Ni Dios chistaba, y los negocios p’alante! Ustedes, ¿qué quieren? ¡Trabajo, señor, trabajo! Y que ocho horas, y que las cuarenta y cuatro, ¡y que cuando tengo las cuarenta y cuatro, quiero las cuarenta! ¿Qué quieren? ¿Qué trabaje yo? Les dan, y nunca están contentos. La gente se cansa, y con razón. Te huelgo, y te rehuelgo. ¡No, si nosotros no tenemos nada contra los obreros! ¡Ahora verán ustedes lo que es caramelo! De cuando en cuando es bueno que la hez sepa quién manda. ¡Y tanta autonomía, y tanto conceller, y tanta Generalidad, a tomar…!, y que perdonen las señoras. Además, dos palmetazos no le hacen daño a nadie. No lo digo por los obreros. Esos ya sabemos que son decentes. Con quien hay que hacer un escarmiento es con los jefes. Esos que viven del barullo y se dan la gran vida. Cobran de los sindicatos, y ¡a vivir y destrozar la sociedad! Yo soy republicano de toda la vida; pero no de una república como ésta en que mandan los socialistas… ¡Una república así se la regalo al que quiera! ¡No hay como la tradición, señores! Se lo dice un viejo. ¿Quién era el republicano de veras, aquí, en España? ¡Don Alejandro, y nadie más que don Alejandro! Entonces, ¿quién hubiera debido ser el amo, si aquí hubiese un tanto de sentido común? ¡Don Alejandro y nadie más que don Alejandro! ¡Ahora viene la nuestra! Ya sé que ustedes son unas personas decentes. Por eso les hablo con el corazón en la mano. ¡Oye, Desi! —grita a la tragasantos de su mujer, que está en la cocina—: ¿Has comprado pan para mañana y pasado? Porque eso va durar por lo menos tres o cuatro días. Compra diez libras de bacalao. Hay que ser prevenidos. Arroz hay. He estado en el círculo esta tarde. Uno cogió Radio Tetuán. Acaban las emisiones al grito de: ¡Viva la República!, y tocan el himno de Riego. Desi, haz café para todo el mundo, convido yo. Y saca copas, y el coñac.

Excusáronse todos. Rafael no tenía gana alguna de quedarse con su fallida víctima; pero, por hacer lo contrario de los demás, aceptó.

—¡Ahora, la nuestra! —repitió el tragaldabas, palmoteando la oronda colina de su ombligo.

—¿Usted cree? —dijo, por decir, Serrador.

—¿Quién, si no?

—Los militares. Falange, el rey. ¡Qué sé yo!

—¡Vamos, hombre! ¡Qué no, hombre, que no! Lo que quiere la gente decente es trabajar y —yéndose pícaro a la confidencia— don Ale presidente de la República y Gil Robles presidente del Consejo. ¡Mean los dos por el mismo agujero!

—Lo que usted quiera —dijo Rafael que no estaba para discusiones—. Voy a dar una vuelta.

Cruzóse con Espinosa, que subía. El olor del aceite rancio y de las basuras se crispaba en la garganta. Volvióse Espinosa, dos escalones más arriba.

—¿Eres de Falange?

—No.

—Pero estás con ellos.

—Tú mismo me indicaste el camino.

—Ahora es distinto. No se trata de teorías. Se echan a la calle esta noche, mañana, pasado…

—¡Ah!

—¡Dirás que no sabes!

—No decía nada.

—Te tengo por decente. ¿Por qué mientes? ¿Te das cuenta de lo que vas a hacer?

—¡Bah! ¡Vosotros o los otros…!

—Con la sola diferencia de que es exactamente lo contrario.

—Para mí los contrarios…

—Está bien. Si te veo en la calle, seré tan idiota que apunte a otra parte.

Fuese Espinosa para arriba. Rafael se quedó indeciso en el rellano: ¡Suerte! Le gritó.

—No la necesito, tengo algo mejor —le respondió, invisible, el comunista.

Bajó Serrador hasta el portal; la noche le pareció tan insoportable que resubió a meterse en su cuchitril. «Vamos a echarnos a la calle. Por el orden, la disciplina y las demás historias. Y eso yo… Lledó tiene razón. Lo que me importa es mi libertad; la de los demás, tres pitos. ¡Mucho cuidado con los Gordos! Y sindicalmente nos conviene. ¡Ya lo creo que nos conviene! Lo que sucede es que todos tienen la cabeza llena de palabras huecas. Ya veremos… Con que, ¿por el honor, mi querido amigo? ¡Vaya filípica!».

Walter está hablando hundido hasta los sobacos en un butacón de piel de cabra; se le enfrenta un catalán de mediana edad, dueño de fundiciones.

—Mire usted —dice el anfitrión—, mis dos hijos son de Falange. Yo no me he metido nunca en sus gustos. Pero, aunque no quieran, ¡mañana me los llevo a Francia! Mire usted: la equivocación de la gente es creer que mañana el mundo será forzosamente fascista o comunista. Y, naturalmente, son antifascistas o anticomunistas. Creen que el capitalismo está hundido, que tiene que recurrir a subterfugios para poder vivir… ¡Es ridículo! A lo sumo eso demuestra el poder de la propaganda. Yo no digo que el capital —Francia, Inglaterra, América— no se alíe en algún momento con una de estas dos formas de malvivir; pero será para merendarse a su aliado después de haber vencido a su enemigo.

—¿Usted no cree que tendrá que soltar prendas?

—¡Ni una…! Por eso me voy a Toulouse, a esperar que mis compatriotas se pongan de acuerdo. Yo soy partidario de la paz, la industria y el comercio.

—¿Y cree usted en una victoria rápida y fácil de los militares?

—Tienen muchos triunfos en la mano. Barrera y Sanjurjo cuentan con el apoyo de Alemania y de Italia. Mire usted, nosotros les interesamos mucho a Italia y a Alemania y les traemos sin cuidado a Francia e Inglaterra. El ahito es ciego.

—Yo crreo que el mundo está bajo el signo de la A. Afrika parra Italia, Asia para el Japón, Amérika parra Alemania. España le interesa a Italia como potencia africana, y a Alemania como americana. Escalón o pasillo.

—Mire usted, la política es una cuestión de pasillos. Y, si le parece, ahora hablemos de cosas serias. Usted se queda aquí, ¿no?

—Sí, a verr qué pasa.

Arregostado en la semivela, ido a la bartola, la cabeza entre los flecos de la colcha, la morra contra el tablero de la yacija, Rafael hace un terrible esfuerzo para levantar su muñeca izquierda hasta el campo de sus ojos: las dos. «Tengo media hora por delante, media hora que es un tapiz sembrado ante mí para que haga en él lo que me dé la gana, una alfombra de flores».

Acidía, corriente estantía, marcha lenta, túnel, noche; flotar sobre el agua como me sostengo ahora panza al cielo. Descansado desliz. Todavía las dos. Cáese penduleando el brazo como muerto.

—¡Soldados de la República! —dice el coronel del regimiento acuartelado en San Andrés—. ¡Soldados de la República!: Ha sido descubierto un complot comunista contra las instituciones republicanas. Pero se han podido desenredar todos los hilos de la madeja urdida traidoramente en Moscú contra las libertades españolas. Con una rapidez ejemplar para el castigo de los culpables, el gobierno de la República ha decretado el estado de guerra. Ahora no hay más mando que el mando militar. Antes que llegue a ser perturbado, el orden ya estará restablecido por el glorioso ejército español, que, una vez más, sabrá sacrificarse por la Patria. ¡Soldados de la República! ¡Ahora saldréis a la calle para demostrar cómo las armas amparan a los ciudadanos dignos! No se quebrará la brillante tradición, y patatín y patatán —el coronel tose, compónese el célico fajín, frente al armario de luna; mírase de frente por detrás, ojéase de perfil. ¡Un tanto cebón, mi coronel, un tanto cebón!, se dice, satisfecho del conjunto. Llama a su asistente: Diles a esos señores que pasen.

En la plazoleta de la Vía Layetana, donde un tanto atrás alza sus tres modestos pisos la Comisaría General de Orden Público, hay ocho vehículos con el motor en marcha; pululan guardias; de tarde en tarde, por la recuesta de la amplia calle, pasan coches a toda velocidad.

—Sí, el comisario general al aparato. Bien, sigan vigilando y avisen.

Otro teléfono: Oiga, ¿España? Me avisan de que van entrando paisanos en el cuartel de San Adrián. ¿En el de Icaria también? Bueno, hasta en seguida.

Cuelga el auricular, atiende los ruidos de la calle. Los coches pasan con el acelerador a fondo; le suenan a subrayado, a cierre de cuenta, a fin de capítulo o principio de otro nuevo: van y vuelven al silencio, su zumbido ascendente y muerte lejana en degradado le parecen latigazos en la espalda de la noche. «Vida nueva, muerte; realmente mañana, ya hoy, será otro día».

En un cafetucho de la parte alta de la ciudad anda y desanda Luis Salomar lo que le permiten los vanos; con los brazos cruzados, frente a Rubió, sentado y encodado, fijo en una botella de coñac. Salomar piensa que dentro de una hora los trescientos hombres que manda estarán en sus puestos.

—¿Crees tú que faltará alguno?

Rubió alza sus desmesurados hombros bien vestidos, échase al coleto otro remansillo ámbar. Sigue Luis sus idas y venidas, los brazos cruzados, las manos descansando abiertas sobre los bíceps, los dedos llegando a los hombros.

—¿En qué piensas, capitán? —le espeta el curda.

Párase en seco el aludido, volviéndose rápido hacia su interlocutor. Mírale con sus ajillos de azabache vivo.

—En la llegada de Don Quijote a Barcelona —le contesta—, las galeras por el mar, las flámulas y los gallardetes. Los clarines y las chirimías. El ruido de la artillería «rompiendo los vientos». Los caballeros saliendo de la ciudad…

El Gordo está desplegado al aire de un sofá de reps. Alarga la mano en un último esfuerzo desperezonil hacia la mesilla donde se ha apagado la punta colillera de un toscano. Alcánzala el rufián y la chupetea a favor del chispero. Entre cortinas de terciopelo marino asoma la cabeza emperejilada de la alcahueta segunda.

—¿Descansó?

—¿Y la Pepita?

—En el comedor, con unos. Están toas ocupás.

—Dile que venga.

—Ahora mismito, don Joaquín.

Llega, desfondando aires, la celestina mayor, bamboleando grasas.

—¿Qué quieres?

—Quince mil.

—¿Y ara?

—Mil cartones y la comisión.

—¡Pero si va a haber lío, y gordo!

—Eso, a ti, ¿qué te importa? ¿Por eso se va a dejar de fumar y de ocuparse? Las revoluciones, para los tontos, y yo concejal. ¡Apoquina y trae café!

El bárbaro enfoca sus posaderas en lo más mullido del asiento.

Espinosa sube hacia los locales del partido. «Contra el fascismo enemigo, el gobierno se siente un beligerante más»… ¡Vamos a verlo, don Casares! En la puerta del Central da con Joaquín Lluch.

—Parece que Azaña intentó un pastel esta madrugada. Martínez Barrio, etc… Pero le salió mal.

—Los periódicos…

—¡Bah!… Se han cargado a todos los nuestros en Melilla.

—¿Cómo se sabe?

—No sé.

—¿Y aquí?

—Tiene que ser hoy o mañana.

—¿Y en Madrid?

—Todavía nada. Hablan de Sevilla, Pamplona…

—¿Dónde vas?

—Diagonal esquina a Balmes.

—¡Salud!

El coronel Moxó está en su despacho de Capitanía. Escúchale el teniente coronel Sanfeliz.

—A las cuatro y media saldrán los piquetes para proclamar el estado de guerra. Una vez hecho esto ya podemos proceder con arreglo a la ley.

—¿Hay noticias, mi coronel?

—Por telégrafo. Controlan todavía los teléfonos. Noticias excelentes. Que yo sepa, a estas horas se ha declarado el estado de guerra en Pamplona, Zaragoza, Huesca, Logroño, Burgos, Valladolid, Zamora, Salamanca, Orense, Lugo y Coruña.

El coronel cuenta con los dedos y va consultando sus papeles.

—¿Sevilla? —insinúa el inferior.

—Sevilla, Granada, Córdoba.

—¡No está mal!

—No está mal.

—¿A qué hora amerizará el General?

—De diez a once.

—¿Si tirotean los piquetes?

—Que salgan en seguida las columnas previstas para las siete.

Atilio y Jaime Fernández hablan descansando las espaldas en una pared del patio del cuartel de Atarazanas. Visten camisa azul; cuélgales la pistola, por las nalgas.

—¡Vaya vuelta que daremos por el pueblo pasado mañana!

—¡Cómo se van a quedar algunos hijos de su madre cuando nos vean llegar!

Les parece tener el Canfranc a alzada de mano. Se callan.

—¿Quieres fumar?

—No.

El teléfono suena y resuena en todos los periódicos.

—El gobierno domina la situación. No hay nada.

—No hay noticias. El gobierno…

—No sé nada. ¡Buenas noches!

—¿No te digo que no sé nada?

—El gobierno domina la situación.

—¿No sabes que en los periódicos nunca sabemos nada?

—Pero ¿hay noticias?

El médico le mira tras sus espejuelos. No sabe si le duelen o no las tripas. Hay momentos en que cree que sí, pero en cuanto se quiere dar cuenta ya no le duelen. Y al revés. Siente que sopla. ¿Por qué sopla? Quisiera no soplarle en la cara al doctor, pero no puede contenerse. ¿Qué le han puesto encima del pecho? Antes estaban todos los chicos alrededor. ¿Quién ha ido a la estación? Quiere preguntarlo y no puede. Sobre todo, que tengan cuidado al meter la segunda. ¡Dichoso embrague! No es que no pueda hablar; él sabe muy bien lo que quiere decir, pero no le entienden. Como si todos se hubiesen vuelto sordos. Quizá Rafael le entendiese. ¿Quién habrá ido a la estación? Se le acerca la mujer. Hácele seña. Habla, y no le entiende el soplillo. ¡Tantos días sin afeitar! ¿Quién habrá llevado el coche a la estación? Le duele el vientre, ¡Dios!, le duele el vientre. Y ese pecho, ¡qué peso! ¿Quién ha ido a la estación? Si muero, ¿qué va a pasar? El autovía sale a las seis. No puedo con el aire, ¡no puedo! ¿Qué hora será? Ya habrán dado la salida de Segorbe.

Lledó pasea, solo, las manos cruzadas sobre los riñones. ¿Qué tiene el aire que los árboles le suenan de otra manera? ¿Qué ruido de pasos por los vientos? Oye la tierra como si tuviese el oído pegado a ella. Duermen en los sillones de las orillas más gentes que de ordinario, eso es todo. «Por las calles, nada; por las aceras, nada; por los aires que dejan libres las ramas, nada: las constelaciones. Los burgueses duermen la sangre de todos. Los gatos, las culebras, las vacas, las moscas y los palomos duermen. Las chinches, es otro cantar. Duermen los vegetales. El viento adormilado se arrastra por los hoyos, las plazas, las calles anchas; sin aliento para forzar callejones, vase por los desmontes, y los deslunados. Por los alrededores de la ciudad se vela en los cuarteles. En todo nuestro alrededor las lucecitas de los cuerpos de guardia: Hospitalet, Pedralbes, San Andrés, y más cerca. ¡Cómo cae y pasa el tiempo! Giral, jefe del gobierno, ¡qué gracioso! ¿Por qué me hace gracia? ¿Qué voy a hacer mañana? Quedarme en casa. La joven Francisca no me dejará salir, ni su señora mamá. ¡Con tal que funcione la radio! ¿Soy un cobarde? Sí, soy un cobarde. Sé dónde está la verdad y no tengo ganas de matarme por ella. El discurso a Serrador me lo debiera de endilgar a mí mismo. Dos criadas y cuarto de baño me impiden ser una persona respetada por mí. Me doy asco, pero no demasiado. Si tuviese uno otras razones… y aceptaré cargos, y todos me dirán que así se sirve a la República, y acabaré creyéndomelo. Pero ¡lo que es jugarme la piel mañana! Soy un espectador apasionado, pero un espectador. Ver los toros desde la barrera. ¡Qué valor! Y ahí: duro, pesado, detrás de la oreja, el moscardoneo: ¿Qué interés tiene la República en que me peguen un tiro? No la serviré mejor, etc. ¡Cochino burgués: a la cama! Y a soñar dulce. ¿Me doy asco? ¿No me doy asco? Me doy asco. Las dos y media. Bronca en el ocho. A la joven Francisca no hay quien la convenza de mi honradez y de mi cobardía».

González Cantos y el Chófer están en el pescante de una camioneta, en la calle Roger de Flor.

—¿Sigue la huelga de transportes?

—Sigue.

—¿Cómo te has procurado el camión?

—Es del Sindicato.

—¿En Madrid sigue la huelga de la construcción?

—Sí. No han soltado los presos. Antona, López, Mera, Marín, siguen en la cárcel.

—Ya les había dicho yo a algunos que no era el momento de emperrarse. ¿Dónde vamos?

—Ahora bajan. A Pueblo Nuevo, a por el material.

—¿Se mueven?

—Ahora han telefoneado que entran paisanos en todos los cuarteles, de uno en uno, de dos en dos.

En un cuartucho del Nouvel Hotel Barcelona, en la calle de la Unión, Jorge de Bosch tiene aculada una tusona en uno de los rincones. El lavabo está sostenido en la pared por unos tornillos brillantes, el esmaltado bidé luce desconchados. Las hazalejas cuelgan del toallero niquelado, un trozo de linóleo ajado fondea por los suelos. La cama, desmantada, sin hollar. Un biombo inútil cerca de la ventana. La cruda luz viene de una perilla apenas cubierta por una tulipa que acaba en rosa. Un desastroso armario con su luna desazogada hace bulto frente a los personajes. Sobre el mármol veteado de la mesilla de noche el reloj pulsera del hobachón. En una silla y en los cansados brazos de un sillón verdinoso, con oscuras flores desdibujadas por los sobeos y el tiempo, las ropas revueltas a como cae. El señorito y la ramera, como les parieron sus respectivas madres. La pindonga tiene los muslos adelgazados por su mitad, el vientre lacio y las ubres vencidas; las uñas de los pies, carmesíes, haciendo juego con las de las manos. Estas sostienen, cruzadas, el desmazalado pecho. La cara comida de viruelas, los ojos azules, hermosos, las greñas rubias, los hombros picudos. El zascandil collón la mira fijo en los ojos. Conoce su flaco, la churriana le tiene asco a todo lo pegajoso, a las viscosidades, al limazo. Sábelo el mocero, y árdenle los ojos. Acorralada en un sucucho la piruja, el perantón le espeta amorosamente los vocablos, búscale los labios y los oídos mientras ella procura defenderse de la repugnancia tapándose infelizmente las orejas.

—¡Moco! —le dice el zangón—. ¡Babas, candelas, escupitajos, gragajos, esputos! (Quiébrasele la voz meliflua y amorosa). ¡Te llenaré la boca de babosas, de caracoles vivos, de flemas! ¡Tú toda revestida de humores viscosos, de limazo, de escupitiñas, de escupiduras blancas, verdes, amarillentas; de salivazos, de pegajosidades, de pus!

Muérdese los nudillos la escomendrija. Esparráncala el hombre contra la pared. Húndele las uñas la hética en los hombros, danle arcadas y vomita por las espaldas que se le ofrecen, mientras el profesor va a lo suyo.

El consejero de Gobernación al general comandante de la Cuarta Región: Me aseguran que en San Andrés el coronel ha reunido a la tropa y los ha arengado.

—¡No es posible! Pero, por si acaso, y para su tranquilidad, envío allí, ahora mismo, un general.

Serrador mira otra vez su reloj. Las dos y media, casi las tres menos veinticinco. Alzase, va al palanganero, llena de agua la jofaina, mójase la cara. Por la casa en sombras baja a la calle.

En la cama estrecha da vuelta un cuerpo.

—¡Prométeme que mañana te estarás en casa!

—¡Déjame dormir! Haré lo que tengo que hacer. ¡Las mujeres!

Despiértase un crío y llora.

—¿General Llano de la Encomienda? Aquí, otra vez, España. Me dicen que en el cuartel de Pedralbes entran paisanos después de dar el santo y seña.

—Ahora mismo mando otro general. Pero le advierto que mis subordinados responden de que no ocurre ni ocurrirá nada en Barcelona.

La puerta del cuartel de Icaria está cerrada. Por el postigo entreabierto se asoma de cuando en cuando una cabeza destocada. Cien metros, más allá, sin ningún rebozo, vigilan el sereno del barrio y un agente de policía.

—Mira —dice el sereno—: pescar aquí con palangre, ¡narices!, o tienes que irte al mismísimo demonio. ¡Qué me vas a contar tú a mí! Yo, aunque soy de Alcantarilla, es como si hubiese nacido en la Barceloneta.

—¡Todo lo que no sea pescar con caña…! —le empieza a decir el ojo de la Generalidad con todo reposo.

Han ido acercándose a la portalada del edificio. Abrese ésta y salen hasta cinco hombres en mangas de camisa, agarran a los disquisidores, quieras que no; métenlos en el zaguán y sin encomendarse a nadie los empiezan a aporrear de firme. Intenta el agente sacar su pistolita. Danle un hebillazo en los mismísimos metacarpios. Aúllan los representantes de la autoridad civil sin que les valga; muélenlos con el propio chuzo para mayor escarnio, pícanles los fondillos con la aguda extremidad del asta. Los empujan, acardenalados, polvorientos, con los lomos bien heñidos, a la solitaria calle.

—¡Con nuestros mejores recuerdos para vuestros amos, jóvenes exploradores! Y vuelvan por más, si gustan tortas para grullos. ¡Aprendan a meterse donde los llamen y las narices donde les quepan!

Duélenles más los golpes que las burlas.

Con la noche no había nadie. La oscuridad le había dado siempre la sensación de una manta, de algo con que envolverse y protegerse; ahora se daba cuenta de que se había engañado: la noche no estaba con nadie. No que le fuese hostil, sino fuera de él, indiferente, muerta. Los ruidos no le llegaban por los oídos sino por la garganta, como si estuviera oyéndose a sí mismo. Sus pasos le parecían más largos, resonaban en su memoria, en el vacío. Las rendijas de luz, en los umbrales de algunos bares, boquiabiertos cerca de los suelos, subrayan las sombras. Jamás se había visto tan largo por las aceras y las paredes.

«No es la noche, sino yo». Apretaba contra su muslo la culata del revólver. Todos iban de prisa. Chirriaban los faroles. Ni manflas, ni celestinas por la calle del Conde de Asalto; nadie bajo los arcos de entrada al distrito quinto. Soledad lejana. Por los cielos, las señas ciertas de un amanecer de leche. Algún gallo, y a medida que se acercaba a las Ramblas el gorjeo de los pajarillos en forma de río. Rafael tomó un chato en «La Giralda», todavía abierta. En la Rambla del Centro había un gran silencio de tranvías. Duermen gentes en los sillones de plancha y enrejado amarillo. Nadie en la Plaza del Rey, los faroles bajo los arcos multiplicando sombras. Un hombre escapa por el fondo. En la calle de Escudillers todavía hay jolgorio en el «Ideal Room» y en el «Pingüino». Sentados en el bordillo de la acera, una joven en traje de noche y un señorito de buena familia. Tocan un tango. Por unas ventanas abiertas, el rasguear de una guitarra; arriba, por el canal de la calle estrecha, le parece adivinar las primeras batallas del día con los luceros: la hora lo prohíbe. Un grupo sube por la calle de Aviñó. Serrador aprieta el paso. No son todavía las tres cuando da la frase en la puerta trasera de Capitanía. Condúcenle cerca de Salomar, a un salón isabelino, blanco y dorado, con canapé y sillones tapizados de amarillo, cortinones haciendo juego. Un cuadro enorme con un marco muy entallado: un molino de aspas y una larga tropa desfilando por una campiña oscura. No hay alfombra; el enladrillado blanco y negro da frialdad al conjunto. Salomar, en el centro, charla con cinco jóvenes que Rafael recuerda del Prat, entre ellos un metesillas y sacamuertos que le tiene hincha. Salúdanse a la romana. Luis Salomar le tiende una insignia bordada, con el yugo y las flechas; Rafael se la cuelga del pecho. Pésale.

—Aquí el general Llano de la Encomienda. ¿Es usted, señor consejero? ¿Ve usted? Son las cuatro de la mañana, y no ha pasado nada. ¡Lo que yo decía! Me voy a dormir. ¡Buenas noches!

Montjuich sobre el cielo, y el Tibidabo apoyado todavía en la noche; suenan, retrasadas, las cuatro y media en la torre del monasterio de Pedralbes.

Las chumberas, los alces, los adelfos se confunden en el trocatinte del amanecer. Más abajo ábrese, chirriando, la puerta del cuartel; sale, bien formado, un nutrido piquete: enfila la anchísima avenida abierta. Sábenlo en seguida la policía, el consejero, los jefes de la Guardia Civil. Trasmítense órdenes. Forman en los lugares estratégicos los retenes.

—¿Qué les han dicho?

—Represión de un movimiento comunista a unos, represión de un movimiento fascista, a otros.

—¿El general?

—Descansa en sus habitaciones.

—Póngale cortejo. Que pase el delegado de Falange.

Entra Salomar en el despacho del coronel Moxó. Acércanse a la ventana. A sus alturas, las copas de las palmeras del paseo de Colón; tras los tinglados, una raja de mar, topacio de madrugada. En la soledad, un perro husmea las verjas del puerto.

—Ahora salen de toda la periferia —dice el coronel— y acuden hacia el centro de la ciudad. No pueden resistir. Copados. Todos estos cuarteles nuevos están perfectamente emplazados. ¡La estrategia!, señor delegado. Contra la organización no hay quien pueda: de Sans, de Hospitalet, de la Barceloneta, de Gracia, de San Andrés, acuden hacia nosotros. Estamos en el centro de ese abanico abierto, somos el clavo del varillaje, el mango. Tenemos la sartén por el mango. El general se quedará bobo. No le costará mucho.

Hay un plano de Barcelona sobre la mesa, Moxó le indica a Salomar la avenida de los regimientos sublevados.

—La confluencia.

Salomar aprueba; mira la madrugada lenta. El jefe descuelga el teléfono.

—Póngame con San Andrés.

—No contesta el teléfono. No da tono —le responde el plantón—. Sólo puede usted hablar con la línea directa de la consejería de Gobernación.

El coronel mira la hora. Se la da un reloj de bronce dorado, desde la repisa de la chimenea. Unos amorcillos tejiendo coronas se balancean a compás: las cinco y cinco.

Entra un ordenanza con un pliego. Abrelo, llama a su ayudante: «Los de la Bordeta han llegado a la plaza de España. Que dejen un piquete en el Paralelo, esquina a Rondas, para asegurar el enlace. Sí, veinte o treinta hombres. Sobran. ¿No hay más noticias? Está bien».

El día sale del mar.

Córtase el paseo de la Diagonal, en la plaza de los hermanos Badía, con césped y unos arbolillos; prosigue luego, sin casas que lo encuadren, y toma el nombre de Pedralbes. Cuatro kilómetros hasta el mar, y la ciudad por medio. De Pedralbes vienen hacia el centro los de su cuartel, banda de trompetas al frente. En las bocacalles hay guardia civil aguardando, mosquetón avisado; mándales un capitán con barbas. Son muchos cuatrocientos hombres para los que llegan. A la tercera descarga no quedan ni los rabos. La primera fue al aire; a la segunda no había quien les diera.

Al nordeste de la ciudad, cercano al mar, el cuartel de Icaria. Salen hasta cien hombres al mando del capitán López Varela. Enfilan hacia la estación de Francia. Espéranles antes de la plaza Palacio trescientos guardias de asalto. Déjanlos meterse en la boca del lobo. A los cinco minutos, López Varela, desencajado y herido, entra, prisionero, en la consejería de Gobernación.

—¡Por Dios, no me maten!

—¡Aquí no matamos a nadie!

Y pasa al hospital. Ochenta hombres piden servir al gobierno. Seis o siete han logrado refugiarse de nuevo en el cuartel. Los otros desaparecen dejando sus guerreras en prenda.

En la plaza de la Universidad, mismísimo centro de Barcelona, a los pies del rameadísimo monumento al Dr. Robert, conchábanse unos afiliados a la CNT Por la calle de Cortes llega un piquete de soldados, venidos de la Bordeta. Repliéganse los anarquistas, disparando sus pistolas, hacia la calle de Balmes, buscando portales. En una de las esquinas de la plaza cae el primer obrero. Las cinco y cuarenta y siete en el reloj de la Universidad. Ya cantan todos los gallos. Ya no hay sombras. El sol, por encima de la ciudad, espeja en los ventanales de las atracciones verbeneras de la cumbre del monte Tibidabo.