Suena el teléfono en el despacho de la Consejería.
—Quisiera hablar con el general Aranguren. —Pásanle el auricular al jefe de la Guardia Civil.
—Aquí habla el coronel Moxó. De parte del general Goded a ver si se puede arreglar esto.
—Aquí está el Consejero, puede hablar con él.
Al otro cabo de la línea cuelgan, sin más.
Dos horas resisten los facciosos en el restaurant Patria. Pasado este tiempo se rinde la tropa. Algunos oficiales disparan desde los salones reservados. Por el centro de Barcelona sólo quedan pacos.
En la avenida de Icaria, los obreros del puerto y los voluntarios de Pueblo Nuevo, a las órdenes de González Cantos, disparan contra el cuartel. En el zaguán de una fábrica de yute se reúnen a deliberar los responsables.
—Hay que entrar por la puerta. Inútil probar por otra parte. Y delante de la puerta hay dos ametralladoras bien parapetadas. Ellos no saldrán, pero nosotros no entramos. Y hay armas y cañones dentro. A ellos los cañones no les sirven para nada. ¿Adónde iban a disparar? Pero para nosotros son la llave. No habrá edificio que resista. Para ellos bombardear la ciudad sería tan tonto como tirar al mar. Hay que ir por ellos. ¿Cómo?
—Nos han matado a veinte y herido a más de cincuenta.
La avenida es ancha, y las ametralladoras la barren toda.
—Y tiran bien.
—Sí, oficiales y señoritos de Falange.
—Habría que hacer una barricada e irla adelantando: ganar terreno.
—Lo malo es que no hay casas que los dominen.
—¡Toma, si no nos propones otra solución! ¡Podríamos construirlas! ¡Nos ha fastidiao!
Cecilio Puche, un capataz del puerto, lanza un ajo y explica:
—En el puerto acaban de descargar una balas de papel para La Veu de Catalunya. ¡Vaya trinchera de cuatro pares de micos! («La Veu» es el periódico de la Lliga).
Chilla las órdenes oportunas.
—¡Traed también las carretillas! —exulta Puche.
En el centro de la avenida, un muerto, un muerto espatarrado; un poco más a la derecha, un caballo con la misma suerte; entre los dos, un máuser. Los que no tienen arma lo miran desde los portales y las esquinas, pero nadie se atreve: doscientos metros más arriba, las ametralladoras fascistas que no se encasquillan. En las bocacalles, los obreros se colocan al milímetro de la enfilada de las balas. Las esquinas se han quedado de piedra y ladrillo desnudo; por el suelo pelladas de yeso y astillas del cornijal. Tras la fila llegan algunos curiosos pertrechados con prendas de victoria de otro cuartel.
—¡No empujar!
Los pies de los asaltantes marcan la trayectoria de los proyectiles.
Rafael Serrador lo mira todo con las manos en los bolsillos. Nadie dice esta boca es mía. Alguno saca una gorra, en la punta de un palo. Diez centímetros más allá de la cantonada silban las ráfagas. Parece que las calles se han hecho para pelear y el hombre para la guerra. De cuando en cuando, un mozo se decide a pasar la mano y descargar el arma a la buena de Dios. Un viejo deja su escopeta de dos cañones descansando contra la pared; siéntase en los suelos, su espalda en el muro; saca una fiambrera, ábrela; sale a relucir una espléndida tortilla y luego un regular cacho de pan que traía, por otra parte, envuelto en un periódico.
—¡Ale, ale! —jalea uno.
—No seas bobo, ya cenaremos todos en el Ritz —contesta otro.
Al lado del viejuco va a sentarse un joven a quien Rafael conoce del Victoria. Responde por el Vago. Alto, bien parecido, aceitunado, con el pelo largo, mejillas hundidas y barba dura, blanquísimos dientes entre los labios finos y sin color, mozo, viste con garbo un traje de buen corte y ajado, desflecado en muñecas y tobillos. Vio a Serrador, saludóle como siempre con un frío:
—¡Hola!
—¿Qué haces por aquí?
—¡Pues ya ves: ver!
Madrileño de Santa Rita como él mismo se dice, gusta de hablar seco y tajante.
—Mira, hijo —solía dictaminar en tabernas y bancos, con aire insolente y condescendiente—, siempre se es el burgués de alguien. Pues bueno: a mí no me da la gana de ser el burgués de nadie. Todo Cristo vive del moquillo de otro. Yo no. Y para eso no hay dos caminos, sino uno: no hacer nada. Pero nada, ¿eh?, nada. Ni trabajar, ni pensar. Vivir, lo que se llama vivir, y ya está bien; tomar el sol; comer, si hay quien te lo dé, y dormir. ¡Y punto! El sol y el sueño no te lo quita nadie. El comer…
Le echó un ojo a la tortilla del vecino.
De niño le habían enviado a un colegio del Escorial, porque la familia tenía sus posibles; ya por entonces se negó a estudiar. «Me enseñaron a leer por sorpresa, ¡que si me entero!»… «Lo malo es que no se puede desaprender. Me enrabio cuando leo un letrero y lo leo sin darme cuenta».
Fugóse a los diez años con un compañero suyo algo mayor; le tocó, por suertes, al correo de La Coruña. A medio camino los descubrió, bajo los asientos, una inglesa en mal de bandoleros, y el revisor los entregó a la Guardia Civil. Estos, por seguir la costumbre, los tundieron, a pesar de que nuestro héroe vociferaba a voz en grito:
—¡Mi tío es capitán! ¡Mi tío es el capitán Fuentes!
Por si acaso se los llevaron al llamado superior, que servía en Madrid. Quejóse el niño de la paliza; felicita el bellaconazo a sus subordinados y devuelve los polizontes a sus respectivos hogares. La madre de nuestro mozo es viuda liviana, amiga de garatusas para el cortejo: por entonces un mequetrefe chisgaravís a quien molesta el mirar desvergonzado del jovenzuelo. Una tarde en que el niño sorprendió miradas particularmente brillantes, fue a por una rana, premeditadamente aprisionada, y con grandes cuidados la introdujo en la amplia cama maternal. No le dijeron ni pío, pero le volvieron al colegio. Vigilábales allí, por la noche, un hermano carininfo que mostró inmediatamente ciertas preferencias por nuestro amigo, y éste, que ya por entonces sabía más que Lepe, se dejó mamolear, de tal modo que pasó a ser el más regalado; hasta el día en que el hermano quiso cobrar sus buenas acciones en algo más que tentarujas. Esa noche famosa clavóle el mancebo un tenedor en la mamila derecha. Nada dijo el pederasta, pero no pudo resistir nuestro joven las miradas airadas o de dulce reproche del mamacallos y a los tres días de su acción casi homicida fuese otra vez hacia la estación. Su primera aventura le había enseñado a desconfiar de las clases distinguidas, así que esta vez escogió un sotabanco de tercera. Llegó a Gijón. Descubrió el mar, los puertos, la polifagia. Le chocó ver a las mujeres fumar en pipa y ese mundo de hule mojado: las brumas, el calabobos, los vientos húmedos, la niebla. Correteó por los muelles, hizo amistad con un galopín: la cosa era embarcar, que el destino lo de menos. Para comer enrolló velas, recogió redes, ayudó a llevar la sardina al tinglado. Sentado en la escollera le pescaron los civiles. Tozudo como mulo, diole a la cantinela: «Mi tío es capitán», con superior resultado. La pareja pensó que, a lo mejor, era verdad, y como se trataba de un «reclamao» se contentaron con esposarle. De la estación del Norte fueron a ver al tío famoso, dieron con él, y éste, harto del sobrino, lo negó. Pusiéronse farrucos los hombres:
—¡Denle, para que se acuerde de quién es su tío! ¡Y vaya si me dieron! A mí me han pegado bastante en esta vida, pero como aquélla… ¡Aún se me ven los chirlos!
Mandáronle a Santa Rita:
—Los años más felices de mi vida. Hice una cantidad de burradas prodigiosas, me pasé en el calabozo la mayoría del tiempo, sin haber hecho ab-so-lu-ta-men-te nada. Luego mi madre me compró una perfumería, para darme un quehacer. A los cuatro días había regalado todas las existencias. Era en Argüelles; creo que todavía se acuerdan. Se armaron unas trifulcas bárbaras, hasta maridos en mal de amores…
—Lo que soy es un caballero; sí, hijo sí; nada menos que todo un caballero. Un señor. De verdad. ¿Qué soy un vago? Bueno. ¿Y qué? ¿Me meto con alguien? ¿He faltao? ¿Qué no trabajo? ¡Y a mucha honra! Como un poco menos que los demás, y en paz. Yo no comprendo cóme se puede vivir explotando a sus semejantes, ni cómo pueden vivir los que se dejan explotar. Todo eso no es más que falta de dignidad humana. Que hagan lo que yo: ¡tumbarse a la bartola! Ni aguanto, ni mando: me sostengo.
—Pero ¿y el mundo? —le objetan.
—¿El mundo? ¿Qué, que se hunde? Pues: ¡buen viaje!
El vago miraba la tortilla y a su feliz poseedor:
—Hace dos días que no he comido, compañero…
El viejo le miró:
—¿Te lo has ganao?
—¿Qué quieres decir? Yo no gano nunca nada. ¡Estaría bueno!
—¿Qué si has zumbao bien?
—¿Para qué?
—¡Puño!, ¡pareces zurumbático!
El viejo se llama Fermín: sin afeitar, salpimentadas las mejillas hondamente marcadas por la intemperie. Toca una gorra afelpada, a pesar del mucho calor; reviste camiseta rosicler y pantalón de pana, calza alpargatas: gitano de Pueblo Seco, de los de la falda de Montjuich.
—¡Un cacho, hombre!
El cañí de la tortilla le mira con los ojos pícaros.
—¿Chanelas aquello? —le dice con la boca llena y señalando con el pulgar el cadáver, el caballo y el fusil.
Sobre la cabeza del muerto hay ahora un enjambre de moscas, y una mancha negra va ensanchándose por el polvo, bajo la cabeza vuelta hacia la tierra.
—¡Anda a por la escoba, y hacemos feria!
Todos han vuelto la cabeza interesados en la conversación. El Vago se acaricia la barbilla.
—¿Diquelas o no? —insinúa el gitano.
—¡Pa’luego es tarde!
Se levanta nuestro hombre, párase un momento en la esquina, lanza un ojo y da el salto. Tíranle, cae el atrevido con el caballo por talanquera. ¿Le dieron?
—No —asegura el viejo—. ¡No se te vayan a ir las aguas!
Ya se levanta tras el caballo y se acerca a por el máuser, se agacha, lo recoge y vuelve los diez metros que le separan del callejón sin que le disparen más que luego. Límpiase las rodilleras con ahínco.
—¡Se debieron creer que salías de la tripa del rocinante!
Le da el arma al viejo farolero, y pónese a comer con gran comedimiento.
—Puedes quedarte con el palo —le dice Fermín por el arma.
—¿Yo? ¡Vamos, anda!, ¿por quién me has tomao?
Rafael no se puede estar quieto, da la vuelta a la manzana. Del puerto llegan las balas de papel. Tráenlas en carretillas. Amontónanlas primero en la bocacalle. Todos los cargadores se hermanan en el sudor que oscurece camisetas o abrillanta desnudos.
«¿Por qué había de luchar yo contra estos que son los que quieren algo? No quieren que manden los ricos aunque se hunda el mundo. ¿No es suficiente? Creen que lo van a conseguir mañana. Eso era ayer, y hoy es mañana. A los Salomares les gusta el ayer, la muerte y los catafalcos. A uno, cuando está solo, le gusta la muerte, el recuerdo. ¿Qué remedio? Y éstos, hagan lo que hagan, lo hacen por vivir, y eso les salva siempre. Lo que importa de las cosas no son las cosas en sí, sino el porqué se hacen. Espinosa me diría que lo que importa es hacer las cosas que se deben hacer y… ¿De qué me quiero convencer?».
—¡Eh, tú, papamoscas, echa una mano!
Es a él, por las bobinas. Pónenlas primero a lo largo de la pared de la fábrica de yute, que forma ángulo recto con la avenida. Luego las van empujando hacia el centro de la calle segada por los rebeldes; cuando éstos ven aparecer aquello, sin darse cuenta de lo que es, fríen el papel a balazos. No hay proyectil que atraviese un carrete de papel de periódico. No todo fue coser y cantar; a veces los rollones se torcían y había que enderezarlos con peligro de servir de blanco. Una hora costó el tenerlos puestos a lo ancho de la avenida. Cupieron unas treinta bobinas: dos heridos leves. EL ardor de los obreros, a quienes había venido a sumarse una compañía de guardias de asalto, era prodigioso.
—Arma nueva, vida nueva —jaleó González Cantos.
Y el sol por montera, derritiéndose.
—Tres hombres por bobina —decretó González Cantos—; detrás de cada una dos hombres armados, de los que tengan fusil. ¡Hola! —le dijo a Rafael cuando lo apercibió (no lo había vuelto a ver desde que le echara con cajas destempladas del bar)—. Ponte ahí, a empujar. Y tú, y tú.
Se trata de apuntalar, de resistir, de empujar en línea recta, sin desviarse, bajo peligro de balas. «¿Qué pesa ese rodillo de papel?». Tendidos a lo ancho de la calle aparecen como una enorme apisonadora. De la estación de Francia, los pitidos de las locomotoras: la huelga general no ha sido decretada a la misma hora en toda Cataluña, y llegan todavía algunos trenes. Los viajeros se apelotonan en el andén y en el vestíbulo. Las cristaleras estrelladas por impactos.
—¡Esto es el copón!
Baja la cabeza, los brazos tendidos, las manos abiertas al no se puede más, toda la fuerza hacia las palmas.
—¡Aquí no hay que echar una mano, sino las dos! —dice un gracioso.
Lo que importa son los hombros, y afianzar bien los pies. Serrador se siente atlante. «Pensar es una cosa gris y triste, quieta y melancólica, un recuerdo. Recuerdos de la familia. Empujar, cargar, tirar, llevar, moverse, hacer fuerza: eso es vivir. Pensar es defenderse contra la vida y contra la muerte. No hay otro olvido como el de hacer cosas: crear movimiento, empujar». Que el de la derecha no empuje más que el de la izquierda: para eso está el de enmedio. Las sacudidas de las balas penetrando en el papel no se notan; un ligero aire, sí, una ráfaga dc ametralladora lo rasga de lleno; cuando los agujeros le llegan a uno a la mano, un metro más adelante, están todavía calientes.
Los rebeldes no tienen piso ni azotea a que subirse para parar la avenida del fantástico dique rodante. Las paredes, demasiado altas, que rodean el cuartel se lo impiden. El muro, acribillado, está en los huesos. Rafael Serrador piensa en los fascistas que se le enfrentan y que ven llegar aquello como la fatalidad. Se emperran en tirar. Serrador no piensa que podría estar enfrente, que debiera estar enfrente; no le cabe en la cabeza. Hieren a alguno en la mano, a otro en el pie y en el tobillo; atraviésanle la cabeza a uno que anda por el centro de la calzada, da un salto al aire: el rollo habíase corrido por una depresión, bache imprevisible, y al quererlo detener, el hombre pasó la cabeza por sobre la trinchera. Amén. Sube ahora la avenida una ligera pendiente, alguno no puede con ella y se queda atrás. Una de las bobinas da, de pronto, media vuelta, por darle a destiempo el empujador de la izquierda. A ochenta metros de los facciosos queda el esforzado a descubierto. Pónenle como espumadera: pero el hombre se está firme cubriendo con su cuerpo el de sus compañeros, dándoles tiempo de guarecerse. Abandónase el improvisado tanque, queda de perfil, como una boca de cañón niño, terrible, de madera y papel. Tras la barrera que forman los restantes, más de mil hombres se arrastran por el empedrado, protegidos por la extraordinaria albarrada ofensiva. Van delante los que no tienen armas y las huelen en el cuartel. Al sol, desde arriba, Dios debe verlos culebrear como lagartos. Si no hubiese el trueno de la pólvora se oiría el rozar de tanto cuerpo humano contra la piedra.
—¡Se van a poner buenos!
De pronto, al principio no se sabe de dónde, un altavoz de radio lanza atronadora su voz rayada: un vals, y en seguida a los tres segundos, una sardana. González Cantos ruge, brama, completamente fuera de sí:
—¡Callarse, coño, callarse! ¡Qué esto es una cosa seria!
Apágase la música.
Han aparecido unas bombas de mano. Deben haberlas traído ahora mismo, porque son los últimos asaltantes los que las tienen. Las van pasando a los que les preceden, sin dejar por ello de arrastrarse.
—¡Pásalo! Son de Atarazanas.
Las bombas suben como una marea, y el rumor de su procedencia. (Noticia falsa: Atarazanas no se tomará hasta el día siguiente). Cuando las bombas de mano llegan a los primeros las bobinas están a treinta metros de la barricada fascista.
—¡Para! ¡Para!
Y saltan por encima de la talanquera. El muchacho que ha pasado por sobre Serrador se alabea hacia atrás, la bomba en la mano derecha, codo izquierdo a los aires; rásgale una cintura de sangre quitándole fuerza, lanza la piña al aire, pero ya el brazo muerto no alcanza lo previsto: explota el artefacto al exterior del reducto rebelde. Pero han surgido veinte, sorbidos por la proximidad del enemigo y lanzados por el arma nueva; dejan atrás las rodelas de papel, corren frenéticos al asalto, dando muerte por tiempo. Síguenles cien más. González está frenético:
—¡Coño, que esperen! ¡Coño, que esperen! ¡No perdíamos ni un hombre!
Pero ya las ametralladoras son del pueblo. El portalón del cuartel forzado, por los patios se rinden los oficiales asombrados. Riñen los hombres por acercarse a tocar una batería del siete y medio.
—Esta vez vamos a ganar —dice González a Serrador—. Esta vez va la vencida.
No se lo acaba de creer y, ante la sorpresa de todos los que le conocen, empieza a bailar como un salvaje, dándose de puñadas en el pecho. Los que no chillan se abrazan llorando:
—¡Tenemos cañones! ¡Tenemos cañones!
Los guardias de asalto intentan, por las buenas, apartar a las gentes de las piezas. Un viejo de melena besa la boca del cañón. De los muertos nadie hace caso. Crece todo un bosque de fusiles, y en las manos hambreadas los dientes agudos de los cargadores.
El teniente Giménez Labrador, que manda los de asalto, reconoce las piezas: sólo una está en condiciones de disparar. Empújanla hacia afuera guardias y obreros. Peléanse por ello. De cuando en cuando, la cureña ara el suelo y frena la marcha. La munición se lleva a brazo; quién trae un proyectil como si fuese un niño, quién dos bajo los brazos, como colmillos de elefante.
—¡Durruti se ha hecho con el Parque de Artillería!
—De ahí provenían las bombas.
La tarde empieza a madurar.
García Oliver baja por las Ramblas.
—Era un golpe militar y no una revolución. ¡No tienen a nadie! ¡Más claro, agua! ¡A nadie! ¡El fascismo en España, ni Dios!
Capitanía, Gobierno Militar, Aduana, Casa de Italia, Atarazanas: la cabeza viviseccionda de la rebelión, sigue resistiendo.
—¿Disparan por la calle Ancha? ¿No? Bueno, tú, Ortega, ve a ver a Guarner; sí, al teniente coronel. No pongas esa cara. Y le pides un tanque de gasolina. ¿Me oyes? Un tanque con su manguera y todo. Y lo traes por Aviñó a las espaldas de Capitanía. Y tú —le dice a otro—, a por unas botellas de inflamables.
—¡Menuda rociada! —se alboroza uno.
El cañón ha llegado a la plaza Palacio. Dan con él la vuelta a las Siete Puertas y lo asestan contra Capitanía.
A las cuatro de la tarde, el general Goded llama por teléfono al consejero de Gobernación.
—Mire usted —le contesta éste— ¡o luchar, o darse por vencido!
—Está bien, todo es inútil. Pero que sea la Guardia Civil la que venga por mí.
El comandante Pérez Farrás va por el general Goded, al mando de la Guardia Civil. Lo conducen a la Generalidad. Bastaron dos cañonazos y desconchar esquirlas de la fachada. Por detrás del edificio llega García Oliver con la gasolina, pero sin tanque, en bidones, y tarde. Se la reparten los vecinos de la calle, que ya salen a los portales y a los balcones. Entra la gente atorbellinada en Capitanía. Rafael Serrador ve salir, a contracorriente, entre la turbamulta, a Luis Salomar, desnudo de medio cuerpo para arriba, gesticulando como el que más. Lo ve desaparecer inapercibido.
Corren por la ciudad los calofríos del triunfo, empiezan a circular coches y camiones repletos de obreros y obreras, soldados con el puño o los puños en alto, chillando. No hay tranvías —no hay corriente eléctrica—, no hay gasolina, los cafés están cerrados, en la plaza de Cataluña hay caballos muertos. Pero el aire se ha vuelto gozo. Van y vienen, únicas campanas de la ciudad, las ambulancias. Empiezan a quemarse iglesias.
—¡Qué quieres! —dice uno—. ¡Se ven más que los bancos, y arden mejor!
Ni una tienda desvalijada, ni un robo, ni un ultramarinos asaltado, ni un desmán en la ciudad delirante.
Cerca del puerto, en las proximidades de los edificios que todavía resisten, se han abierto unos bares y cafés y la gente bebe lo que encuentra a mano.
Un campesino andrajoso busca ahincadamente a «los responsables». Acaba por encontrar a Durruti.
—¿Qué quieres?
—Un vale para que me den una vaca en el pueblo.
Se lo da.
Un poco más arriba, en lo que hasta ayer fue un dancing para uso de señoritos, la gente amontonada bebe jerez y champaña. Está puesta la radio. Hace un cuarto de hora que repiten el discurso de Goded, rindiéndose. Ahora lo corean.
—Podían haber puesto el de Companys del año treinta y cuatro —dice uno—. Por lo visto los que pierden y no saben morir tampoco tienen mucha imaginación.
—No se muere por dos caminos —le contestan.
—El que juega, pierde y no paga, ya sabes cómo se llama.
—Eres burgués y contrarrevolucionario. ¿Bebes?
España se desespera en el teléfono, ya restablecido.
—¡Que se haga cargo Guarner de los cuarteles! ¡Que se haga cargo Guarner de los cuarteles!
—¿Para qué? Los que se han tomado están en poder del pueblo. Los otros…
—Que se reúnan las fuerzas.
—¿Qué fuerzas?
—La guardia civil, los de asalto…
—No hay quien dé con ellos. Se han fundido con el pueblo. Se han deshecho las formaciones. Han dado la guerrera a uno, la gorra a otro. ¡Cualquiera sabe dónde han ido a parar los tricornios! Como estaban subdivididos en grupos de doscientos o trescientos, se han disgregado. Cuando han querido darse cuenta, sólo había pueblo.
—¿Quién va a responder del orden?
—Hay treinta mil fusiles por la calle.
—¿Quién los controla?
—¡Ellos! Por otra parte, Guarner tiene seis o siete mil mosquetones.
—Presidente: hemos vencido NOSOTROS la rebelión. Y no sabemos lo que se nos viene encima. Yo, como responsable del orden, como consejero de Gobernación, dimito.
—¿No tiene usted confianza en el pueblo?
—¡No es ésa la cuestión, Presidente! Yo tenía esta mañana el poder en la mano, y ahora está en la calle. Sin razón.
—España, el vencedor de hoy es el pueblo.
—El vencedor es el gobierno, Presidente. Reitero mi dimisión.
—No la acepto.
—La cuestión ahora es Zaragoza —dice Durruti.
—Mallorca —indican desde la Generalidad.
—Ya veremos.
En la calle del Este la noche sube de los adoquines hacia los tejados. Rafael Serrador se acerca a un grupo donde se discute recio.
—¡Te digo que no! ¡Es una vergüenza!
—¿Qué pasa?
—Han cogido a uno que se fugaba de Atarazanas.
—Uno de Falange.
—¿Aún no lo han picado?
—Este quiere hacerlo cantar antes. Debe saber dónde tienen el fichero.
—¡Y a mí, qué! —contesta un gigantón con la camisa rota y los brazos sucios—. ¡Y a mí!, ¿qué? ¡Así supiese dónde tienen el oro y el moro! ¡Tente un poco de respeto, cojones! ¿Para eso vamos a hacer la revolución? ¿Para hacer cantar a los presos igual que si fuésemos policías? Pero ¿por quién nos has tomao? Nosotros respetamos la voluntad de los individuos. ¿Qué ha dicho éste? ¿Qué no sabe? ¡Pues no sabe o no quiere decirlo! Está en su derecho. Cada uno es libre de hacer lo que le dé la gana.
El prisionero es un triste desgalichado con las ojeras amoratadas de miedo.
—La dignidad del hombre, ¿me oyes?, ¡la dignidad! Nosotros nos batimos contra las palizas, contra la policía, contra los papeles, contra los contratos, contra el soborno. ¿Y quieres sonsacar, hacer cantar un preso? ¿Ha perdido? ¡Qué se muera! ¡Pero decentemente, sin chivarse!
Saca un pistolón, un Colt tremebundo y le levanta la tapa de los sesos a la mosca muerta.
—¡Así, para que aprenda cómo somos nosotros de libertarios!
Caía la noche, subían los tiros.