A los pocos días Jaime Fernández mandó recado a Serrador para preguntarle si tenía trabajo; éste le contestó que no. Le propusieron ganarse la vida pintando, por la noche, emblemas de Falange en las paredes; ganaría veinte pesetas; era trabajo sin peligro, que podía hacer de dos a cinco de la mañana. Rafael aceptó: «¡Qué más da!». Se pasaba durmiendo el claro del día; desde que cerraron el taller dormía muchísimo. A las diez de la noche se reunía con Salomar en el «León de Oro», un café de estilo germánico que estaba en las Ramblas, cerca de la Plaza del Teatro: a esa tertulia nocturna no acudían los hijos de familia. Solían ir el suizo, Bosch y un tío suyo, viejo a quien divertía verse entre gente joven; algún que otro profesor del Instituto. De tarde en tarde, aparecía por allí un antiguo amigo de Salomar, socialista, que se llamaba José Lledó. Abogado del Estado, casadero y amigo del buen vivir, con ambiciones recortadas, buena biblioteca y cierto gusto por la poesía, vieja raíz de amistad con Luis. Todo en el rostro le venía grande: la frente, la barbilla, la boca: campo de arrugas. El cabezota, para mayor luctuosidd, perdía sus pocos pelos ganando una triste calvicie que le prolongaba aún más la interminable frente; las luces del café lucíanse sobre el cráneo en cuestión. Era el único tema que le sacaba de quicio.
José Lledó solía decirle a Salomar que el día en que triunfaran ellos, los fascistas, le colgarían a él, a Salomar.
—No te das cuenta de que tu falangismo depende de tu amor al castellano. Eso, por una parte; por otra, si algún día estás en el poder, vuestra organización se parecerá tan poco a la que sueñas que serías tú el primero en levantarte contra ella. Vuestra fuerza es ficticia y facticia. El fascismo en Italia y Alemania se basa en una fuerza tangible, capaz de llevar al Parlamento un número considerable de diputados, e incluso la mayoría: Aquí, entre seiscientos no habéis sido capaces de llevar ni uno. Queramos o no, en esos países el fascismo ha sido un movimiento popular.
—Espera que nos echemos a la calle —decía Luis.
—¿Para qué? Una de dos: o vais solos y os aplasta la Guardia Civil, o vais con los militares, y éstos se os meriendan a la vuelta de la esquina. ¡Sois unos pobres conejos de indias, créeme!
—¡Eso quisieras tú!
En esas intervenía el tío de Bosch, hombre amable y un tanto sandio, con los ojos como de través:
—¡Con lo bien que estaríamos si nadie se metiera en líos!
—En España, el fascismo —seguía Lledó— es invención de señoritos. ¡Sois tan pocos los decentes…! Le es fácil a un hombre listo, y más si inteligente, hacerse con vuestros valedores. Basta con lamerles la vanidad, o dedicatorias de rumbo, para auparse sobre sus espaldas. Sois campo abierto a todos los sinvergüenzas: no hay más que rebajarse para entrar. Los puros como tú se cuentan con los dedos. No hay vallas para el arribista, y no es chiste, aunque no sería malo; el incienso es una cortina de humo que permite todas las maniobras, y los ricos, con tal de no ver y de oírse por las nubes, pagan el precio que sea. ¿Qué piensan de sí esos seres? No piensan sino del mundo, lo rebajan a su deshonor. Por no despreciarse desprecian a los demás; no les envidio ciertas madrugadas; y quizá me paso en elogios. Para ellos la grandeza del mundo se convierte en boato, apariencia, desfiles, uniformes, pura forma.
—¡Vas a salir otra vez con que la culpa la tiene Góngora! —dijo Bosch.
—Dejando aparte la exageración, algo hay de eso, mi joven amigo. No Góngora, el gusto por… Y de ahí el odio de Hitler hacia cierta arquitectura racionalista y hacia Picasso. Todo eso, desprecio de sí mismo y, como colofón, necesidad de muerte: resultado para mañana, la guerra. Todo vana mentecatez, escaso juicio y falta de entendimiento, sahumados por la adoración nocturna, y diurna. Con tal que la duquesa X me convide a comer, y que luego me eche de cenar hasta el fin de mis días… Conoces a algunos, ¿no? Prefiero morirme de hambre, que es lo que hacen las personas decentes.
—Y el pueblo —dijo Rafael.
—Vosotros —continúa Lledó— tomáis la vida en conjunto. En especies, especies son especies; el idioma es una gran cosa y revela fantasmas. Como algo que se os debe, como un planturoso desayuno que Dios os planta cada mañana ante los ojos: los obreros, los campesinos, las golondrinas, los enanos, los peces espada… Así, en general —con generales—, por géneros. Géneros son géneros.
—Acaba de una vez.
—Pero ¿un hombre?, ¿un hombre?, ¿uno solo?, ¿un pequeño, miserable ser humano?: ¡eso ni existe ni ha existido para vosotros! Ni la piedad, ni la caridad, como no sea también hacia otro género: los pobres; pero así, en bulto, a lo grande, en general. Y pasáis volando, para no enterneceros: ¡hay tantos!
—¿Y tú?
—Yo hago poco más o menos lo mismo, pero sé que soy despreciable. Vosotros os enorgullecéis y vanagloriáis de vuestro estiércol. Y, lo que es peor, queréis luchar pensando en el pasado; en algo concreto, con límites y todo, y cuadros de historia. Un verdadero cromo. Un día te dije que estáis muertos. Lo reitero. Para vosotros, los mejores, España es un museo y una biblioteca. Para vosotros; que para los que os empujan, intelectualillos, se llama de otra manera y saben a lo que van. No queréis saber que se vive de los medios, que los fines no existen, que no hay más fines que los medios: el ideal es horizonte: ¡cógelo, bobo! No llegaréis nunca a nada; por eso os moriréis de vergüenza, los que la tengáis, de los medios empleados. Y vuestra España, por los aires.
—¡Ay, abogadete, abogadete, tendremos que colgarte!
—¿Crees que no lo sé? A pesar de mi miedo, de mi incapacidad y mi cobardía. (Volvía a su tema). Todos los escritorzuelos que se os han ido sumando lo hacen por aquello de «Honra me ha causado hacerme oscuro a los ignorantes»…
Prosiguió Salomar: «… Que ésa es la distinción de los hombres doctos: hablar de manera que a ellos les parezca griego, pues no se han de dar las piedras preciosas a animales de cerda».
—Lo malo —continuó Lledó— es que con sólo hablar griego se han creído Góngoras, Mussolinis o Hítleres. Juan Antonio (llamaba así a José Antonio Primo de Rivera) no deja de ser el hijo de un dictador de buena familia. ¡La habéis cagado, mis queridos amigos!
—¡Eres un asqueroso! —le gritaba Luis Salomar.
Barcelona ardía en discusiones, febrero de 1936: las elecciones acababan de dar la victoria y el poder al Frente Popular. Companys y los suyos habían vuelto del penal aquella mañana.
—Hace diez años —dice el bizco—, los jóvenes, lo sé por mis hijos, hablaban exclusivamente de fútbol. Para oírles discutir de toros hay que volver a la vida de Joselito. Es una lástima.
—¡Qué duda cabe que España ha cambiado! —afirma Salomar—. Si Rubén desembarcara hoy no se concibe que escribiera:
Suplica por nos
pues casi ya estamos sin savia, sin brote,
sin alma, sin vida, sin luz, etc…
La juventud ha vuelto a la política: ésa es su fuerza.
—Los señoritos —corrige Rafael—. Los obreros están donde estaban.
—Y los libertinos —asegura Jorge de Bosch.
—Entonces, ¿usted cree —dice el profesor catalán, importante, recalcado, lanzando su busto bien mamellado hacia la mesa—, que no puede haber grandes poetas mientras la política absorbe el interés del país?
—¡No, hombre, no! Los poetas no tienen nada que ver con las circunstancias, se adaptan a las que sea y, si son buenos, las cantan bien; tanto monta que glorifiquen a un capitán como a una ensalada más o menos putrefacta. En España hemos dado ahora con algo por qué morir, y esto es una gran cosa para nuestra generación.
—¡Eres un bárbaro! —dice el socialista.
—Ni bárbaro, ni no bárbaro.
Vuelve a intervenir el viejo:
—Siempre puede uno colocarse por encima de los partidos.
—Entonces el partido eres tú —dice Bosch—. El que quiere abarcar equitativamente el bien y el mal se queda en regular, aguachirle, café con leche, nada entre dos platos, animal híbrido sin posibilidad de descendencia, en mulo.
—¡Para la burra, sobrino!
—No hay gran escritor sin cárcel o destierro —sigue Salomar—, o poltrona ministerial. Digo escritor y no poeta. Los poetas son bichos que lo mismo cantan en invernaderos que en muladares.
—¿Y Lope? —añade el profesor de buen lomo.
—¿No era Lope poeta? —se extraña Salomar.
—¿Y el lameculismo una política? —arguye Lledó—. Y no es cuestión de repetir lo dicho, pero ¿cree que los niños de Cambó no hacen política? Recuerde dedicatorias antiguas y modernas. No tienen el genio de Lope.
—Un novelista pacato escribe novelas pacatas —triunfa Salomar—. A veces me pregunto si Blasco no será tan mal novelista como creo… Vosotros, los catalanes, pensáis resolver los problemas creando premios y repartiendo flores. ¡Así os va! Mejor haríais metiéndolos a todos en la cárcel. Y los poetas, sueltos.
El profesor catalán, un poco fachenda con su voz abaritonada, sus nalgas rimbombantes y su listeza boba, no sabe a qué carta quedarse, si defender a sus conterráneos o pasarse vergonzosamente al enemigo. Lo que él quiere es una cátedra en Madrid.
—Mire usted, Luis —acaba diciendo—: creo que debiera ponerse usted a escribir un libro sobre los místicos y dejarse de tonterías.
—La tontería es suya, profesor —dice Salomar, soliviantado—, y lo de escribir, esas son mis cebollas, que dicen los gabachos. Escribir, para mí, es luchar contra la muerte. Y lo mismo lucho de una manera que de otra.
—Comprendería tu posición si estuvieses del otro lado de la barricada —comentó Lledó—. Pero tu actitud política, pesimista…
—Lo uno no empece a lo otro. En este terreno no quedan huellas. Me salvaré a brazo partido o por la fuerza de las palabras. ¡Tanto monta! Un hombre a quien no le interesa la política no es hombre; puede ser un sabio, una especie de sabandija que se roe las entrañas. ¡Pero el que toma el aire, o ve colores, o husmea campo o calle…! A lo sumo, los que piensan salvar la humanidad a fuerza de microbios, y eso a mí no me interesa, ni creo que a nadie tampoco; habría que estar en el secreto…
Hizo una pausa, acabaron de tomar café.
—Frente a la vida —continuó— no hay más que dos posiciones: mandar u obedecer. ¿Inventar una tercera: la ignorancia? Babia, es cosa de maricas. El purgatorio, una traición. Todo esto es esquelético y primario, pero España es un país de esqueletos y por nada nos matamos más a gusto que por sofismas. Y como, por añadidura, comemos mal, nos importa tres pitos la vida.
—Querrás decir —intervino Rafael— que los que comen mal son los obreros.
—Los obreros comen mal y los demás no saben comer —respondió Lledó—. Siempre les ha importado más la otra vida que ésta a católicos y anarquistas. ¡Y son unos cuantos! ¡Aquí morimos o vivimos de mañanas! Y ahora, vosotros, los falangistas, queréis resucitar el ayer. El pobre español acabará crucificado. Menos mal que no tendréis éxito, mi ilustre amigo.
—¡Ya te colgaré! —decía sonriendo Salomar.
—¿Dónde?
—En un árbol de la Rambla.
—¿Me lo dejas escoger?
—¡Cómo no! ¡Y la rama!
Y se fueron hacia arriba a elegir árbol. Cada uno el suyo, por si vencían los otros.
—Lo que no tolero del pueblo es su desprecio de lo espiritual —dijo el catedrático catalán frente a una cartelera.
—Para despreciar una cosa hay que conocerla. ¿Nació usted sabiendo quién era el Greco? —le preguntó sin amenidad Lledó; y sin esperar contestación emparejó con Serrador y marcharon.
—La salvación no está en nosotros —decía el abogado—, en contra de lo que predican tantos de los que sostienen el mundo. Tampoco está en lo demás. Está entre los dos. Las gentes aplican a su ser las leyes de su estar. Por eso el cristianismo ha venido tan a menos: se lo han merendado y no lo digieren. Ser bueno ha pasado de las buenas acciones al arrepentimiento. Vivimos del jugo de la Magdalena. ¡Palabras, mi joven amigo! Es la gran canallada del Renacimiento. Y el arrepentimiento, si no es público, ¿qué es? Por eso, los rusos…
—Los rusos, ¿qué?
—Todavía se encuentran allí verdaderos cristianos, mi preclaro amigo. Cuando todo el mundo se hizo católico no hubo manera de serlo. Es la puñeta de las mayorías. El día en que todo Dios sea comunista ya verá usted lo que queda de Marx. Este es un país de arrepentidos donde nadie se arrepiente.
—Así que usted cree que cuando todo el mundo admire los primitivos catalanes que fui a ver el domingo por recomendación suya, y que no me hicieron ni fu ni fa, ¿no quedará nada bueno de ellos?
—Para mí, quizá no, y me fuerzo para contestarle esto. Pero es posible.
—Es usted un cínico.
—En el mal sentido de la palabra, mi joven amigo. Pero, volviendo a lo de antes: el mal está en que el hombre ha llegado a pensar que le basta el espíritu para salvarse; y lo que hay que hacer son cosas. Pero en nuestro tiempo nadie hace nada, como no sea en provecho propio. Si alguien, sea el que sea, obra por el bien general, lo miran como Quijote y tonto, y no le dejan vivir; todos lo hubiesen hecho mejor. ¡Lo hubiesen, que lo que es hacerlo…!
Lledó hablaba evidentemente de una aventura personal. ¿Cuál? Nadie sabía gran cosa de su vida y milagros.
—El hombre mejor visto —seguía— es el que no hace nada. Sin embargo, para mí, no hay cosa que me enternezca tanto como ver a un hombre jugarse la vida por sus semejantes, sin buscar enriquecimientos. ¡En serio!
—¿Cree usted que el que se juega la vida, sabiendo por qué, no se enriquece?
—No siempre. No tiene nada que ver una cosa con la otra. Ni siquiera en estricto sentido espiritual. La muerte no tiene que ver con el espíritu. ¡Nada, mi querido amigo, nada! Ni con la vida. La muerte es una cosa aparte. Digna de ser tenida en cuenta. Pero a un lado, en un nicho, para las grandes ocasiones.
—Y usted, ¿qué hace?
—¿Yo? Nada. ¡Ahí está el problema! Porque lo que es pagar la cotización de mi partido no creo que me vaya a ganar el cielo. Y lo peor es que nunca haré nada. He tenido demasiadas facilidades para vivir. No hay quien me meta en la cárcel. Además, soy perezoso y me tengo en poco. Y si viniese la ocasión, la dejaría escapar.
Se separaron muy amigos. Luego, solo, con su trepa en el bolsillo, recorría Rafael el itinerario prefijado, que recogía cada día a las siete de la tarde en una mercería de la calle de Balmes. Una tarde le dijo a la encargada del mostrador:
—Quisiera hablar con don Luis Salomar. Ella le miró extrañada.
—Espere —le dijo.
Salió a poco:
—Pase usted.
La tienda era muy chica; la trastienda, un poco mayor, daba a un jardín que tenía otra salida. Le salió Luis al paso.
—¿Qué hay? —le preguntó.
—Fui al café a buscarle.
Ahora volvían a hablarse de usted.
—Sí, no pude ir hoy. ¿Qué pasa?
—Me siguen por la noche.
—Ya lo sé, son nuestros. No tengas cuidado. ¿Algo más?
—Nada.
—Bueno, entonces hasta la noche.
Al salir se cruzó con los Fernández.
A las tres noches, cuando estaba pintarrajeando una valla en la Diagonal, ya cerca de Pedralbes, le sobrecogió un tiroteo. Disparaban de una parte y de otra, cogiéndole en medio. Le hirieron en un brazo. No le dolió hasta después, y no mucho. Vaciados los cargadores, la gente desapareció, dejándole solo. Al llegar a su cuarto se encontró con Rubió registrando su escaso equipaje.
—Me han sacado de la cama. Por si hubiera algo que nos comprometiese. ¿Qué ha pasado?
Rafael se lo contó.
—Serán unos policías de la Generalidad. Los están cambiando. Va a haber que andarse con ojo. —Pero ¡estás herido! Debiste tirarte al suelo.
—No creo que sea gran cosa —dijo Rafael, que se había agarrotado el morcillo.
—Es igual; vente conmigo. Los pipis que te protegían creyeron que los otros te habían despachado.
Fueron a casa de un médico que Rafael había visto en la peña del «Oro del Rhin». Le curó y dijo que dentro de ocho días sólo le quedaría la señal. Luis Salomar entregó quinientas pesetas a Serrador al día siguiente:
—Por ahora, descansa —le indicó.
—¡Este España nos está haciendo la puñeta! —refunfuñaba Rubió.
—Harás el favor de callarte la boca —le atajó Salomar.
España era el consejero de Gobernación del nuevo gobierno de la Generalidad. Por el café iban ahora otros dos jefes de Falange, un abogado de lentes llamado Bassas y un murciano del cual no supo Rafael el apellido. Con el tiempo y el roce Serrador iba amoldándose a las teorías de sus contertulios; él mismo lo notaba con desgana e indiferencia.
—Mira —decía Lledó una noche en el «León de Oro»—, los burgueses han acabado por no saber hablar más que de sus necesidades y de los gustos de las mismas: gastronomía, hembras, locomoción.
—Y, ¿de qué más se puede hablar? —preguntó Rubió que estaba allí por casualidad.
—De política y de arte, mi fogoso amigo. No sostengo que los burgueses no hablan de política ni de arte, pero hablan de ellas exclusivamente en función de sus necesidades.
—Ahora me saldrás diciendo que los obreros hablan de política y arte por puro placer.
—Hablábamos de los intelectuales —respondió Salomar.
—Y, ¿qué es un intelectual?
—Un hombre que tiene una relación moral con la política. O para quien la política es un problema moral, si lo prefieres.
—¡Ah!, y, ¿qué es la política, señor abogado más o menos socialista? Porque supongo que no se referirá a que Martínez Birria sea ministro o cesante…
—La política es la historia del poder y su espíritu.
—¡Caracoles con el marxista! ¿Y el arte, gran definidor?
—La recompensa, el pago de Dios, mi joven amigo. ¡Ahí se fastidia el renombrado Señor, y no le queda más remedio que apoquinar! Para mí, subjetivamente, es la forma de la verdad. A la postre: el poder del poder —hizo una pausa—. Si quieres: el poder de reproducción. No te quejarás de la cátedra.
—¿Tú crees que Velázquez se veía en «Las Lanzas»?
—¡Qué duda cabe, hijito! Haz la prueba: preséntale a cualquier pintor, como suyo, un cuadro que no haya pintado… Dices de un lienzo: Rubens y no pintado por Rubens. Y no gritéis, ¡sofisma! Los artistas son los únicos que pueden verse sin espejo. El artista es un hombre que puede reconocerse en lo inanimado. Por eso creo en Dios. ¡Ese sí que era un intelectual! Ya lo han dicho por ahí, supongo. Y el mundo a su imagen y semejanza, como mayor prueba.
—¿Usted cree que un intelectual es un hombre que quiere dejar rastro en el mundo?
—¡Alto ahí, mi joven catedrático catalán! No he dicho esto. Dos inexactitudes en su pretendida definición: No basta querer, sino poder. ¡Y va una! Y no se trata de dejar rastro, que eso está al alcance de cualquiera, sino de seguir siendo uno mismo tras la muerte. El rastro o el rostro, es cuestión de pies o de narices. La inmortalidad, amigo mío, la inventó Caín, el primer académico. Un intelectual, mi joven profesor catalán, es un hombre que deja su estilo por el mundo. Sea el que sea.
—Sí —dijo Rubió—, la cuestión es que cuando defeque Leonardo todo el mundo conozca la mona por el olor.
Fuese la conversación por el estilo, y por los estilos al cante, y por el cante a los cafés conciertos y por vencimiento natural, al tinto.
—El arte —le decía Lledó a Serrador, de madrugada—, el arte, mi querido amigo, son ganas de verse, de verse venir, un laberinto de espejos. Ver y ser visto. Lo peor que le pueden decir a un artista es: si te he visto no me acuerdo. Esa es la cuestión, parir algo que no se mueva, parir muerte. Que el movimiento sólo es de Dios. De cuando en cuando la humanidad se olvida de su condición, o se acuerda de ella, como quieras, y juega a los dioses, y hay epidemia de dictadores. Todo se cura. Hasta ahora la democracia era tenida por contraveneno eficaz; ahora se medicinan con ella los dictadores. ¡Dioses menudos y puñeteros los intelectuales, mi querido amigo! Quítate tú de ahí para que me ponga yo, que se me ve mejor. ¡Gentuza, mi joven amigo, gentuza, y Dios su fotógrafo! Tú ya ves el cuadro, ¿no? Al final de cada curso, Dios, que es profesor de Instituto, hace un retrato de cada generación.
Serrador no entendía jota. Toda aquella verbosidad le hería.
Días después llegó Rafael al «Oro del Rhin» más temprano que de costumbre. Charló con Joaquín Lluch.
—¿Por qué estás con ésos? —le preguntó el camarero.
—¿Qué más da? ¿No estáis vosotros conchabados con esos republicanos de todos los colores? ¿Es que tenéis más confianza en Casares Quiroga o en Prieto que en Primo de Rivera?
—¡Sólo ves lo inmediato!
—Descuídate y verás. La vida es hoy y no mañana. Vuestros jefes hilan demasiado delgado. No se les ve el cabo. De tan finos, llamáis católicos a los beatos. Eso con los obreros no cuadra. Os la dais de demasiado inteligentes. Así no haréis nunca la revolución. La CNT sí que la puede hacer; eso quisierais, y aprovecharos luego, pero no os dejarán. Os habéis comprometido demasiado con la burguesía Vosotros, los comunistas…
—¡Yo no soy comunista!
—Ya lo sé. El PSUC. ¿Es que creéis que el proletariado es tonto? Muchas de vuestras consignas lo dejan suponer. Y no creas que os sirve. Al que quiere pasar por listo quizá le convenzáis; al de buena fe…
—¿Crees que ignoramos que el Estado burgués sólo defiende a los burgueses? ¿Crees que no sabemos que los más demócratas y los más republicanos son los primeros en mandar hacer fuego contra los huelguistas si éstos se atreven tan sólo a contravenir su condición esclava? ¿Supones que tomamos en serio eso de la igualdad de los ciudadanos ante la ley? En todo lo fundamental, los burgueses no defienden más que a los burgueses.
—Entonces, ¿a qué viene eso del Frente Popular y todas esas otras sandeces de daros la lengua con nuestros enemigos? ¿Es que creéis de buena fe que los vais a engañar?
—¿Nos creéis tan fuertes? ¡Vamos, hombre!
—Vosotros no sois más que unos fantoches. Hay que unirse para defender las democracias. Nadie hipoteca con eso el mañana. Y todos los que van contra esa unión traicionan, dando paso, queriendo o sin querer, al enemigo común. ¿Qué tienes en el brazo?
—Nada. En el taller: se torció una roldana.
Llegaban los tertulianos, Morales el primero, radiante desde las elecciones. Por excepción vino aquel mediodía Jorge de Bosch con su tío; Salomar con Bassas y un policía de la Generalidad: escuchimizado, tercero por el gusto de serlo y sin beneficio, echácantos por gusto de llorar sobre su bajeza, más chismero que papagayo, con cara de perro, cuello sucio, corbatín negro, las majuelas colgando sobre la caña de unas botas siempre embarradas. Llámase Ramón Navarro.
—Lo que sucede —le dijo un día a Serrador— es que nunca he tomado nada en serio. Nada me parece que valga la pena de nada. Por eso soy un pobre en todo. ¿Es que mi vida le importa a alguien? Nada tiene importancia y dentro de cien años todos calvos. Ni la miseria, y me rodea, ni las desgracias me llegan, de verdad, adentro. Y soy aficionado a bastantes cosas: al fútbol, a los toros, a las mujeres, a la música. Miro, veo las cosas, me distraen un momento y luego: usted lo pase bien. Lo que soy es un sentimental, se me saltan las lágrimas con cualquier melodía pegajosa. Lo que más me gusta es la música. ¿Comprendes?, la música es como si oyeras hablar a los muertos. Se filtra por las paredes, dice lo que quieres que diga. Porque lo que soy es envidioso. Lo digo y la gente se ríe y no lo cree. No les deseo más que mi cuerpo y un espejo. Y eso dura desde la primera vez que fui de putas. ¡Si ella se rió entonces, bastante me he reído yo después!
En efecto, le temían en las mancebías.
—Cambian a todos los jefes de Seguridad —le dijo a Salomar.
—¿Todos? —preguntó Bassas.
—Los nuestros.
—¿Cuántos?
—Unos sesenta. Además, España ha reunido a los de la UMR.
—Nos iba mejor con Casellas.
—Sí —dijo uno que acababa de llegar—, o con Dencás.
—¿Sabes algo de la Guardia Civil?
—Por ahora no parece que cambien mando alguno —contestó Navarro—. Han nombrado al teniente coronel Hernando, jefe de los de Asalto.
Intervino el tío de Bosch:
—Señores, ¿por qué no nos dejan en paz? ¿Qué les han ganado en las elecciones? Pues bien, ¡ya ganarán ustedes otras!
—Y mientras tanto, España, ¿qué? —dijo Salomar.
—¿Ustedes se creen indispensables para su historia? ¿Sin ustedes dejaría de ser España?
—¿Hacer nuestra revolución cuando estemos gagá? —bramó Rubió.
—Aquí, en España —contestó el ricohombre de los ojos atravesados— nunca ha habido revolución, ni la habrá. Lo que hubo y habrá son contrarrevoluciones.
—Somos un pueblo de contras, recontras, de encuentros, de hacer o llevarle a uno la contraría —dijo Bosch.
—La república ha nacido de la dictadura —siguió el viejo.
—¡Viva la listeza! —apuntó uno por lo bajo.
—Vivimos de la tontería de los demás —y el hombre alzó la voz para demostrar que la interrupción no le había pasado inadvertida—. Aquí un movimiento organizador, revolucionario, no lo ha habido nunca; tenemos cierta habilidad para conspirar, pero nuestros planes consisten pura y sencillamente en deshacer lo que hizo el antecesor. Y al pueblo le gusta variar, y las novedades, y las crisis. Si no, ¿por qué tantas? Aquí todos somos reaccionarios, la izquierda contra la derecha y viceversa.
—Y el día en que empiece de verdad el baile —preguntó Rafael— y el pueblo tenga las riendas en la mano, ¿cree usted que seguiremos jugando?
—¡Qué duda cabe! España respira por sus costados entreabiertos. Y no hay quien la cure. Si los obreros detentasen el poder, ¡qué absurdo!, entre ellos se desatarían las mismas contras que entre nosotros. ¡Somos así: un país de contrabandistas!
—De contrastes, contraseñas y contraluces —apunta divertido Luis Salomar.
—Hasta los contrahechos son un tema nacional, de Velázquez a Goya. Papamoscas, papanatas, con sus papandujas por el cuello de celuloide —el malmira de don Ramón les había sorprendido a todos con su salida.
—¡Bien, don Ramón, bien! —le dijo el suizo—. Yo digo lo mismo que usted. Cuando pudierron hacerr algo, con la República se les fue el santo al cielo. Se dice así, ¿no? Cambiaron nombrres. Y esperarron el maná. Con el piko abierto.
—¡Y cayeron albardas! —interrumpe Salomar.
—Una rrevolución sólo se puede hacer cambiando completamente de burrocracia. Pero así, totalmente; sin eso, la burrocracia acaba siempre merendando los rrevolucionarios. No invento nada —añadió modestamente—. Aquí los oficinistas no han cambiado, España tampoko, y yo encantado.
—¡Ah! —respondió don Ramón, animado por su éxito—, no se preocupe, que hay para rato. Los que tienen esperanza pueden morir. El mundo es igual a sí mismo, y no hay microbios nuevos. El ajedrez es más variado. Por eso los liberales (para él todos los partidos de izquierda se llaman «liberales») son unos pobres tontos a quienes dejamos el poder de tarde en tarde, para que no se aburran demasiado y se descuernen. El mundo está lleno de tontos, bobos, malpensados y ateos, y hay que darles lo que se merecen. La política: arte de tontos para listos.
Don Ramón, que era hombre de posibles, enciende pausadamente un habano.
—¿Usted cree —le pregunta en un aparte Serrador a Walter— que la revolución es cuestión de burocracia?
—La deciden los jefes, la hace el pueblo, la mantiene el ejérrcito, la consolida la burocracia.
—No estamos de acuerdo, don Ramón —decíale Morales al tío de Bosch—. Seré de esos que llama usted tontos, bobos o sentimentales o lo que sea; pero me quedo con los débiles, los más y los menos.
—¿Qué?
—Los más numerosos y los menos afortunados. Por eso soy de izquierdas y no me avergüenza el decirlo. Por nada más. Yo no puedo admitir que haya una persona decente —hubo un pequeño revuelo— que esté conforme con la actual organización de la sociedad. Me parece monstruoso que haya quien piense que las cosas están bien como están cuando hay quien no come y quien se atiborra. Ahora bien, yo creo que todo puede resolverse sin necesidad de violencias ni revoluciones.
—A la postre —le respondió Bassas—, usted es partidario de una dictadura de los cojos contra los que perneamos correctamente.
—¿Por qué no? Y ya os podéis reír.
Rafael se acuerda de una frase de no sabe quién, —¿de González Cantos?—, en el Victoria: «La política es una cosa de señoritos; lo único serio es romperles la cara».
Se marchó el panadero: Todos estos idiotas que preconizan la paz eterna son nuestros mejores aliados —comentó Bassas, viéndole marchar—. Hay que darles siempre la razón, aunque nos los carguemos después: ¡retahíla de masones y judíos! Pero desarman a las masas, y las aduermen. Los capadores del siglo. Ante ellos me quito el sombrero y barro los suelos.
Por aquellos primeros días de julio hubieron grandes revuelos. Vino de Madrid un escritor de cierto nombre para ponerse al habla con Salomar, Bassas y el murciano del cual seguía Serrador sin saber el nombre. Eugenio Sánchez traía la cabeza envanecida de historia y paisaje italiano, y los mondongos retorcidos de tesis alemanas no digeridas; no había quien diese con el hilillo fino de su calidad gallega, convertido en cáñamo de su conveniencia.
Los capitostes dejaron de aparecer dos o tres días por los cafés. Una noche, ya tarde, tropezáronse Salomar y Sánchez con Lledó, Bosch y Serrador. Lledó había sido amigo del recién desembarcado cuando éste, no hacía tres años, era candidato socialista; con queridas, punto en los rediles de la Granja el Henar, mujer e hijos pasándolas moradas no se sabía dónde.
Ahora se lo encontraba con la voz aflautada, honda y meliflua a la vez, tan fina que no sabía uno a qué carta quedarse, teniendo que inventar la mitad de lo dicho, una voz a lo d’Ors, en cierta manera su madre —de padre desconocido—, un decir «para hacerse amar locamente» de tituladas señoras, gusanillo que le había salido a don José Ortega; para mayor jolgorio de sus antiguos compañeros.
—¡Has ganado cadenas, don Sánchez! Lo digo por esa virguería, mi olvidado amigo —le soltó el socialista por una pulserilla que lucía el aludido.
El escritor hizo un gesto vago y pronunció unas palabras ininteligibles.
—Estábamos discutiendo de las Cruzadas —continuó Lledó, dispuesto a imponer su presencia, que sabía insoportable a Eugenio Sánchez—. ¿Qué opinas tú de las Cruzadas?
El aludido se encogió de hombros y púsose a hablar para sus adentros: nadie distinguía palabra que valiese.
—¡No! —le interrumpió Lledó—, ¡tienes razón! A vosotros os gusta la palabra: cruzada. Suena bien. Y vosotros, cruzados.
—No hagas chistes —le reprendió Salomar.
—¡Si hablo muy en serio! Queréis irrumpir en España como colonizadores y hacer creer al mundo que todo obedeció a un amplio movimiento popular, tal como ha quedado hasta hoy el recuerdo de las verdaderas. En realidad aquello fue una expedición colonizadora del Papado y de los Capetos. Expedición colonizadora del Papado: ¿Qué te parece, mi apagado amigo?
Volvió a mascullar el recién llegado.
—Tenéis esto por tierra de infieles con mando sobre los Santos Lugares, que no os faltan, de Covadonga a la Virgen del Pilar, pasando por Santiago. Pensáis tratar a los españoles como a indígenas jenízaros, y eso haciéndonos un gran favor. Los cruzados se aprovecharon de la anarquía musulmana de principios del XII. Pero luego los mamelucos…
—Pasaron siglos —dice Salomar.
—¡No tantos! Y para vosotros, ¿cuentan siglos? Lo que importa es que queréis tratar a España como a país conquistado, reclamándoos de la tradición y de la historia; sin que os importen un bledo los españoles y sus dolores. Y eso es lo que encuentras tú, Luis, en el fascismo: un viejo afán de conquistador, y los españoles indios, en el peor de los sentidos. ¡Conquistador de sí mismo; por un campo, roedor de vuestras entrañas, y de las nuestras, animales dañinos! Imperio, ¿cuál? ¿Sentaros a soñar que las Baleares son Sicilia? ¿Las Canarias: la Florida? ¡Todo vuestro programa es literatura, empeño de peña!
—¡Estás salido! —le dijo Luis.
Sánchez volvió a hablar con su barba.
—Somos muchos más de lo que puedas figurarte —insinúa Salomar, como niño con juguete nuevo.
—¿Crees que no lo sé? Sois muchos más de los que vosotros os figuráis: todos los que no creen en el poder creador del pueblo.
—Tú, por ejemplo.
—¡Calla, ladrón!
Farfulló Sánchez una despedida.
—Tiene mucho talento —díjo Bosch cuando hubo marchado.
—¡Y administración! —sentenció Lledó—. ¡Abur!
El día siguiente Salomar le dijo a Rafael:
—Ven a las ocho.
—¿Adónde?
—Donde fuiste la otra vez.
Cuando Serrador se hubo marchado, Rubió dijo, refiriéndose a él:
—España es un pueblo de señoritos.
—¿Crees que un ganapán o un destripaterrones de Medinasidonia quiere ser señorito? —le preguntó el perantón de Bosch.
—Si se atreviese a pensarlo, sí. En España hay los que no saben lo que son y los que no saben lo que quieren, los demás sinvergüenzas, y nosotros. No te olvides que en 1912 teníamos todavía un sesenta por ciento de analfabetos; y hoy, ¿cuántos?, ¿cincuenta? Menos mal que no existen.
—Y es usted capaz de matar a quien se los recuerde —rubricó el camarero que le escuchaba apoyado en el rodillero, georama de níquel brillante.
—Lo que no comprendo —dijo el suizo— es cómo van ustedes a compaginar el fascismo y la Iglesia. El fascismo es fundamentalmente anticristiano. Y vuestra rrevovolución, si la hay, serrá en beneficio de los curas.
—¡Vamos, hombre! —dijo Bassas.
—¡Al tiempo! —cerró Walter—. Y es hora de marcharse. ¡Coño, puñeta, carrajo! —dijo, como siempre, al levantarse, para alegría de oyentes.
Por la noche, en la mercería, Luis le encargó a Serrador que fuese a ver a sus amigos anarquistas para enterarse de su disposición frente a un movimiento «nacional».
Rafael fue al día siguiente al Victoria; le acogieron como si no hubiese faltado un solo día.
—A González le supo mal lo que te dijo —le indicó el Chófer—. Vuelve, se alegrará.
Rafael salió en su compañía y le preguntó lo que le interesaba.
—No sé —le respondió el anarquista—. Depende de los comités. Pero yo creo que no hay duda.
—¿Armas?
—No. Pero no importa. La situación es de todo en todo distinta a la del seis de octubre. Ahora nos ayudará el gobierno… Hay una probabilidad de ganar. Yo creo en la mayor eficacia del contraataque. Los sublevados serán ellos, el atacado el gobierno; entre los dos, nosotros nos podemos hacer los amos.
—¿Y la huelga de transportes? ¿Y la de la construcción en Madrid?
—No tiene nada que ver una cosa con la otra.
Rafael le dijo a Salomar que creía que la CNT se echaría a la calle.
—¿Sin armas?
—Confían en que se las dé el gobierno.
—¡Bah! Hay que repetirles que no tenemos nada contra ellos. ¡Al contrario! Contra los mangoneadores socialistas, sí. Ahora mismo están en huelga. Hay que insistir.
—No comprenderán.
—De todos modos vamos a imprimir unas octavillas. Te daré veinticinco hombres y tú te encargas de repartirlas.
—Bueno.
A los dos días Salomar le preguntó a Rafael:
—¿Qué tal tiras?
—No sé.
—Mañana, a las cuatro y media, en la Plaza de España, esperas sentado; en la taza de la fuente.
—Ya nos veremos en el café.
—No. A las cuatro de la mañana.
Rafael no esperó más de cinco minutos; llegó Salomar en un coche y le hizo subir en la delantera. El auto tomó la carretera del Prat. Una vez en el pueblo torcieron a la derecha y un kilómetro más allá enfilaron la portilla de una finca. Además de Salomar ocupaban el coche cuatro muchachos a los que Serrador no conocía. No hablaron palabra. Pasado el portalón vieron, diseminados por un jardín y la huerta, unas cincuenta personas, en su mayoría jóvenes, con cara luciente y pantalones de buena familia, todos con camisa azul y el yugo y las flechas de Falange, en rojo, sobre la tetilla izquierda. Formaron de dos en fondo tan pronto como avistaron a Salomar. Pasóse lista en la solana, entre una binadora y una balsa. La finca estaba cercada de altas y bien enjalbegadas tapias. En una de las esquinas, subido en una escalera, un centinela avizoraba lo asurcano.
La huerta cuidadísima, las albardillas rosadas, las clavelineras con sus albitañas. Colgadas en el sobrado rebrillan amarillas mazorcas de maíz ladeadas por ristras de pimientos carmesíes, ya secos. Por las paredes escalfadas, siguiendo alambrillos, se ensortijan, trepando, las campanillas y las almortas. Desde la portalada hasta la casa de labor un camino orillado de adelfos blancos, entreverados de amarantos, geranios, lirios y amormíos, y a sus pies, lindando la grava, las trinitarias sosteniendo, muy dignas, sus cabezotas morachas. A la derecha, algunos almendros, algún granado y membrillo, media docena de avellanos; más allá, un cuartel de coles: glaucas, azules y topacio en la madrugada, con su gruesa escarcha tornasol: sígueles un alcachofal, un melonar cerrado por cruzadas cañas donde granan guisantes.
Aloes, chumberas y murcianas forman en la base del tapial. Tras la casa un corral, pegado al mismo un conejar y arriba el enrejado gris, enorme, del palomar; a sus pies un volquete; entre sus ruedas dos gansos y una pollada.
Ya los dondiegos cierran su flor cinzolina: por sobre la pinada que guarda las dunillas, marca el sol su posesión dando larguísimas sombras leves sobre la tierra muda, que va saliendo del mar.
Frente a la falangilla, tiesa con los brazos al cielo, pasa pompeando un gallo, carúncula erecta, marciales los espolones, mientras, un poco más allá, encoban las gallinas.
En la pared del corral se disponen tres blancos de formas vagamente humanas. Salomar entra en la casa y sale con tres pistolas en las manos: Una Star del 6,35, una FN del 9 corto, una Mauser del mismo calibre. Van disparando por turno; uno toma nota de las punterías, cuando le toca su turno, Rafael dispara todo el cargador sin dar en el blanco. Los animales gañen, aúllan, gruñen, graznan, ladran según sus posibilidades. A lo lejos contestan unos perros. Un gato blanco, impertérrito, la cola erizada, pasa entre los tiradores y los cartones.
Acábase el ejercicio y cada cual saca su almuerzo. Salomar los reúne luego y les da clase de historia de España. Empezó hace tres meses con los Reyes Católicos y aún anda por Carlos V.
—Después de Felipe II —dice—, ¡ya no hay historia!
—Yo pensaba… —aventura un rapagón.
—¡Tú no piensas!, ¡crees! —le chilla Salomar, subiéndose a las bovedillas—. ¡Estamos dispuestos a reivindicar el lema de la Universidad de Cervera! ¡Lejos de nosotros la funesta manía de pensar! ¡Creemos, y obedecéis!
Llama el teléfono: Ramón Navarrro le advierte que la policía le anda buscando. ¡Han detenido a Bassas!
Luis Salomar despide a su grey y la cita para dos días después.
En el coche, durante la vuelta, indica a Rafael que le espere en el mismo sitio y a la misma hora: —Ahora, que te dejen donde quieras—. Salomar baja antes de llegar al fielato.
Rafael se encontró solo aquella tarde en el «Oro del Rhin».
—Parece que los buscan —le dijo Joaquín—. Hablan de una sublevación militar. Si la buscan gorda, ¡allá ellos! Se darán de narices.
A la noche, Salomar, con grandes gafas ahumadas y sombrero, paseaba por las Ramblas con Lledó. Su aspecto era de rufián quevedesco; faltábale el palo o el perro.
—Hijo, me parece que hemos llegado a las diez de últimas —argumentaba el socialista—. De un lado están los que quieren y del otro los que no quieren. Los que tienen se preguntan haciéndose los extrañados: ¿Qué quieren? ¡Cómo si no…! La sola condición de proletario enaltece; consiervos, dice la Biblia, y está mucho mejor. Están obligados a preguntarse: ¿qué queremos ser? Y en ese mismo momento ya son superiores a lo que eran. Los tuyos, por el contrario, se quieren rebajar —pagar la menos contribución posible—. Saben lo que son y lo que tienen. Tanto tienes, tanto vales. Y no se hacen ilusiones. Por las ilusiones vale el hombre. Ya podéis hacer lo que queráis. ¡Estáis listos y buenos para el arrastre, mi viejo amigo!
—¡Déjate de historias! Lo que importa es dormir poco y andar al avío —decía Luis—. Los sueños son dolencias de estreñidos.
Y alabeaba en lo posible el chambergo hacia su frente.
—Si te dieran a escoger deseos…
—¿Yo? ¡Nada! Quisiera ver colgados a todos los catalanes y pasearme entre las horcas, al olor de su podredumbre; y los pajarillos de las Ramblas por encima; y nuestra escuadra por el mar.
—¡Morir como Garcilaso —dijo su acompañante— después de haber reducido el Quijote a montón de papeletas!
Anduvieron sin palabras.
—¿Y tú? —pregunta Salomar.
¡De no despertarme mañana presidente del Consejo, nada!:
Bientôt nous plongerons dans les froides ténèbres;
Adieu, vive clarté de nos étés trop courts!
—¡Vete a paseo con tu franchute! ¡Recita en español, o no eres hombre!
—Está bien, mi general amigo:
Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos y corremos,
que en este mundo traidor
aun primero que muramos
las perdemos.
—¡Olé! —dijo Salomar—. Vámonos a beber una botella de amontillado en un tabernucho que ha descubierto Bosch, ahí en una revuelta de Escudillers.
Con el vino por medio, Salomar le indica, como sin importancia: ¡Guárdate!
—¿Tan en corto me lo fías?
—Sí. Estamos frente a frente, y no va más.
En el despacho del consejo de Gobernación están reunidos los jefes de la Guardia Civil: general Aranguren, tenientes coroneles Escobar y Brotóns. El consejero es hombre alto, rubicano, la nariz fina un poco pinjante; aparenta menos de sus cincuenta y cinco años.
—Señores, se prepara un alzamiento militar contra la República. Si quieren pueden no contestarme. Soy hombre de pocas palabras. ¿Cuenta el gobierno con la Guardia Civil?
—Si el movimiento está dirigido contra el gobierno legítimo, sin duda alguna. Como siempre —dice el general.
—¿Y ustedes, señores?
—¡A sus órdenes!
—¿Palabra de honor?
—¡Palabra de honor!
—Ahora les pondré en relación con el comisario de Orden Público, teniente coronel Escofet, y con el jefe superior de policía, teniente coronel Vicente Guarner. Ustedes elaborarán un plan de represión del probable movimiento. Tengo la lista de los jefes comprometidos; les será comunicada más tarde.
—Los comprometidos no tendrán mando —dice Aranguren—. Porque supongo que no los hará usted detener…
—Evidentemente, ¡sin pruebas!
Salen los militares y entra el secretario particular del consejero.
—¿Sabe usted que Escobar es un beato, y su hermana monja?
—¿Y que aquí nos hemos jugado Barcelona a cara o cruz?
—¿Y?
—¡Canto!
En el local del sindicato de la madera están reunidos unos cuantos responsables de la CNT. —¿Cuántas armas?— pregunta Ascaso.
—Nada. Lo de Pueblo Nuevo: una ametralladora, la que tú sabes, tres fusiles ametralladoras, treinta Winchester, especifica García Oliver, bajo y duro. ¡Hay que hablar con Companys! —dice Durruti. ¡Con lo que hay que hacerse es con Barcelona!
—Nos enviará a España.
—Hablaremos con España.
—En Hospitalet hay una caja de pistolas —dice uno. ¿Cuántas?
—Doce.
—Venga el plano de las armerías; la madrugada que sea vamos por ellas. Los fascistas iniciarán el movimiento de cuatro a cinco de la mañana. (García Oliver baja la voz, sonríe, acaba la frase tras una pequeña pausa, como siempre).
—¿Y luego?
—¡Ya veremos!
—¿Quién toma el mando de las operaciones? —pregunta Ascaso.
—En la capital, García Oliver. Desde esta noche no duerme nadie.
—¿Qué se sabe de Zaragoza?
—Nada.
—¿De Valencia?
—Listos.
Se habían acabado los ejercicios de tiro. Entre los presentes aquella mañana, Rafael conocía a unos cuantos: Rubió, los Fernández, Ramón Navarro. Salomar los reunió en el piso bajo del casón.
Les hizo formar. ¡Camisas azules! —les arengó—. ¡Se acabó el juego! ¡Ha llegado la hora de la verdad! (Vamos a entrar a matar, pensó Rafael). Tomamos entre nuestras manos las tradiciones españolas.
Las tenéis entre vuestros dedos, al alcance de los gatillos. Nos dan para su guarda la libertad y la decencia de España. Por una España libre, una, grande, contestaréis dentro de poco, todos a una: ¡Presente! Las libertades de todos van a convertirse en las libertades de Falange. ¡Todos por José Antonio! Se acabaron las discusiones: ¡con la disciplina! Las disensiones; ¡con la disciplina! Los esfuerzos contrarios: ¡con la disciplina! Las libertades: ¡con la disciplina! ¡Falange entra en su gloria! ¡Honremos sus muertos! ¡Esta noche cada uno recibirá la indicación de su puesto de combate! ¡Arriba España!
Evidentemente, pensaba Rafael, no es un orador. Esperaban todos que diera la orden de romper filas. Pero Salomar volvió a dirigirles la palabra.
—Camaradas, entre nosotros hay un judas. Si he hablado delante de él es para que se convenza de que no ha de salir de aquí esta mañana. Sé quién es. Si él mismo se adelanta le permitiré que acabe con su vida. Si no, lo haré matar como a un perro. Le doy quince segundos.
Rafael Serrador sintióse de piedra. No podía ser él y, sin embargo, se le alcanzaba que en lo hondo de sus raíces existía el resquicio de una duda, su falta de fe. Nadie miraba a nadie, por miedo a acusarse. ¿Cuál de ellos se sentía libre de no haber dicho una palabra imprudente? Los que Rafael no conocía no pasaban de los veinte años. Habló uno de ellos:
—Yo le dije anoche a mi padre que dentro de poco… Estoy dispuesto. Pero mi padre no hablará.
—No eres tú —tajó Salomar—. Es éste, y designó a Ramón Navarro.
Les pareció a todos que habían quitado el techo, que entraba el aire de golpe; se sintieron más ligeros.
—¡Policía tenías que ser, chivato! Los traidores mueren dos veces.
—Un cadáver, por mucho que insistas, es siempre un cadáver —dijo el escomendrijo con una voz más alta que la suya natural.
—Pero tendrás que pensar en dos sitios y de dos maneras a la vez. Así es difícil morir en paz.
—Quisiera hablar contigo a solas —le indicó a Salomar—.
—¿Para qué? ¿Para revender tu piltrafa? No. Además, yo no hago más que cumplir órdenes. Te debemos el que a estas horas uno de nuestros triunviros esté en la cárcel y nosotros en libertad, de milagro. ¡Qué contento te habrás puesto al llegar aquí! Y al oírme. No sabías que era tu sentencia. El estado de guerra está proclamado. Guzmán y Robles, atadle las manos y llevadlo al corral. Gregorio, Ruiz Aldaneta, Batlló y Matas, coged picos y palas en el cuartucho, según salís, a la derecha; entre el palomar y las bardas caváis una fosa. Es pequeño.
—¿Qué profundidad?
—Setenta, ochenta centímetros. Si hubiésemos tenido tiempo… —se encogió de hombros. Pero sirva de varia lección. Y ahora echad suertes entre los seis más viejos, a ver quien tiene el honor de mandarlo al infierno.
Los muchachos no se habían movido un pelo.
Aculado en un sucucho del corral, Ramón Navarro se aplastaba en el ángulo recto de las paredes enjalbegadas. La sombra le acuchillaba la cara y el hombro derecho. Enfrente, unos toneles; bajo sus rodajes, hilillos vinosos que corren hasta un montón de estiércol. Zumba el aire de calor y verano. Se han marchado sus guardias, pero un hombre viene hacia él. Cierran el portón de madera.
Chirrían los goznes. Es posible que no tuviese miedo, que le importase poco morir, pero su cuerpo procuraba ennicharse en la pared. Sudaba para sus adentros, la epidermis seca, lustrosa, brillante. 18 de julio y casi mediodía, y todo azul. Una mosca revolotea por su cara. Se la sacude sin darse cuenta meneando la cabeza. La mosca, son ya dos moscas. Las moscas acuden a los que van a morir. Para el que se adelanta aquel movimiento es muy desagradable; parece un caballo, fáltale la bolsa y la paja.
Va a matarme. Dios mío, ¡qué idiotez! No podía pensar en otra cosa. El sol, el muladar y las moscas. Lo único que se le representaban eran las palabras, ya vacías: ¡Dios, qué idiotez! En frente, en la sombra, quedaba el gallinero con tres gallinas grises. Un gallo se acercaba, en el sol, picoteando los sueños, levantando luego la cresta con suficiencia tanta que parecía querer esconder su vergonzoso trato con granos y lombrices y dominar al mundo con su relumbre plumirrojo, plumiverde y los ojillos fríos e impersonales. ¿Por qué no he pensado en afufar? Los alamudes del portillo. Detrás asoman las enredaderas con sus campanillas azules y unos girasoles ensemillados, negros, a punto de reventar. El sol echa tanta luz que Ramón Navarro guiña los ojos.
Morir como un conejo, como un conejo. Y de pronto vio una enorme cabeza de conejo que le guiñaba el ojo. Y me estoy meando. El gato por la algorfa. Le parece que se le sahorna todo el cuerpo.
Cuando el matador llegó a cuatro pasos del calcillas empezó a disparar apuntando al vientre. El miserable cruzó las manos, sosteniéndose el abdomen. ¿Cómo se las había desligado? Fuese doblando, lo que permitió al verdugo pegarle un tiro en la cabeza sin necesidad de agacharse: bastóle alargar el brazo; la pared se ensució de sangre y sesos. A lo lejos se oyó un asno. ¡No será el único! —decía luego Salomar mientras el sorteado se le agarraba a los ojos como a clavo ardiendo—. ¡Matar un hombre, desde la invención de la pólvora, es bien poca cosa!
—Con una navaja no hubiese podido. Y aun así… ¡Tengo la impresión de que me he envenenado!
—¡Eso se cura con caldo!
A lo lejos, Montjuich emergía como un pavés de la neblina.
—¿Por qué —le pregunta Rafael a Salomar— hablaste delante de Navarro? ¿Y si…?
—Para que se arrepintiera mejor, y ganase más fácilmente el cielo en que no creía.
A las tres de la tarde don Juan Manuel Porredón se hace anunciar al Ilmo. Sr. Don Jesús de Buendía y O’Connor, ex ministro de la monarquía, tonto y de paso por Barcelona.
Don Juan Manuel es banquero, don Jesús nació presidente de consejos de administración.
—¡Mi querido Juan Manuel…!
—¡Mi querido don Jesús!
—Esto parece que está en casa.
—¡Hecho, don Jesús, hecho! ¡Ya era hora!
—¿Y aquí?
—Es posible que intenten resistir, pero será cuestión de horas. A lo sumo, otro 6 de octubre. Goded llegará a las once, una vez arreglado lo de Palma. El plan es espléndido y no puede fallar. El único problema era Madrid. Y en Madrid no nos movemos. En las demás capitales están desarmados. ¿Los partidos políticos? ¿Los sindicatos? ¡Bah…!
—¿Y la Guardia Civil? ¿Y los de Asalto?
—Lo primero supongo que lo preguntará usted en broma. Los de Asalto, ¿qué pueden contra el ejército en la calle y declarado el estado de guerra?
—¿Zaragoza?
—No se preocupe. Cabanellas en Zaragoza y Queipo en Sevilla son los más seguros. ¡No hay como los desagradecidos! El problema es Aranda en Oviedo, pero allí está muy aislado. Además, su amigo Lerroux no nos ve con malos ojos.
—¿Entonces?
—Nada, todo saldrá a pedir de boca. Sanjurjo llegará a Burgos. Franco está ya en Tetuán. Llegaron los aviones prometidos. Lo desastroso es que alguno ha tenido que aterrizar en Argelia.
—¿Se sabe algo de la reacción de Francia?
—Quiñones tiene allí muy buenas ataderas. Además, como es un gobierno de Frente Popular, se cuidará muy mucho de no meterse con nosotros, les réactionnaires. ¡Mejor nos tratarán que lo haría su amigo de usted don León Daudet!
—Resumiendo…
—Franco pasa a reunirse con Queipo sublevado en la segunda región. Goded toma el mando aquí. En Valencia García Monje está en la higuera, pero los regimientos salen a la calle.
—Que es lo que importa. Siga.
—Por otra parte Mola, desde Pamplona, baja en horas a donde haga falta, que no hará. Galicia es nuestra. Cuestión de echar un bando. ¿Qué puede hacer el gobierno tonto de Casares? ¿Quiere usted decírmelo? Rodeado, cercado, con el enemigo en casa, tendrá que rendirse.
—Yo espero mucho de esa amenaza sorda en Madrid. Es una novedad.
—Sanjurjo reunirá los hilos. Es cuestión de dos días. Nuestros amigos podrían ser un poco más prudentes; en Amsterdam ha subido hoy Almadén como les ha dado la gana.
—¿Y aquí? ¿Qué hará Llano de la Encomienda?
—¡Llorar! Nos sobra, hasta la llegada de Goded, con Legorburu. ¡Sí le conoce usted!: el general jefe de los servicios de artillería. Y con Fernández Ampón. Pero sobre todo tenemos a Moxó, el coronel de E. M., y a Adalberto Sanfeliz.
—Pues los mercurios italianos no se han movido.
—Entre o no Italia a formar parte del consejo, una vez efectuada la unión subirán como la espuma.
El teniente coronel Guarner entra en el despacho del consejero de Gobernación. Saca un libro de su cartera.
—Pertenece a un comandante a mis órdenes. Se le olvidó en el cuerpo de guardia. Dentro he encontrado este pliego cerrado con el encabezamiento de Capitanía. No he querido abrirlo sin su consentimiento.
—Ábralo.
El rasgar del papel. Léelo Guarner y se lo pasa en silencio a España. Es una orden para declarar el estado de guerra.
—Sin fecha —comenta el consejero—. Sello del Estado Mayor.
—Y firma el coronel Moxó —señala Aranguren que está presente.
España llama al capitán general por teléfono: Mire usted, general; a pesar de sus denegaciones, así es. El teniente coronel Guarner va a verle con el documento.
Sale éste cuando entran Brotóns, Escobar y Escofet.
—Señores —dice España—, el comandante Sandino, jefe del aeródromo del Prat, me ofrece su apoyo incondicional. Yo estoy seguro de que si todas las órdenes se han cumplido el movimiento tiene que fracasar en Barcelona.
Sobre un plano márcanse los retenes, los cuarteles vigilados.
—He aumentado el número de hombres en la Diagonal —dice Escofet—. No hay retén de menos de doscientos.
—Yo no creo en milagros —dice el consejero.
—¡Yo sí creo en ellos! —le responde Escobar.
—¡Pues hágase el milagro y hágalo el diablo! —puntea con sorna Brotóns.
Vuelve Guarner:
—El sello es falso; la firma, auténtica.
—¡Ya han hecho hasta los sellos! —dice Aranguren—. Esta vez tienen dinero.
—Sí, parece serio.
—¿Y Madrid? —pregunta Escofet.
—¿Quién? —contesta a España—: ¿Moles? ¿Esplá? ¿Casares? ¿Pozas? ¡Respiran confianza y me llaman alarmista!
—Los alarmados y mal armados van a ser ellos —dice Brotóns para su barbilla.
A las tres, un muchacho le trajo a Rafael Serrador una orden mecanografiada en un papel pajizo. «A las tres, en Capitanía».
A la tarde pasó por la mercería donde le dieron el santo y seña: «No va más».