2. Mañana y mediodía

En la esquina del Paralelo, cara al puerto, cara a Montjuich, está el cuartel de Santa Madrona. Reúne a la tropa su coronel.

—¡Soldados de la República! ¡Ha llegado la hora!…

Suenan tres tiros y el oficial se desploma.

—¡Viva la República!, soldados, ¡viva la República!

Huyen los otros mandos. Persíguelos la tropa. Tres falaces se hacen fuertes en el cuarto de banderas. Tiran a través de ataires y tableros. Buscan varios soldados una viga y todos a una desfondan la puerta. Un oficial herido está derrumbado en un banco, los otros huyen por las oficinas. Acorrálanlos. Entreábrense las ventanillas del pago de haberes para dar paso a pistolas. Caen revueltos papeles, tinta, máquina de escribir, secantes, palilleros, libros mayores y salvaderas. Los disparos de los mosquetones. Desde los dormitorios de los oficiales hay quien ha tenido tiempo de fugarse por los patios traseros, de abrir boquete en un tabique; por su parte inferior corren todavía dos reguerillos de sangre. El yeso la seca y oscurece. El sargento Valeriano Gordo se ha hecho con las cuadras. Los soldados gritan su entusiasmo correteando por el patio. El suboficial Manzana les grita su libertad. Por el distrito quinto se desparraman los soldados. Manzana manda aviso a la Cofederación: Total, dos ametralladoras que funcionan.

Las máquinas, tras unos colchones, enfilaban el Paralelo.

—Habría que mandar un hombre, que no estuviese fichado, a Atarazanas y a la Plaza de España —le dice Moxó a Salomar—. A ver qué pasa. Lo del teléfono es una lata. Hasta que no lleguen a la plaza de Cataluña…

Salomar sale al saloncillo y llama a Serrador.

En los hoteles de ladrillo de la plaza de España se asoman a las ventanas los centenares de muchachos venidos a Barcelona para disputar las pruebas deportivas de la Olimpiada Popular, que debe principiar a las once de la mañana. Ven tropas descansando en medio de la plaza. Tres avioncillos por los cielos. Un corredor francés (100 metros en 11”), que habla su poquito de español, baja a por noticias.

—A lo mejor —le dice un sueco—, es para cubrir la carrera. Dicen que va a venir el Presidente a la inauguración.

El francés se encara con el primer sublevado que encuentra. Entiéndense a las mil maravillas.

—Sublevación en Barcelona —el quinto mira las avionetas y se las señala al atleta—: Fascistas.

—¿Fascistas? ¿Et tú?

—¡Anti, antifascista! —le responde el soldado, convencido de que ha salido a luchar contra un alzamiento reaccionario.

Ya los mandan formar. Se acerca un tenientillo de bigote recortado.

—¿Quién es éste? —pregunta por el extranjero—. ¿Nuestro o rojo?

—¿Moi? ¡Sprinter!

Y levanta el puño.

—No hay manera de comunicar con el Prat.

España mira el mismo mar que doscientos metros más abajo ve y no ve el coronel Moxó. Ya pasan las avionetas: la de Ponce de León y Meana, la de Villaceballos y Giménez, la de Bayo Herguido.

—¡Todas las sábanas o lienzos al terrado! —ordena y grita el consejero de Gobernación.

Tiéndense las telas por la azotea enladrillada, píntase en ellas, la mayor posible: SAN ANDRÉS. Pasan las avionetas a treinta metros.

—Tienen que haber leído sin dificultad… ¡Y pensar que no hay más aviación en Barcelona…!

—Llevan bombas de mano, y algunas de diez kilos.

—Los de San Andrés han salido a las seis. Son las seis y cuarto. Los cogen en pleno descampado.

España palmotea la espalda del general Aranguren. Se da cuenta, y le sonríe.

El presidente de la Generalidad está en el despacho del director general de Orden Público. Desde hace un cuarto de hora no hay noticias. A lo lejos, perdidos en la ansiedad, algunos tiros. La Vía Layetana, solitaria. El mugido de una sirena, barco que entra o sale, ignorante.

Tras un «adelante», tercia un ordenanza.

—El señor García Oliver y el señor Durruti quieren ver al Honorable Señor Presidente.

—¡Qué pasen!

—¿Qué hay? —pregunta Durruti desde su fuerza un tanto socarrona.

—Esperando —contesta Escofet—. Salieron los piquetes y se desbandaron. Demasiado fácil. Esperamos el grueso de las fuerzas.

—Santa Madrona: nuestro —dice, con su fuerza reconcentrada, García Oliver.

—Por Cortes han llegado hasta la Universidad. Por el momento es la única infiltración —contrasta Companys.

—Dominan el Paralelo, pero la aviación ha desbandado la columna de San Andrés —informa Escofet.

—¿Y las Ramblas? —pregunta García Oliver.

—Libres.

—Entonces no hay nada perdido.

—¿Quién controla Teléfonos? —habla Durruti.

—Nosotros, pero no sé lo que pasa. No se puede comunicar.

Salen.

—¡Hasta después! —acaba Durruti. Ha puesto un cierto acento en «después». Salen.

Abajo, en un coche, está Ascaso.

—Dentro de un cuarto de hora, todos los que podáis reunir, en la plaza de la Constitución —dice García Oliver—. Uno que se vuelva a Pueblo Nuevo y que le diga a González Cantos que con los compañeros, más los del puerto, se hagan como sea con Icaria. ¡Vamos!

Suben en la camioneta que seguía. Continúa hablando García Oliver mientras enfilan la Layetana y Jaime I.

—Como siempre, han concebido lo suyo como una operación puramente militar, sin tener en cuenta la topografía revolucionaria de Barcelona. Y eso les pierde. Todos los movimientos revolucionarios de Barcelona han nacido y se han desarrollado en el distrito quinto. Mientras esté en nuestro poder no hay nada perdido. Ellos se mueven según las órdenes que reciben de Capitanía. Si cortamos ésta de los cuarteles y sus columnas, la partida es nuestra; podremos atacar sus reductos, ya sin contactos ni cabeza. Y vamos a aislarlos.

—¿Teléfonos? —pregunta Ascaso.

—Hechos polvo. La cosa es clara: ellos convergen hacia el puerto, Capitanía, Atarazanas, etc. Sus enlaces no pueden colarse por la izquierda: tendrían que pasar por delante de la consejería de Gobernación. No hay caso. Por el centro parece que no lo han intentado. Para ellos las Ramblas son tabú.

—Son brutos y tradicionalistas: quieren copar el centro.

—Esto está más claro que el agua. Entonces el único camino de comunicación que les queda es el Paralelo. ¡Vamos a por él!

En la plaza de la Constitución hay trescientos hombres; bajan del camión la ametralladora, los tres fusiles ametralladores, los treinta Winchester. García Oliver reúne a los jefes de grupo.

—Dividíos en tres: los unos entran en la armería de Schilling, otro en la de Laplana, el resto conmigo, en casa de Beristáin. Reunión: en la esquina de la Rambla.

Saltan los cierres, ondúlanse las puertas de chapa; salen los trescientos con armas de caza los afortunados, con carabinas de salón otros, los más con pistolas de todos los calibres, sin munición; quién con asustaperros, quién con canana sola. Reúnelos García Oliver en la bocacalle de la Rambla.

—Cien se quedan aquí, con Durruti; cien con Ascaso, el resto conmigo. Tú, Durruti, divide tu gente: cincuenta hacia abajo, hasta Atarazanas, para impedir que suban; no creo que lo intenten; cincuenta hacia Cataluña, para impedir que bajen. Tú, Ascaso, por Conde de Asalto hacia el Paralelo, a salir a la fábrica de electricidad; los otros que me sigan.

—¡Pegados a las casas, y cuidado con los tejados!

García Oliver sube hasta el Llano de la Boquería. El reloj de la esquina de San Pablo ha recibido un impacto: ya, para siempre, las ocho y media. Tiran de alguna ventana, de algunas azoteas; contestan, un poco a la ventura, los anarquistas desde la calle. Los primeros rompen escaparates, descristalan ventanas los agredidos. Las primeras sangres no surgen del plomo, sino del cristal.

Durruti y los suyos han llegado a la plaza del Teatro; pasan pegados al Principal Palace. Enfrente, desde el Hotel Falcón, les disparan a mansalva.

—¡Atrás! —baladra el jefe.

Atropéllanse los hombres en la entrada de los dos cines cercanos; otros, del otro lado de la Rambla, han buscado refugio en los portales: arrastran tres heridos. En la acera, frente a sus heridores, queda un hombre caído.

—¡Quietos todos! —Brama Durruti—. Y va, solo, por el muerto. Cuenta tiros. Siete, cinco, seis. «¡Balas cantan! Esta es de carabina». Dale una esquirla. «Con pistola no me darán a esta distancia. Un hombre solo es poca cosa. ¡Tendríamos que ir como colegio en tarde de domingo para que nos tumbaran!». Vuelve sin recoger al caído —una bala en los sesos—. Sabe lo que quería saber. Llama a los de enfrente. Manda diez hombres por la plaza del Rey a dar la vuelta por Escudillers:

—Una vez en la plaza del Teatro, os pegáis a la pared del hotel y entráis. No os pueden ver, ni dar. No son más de seis o siete. (Lo menos hay quince, piensa). Están en las habitaciones del último piso, a la izquierda, y en el tejado. Tan pronto como lleguéis a la escalera disparáis por el hueco; entonces nosotros atravesaremos la plaza. En cinco minutos debe quedar liquidado esto.

Y lo está. Y los que no tenían pistolas las tienen. Durruti dispone sus hombres a derecha e izquierda de la entrada de las Ramblas, diez en casa Juan, cinco en los balcones de una mancebía frontera, otros cinco en otra, un piso más arriba; otros diez repartidos por los tejados; guarda los restantes consigo, en la calle. Los de los pisos acumulan colchones en las ventanas. Las golfas chillan amontonadas en los penetrales. Los hombres ni las ven. Tienen la muerte demasiado presente y la victoria en la mano.

«Hoy es pasado mañana», piensa un parroquiano del Paralelo. Oyénse tiros hacia Atarazanas. «Los de Ascaso». Placer de disparar. Todos los que se codean allí son luchadores de otros tiempos: de los de huida y escondida después de vaciar el cargador. Meses, años esperando este momento de disparar bien afianzado en una esquina. Disparar como a uno le dé la gana. Ya no sólo con su derecho: con el de los demás también. Darle gusto a la mano; luchar a pecho descubierto. Disparan por el gusto de disparar, como si el plomo que envía llevara flameando el rabioso derecho de vivir de la humanidad esclava de Barcelona. Siéntense unos; los heridos y los muertos no cuentan; porque no son ellos, sino su unión, su relación, su deseo; palpable en sus manos, en sus barbillas; ante todo en sus ojos, en su piel luciente y cansada de tres y cuatro noches veladas; sírvenles las balas de sueño, los traquidos de noche y silencio. Tienen su vida en la mano, la pasan, la notan, saben por qué viven. Son, están; no son ni fulano, ni mengano; están todos a una; ligados, enraizados, enlazados en esta mañana, gloriosa de sol, por los tiros que va suenan por todas partes.

—¡Esto es vivir! —le dice uno a Durruti.

Y otro: ¡Esto es gloria!

Rafael Serrador, desde el quicio de una puerta, nota este salirse de sí. «No es la letra lo que entra con sangre»… Nadie le hacía caso, nadie reparaba en él aunque le conocieran, aunque un conocido le hubiese palmoteado el hombro como diciéndole: «Bien, estás ahí: ¡Aquí estamos!».

Nadie por el centro de la Rambla, nadie por las aceras, nadie por los cauces empedrados. Sólo van y vienen las balas. Rafael Serrador, cruzados los brazos, ve la cara de los hombres y sus lenguas de fuego. «Lo que entra con sangre es la vida». Se sobrecoge figurándose toda la ciudad violando los cielos, espantoso falo, bárbaro puño en alto, y la sangre por los aires.

Asoma uno la cabeza desde un balcón y grita: ¡Vaya jurado mixto!

Serrador se acordó de un dicho de González Cantos:

—No hay más justicia que la nuestra, los cobardes necesitan jurados mixtos, tribunales, ¡toda la pesca! Y luego esos mismos hablan de morir por la patria. ¿En qué quedamos?

—¿Estás dormit? —le pregunta uno, al pasar. Iban acudiendo hombres de toda la ciudad desentrañada. Rafael Serrador envidia a los que disparan. Se acuerda del correo de Castellón, del ayudado por bajo de Domingo Ortega. Le encuentra al aire, ¿a la vida?, lo que nunca sospechó que tuviese: sentido. «Vivir sin sentido. Ciego, sordo, mudo. Estos tienen razón de ser. Tienen razón, y razones de ser. Por primera vez veo vivir gente en movimiento: muriendo, en las astas del toro. Encunándose. Esto que era mío sólo, sentimiento, es ahora una cosa externa que liga al uno con el otro, a cada uno con todos». Recuerda una frase de Lledó, que se le había caído en olvido: «Cuando un hombre piensa dejándose guiar sólo por su sentimiento, por su intuición o por su fantasía, está solo, completamente solo. Estos se guían por su razón. Estar solo es estar consigo mismo. Estar de acuerdo consigo mismo es estar solo. Solitario de mi propio desierto. Se acuerda del salón de Capitanía y del aire encerrado de cada cual. Serrador se da cuenta de que no está de acuerdo consigo mismo. Que no son esos hombres los que le interesan, ni él mismo, sino la relación de los hombres entre sí: la fraternidad».

Todo esto lo piensa sin pensarlo; como un aire, como aquel vientecillo marero que le llega por encima de Atarazanas hasta su escondido puesto: con jilguerías, fresco, limpio, con color de sal, tacto de agua: partido por balas que rebotan silbando.

Por vez primera Rafael López Serrador se ve desde fuera. Y se siente hombre. «Hasta ahora he sido la embocadura de un teatro. La grandeza del toro le viene de su incomunicación, de su animalidad. ¡Qué animal, qué tonto animal he sido! ¡Y cómo luce el mundo! Pensar con la razón y no con el sentimiento. ¡Qué estupendo animal he sido! No es cuestión de estar de acuerdo con nadie, sino de querer. Yo no he querido nunca, me he dejado llevar. La soledad era mi propio sentimiento. He vivido en mis adentros, pensando que el mundo era una discontinuidad de cercas ajenas. Y estos hombres están ahí, juntos, movidos por un mismo sentimiento, sintiéndose hombres. Y, por eso mismo, no importándoles morir. Luego la realidad existe; la puedo tocar: la toco». Y, lentamente, con cuidado, Serrador alarga la mano y acaricia la piedra del oscuro portal de la mancebía. Pasa raudo el Chófer. Lo despechugado, negro entre su camiseta, descolorida del sudor, un pistolón metido en un suspensorio a guisa de estuche, greñoso, con barba de cuatro días, un brazo rasguñado, medio puro en la boca y ese aire ido, de todos, por el semblante. Ciérrale Serrador el paso para apretujarle la mano húmeda, grasienta y fría de sudor.

—¡Bueno, hombre, bueno! —le dice el bólido cojo—. Ha llegado la hora, pero no es para tanto… ¡Ahora verás lo que es bueno!

«Estos hombres tienen fe los unos en los otros. ¿Es esto la fraternidad? No les importa que yo exista o no, que tú existas o no; lo que vale es lo que los une, lo que nos separa si quieres: cierto aire humano, confianza en la muerte y desconocimiento de la lástima. ¿Qué quedará al amainar el entusiasmo? El recuerdo. Efectivamente, con este recuerdo y esa esperanza quizá se puede vivir».

Silban balas.

—Echate para atrás que de rebote te pueden dar —le chillan desde la otra acera. «He descubierto una vida». Y mira la palma de su mano.

—¡Sí hombre! —grita uno que salta hacia afuera pisándole los pies—. Lo mismo da. ¡Si sale con barbas, San Antón, y si no, la Purísima Concepción!

García Oliver y sus hombres han llegado al final de la calle de San Pablo sin inconvenientes. Conocen cada esquina, cada tienda. A doscientos metros, frente a ellos, el Paralelo; en la acera del Moulin Rouge, un pelotón de veinte soldados con sus oficiales. García Oliver manda quince hombres por el teatro Olimpia, para cortar una posible retirada del piquete hacia el grueso de la columna; envía otros tantos a su izquierda al socaire del teatro Español, para impedir su marcha hacia el puerto.

—Cuando empecemos a darle a la máquina, disparáis a todo meter.

Súbese con diez hombres a la casa que se les enfrenta, el bar Chicago, y en su único piso emplaza la ametralladora. El sobresalto de los soldados es el natural. Salen todos de naja a refugiarse en el teatrucho que los espalda. Los rebeldes se figuran, al cruzárseles los fuegos, que los asaltantes son mucho más numerosos: ríndense a la media hora, agitando un traje de bailarina que han debido coger al azar de algún camerino. Bajan los soldados puño en alto. Tres hay sin guerrera: los oficiales. Gordo y Manzana, los vencedores de Santa Madrona, traen en aquel momento las dos ametralladoras conseguidas. García Oliver envía una a Durruti; con las otras dos y su gente acrecida toma las Rondas, paso ante paso, hacia la Universidad.

Capitanía, Gobierno Militar, Atarazanas, Aduana —la cabeza de la rebelión— quedan separados de sus fuerzas.

—Hemos ganado Barcelona con cien hombres y una ametralladora.

—Acogotados.

Y efectivamente, desde Montjuich hasta Badalona, trazando una recta, todo está en poder del gobierno.

—Ahora vamos por partes —dice el más bien pequeño, magro y duro hombre de la FAI.

Por el Paseo de Gracia van bajando las tropas sublevadas.

Durruti está en el despacho de España.

—¡Tengo miles de hombres y no tengo armas! Vengo a que me las des.

El consejero de Gobernación mide y recalca sus palabras:

—No os necesito para nada.

—Te fías demasiado de las fuerzas.

—Eso es cuestión mía. Me basto y me sobro para vencer la rebelión.

—¡Mira que si bajan hasta Atarazanas…!

—No te preocupes.

Durruti vuelve hacia las Ramblas.

—¿Qué hay?

El guardia está carleando, córrele el sudor por la frente.

—No sé por dónde han pasado, pero están en la plaza de Cataluña. Se han hecho con el Colón y con la Telefónica.

—¿Con la Telefónica?

—Sí. El teniente que mandaba nuestra fuerza se ha pasado. Los de la plaza de la Universidad se han metido en el restaurant Patria y en las casas de alrededor.

—Está bien.

—¡A la orden!

Companys está sentado en un rincón.

—Si logran establecer contacto con Capitanía —dice Escofet— va a ser muy duro.

—Sí —dice el Presidente—, muy duro.

Son las once menos cuarto.

Durruti reúne doscientos hombres: No nos quieren dar armas. Vamos por ellas adonde las hay: al Parque de Artillería.

Por el único teléfono que funciona en Barcelona el general Llano de la Encomienda llama al consejero de Gobernación.

—¡Qué me tirotean, señor consejero!

—Venga usted aquí, mi general.

—No puedo. Estoy encerrado en mis habitaciones. Dé usted las órdenes oportunas para que no disparen.

—Lo siento mucho, mi general.

España se vuelve al teniente coronel Escobar:

—Han llegado a la plaza de Cataluña, ocupan el hotel Colón y la Telefónica: ¡Desalójelos!

Vía Layetana arriba suben los guardias civiles, en dos líneas de quinientos, pegados a las casas; por medio de la calle, solo, pistola en mano, marcha el teniente coronel Escobar, el de la hermana monja.

Velos llegar, desde el balcón de la dirección general de Orden Público, Luis Companys: trajes color almendra tierna, botas negras, tricornios de charol, tercerolas terciadas, dedos en el gatillo. Los tiros por la ciudad y la benemérita subiendo del puerto hacia los sublevados por la calle solitaria de miedo. ¿Con quién están estos hombres duros? No hay teléfono. Llególe a España el aviso de que doscientos metros más arriba, en la plaza de Cataluña, están ya los rebeldes, fuertes en la Telefónica, dueños del hotel Colón, ¿del Paseo de Gracia?

La fuerza sube andando despacio con su teniente coronel en medio. La suerte de Cataluña… Ya avista el jefe al Presidente de la Generalidad, ya se cuadra y saluda, ya sigue hacia arriba la Guardia Civil española.

Companys mira a Escofet y no le dice nada.

Frente a los cuarteles, cincuenta mil hombres hambrientos de fusiles. De los tejados a la calle, de la calle a los tejados, un enrejado de tiros porque sí. Por encima de la ciudad empieza a subir el humo de un incendio.

—Debe ser por la Diagonal —dice un chiquillo a otro.

—Sí, vamos allá.

Y salen corriendo hacia el fuego.

Por la plaza de Cataluña vuelan altas las palomas. En el arenal del centro, dos caballos muertos y otro que patalea los aires… Si hay quien cuente, llegan a veinte los hombres muertos repartidos un poco por todas partes, velados por las balas. Cuando desemboca la guardia civil no disparan más que los desesperados. Cinco minutos para tomar el Colón. Ni eso para la Telefónica. Sale del hotel, menudo, en mangas de camisa, dándole el brazo a un jovencillo, un hombre calvo, con barbita, el puñito en alto: don Jacinto Benavente, premio Nobel de Literatura.

Lledó, en su galería, charla con un vecino y amigo, profesor de dibujo en el Instituo Balmes.

—No le dé vueltas. Mucha de esta gente que anda por ahí a tiros no sabe por qué lucha. Yo, que lo sé, estoy en casa. Si a eso no lo llama usted cobardía… Y no me importa la muerte.

—No es cierto.

—Es posible. Si usted quiere, creo que no me importa la muerte. Pero esta gente la desprecia. La diferencia es fundamental. Yo no respondo del mañana, pero hoy, en la borrachera de la revolución, son héroes. Esta noche leía a Vauvenargues…

—¿Esta noche leía usted a Vauvenargues?

—Sí, mi estimado amigo, y se lo doy como una prueba más de mi pusilanimidad.

—Y, ¿qué decía el amigo Vauvenargues, a quien no tengo el gusto de conocer, aunque me suena?

«Ce n’est pas á porter la faim et la misère chez les étrangers qu’un héro attache la gloire, mais á les souffrir por l’Etat; ce n’est pas à donner la mort, mais a la braver». Estos que oye usted luchan, en su mayoría, porque sí. Porque se lo pide el cuerpo y la sangre. Hambrientos de gloria. Sí, no me mire usted así, mi ilustre amigo. El portero acaba de contarme que esta mañana no sé quién se ha hecho con una barricada defendida por no sé cuanta tropa, mucha, en el Paralelo. Y que los asaltantes no eran más de cien. Los españoles nunca hemos sabido ser muchos. Y Barcelona no es el Amazonas. La gente vale por buena y no por mucha.

—Sí, y la parte iguala al todo.

—Me alegra oír esto de un profesor de dibujo. Cuando somos muchos no hay quien nos aguante. Tendemos siempre hacia la fracción.

—Y la facción.

—En el trozo está el gusto. Todo lo español es desmedido, como sus escritores. Acabamos siempre en trozos. Sí, en trozos escogidos. Hechos trizas.

Acércanse a las cristaleras. Sube el humo lento.

—Quieren vivir la revolución y morirse. La revolución para ellos solos. A lo mejor los comunistas tienen razón. Pero yo, mi querido dibujante, y que no se le olvide, yo: un cobarde incapaz de sacudirme la broza que me recubre…

La gente que acompaña a García Oliver por la Ronda de San Antonio se ha acrecido; algunos llevan terciados o tumbados hacia la nuca cascos del ejército, otros apretujan máusers entre las manos, otros lucen correajes nuevos. Todos sonríen sin saberlo. Fuerzan el paso.

Al llegar a la calle de Muntaner, caen como moscas; refluyen como agua vertida, hacia los portales. Los relojes, unos tras otros, dan las doce.

Una criada en un portal, un cazo de leche entre las manos, pregunta: Pero ¿qué pasa?