—Sí, en mi familia, siempre hemos sido así. Cuando queremos una cosa la queremos de verdad. Nosotros somos de la Rioja.
—¿No eres de Cartagena?
—Fuimos allá al olor de las minas; ¡estiércol y gracias! No sé qué historias y papeles nos habían dejado sin cinco. Yo era muy chico, y me lo han contao. Mi padre se ha quedado allí en La Unión, vendiendo cacahuets por las calles abandonadas esperando que vuelvan a abrir los pozos. ¡Antes volverá él a la tierra! Cuando decimos diez, no es nueve ni once; diez, así caigan albardas. Lo grande es lo de mi abuela. Todo el mundo la cuidaba, y ella mandándolos a paseo: «¡Me moriré cuando a mí me dé la gana!». Parece que teníamos casa y unas coseras, y toda la pesca. La abuela estaba sentada, muriéndose, en el zaguán. No quería meterse en la cama por nada del mundo. Carlea que te carlea. En eso baja por una escalera que había en el fondo (la casa tenía piso y todo), baja un ama que había sido de mi madre y empieza a lamentarse y a hipar, y mi abuela entre sus estertores a insultarla: «¡En esta casa no llora nadie! ¡Me moriré cuando yo quiera! ¡Cállate, que pareces un flan!». Todo esto, rota y a media vela. Y la criada hecha un mar. «¡Ay, no diga eso!». Bueno, hijos, pues va mi abuela, se levanta, coge una tralla y la emprende con la plañidera que, ¡para qué os voy a contar! La familia quieta, alrededor, sin decir ni pío. Cuando la hubo curtido bien, salió al patio, tiesa como un palo, y se tiró de cabeza al pozo. Se murió cuando le dio la gana, para fastidiar a Dios y a mi padre, al que no podía ver.
—Bueno; ¿y qué?
—Ah, nada. ¿Tienes algo que hacer hasta las tres?
El café donde se reúnen es uno de esos locales enormes que bordean el Paralelo entre la Ronda de San Antonio y el Teatro Español. Por la noche van a un bar, en la acera de enfrente, tabiquero del Teatro Victoria.
El Paralelo tiene tres caras: día, noche y domingo por la mañana. De día es una calle ancha, chata, tranquila, un tanto absurda de tan ancha. Los edificios de cartón piedra que encierran los teatros están hechos para que el neón impida ver sus límites; cuando éstos aparecen al sol la calle no tiene salvación. En el fondo derecha, Montjuich se escapa hacia arriba, más allá de Pueblo Seco, pardo, ralo, sucio, con barracones de tablas grises; toda la vertiente carcomida de ocres, jaldes y verdes. Lo único que se aguanta, de día, es la fábrica de electricidad, con el carbón reluciente y cuatro chimeneas inmensas, columnas a los aires dándole seriedad a la tierra; lo otro: las aceras, los puestos, los cafés, los teatros, los music-halls, los vendedores de pilongas, huevas, mojama o molinetes, los aguaduchos, los castañeros y cacahuateros, los bares de gruesa barra niquelada y mármol multicolor, Ron Negrita y Anís del Mono y fanalillo de Sidral; los puestos de periódicos o el titirimundi, muestran su cruz con las horas diurnas. Con el atardecer llegan las tornas brillantes, pero de día hasta los rufianes, macarras y ganchos parecen personas decentes. Únicamente las putas, churrianas se quedan; que las que no lo parecen pican más alto. Las rabizas vienen a hacerse el café en espera de lo que caiga del cornijal.
—Se es revolucionario o reaccionario; lo demás son sandeces, lilailas o ganas de pasar el tiempo. ¿Liberalismo? ¡Vamos, hombre! O entonces lo que te importa es el régimen democrático. Podredumbre, Cortes y condecoraciones, porquería escogida. Pero si de verdad te plantas ante tu razón y tu memoria sólo puedes ser revolucionario y no hombre de izquierdas. Un hombre de izquierdas huele siempre mal, a caca. Lo que importa es el hombre; el universo, para freírlo. O estás con el orden de cosas actual o estás con el hombre desnudo. Lo demás, pedir que las cosas se arreglen poco a poco: vergüenza y cobardía. Los terremotos, los incendios, un ciclón son fenómenos naturales y que no requieren gradaciones ni medias tintas. Con la evolución social pasa lo mismo. Lo que se necesita es fuerza suficiente. Y cojones.
En el extremo de la mesa, un tanto aparte, hablan Rafael Serrador y un limpiabotas, picado de viruelas.
—Lo que a mí me pasa —le dice Rafael sin oír lo que dicen los demás—, es que no sé lo que quiero. Por eso estoy de malhumor. A ti te parecerá idiota.
—No, a mí, no. A mí me pasaba poco má o menos lo que a ti. Hasta er día en que me pregunté: ¿Y por qué ese tío tié coche y yo no?
Púsose a hablar el Anacoreta y, como siempre, las conversaciones particulares se soterraban. Desgarbado, la nariz interminable, sus cuatro pelos revueltos, sin afeitar y sin barba, las manos largas, finas, bien cuidadas, revestido de una chaqueta sin color y oscura de manchas, las mangas demasiado cortas, dejando al descubierto los puños rozados con abultados gemelos salamanquinos de filigrana de plata, pantalón andrajoso y calzando sandalias sobre pie descubierto. Voz ronca y gestos comedidos, índice señoreador.
—Los lugares comunes, ¡he aquí la ciencia, la sabiduría! Un refrán dice más acerca del pueblo que todo lo que emplean para una estadística. Es la entraña.
No lo toman en serio, pero lo escuchan con gran atención. Los fantasmas, los idos, la locura, les parecen algo importante.
—Toda la literatura no es más que hinchazón; las cosas son sencillas. Con la música pasa lo mismo: para hacer algo, los musicantes no tienen más remedio que hinchar el perro. Son unos aprovechados. Y los escritores. A éstos se les nota menos porque hay más palabras que notas. Y sin embargo las palabras, a fuerza de usarse, pierden sus cantos, su fisonomía particular, se convierten por sus encantos en cantos, y nos quedamos embobados, encantados, y nos la dan con queso.
—No nos vengas con monsergas y déjate de filosofías.
—¡Calla, cojo!
—Se vuelven jarabes, de esos que toman antes de comer carne.
Beborroteó en su vaso de agua.
—Todo el sentido del mundo de hoy cabe en dos frases dichas o mejor desdichas: Ganarse la vida, dicen los pobres. Matar el tiempo, dicen los ricos. Lo oís cada día y no os suena. Porque nadie sabe lo que se dice, sino lo que quiere decir. ¡Santas Pascuas, y que se cisque el oyente!
Subía el índice a los cielos, al cielo raso, como él decía.
—¿Os dais cuenta? ¡Ganarse la vida! Os la dan y luego os la tenéis que ganar.
—Y nos la ganamos.
—¡Y tanto que os la ganáis! No soy yo tan tonto.
—Vives del aire —masculló uno.
El Anacoreta no hizo caso y siguió:
—Para los que tienen lo suyo y lo de los demás, ganarse la vida es perder el tiempo. Perderlo sin perderse. Y así, dicen, ganan la otra vida: a fuerza de enseñar los calcetines en la terraza de los círculos.
—No nos saques hoy el disco de los círculos viciosos, ¡qué ya está bien!
—Nosotros, vosotros —rectificó—, cuando perdéis, perdéis sin querer y sin remedio. Ellos tienen con qué. A eso le llaman lujo. Se dan el lujo, pueden darse el lujo. ¿Sabéis qué es lo que odio más en el mundo? El teatro.
Había en la peña un actor y dos maquinistas del Apolo.
—¿Qué burradas estás diciendo?
—Entendámonos; yo hablo en alto sentido.
Lo del alto sentido formaba parte de su sistema.
—Vuestro trabajo, en el momento en que es para «ganarse la vida» no tiene nada que ver con lo que yo digo. El espectáculo es una cosa indecente, sentarse para «perder el tiempo» y ver cómo trabajan los demás es el colmo de la hediondez. A ver si los gatos o los pájaros hacen otro tanto.
—Entonces, según tú, Anacoreta, ¿qué debemos hacer?
—Nada. Pero protesto de que me llaméis anacoreta. Yo no hago penitencia, ni creo en la muerte. Mirad el mundo y alabad a Dios, que no es nadie y lo es todo.
Aquel ser se pasaba lo más de su tiempo vagando por las faldas de Montjuich; sentábase en un hornazo repitiendo hasta más no poder ciertas palabras «de alcance»: jamás, hondo, siempre, nada, luz, mañana… Era su «sistema». Vegetariano, pederasta y sodomita, inspiraba, sin razón valedera, cierto respeto en el barrio; era, además, confidente de la policía sin hacer misterio de ello, quién decía que para poder vivir, quién para que le dejaran en paz. Los anarquistas lo toleraban en sus tertulias y ateneos porque hablaba esperanto. Aseguraban que había sido capitán en Cuba.
—Lo terrible —decía— es que al obrero lo mismo le da fabricar cosas que sirvan para algo, como que no. Les falta «finalidad». Entonces, ¿para qué ganarse la vida? ¡Por eso no trabajo! Si todos hiciesen como yo…
Le gustaba adoptar cierto aire profético y de jeremías.
—¿Os representáis todo esto en ruinas? Casas podridas, hierros mohosos, vigas apolilladas, escombro deshecho, broza, cascote, ripios, labra, piedras con el solo fin de calentarse al sol…
Para él, el paraíso.
—Y todo os sucede por comer carne y no medir el valor de las palabras.
Aquel ser no pertenecía a ninguna organización.
—Yo soy anarquista, pero ¿cómo queréis que me afilie a nada sin dejar de serlo?
Y si le venían con indirectas a cuenta de sus relaciones con la policía contestaba muy serio:
—Es lo único que me deja en libertad.
Algunos le tenían por sabihondo y gran filósofo; había descubierto manantiales y algún tiempo vistió clámide.
«¿Por qué éste tiene coche y yo no?». Rafael pensaba allí porque: ¿Dónde si no? Ahora era muy leído. Devolvía puntualmente los libros al Ateneo Libertario, sin manchas, con lo que ganó la confianza del bibliotecario. Atravesó Max Nordau, Eliseo Reclús, Bakunin, Tolstoi y Eugenio Sue sin grandes dificultades. Al principio no sabía cuál preferir de estos dos últimos. Diose cuenta de que le hacían más caso al conde ruso, lo aceptó así y llegó a comprender el porqué. De esta manera entró en la política o, por lo menos, así se lo dijo un compañero suyo, valenciano, muchachote de buen tomo, gran correa y jacarandoso:
—Xe, ¿tú també?
La política consistía en leer la «Soli» y en cotizar.
La peña del mediodía era mucho más numerosa que la nocturna. Aparte de siete u ocho hombres de la Confederación, siempre diezmados por la Modelo, acudían gentes de toda calaña, vagos, periodistas, actores, uno o dos maestros, un librero de viejo, algún italiano, un mendigo, algunos sablistas; hombres puntuales eran un viejo republicano federal de barba blanca a lo Pi, un chófer sin trabajo y el taquillero del «Sevilla», café cantante vecino. A Rafael le tenían por zahareño; le trataban bien porque lo había llevado Celestino Escobar.
—Eso se decidió un día en casa, de cualquier manera —decía el italiano—. Lo que sucede, dijo mi padre, es que no quieres ni respetas a tus padres. Contesté, sin darme cuenta: —¡Pues es verdad!, me levanté y me fui, muy asombrado de mi descubrimiento—. A mí me gustan muchas cosas en este mundo, y muy pocas personas. Me gustan los gatos y las patatas fritas. Creí que me podría entender con los comunistas, pero no. El comunismo es una cosa seria, pero los comunistas lo echan a perder. Me molestan las consignas y otras zarandajas. Me gusta el mundo y me molesta como está organizado; me gustan las ciudades y me dan en las mismísimas narices los cuarteles y la disciplina. Y no quiero aceptar que para acabar con los cuarteles haya que construir otros.
—Porque a ti, como a todos, lo que nos molesta…
—Calla. Y tú, sigue.
—No es que yo me marchara del partido, es que me echaron.
—Son como los jesuitas —dice el taquillero.
—Sí —engarzó uno del Sindicato de Espectáculos Públicos—, el catolicismo es el comunismo en el otro mundo.
—¿Te parece poca diferencia? —apunta un cualquiera.
—Yo no sé si el comunismo y el catolicismo son una cosa seria. Lo que te aseguro es que el partido comunista y la Iglesia…
—Tan seria —dice uno de la Organización—, que si no acabamos con ellos, ellos acabarán con nosotros. Y si no, al tiempo.
—¡Me revuelve las tripas oíros hablar así! —clama el republicano federal, que se llama don Félix—. Proletarios y trabajadores son todos. La pena de muerte es lo que hay en la base de todas nuestras desavenencias. Encerrarlos y tratar de convencerlos.
—¿Y si persisten?
—¡Suicidarnos! —apostilla una voz menuda.
—Los hombres evolucionan —sentencia la barba blanca.
—¿Diquelas o no diquelas? —chunguea la voz meliflua.
—Tú, cállate —interviene el de los Espectáculos Públicos—. ¡Aquí todo Cristo dice lo que le sale de los cojones! Que el tiempo de las tortas ya vendrá.
—Si anteayer fuese mañana… —corta el chófer, y sonríen, los más hacia los adentros, porque la alegría no suele ser, allí, muy bullidora. La frase se había hecho muletilla y entraba su padre, muchachito desarrapado, contrabandista de tabaco, a quien acudían difícilmente las palabras más sencillas, no porque farfullase, sino sencillamente porque no daba con ellas. Envolvía y rellenaba las frases más naturales de múltiples: esto, aquello, la cosa, lo que te dije, lo que sabes, el chisme, la historia aquella, el trasto, ya sabes hombre; confiando a los dedos la misión de perfilar exactamente de lo que se trataba. «¡Si anteayer fuese mañana…!». Sin razón, la frase hizo fortuna. Se la espetó a uno de los contertulios a quien había prometido una libra de picadura Gener.
Para ciertas gentes, el puerto huele a tabaco americano. Crecido número de marineros, camareros, limpiabotas, carabineros y policías viven a costa del «Lucky» y del «Camel», tabaco que desprecian, paja buena para señoritos y rameras. Ellos fuman tabaco de la fábrica, cuarterones y farias, lentejuelas u hojas pardas que les huele a hombres y a Ultramar.
Los tertulios de la noche no son más de siete u ocho. Fuera, los tranvías con su ruido de cadena, dándole repique a los remolques; los autobuses corren con su imperial a cuestas y su cola de gasolina a rastras; los cafés cantantes aran la noche con sus anuncios eléctricos, del cárdeno al rosa, y su ruido de grillos se mezcla al de diversas orquestinas, al de algún aristón, al de varios altavoces en mal de estaciones diferentes. Los cafés se despanzurran por las aceras. La gente discurre entre dos luces, la de la calle y la de los establecimientos, enmarcada por vendedores de piedras, encendedores, mecha, boquillas, pipas, peines, cerillas y papel de fumar. Barcelona entreabre por ahí su costado, herida brillante de cada noche, desde siempre; por esa sonda se le van los humores, sangre, pus y tiempo, todo revuelto, con los anuncios de remedios para enfermedades venéreas presidiéndolo todo, para no engañar a nadie.
Rafael tenía simpatía por el Maquinista, hombre de cuarenta años, calvo, cojo de un balazo, ganado en la puerta de un banco, cuando la Organización, hace años, necesitó fondos para sostener una huelga. Estaba empleado en las oficinas de la Marítima Terrestre. Seco de carnes, descolorido, tenía el estómago hecho polvo; más cárcel que calle desde que tuvo uso de razón.
—Lo que vale, lo que vale de verdad, pero de verdad, es la indisciplina, la voluntad sin control de cada individuo. Lo que hay es que cada vez que se han afrontado la disciplina y la indisciplina siempre ha vencido la disciplina. ¡Espera!: no por su fuerza intrínseca —el hombre sabía hablar aunque era machacón—, sino porque la disciplina, ya sabes lo que quiero decir, traía más fusiles, más ametralladoras o más borregos. No sé si me explico: a fuerzas iguales, gana siempre la indisciplina, siempre. Apuesto lo que quieras.
—No se trata de apostar.
—Déjame en paz. La indisciplina es la suma de todos los esfuerzos voluntarios, ¡voluntarios!, de todos. La disciplina es una esquiladora mecánica. Fíjate en la diferencia que ha de haber entre un hombre que quiere luchar con otro a quien obligan a ello. ¿Cómo se ha de dudar un solo momento del resultado? Y si no, ya se vio en Sallent. ¡Pudimos con los civiles!
—Sí, pero en cuanto mandaron refuerzos, unos se fueron al monte, otros a paseo, y os quedasteis solos.
—Bueno, ¿y qué? Ya eran ellos más. La disciplina mata los mejores impulsos, el deseo de luchar, lo mejor del hombre, las raíces con las cuales uno puede entenderse siempre con los demás. Y si hay que morir, quiero morirme como me dé la gana; y que no venga zutano o perengano que, porque tenga galones, crea poder disponer de cómo he de estirar yo la pata. Cada uno ha de saber arreglárselas como pueda. Mi vida… Eso de la disciplina lo han inventado los políticos para poder salir en los periódicos; es muy fácil dirigir o preparar acciones desde la cama. Eso se queda para los jefes socialistas. Si tengo una pistola en la mano moriré donde yo quiera. Y lo demás son historias. Un responsable nuestro no tiene más remedio que andar entre nosotros, donde se recogen las aceitunas, las negras, las verdes y las grises. Y hacer la faena de todos. Por eso son los más bragados. ¡A ver si los capitostes socialistas o comunistas se atreven a tanto! ¿Ir a la cárcel? ¡Valiente cosa! Donde se conoce a los hombres es con un arma en la mano.
—Así acabarán con vosotros.
—¡Ya saldrán otros!
Por lo general todos estaban de acuerdo en lo fundamental, que era considerar a los políticos de los partidos obreros como unos farsantes y vividores. Para ellos el prototipo del género era Largo Caballero, a quien tenían por vendido y cobarde.
—¿Para qué tantas vueltas —continuaba diciendo el Maquinista— cuando las cosas son tan sencillas? Este tiene lo que el pueblo no tiene y sanseacabó… Si lo puedes tomar lo tomas, y si no, a freír espárragos. ¡Los discursos en el parlamento, para limpiarse el culo!
Había estado complicado en los asaltos de Gijón, y todos le tenían en mucho.
—Oye tú, Serrador —le dijo González Cantos, hombre gordo, secretario de uno de los sindicatos del puerto—, ¿no te han tocado ya las quintas?
—Sí, supongo que sí.
—¿Te han dado por inútil?
—No sé. No me he preocupado de eso.
—¿No te han avisado del pueblo? ¿De dónde eres?
—Nadie sabe si vivo o si me he muerto.
—Pueden cogerte cualquier día.
—Ya lo sé. No quiero ser soldado.
—Eso siempre está bien, pero si las cosas se pusieran feas, avisa.
González Cantos era un hombrón sucio que había vivido mucho tiempo en la emigración, hablaba bien el francés y era muy amigo de Durruti. De él decían sus mismos compañeros que era muy bruto. Fue de los deportados a Bata. Andaba siempre vestido con una camiseta de manga corta y unos pantalonazos que se le caían y que él se subía con un movimiento violento de izquierda a derecha; luego se tentaba las partes y se sorbía el moco ruidosamente pasándose la mano por unas narices de buen ver.
—Al pueblo —decía— no le salvará más que el pueblo, y nadie más que el pueblo. Todas esas zarandajas políticas e intelectuales, peor si son de buena fe, no tienen nada que ver con nosotros. Si creen que les vamos a sacar las castañas del fuego se equivocan… Ahora mismo esperan una sublevación de militares, cedas, alcalazamoristas o como les llamen. (González Cantos se refiere al movimiento del 6 de octubre de 1934). ¡Están frescos! Porque lo cojonudo es que esperan que nosotros nos hagamos romper la crisma por ellos en la calle para luego dejarles como angelitos en las poltronas ministeriales. Ni poltronas, ni nada. ¡Poltrones ellos! Liebres. Para nosotros lo mismo da. Siempre tendremos los guardianes enfrente, con Companys o con Cambó. Buscan salvarse aupándose en el pueblo. ¡Si por lo menos buscaran su salvación! Lo que quieren es el poder. Y como los bancos se lo dan a los suyos, pues ¡tira, que nos lleve el pueblo! ¡Republicanos de mierda! ¡Pues mira que los intelectuales! ¡Angelitos míos! Mira a dónde han ido a parar los del Servicio de la República. ¡Criadas! Bueno, esos han enseñado las posaderas antes que nadie. Querían hacer cultivos con nuestra sangre. ¡Yo, conejo de Indias! ¡No ha nacido el Marañón! Ellos en sus despachos, los pies calientes, los mondongos rellenos, la barbiana en el catre, con calentador eléctrico, ¡ah!, y la cabeza fría. Y lo mismo te escriben sobre el porvenir de la humanidad, cuando todos seamos muy buenos y muy santos, y no hagamos huelgas confiados en el Señor Ministro del Destrabajo, socialista por más señas, que sobre la psicología de las ranas o el cante flamenco. ¡Figúrate tú lo que le importa al pueblo la psicología de las ranas!
—¡Qué burro eres!
—¡A Dios gracias! Pero, tú, habla con la gente. Para esos cantamañanas, un cuadro, un museo, son más importantes que la vida de un obrero. ¡Si todavía lo dijo Azaña el otro día! ¡Sí, hombre!: que le importaban más las Mininas —el hablador atropellaba las palabras adrede— que otra cosa cualquiera. Y la gente lee eso y no se indigna, ¿y nosotros vamos a pegarnos y a morir por eso? ¡Vamos, hombre! El pueblo se tiene que salvar por sus puños, y se salvará. Y meteremos a todos esos gramófonos y grafómanos en un establo para que se ordeñen los unos a los otros. ¡Leche, qué espectáculo!
—Y la inteligencia humana, ¿qué?
—Para que se acaben las desigualdades, necesito bien poca inteligencia. Me lo pide el cuerpo. ¿Oís?, el cuerpo. Además no te niego que si nos pusiéramos a discutir acabarían convenciéndome.
—¿Entonces?
—Ahí está lo malo. Que me dejaría arrastrar por la letra, por la palabra, por la palabrería. Y volvería a mi cuchitril muy convencidísimo de que el mundo está bien tal y como está, o de que Dencás es un genio y que le debo de ir a poner los cirios a la Virgen del Pilar.
—¡Si yo no digo eso, puñeta!
—Tanto monta para el caso. Lo que importa es que me convences de una cosa que anda por los aires. Y lo que yo quiero, lo que me pide el cuerpo, el alma, si crees que la tengo, es lo que desean mis manos, lo que ansían mis dedos, mis brazos, mi pecho, mi tripa —y se da grandes palmadas en la panza—, mis cojones y mi cabeza, y la cabeza, y los brazos y las manos de los trabajadores. Y para realizarlo no necesito de ideas. Lo que me hace falta son armas, fuerza, poder. Lo que importa en la lucha es ganar. Como sea.
—¡Sí, en eso estamos todos de acuerdo!
—Sí, pero os entretenéis en pensar en cien cosas: que hay que tener en cuenta esto y lo otro; ¡parecéis burgueses!
—Parecemos lo que somos.
—¡A mí no me importa lo que soy, sino lo que quiero ser! Y quiero el poder para el pueblo.
—Y para ti, ¿qué es el pueblo?
—¿Quién coño ha de ser? ¡Vaya salida de pipiolo! ¡La CNT, hombre, la CNT!
Luego solían enzarzarse en cuentas, números y disconformidades con los sindicatos provinciales:
—Ya veremos lo que dice el comité.
Con eso resolvían todas las cuestiones. Rafael estaba animado de la mejor voluntad, pero no acababa de ver las cosas claras. Veía la lucha, la comprendía y estaba dispuesto a participar en ella.
«Pero ¿y después? Lo más probable es que no haya después. ¿Y si lo hay? Lucha por un mundo mejor, pero ¿qué mundo?». Bakunin no le sacaba de dudas, ni Celestino Escobar, que en realidad se llamaba Celestino Morales. Con el trato de los días se afirmaba su amistad. Había en Escobar una honradez fraternal que le ligaba a todo lo inmediato, sin meterse en zarandajas; un no preocuparse más que del momento, un hacer las cosas bien que consolaba a Rafael de muchas inseguridades. Escobar, a su llegada a Barcelona, había sido empleado de banca:
—He nacido con los misales de los bancos por pesebre.
El jefe de su sección era un hombre de lentes, pegado a su departamento con sus puñetas de merino pobre, cadena chapada y dije con la fotografía esmaltada de su fallecida consorte: moño alto, gorguera y broche de oro bajo con las rosas de la familia.
—Por las tetas muere el pez —afirmaba Celestino; y era que el tal señor procreó tres hijas y ninguna tuvo sazón, ni ventura; y la mediana, con más reconcomios que una gallina.
El subordinado, bien visto en la casa, hizo lo que pudo por alzarles dique primero, curarlos y satisfacerlos luego, con tan poca ocasión y tan sin ella que el cagatintas enmaromado, a lo que aseguraba la halconera, en una adoración perpetua —muy de sacristía todos, de Acción Católica—, entreabrió la puerta de la sala en la peor hora; no que peligrara el recóndito pomo de su vástaga sino que el pobre vio visiones engendradas seguramente en los mismísimos infiernos y artimañas sólo sospechadas, pongamos por caso, en la artera, liberal, traidora y livianísima república gala, que Dios confunda. Empezó el enjuagatorio. Intentaron convencerlo de que era cosa de jorguinería. Púsose fiera y exigió bodas. Celestino era un niño y prometió tierra y cielo, y se las piró. Quedó sin blanca; hizo de todo, lo que pudo y no supo, cruzando y hurgando los barrios de Barcelona: garduño en el puerto; mandil, matasiete y pueblacementerios en la calle del Este; chino de collares en la Rambla; abrepuertas y revendedor en los soportales del Tívoli; meseguero en el Prat; limpiarraíles a las órdenes de Foronda, dio en la fábrica donde trabajaba Rafael, muy considerado por su buen trabajar y seriedad. Era hombre que nunca decía que no cuando había que hacer algo que requiriese precisión, buena vista y arrojo. Al margen de sus ocupaciones ganó la confianza de la Confederación y de la FAI en las que nunca había aceptado cargo alguno:
—Yo hago las cosas. ¿Para qué las voy a pensar? No quiero responsabilidades.
Alegre y despreocupado, reía las dudas de Serrador:
—El hambre viene andando. El mundo está lleno de cerdos; cuando queden menos, ya hablaremos. Mientras tanto tira p’alante.
Solía ir por el café un sablista, poeta a sus horas, más amigo del cáramo que de las rimas, cazcalero, zanquilargo, con los hombros nevados de caspa y liendres, sinvergüenza y borrajeador, el bozo alacranado del mal comer, casado y con una pila de hijos. Se le murió uno en mantillas y anduvo cerca de quince días con el cadáver a cuestas, encerrado en una caja de cartón, pidiendo para el entierro del desgraciadito por cafés y mancebías. Cuando hubo dado fin a la retahíla de locales parecióle muy gordo volver a empezar. Además, el ido, gusarapiento, carcavinaba. Enterró la criatura en la falda de Montjuich. Celestino le ayudó en la cavadura.
—No sabes lo más grande —le dicen a Rafael—; hace unos días, de los primeros en que buhoneaba con el fiambre a cuestas, al llegar la noche se bebió el entierro del día para no faltar a la costumbre y olvidó el paquete en la taberna. Eso no es nada, lo grande es que al día siguiente no se acordaba del lugar de la trúpita y de su lamentable olvido.
—¿Cómo dio…?
—No era muy difícil. Acertó a la tercera. Pero en el primer aguaducho armó la marimorena porque se le había metido en el caletre que había pescado allí la curda.
—¿No habían destapado el pastel?
—No, ¿para qué? Ya sabían lo que iba dentro. Y además, el olor. El pide por todas partes, pero se lo bebe todo en cuatro o cinco bodegones. Allí se siente seguro. Le aprecian en lo que vale, dice, y es verdad. Le llaman de Don y ponen sus versos por las paredes.
Algún sábado por la tarde fueron al lugar donde estaba enterrada la criatura. Desde allí se veían las dársenas y el mar libre y, volviéndose, la ciudad azacaneada. Rafael se acordaba de su primera visión de Barcelona desde los contrafuertes del Tibidabo; ahora, desde la altura, sentía cómo trabajaba la ciudad, veía el carbón, sabía por dónde le corría la electricidad, notaba cómo todo se engrana, traba, une y engarbulla, conjunta y enlaza; engargante del trabajo de un techo con el de otro. Y notaba sobre ese vaivén regular e inmenso el cadáver niño a sus pies, con la tierra en los huesos. Era una emoción primitiva que le causaba, sin que supiera el porqué, cierta callada vergüenza. Un cielo manso lo embadurnaba todo de colores.
Aquella tarde habían subido cuatro: don Félix, barba blanca; un metalúrgico, amigo de Serrador, que lee El Capital. (—A mí no me engaña nadie. A mí no me lo cuentan—), y un gallego, de nombre Fernández, que daba clases de historia en un Instituto Obrero. Fueron hasta Miramar para volver por los jardines de Leforestier.
Los bojes escamujados, los tamarindos, los ladrillos escafilados, la mayólica a lo sevillano, los rosales por las parrillas verdes de las pérgolas, los manantiales, por atanores y cascadas, los bejucos, la hiedra, los moscardones, la soledad; lo construido y lo falso fermentaban tranquilidad y descanso. En lo inculto adrede algún rayo de retama daba su apoyatura salvaje. La ciudad se queda muda por la distancia, gánanla el agua y los pájaros.
A don Félix le saca de quicio el aprendiz de Marx.
—¡La única victoria es la vida! —clama—. Cuanto se haga por conservarla está bien, sea lo que sea.
—Confundes tu vida con la vida —responde el metalúrgico—. Con tal de tener tu peseta para el café, después de ti el diluvio, como dijo el rey de Francia aquel.
—Ya que estamos metidos en este fregado mundo, hagámosle habitable. Acábense las guerras. Nadie tiene el derecho de quitarle la vida a nadie. De ahí no me sacas.
—¿Qué quiere decir tener derecho? ¿Es que los ricos tienen derecho a hacerme trabajar para comer? No les va de la vida sino de la mía. Y para defender la vida, la del respirar, la de todos, si me los tengo que cargar me los cargo.
—¿Qué ganas con eso?
—Aclarar el mundo. Si cada uno de nosotros matara un traidor o un enemigo…
—Se puede discutir, ponerse de acuerdo —reitera la barba republicana.
—¡Cuernos! Todos los arreglos que propongan o acepten estarán en contra de los trabajadores: aunque digan que sí a cuanto les pidamos. Es cuestión de sangre y no hay más salida que la muerte. Todo eso son carantoñas buenas para los socialistas que lo que quieren es tratar con los patronos para llevarse a casa el tufo de la querida del presidente del Jurado Mixto. A eso les lleva lo que llaman la honradez.
—Y el chotis —cuaja Rafael.
—¡Qué sí! No sabéis el daño que le ha hecho al movimiento revolucionario español el Julián de La Verbena.
—¡Jollín!
—¡Sí, hombre! Honrado y decentito. Y el amo, padrino del primer churumbel.
—Sí —dice Fernández—, y el teatro de Arniches.
—No sé si lo dices en broma, pero no conozco nada más reaccionario. Lo imita el pueblo, y ¡la fastidiamos!
—Así —remachó muy triste el federal—, ¿no hay más salida que la acción directa? ¡Vais lucidos!
—¡A buena hora, mangas verdes!
Se pararon con el silencio a cuestas.
—Sois unos bárbaros.
—La anarquía es lo contrario de la barbarie —dijo el gallego tomando aires de profesor peripatético—. Barbarie y anarquía son como el bien y el mal. ¡Vé tú a saber si salió la gallina del huevo o el huevo de la gallina! Yo creo que son coevos. De un lado el que quiere hacer lo que le da la gana y del otro el que quiere que los demás hagan lo que le da la gana a él.
—Bueno, ¿y qué?
—¡Qué las hostias datan de entonces! —dice el metalúrgico.
Rafael y su amigo presienten que aquello va a continuar por lo vago y lo trascendental; pretextan un quehacer; bájanse por la calle de Lérida.
Rafael insiste:
—En eso el viejo tiene razón, lo importante es la vida.
—No —protesta el otro—, ¡la muerte! Es lo que le da calidad a la vida. La vida cobra sentido por la manera de perderla, o de jugársela.
—Muerto, ¿qué puedes hacer?
—Lo que se trata es de que las cosas se hagan. Lo mismo da que las hagas tú u otro. La muerte es una cosa particular que no tiene nada que ver con la vida, con el trabajo. Si es eso lo que quieres decir, de acuerdo. Tu muerte es una cosa personal; la madre, la calidad de tu vida; si buena, mejor para ti. Pero es para que te la guardes como un recuerdo personal, en un marco y con flores de porcelana a los costados.
—Pero así me borras del mundo.
—¿Qué puedes hacerle? ¡Qué te pongan un retrato en el nicho! Hasta que no te enteres de que un hombre solo no es nada, no nos entenderemos. Un anarquista, en contra de lo que cree la gente, es un hombre que no sabe lo que es la soledad. Mira, el único individualista es el burgués, el católico que cree y busca su salvación personal; el fascista es un burgués con careta. Yo creo en el puñado, en el grupo. Los comunistas ven demasiado grande, son unos ilusos: perderán el mar por un riachuelo, quieren burocratizar la fraternidad; la igualdad en fichas. ¡Pamemas! Y no hablemos del partido. Ya dicen todos por ahí que es la Compañía de Jesús. Cuando el río suena…
—No sé si tienes razón o no. De lo que estoy seguro es de que quiero protestar, vivir, hacer cosas. Si todo es como tú dices, la valentía no tiene nada que ver con la vida, y yo creo que sí. Lo que tú puedes hacer yo no soy capaz para ello, y posiblemente viceversa. Lo tuyo es lanzarse al vacío con los ojos cerrados. Eso no tiene valor.
—No nos entenderemos. Tú quieres palpar los resultados. A ti te gustarían las medallas, los desfiles, los himnos y tu nombre en la historia. No te digo que no te puedas corregir y trabajar con nosotros, pero si picaras a un patrono querrías que todos supiesen que habías sido tú. Ese no es camino.
—¿Cuál lo es?
—¿El tuyo? Depende de la suerte.
Los domingos por la mañana bajaba Rafael a la feria de libros. Solía ir con un oficial barbero, gran aficionado a las novelas policíacas, que vivía en el piso bajo y tenía conchabanzas con algunos libreros. Los puestos se extendían desde la esquina de la Ronda hacia la Plaza de España sin término fijo para su acabamiento. Los puestos se alineaban sobre el encintado derecho, hasta media acera. La gente revoloteaba y picaba en los tomos dispuestos en mostradores o cajoncillos. Salían a la venta tomos desparejados, folletos, novelas por entregas, tomos encuadernados de revistas desaparecidas, zaragozanos, guías, ejemplares faltos de cubiertas o con pliegos repetidos, volúmenes sueltos e incompletos de colecciones rebuscadas, devocionarios y algún mirlo blanco, sucio y cansado de tanta mano y poco ojo. Los revendedores eran, por lo general, comerciantes con librerías de viejo establecidos en Atarazanas, en Tallers, en Muntaner, que liquidaban en la mañana del domingo lo que juzgaban inservible en sus diarios negocios de segunda mano. Reuníanse a su alrededor los aficionados a leer con pocos posibles; los hurgoneadores faltos de un segundo tomo; los que se pasaban de listos, en espera de la milagrosa ganga; los que iban a tomar el sol al olor de los libros, por no perder la costumbre de lo impreso; algunos jovencillos en mal de formarse una biblioteca. Los chavales acudían a cambiar cromos y algunos filatélicos de poca monta hacían allí sus cambalaches. Venían a ser unos «encantes» literarios donde se reunían seres que no pueden pasar día sin hurgar librería y que se alegraban de ese subsidio matinal del domingo. El sol lo doraba todo y los volúmenes se calentaban el polvo, que era mucho. Los mirones barateaban, regateando en la resolana menudas trápalas. Los tantomepides y tantotedoy variaban con la curva del sol. Los precios fijos vinieron, luego, a estropear el zangoloteo. La gente bullía con tranquilidad.
¿De dónde conozco yo a ése? ¡Ah, sí: de la feria de libros! Era una secta especial, una masonería. Los bibliófilos de posibles y buenas encuadernaciones despreciaban el aire libre.
—Yo soy siempre el mismo —le decía a Rafael un librero viejo, arrugado, forrado en pergamino, como decía de sí, y que a menudo hacía feria con Serrador, con una voz rota, áfona, como empolvada—; el que cambia es el tiempo. Y como en algo se le ha de conocer, pinta canas y desbroza calvas; pero a mí no me engaña, le veo venir y le quiebro. ¡A mí, piscis! Ya sé que si me miras dices que he envejecido, pero como a ti te pasa otro tanto, un clavo saca otro clavo.
—¿Y la muerte, don Piscis?
—¿Quién cree en ella? Una broma del tiempo. Ya no sabiendo qué hacer, desaparece. ¡Piscis, mi joven amigo, piscis! Cuando digan que he muerto, estoy seguro de que seguiré viéndolas venir.
—¿Y el nacer?
—Falta de memoria, joven, falta de memoria.
Era espiritista y una autoridad en todo lo referente al esperanto. Presidente del Ateneo Esperantista del Distrito 5.°, amigo del Anacoreta, venía algunas veces al café, muy entendido en sus especialidades. En tiempos había publicado una gramática y estrenado una zarzuela.
—La culpa de todo la tiene la torre de Babel. ¡El día en que todos hablemos el mismo idioma, se acabaron las guerras!
No se lo discutía nadie, porque era inútil y, además, la mayoría de los tertulianos lo creía así.
Los domingos por la tarde Rafael iba a los toros. A las Arenas o a la Monumental, según donde le llevara el interés de los empresarios. Aquel otoño debutó en Barcelona Domingo Ortega. Debido al éxito, toreó Ortega tres novilladas seguidas. A Rafael le extrañó el gusto del público catalán por el toledano. A los barceloneses les gusta el boato, lo brillante; conténtanse con lo superficial, bástales lo bonito, amigan con la ostentación, aplauden lo afectado, los detalles jacarandosos más que la gracia que se les huye por delgada: en ninguna plaza se le da tanta importancia al toreo de capa como en la de Barcelona. Basta una revolera esmerada, una serie de faroles, una larga bien rematada, unos lances de frente por detrás, para salvar una mala actuación.
«Aquel quite valía por toda la tarde». Eso y el toro gordo y cornalón, todo ello fachada. Por eso han podido seguir toreando en la Monumental toreros sin contrata en el resto del país, y los matadores de más cartel: Marcial Lalanda y Vicente Barrera: domesticadores, amaestradores de fieras, mariposas del toreo, y todavía Marcial…; Chicuelo por aquello del quite, y los novilleros de las banderillas de a cuarta y Palhas: mucha carne y emoción de muerte, y los payasos: Freg, Larita y Llapisera.
Lo que le gusta a Rafael es el toro; más, si zaíno y bien encornado: las orejas pequeñas y vivas, el morrillo vedijoso y de bulto, negro collado, la cola bien cerdosa hasta las arenas, sin lengua, removiendo los aires con el solo resoplo, la testuz rizada, la mirada fija, el arranque bárbaro, oscuro, de una vez; divina majestad y la luz, el aire hecho trizas. Y el torero de estatura mediana, quieto, esperando; dándole a los brazos lo que es de los brazos: salida; a los puños, lo que es de los vientos: gracia; a la cintura, lo que es del agua: desliz; a las piernas, lo que es de la piedra: quietud.
Rafael no había visto torear a Belmonte con José, mito consagrado dios en el cielo de los toros: un cielo de madroños y abanicos —de calañas a pericones—, con panderetas por estrellas y carteles valencianos por las paredes. Ortega traía una manera seca de plantarse ante los toros, como si no los fuera a dejar pasar —¡o te quitas tú o te quito yo!—, que entusiasmó a nuestro hombre. Luego, con los años, perdió Ortega aquella calidad de palo. Lo único que perfeccionó fue su ayudado por bajo: bronco, zafio, duro, de torero y hombre de campos. Domingo Ortega traía a la arena el color de su tierra, que Rafael suponía parecida a la de los breñales turolenses, sin tanto verde como la de los alrededores de Barcelona, donde abrojos, matas, arbustos y hierbas no le dejan a uno ver el color verdadero de la tierra, ni las ramas del cielo. El toreo del toledano le arremolinaba el deseo de verse otra vez, de veras, entre tierra y nubes, sin nada más por delante que campo llano, escajo, piedra, lo pardo de la tierra; con montes de verdad por extremo, sierras sin la engañifa de lo vegetal, desnudos, como Dios manda. Y él solo, en medio del ruedo del horizonte, con el cielo por montera. Si allí le salía un toro, allí, lo torearía por lo natural, baja la mano; el pico de la muleta, el palo, siguiendo el perfil del yermo; sintiendo rodar la tierra bajo su pierna izquierda, plantada, eje del mundo, aguantando.
En lo único que no piensa un español cuando va a los toros es en la muerte. Si así no fuese, el espectáculo sería insoportable, como lo es para la tanda de extranjeros que vienen en busca de ese asperillo. ¡Bien empleado les está! No hay cosa más alegre ni optimista que los toros. En esa diferencia de actitud ante la muerte radica la superioridad española y el asombro del mundo. Somos supersticiosos y esa es una gran cosa: La muerte es la sorprendida. Salía el tercer novillo. «Si les gusta tanto Ortega, quizá no es tan bueno como me lo parece».
Serrador solía ir a sol y sombra. No cabía un alfiler. Cada movimiento del matador engendraba una exclamación o un gesto de Rafael. Este se daba cuenta de que su entusiasmo se trasmitía a sus vecinos. Un hombre solo puede engendrar prodigios. Y eso no es un grupo. Sentía la plaza, sentíase plaza en la misma manera que años antes se había creído tren. «Y no sabemos quiénes somos. Lo mismo nos sucedería con un orador. Pero un torero es más: entra por los ojos. ¿Se puede aprovechar este sentimiento? Su fuerza está en su brevedad. Luego, la victoria es de los aprovechados. Sin los aprovechados estaríamos peor».
Le era difícil dormirse; los altercados de la patrona con su marido menudeaban. El hombre era un mamacallos desaliñado, y no era la mujer para remediarlo; maquinista de una grúa del puerto, roncero y sin alientos, llamábase Tomás; su costilla le sacaba diariamente de sus escasas casillas. Matilde había llegado a mirarle no como marido sino como yerno; cuando se le encimaba tomábalo como ofensa a su carne, como si su cuerpo fuese hijo suyo y no ella misma, e ignorando el goce quedábase fuera, marcando al hombre con una mirada conmiserativa, de asco y desprecio. Añádase la presencia muda de la suegra, por derecho propio, los arrugadísimos labios apretados en seña clara de la lástima que le daba su hija ligada a aquel ser, intruso en el misterio que es siempre la relación de dos mujeres. Matilde se había contagiado de ese silencio despectivo, al que solía añadir un fleco de «Sí, sí», que glosaba con oscuros sobrentendidos cualquier observación del desmedrado personaje. Llegaron pronto a los golpes. La hembra no se arredró y contestaba moquete por puñada: eso les unió un tanto. Y así iban las cosas. El arroz y la proximidad del taller eran lo único que retenían a Rafael y a Celestino en la casa, por aquello de que «más vale malo conocido»…
En los toros conoció Rafael a dos hermanos, Atilio y Jaime Fernández, aragoneses de Jaca, huidos hacía tiempo de su tierra. Vueltos allí con el intento de Galán y García Hernández, bajaron entonces con la columna republicana hasta Ayerbe; con la suerte contraria fuéronse andando a escondidas hasta Barbastro, de allí a Lérida, donde les sufragaron los gastos hasta Barcelona. No solían hablar del pasado, pero del zigzagueo de las discusiones coligió Rafael que, siempre juntos, habían tomado parte, antes del 31, en varias huelgas con su cola de sangre. Se les habían apagado un tanto los ánimos desde entonces.
—No se puede llegar a la Igualdad y a la Libertad por el camino de la Igualdad y de la Libertad —decían—. Para recorrer un camino imaginado, lo primero que se debe hacer es construirlo; que tumbado a la bartola en la sombra de un olivo te despertarán de un mazazo y ya puedes mover los brazos como molino seco: tus enemigos te molerán. Para llegar a más, a una humanidad medio decente, hay que construirla a la fuerza, sin oídos contra los que la desean y no saben por donde van. Para llegar a la democracia, si es que se puede llegar, hay que cargársela. Nadie ocupa su puesto como le propongan uno mejor, o hay que darles en la cabeza… Hemos visto bastantes cosas para saber que si cada uno tira por su lado no se va a ninguna parte; y uno, reventado.
Los hermanos se parecían física y moralmente: más bien altos, con la nariz flamígera, aguda y un tanto respingona, el labio superior levantado en su media parte dejando asomar unos incisivos agudos, la tez blanca en contraste con el apéndice nasal; el uno peinado como cepillo, el otro con largas crenchas morenas partidas sobre la frente estrecha; un tanto flamencos en el vestir, muy cuidadosos del lustre de sus botas, las manos anchas, los dedos cortos, las uñas limpias; luciendo camisas blancas abotonadas, sin corbata, tocados de gorras claras, y muy fumadores. La paridad les había valido bastante; el que uno alabara al otro en su ausencia era natural, y aprovechábanlo; si algo no les convenía se escudaban en la necesidad de conchabarse. Intervinieron en muchos conflictos sociales, siempre con puestos destacados y de responsabilidad. El uno, carpintero; Jaime, tallista.
—Lo que importa en la Confederación es el sindicalismo —decían—. El comunismo libertario si es un nombre, no importa; si es un peto, es una vergüenza; si es un principio moral, con eso no se hace la revolución. Lo que se necesita es llegar a una disciplina de hierro dentro de los sindicatos.
Iban poco por el café, donde todos los conocían.
—¡Todo eso son cuentos! —contestaba el Maestro, hombre alto y enjuto que se preocupaba ante todo de parecerse físicamente a la imagen de Don Quijote, predilección celeste por sus prendas que le daba voz grave y ademán circunspecto.
—Aquí estamos los que creemos que esta copa y esta cucharilla son Dios. Y enfrente tenemos a los que creen que Dios las ha creado de un bufido.
Serrador reprochaba a los Fernández su falta de asistencia.
¿Para qué ir? Cada uno anda con su mundo a cuestas, y se dejaría matar por él. ¿Qué sacamos con ello? Lo que hay que hacer es obligarles a encuadrarse en algo que tenga cabeza.
Alguna noche los trajo Rafael a casa, a tomar café. A Jaime no le disgustó Matilde, y ella, con tal de molestar al marido, dio con el retintín de paseárselo por las narices. Hasta que un día Tomás le preguntó al jaqués:
—¿A ti te gusta la Matilde?
Jaime Fernández, cariparejo, del toma al daca:
—¿A ti qué te importa?
—Por eso, que no me importa —replicó el maquinista—. Si te la quieres llevar, te la llevas.
Los hermanos no volvieron por allí.
—¿Por qué vives con esos chiticallas? —le preguntaron a Rafael.
—¡Qué más da!
—También tienes razón.
En el fondo la Matilde le gustaba a Rafael. No lo llegó a pensar nunca, pero el porte de sus tetas, el blandeo de sus nalgas a través de las habitaciones eran, para él, una cosa agradable. La extemporánea salida del marido apaciguó un tanto las disputas, con sorpresa de los realquilados. Celestino había conocido a los Fernández hacía años.
—Se han hecho señoritos. Son valientes, pero…
—¿Qué?
—Nada. No tengo nada contra ellos.
—¿Te huelen a soplones?
—¿Ellos? ¡De ninguna manera!
Por aquellos días se declaró una huelga de transportes en el puerto. Tomás volvió al trabajo el segundo día.
—¿No te da vergüenza? —le dijo Rafael, a la noche, cuando se enteró.
—Mira, no te metas en lo mío —hizo una pausa—. ¿Es que me vas a pagar tú el jornal?
—¿Y los demás? —dijo Celestino.
—¡Allá ellos! Yo me lo guiso y yo me lo como.
Por una vez, Matilde no metía baza.
—Mañana me cambio de casa —le espetó Rafael, y se fueron a dormir.
—No te fiques en política —le dijo en la soledad del comedor la guapa a su marido, en su triste jerga de medias lenguas, nacida que era en Alcoy, crecida en Barcelona, casada con un castellano.
—¡No me meto en ná! —respondió el bragazas.
—¡Sí, sí! Tot eixó son engañabobos. Tú treballa y cobra, y que no falte. ¡Qué facin vaga ellas! La culpa la tenen esos como el Celestino, y los Fernández. ¿Pero tú? Hasta la teva dona…
—¡Bueno, ya está bien! —cortó el escomendrijo.
—¡Sí, sí! Ya sé que amb els teus: «¡Bueno!» sempre fas lo que vols. ¡Si no vas mañana también a treballar es que no eres hombre!
—¿Has acabado? Si voy a la grúa es porque me da la gana y no porque una mujer… Anda, vámonos a la cama. Y, como si lo viera, ya t’as olvidado de moler el café.
Lo mataron a los dos días, al salir del portal: un balazo en el pecho, dos en el vientre; un trabajo fino. Por la tarde avisaron en el taller de Rafael que la viuda había denunciado a los Fernández y a Celestino Escobar como autores del crimen.
—Ha dicho que los vio desde el balcón.
Rafael avisó en seguida a Celestino, pero ya era tarde. Lo recogió la policía al salir de la fábrica. Serrador pudo alcanzar por teléfono a los Fernández, y se escondieron.
A Celestino no le fue difícil probar la coartada: estaba en el taller a la hora del asesinato. Pero la policía dio con su nombre verdadero, y como estaba declarado el estado de guerra (lo narrado sucede ahora por octubre de 1934) hubo juicio sumarísimo y lo fusilaron a los dos días. Antes de matarle lo descalabraron.
—Como Celestino Escobar te respetamos, pero lo que es como Celestino Morales, ¡ahora verás lo que es bueno! —le dijo el inspector. Y lo vio.
Rafael se había ido a vivir al final de la calle de San Pablo; estuvo algún tiempo como si le hubiesen cercenado el brazo derecho. Le subía por la garganta un regusto de matar. «¡Si cada uno matara un traidor!». Matilde y su madre habían desaparecido; durante algún tiempo no supo nada de los aragoneses. A los dos meses dio con Jaime en la calle del Conde de Asalto.
—Salimos poco. Ven esta noche a casa.
Vivían en la calle de Aribau, cerca de la Diagonal. Rafael se extrañó del relativo lujo: cortinas de terciopelo, platos y armas filipinas por las paredes, acuarelas y cromos. No le presentaron a la patrona.
—¿Sabes que vino a vernos la chivata?
—¿La Matilde?
—La misma. Hecha un pingo.
—¿Os la habéis cargado?
—¡Vamos, hombre! ¿Nos tomas por chavales? Debe de seguir en relación con la Social. Además, con eso de las denuncias no se sabe nunca. Se ven cosas extrañas. A lo mejor no fue ella. Ella jura y perjura…
—¿Cómo no os han detenido?
—Saben muy bien que no fuimos nosotros. Y ahora estamos en paz. Fue gente del puerto, y estaban en su derecho.
—Y ella, ¿qué hace?
—Esa no tiene ni cabo ni cuerda. Si sopla ya caerá.
Donde cayó fue a puta. «¡Si me la encuentro, la aplasto!», pensaba Rafael. Dio con ella de narices, una noche ya alta, frente al café Oriente, entre las de diez, doce, quince y veinte pesetas, según el deseo y el regatear; con bolso y rápido andar menudo entre la estatua de Pitarra y el llano de la Boquería.
Rafael le hizo una seña y siguió hacia abajo. La noche conservaba la tibieza de la solanera; la luna, a medias, andaba revuelta entre nubarrones rápidos ribeteados de día. Las hojas secas rasguñaban el asfalto al breve empuje del mismo viento. Los coches encendían y apagaban sus faros dando a la luz lo de las bocinas. Ella lo alcanzó frente al Principal. El puerto negro y mudo a lo lejos.
—¡Sigue! —le dijo Rafael.
—¿Qué vols?
Rafael la cogió del brazo.
—¡Sigue!
La soledad empieza después de casa Juan; los árboles se separan y empequeñecen con la cercanía del mar. Un tranvía arrastra su vuelta con sus rectángulos de color amarillento; arriba, Colón aparece según la luna y las nubes. Un cafetucho a medio cerrar da su jalde a los adoquines.
—Anda, quiero hablar contigo un rato.
—¿Sabes que eres muy guapo?
La voz cambiada; se le revuelven las tripas. Ella se le moldeaba, su muslo derecho sobre su muslo izquierdo. «No lleva faja», piensa el macho, y le pasa la mano por la cintura. Estaban al socaire de las últimas luces de la ciudad, en la acera, pegados a la verja del pedestal de la columna de don Cristóbal.
—Al fin y al cabo, tu tens la culpa de tot.
—¿Por qué? (Le duele ahora hasta el desgarre del idioma).
—¡Si no os hubiese traído a casa…!
Ni siquiera se le ocurre penar que fue Escobar quien le llevó.
—Sigo sin entender.
Tiene la cabeza arremolinada. La plepa se da cuenta que va a mala parte. Esquiva el tema.
—¿Qué haces ahora? ¿Dónde vives?
Y ladea hacia la Rambla. Los tranvías dan su vuelta prendidos de un hilo, chirriando.
—¿Qué te importa?
—Me importas tú.
—¡Ahora sales con esas…!
Rafael no atinaba salidas. «Me tiene que decir la verdad». La volvió a coger del brazo y la empuja hacia el puerto. Las tres, en la Aduana.
—¿A on aném?
—¡Tira!
Cuando llegaron cerca del muelle torcieron a la izquierda.
—¿Dónde vamos? Podríamos ir a casa. Estaríem millor.
«No le tengo odio, se extrañaba Rafael. Estaría por decir que no tengo nada contra ella. Si es responsable de la muerte de Celestino debe morir. O yo no tengo derecho a la vida». Iban por la vera del agua, hacia la Barceloneta. Rafael la volvió a favor de su cara.
—Tú denunciaste a Celestino y a los Fernández.
—Y ara… ¡Tú estás chalao!
Lo dijo con toda sencillez.
—Todo el mundo dice que fuiste tú.
Se rió:
—Estás boig. ¿Por qué los iba a…?
El chapoteo del agua quieta contra las quillas levemente meneadas.
—Te lo habrá dicho el charrán eixe del Jaume. Todo porque no me quise acostar con él. Siempre me metía mano por el pasillo. ¡Porc! Es un marrano. ¿Ho has vist…?
—No me ha dicho nada.
—¿Dónde vive?
—Lo sabes.
—¿Yo?
—¡Sí, tú! Fuiste a verlos. ¿Por qué mientes?
Un tren aúlla por la estación de Francia.
—Anem qu’es fa tard.
—¡Fuiste tú!
—Ché, calla. ¡Pues no eres pesao!
Hablan a sovoz, frente a frente.
—Los denunciaste tú, ¿sí o no?
—¡No!
Sin más, Rafael dio media vuelta y se fue. «Soy un cobarde». Diez pasos más allá reuniósele la rabiza. El remecer de las barquillas, único ruido de fondo.
—Anda, no sigues pelma, acompáñame a casa.
En el andén había gran pila de sacos de cemento; entre ellos y el agua dos metros escasos; la luna por el cielo gris, su luz por los suelos y las cosas como lechada muerta. Aculó la piruja contra el abultado muro: con el hálito de plata viola a una nueva luz, con churretes y llena de galga, el morro mugriento de carmesí.
—Mira, chiticalla, si no dices verdad pierdes.
—Calla, que das miedo.
—Eso es bueno. Habla. ¿Fuiste tú?
—No. Y no potrees más.
Tentábale a Rafael no dejarle hueso sano. Moquetearla hasta la sangre. Le detenía una repugnancia física. Ya le parecía sentir bajo su puño la piel aceitosa, fina de la churriana.
—Dicen que chivas.
—¿Qué hijo de su madre?
—No te importa. Lo creo. Siempre te ha gustado fisgonear y meter las narices donde nadie te llamaba.
Aquello le daba asco; hubiese dado una mano por no estar allí, por estar durmiendo. «A lo mejor estoy soñando».
—Anda, déjame. Aném.
—Si no me dices la verdad, te ahogo —y le echó las manos al cuello—. Hacíalo por montantada, por forzar una salida, atolondrado. Le tenía fija la cabeza contra uno de aquellos sacos —un polvo gris por todo alrededor, como un resultado de la muerte—, los pulgares cruzados sobre el gaznate. Sentía cómo la nuez de la carantoñera se amollaba para los adentros.
—¡Mira que chillo!
El apretó un tanto. Ella, con la luna de cara no le veía; si no, no le hubiese dado importancia al suceso. Con un poco de empuje le hubiera rechazado; así no se atrevió a moverse, y cantó. La culpa, de la luna.
—¡A ti no te han matao a ningú!
—¡No ofendas memorias!
Rafael no sabía qué hacer.
—¡Todos sois unos hijos de puta! ¡Venderían la seva mare por la política!
—Tú prefieres venderlos a la policía.
—Cuanto menos eixos pagan.
Una sirena les sobresaltó. Un barco se enmarzaba. Ella empezó a arreglarse el moño.
—¿Quién te ha metido en estos trotes?
—No el coneixes. Ningú.
Rafael respiraba más hondo: sabía. Por los cielos, sobre los extremos de las nubes, el blancor de la luna rayado por los mastelerillos, las poleas, los ganchos de una grúa dormida; el botalón de un brickbarca los señalaba desde el mar como un afilado índice. Los cabos sueltos por los aires, las amarras negras prendidas en los bolardos negros. El olor hondo del agua salada. El chapoteo musgoso contra la piedra. Y nadie; nadie en tierra, nadie por el mar, nadie por los cielos. El leve cloquear de las olillas. Ellos solos, de vuelta callada hacia la ciudad, muda de amanecer cercano, la mujer por el borde. Contó hasta tres, y a carga cerrada, de un rempujón, la tiró al mar; echóse tras ella. Los tres metros escasos de la altura del muelle permitieron que la ramera reapareciese en seguida manoteando y bufando. Alcanzóla a voleo del pelo y la mantuvo bajo el agua con la mano derecha, agarrado a un anillón, encastrado en la fábrica, con la zoca.
«Zangolotea, que te bautizo y te vuelvo a bautizar. Arremolinate. Traga, traga. Ya puedes correr; chilla, sacude, tira. ¡Qué sofaldo de aguas te empuja y sube! Puedo más que el regolfear de las corrientes y el chasquidillo del mar bobo contra los sillares».
Se afianzó contra la piedra. Las manos de la víctima se agarraban a su antebrazo; frenético, último esfuerzo, buscando salida al ahogo intolerable, desesperadamente.
«Charca hedionda, ¿qué me roza? Parece que hay arrebatiña entre cien aguas por llevarte». Cuando dejó de rebullir, soltó aquello que se le fue flojamente de la mano. Nadó hasta una escalinata, subióse y, al azar de un prois, dejó que el viento marero le fuese secando, volviéndole duro y frío. Dolíanle las manos, notóse una en sangre y pensó en el hierro mohoso de la anilla; pero era la derecha, y uñas dolidas las heridoras. Pasan, fumando, dos carabineros. Los trenes silban largo y tendido. El traqueteo olvidado de un tranvía. Una hora. Las cosas van cobrando perfil, los tinglados empiezan a formar sobre un cielo moracho y abullonado. No pensaba. «Debiera de pensar en Celestino». Se levantó y echó a andar muy despacio, hacia casa.
La noche se iba volviendo día sin dejar de ser noche. ¿Por dónde se infiltran los bultos? ¿Qué venenoso licor hace aparecer las cosas? ¿Qué falso estaño embadurna el mar, soldándolo al cielo? ¿Qué traición abre las puertas? ¿Qué muerte para las luces de la ciudad se desliza a escondidas? El día nace subrepticiamente. Hasta el viento muere ante tanta felonía, ante tanta muerte. Todo se queda quieto. Lo más lejano, lo alto roba color. Este adoquín empieza a hincharse de piedra. El día acude por lo frío y por lo bajo, por lo bajo y lo lejos. La noche recula de miedo, se escurre y oculta. La luz es cobarde y no viene de cara. Vendidas estas amarras, estos mástiles, estas cajas, esta grúa, este reloj, este laúd, esta hélice abandonada, como una rosa de metal, este pañol, estos aparejos, el movimiento de aquel hombre. Lo blanco, lo rojo y lo verde ya se distinguen en esa chimenea ensortijada. Vuelve el agua a batir contra el hierro, la madera, la piedra. El agua salada, el mar. De ti viene la luz, mi cadalso desmedrado y ruín escondedero del sol, más allá de los alcances.
Dejóse caer vestido, sobre la cama, tembleteando. Hundióse en seguida en el sueño como en una ciénaga.
Un silencio gelatinoso me liga las manos, los peces envenenados flotan sin corrientes, volviendo blanca el agua verde. Las ovas pardas y negras, veneno verde. Los helechos y el musgo se hunden enredando mis pies. El agua no corre, baja. Moriré ahogado de aire. Empiezan a rozarme los peces, un estremecimiento de nubes, un calofrío de terciopelo malherido, mis venas empiezan a temblar como un gran helecho; mis venas azules y mis arterias rojas, como en la escuela. Yo hubiese retorcido la última vena de agua entre mi mano de cristal y mi mano de carne, pero estaba atado, completamente atado.
Los muertos andan entre dos aguas hasta que los meten en un fichero. Entonces, sólo entonces, empiezan a cantar. Matilde cerrará el pico —es un cuervo, un cuervo mojado— porque por lengua tiene algas y cuando abra la boca le saldrán a borbotones, llenas de pus.
Tengo frío. Me hace falta una manta de algodón.
La poca agua está hecha para correr con el olor de la tierra. El agua quieta da miedo. ¡Acequia viva de Viver, desenróllate, que te coge, que te alcanza el remanso!, ¡qué te come viva!, ¡menea y remenea tus ovas y tus líquenes como si fuese tu propia cola!
Si cogen una mano entre las dos aguas, la mano está perdida. Las algas esconden siempre algo: aguamares, medusas, flecos, escorpiones, pulpos, anguilas. Las lacinias son cabelleras de ahogadas. El pelo está hecho para el agua: baila y rebaila sin pedir explicaciones, suavemente, ondeadamente, como una habanera, lenta curva amorosamente meneada. ¡Qué importa tu visaje para tu cabello!: lo sostiene, bate, adormece, musica, envuelve, alisa, peina el mar.
¿Qué espantoso hedor en mi boca? Te tengo bien cogidas las crines, bien hundida la boca entreabierta en el agua quieta. No hay púas, batidor, ni lendrera, peine espeso o escarpidor como las aguas de Viver, ni las del mar. Las piedras nacen del agua, como los peces, aunque salgan volando de las algas. Mi mano de agua empieza a hacerme daño, no puedo mover mis dedos boquiabiertos. ¡Ay, del lento arremolinar del agua del mar! (Sus largas palmadas contra la panza de las barcazas como si fuese el vientre de un caballo negro, y su sube y baja constante contra el muro moleño). Mi mano se queda debajo del agua, y yo echo a andar por la senda del tío Quico. En la senda del tío Quico hay una culebra muerta. Si hablo, la boca se me llena de cieno, de líquenes, de algas grises y negras, lacias lacinias, madre del pus verderón y del humor negro. Tengo ocho años y ya tenía una mano de cristal; la culebra está muerta, en medio del camino, la cabeza reventada, despachurrada, machacada, los ojos sueltos. Mi mano está fría, transparente y muerta. Seguramente porque he dejado el balcón abierto.
No me bañaré nunca más en el mar.