2. «El Oro del Rhin».

Hallaron el cuerpo al día siguiente. La policía no se metió en demasiadas averiguaciones. El indicador cuesta barato y conviene variar. Tres líneas en La Vanguardia, y echáronle tierra.

Rafael vivía en una fonda: «La Perla del Nuevo Mundo». Solían dormir allí algunos comarcanos del Ampurdán (el dueño era de aquellas tierras) venidos de compras a Barcelona. Huéspedes fijos no eran más que cuatro o cinco. Fue consigna general, en los días que siguieron el 6 de octubre de 1934, el no salir de noche. Idos a dormir los transeúntes, formábase una tertulia en el comedor. Se reunían allí el dueño, conocido por «el Gordo», aposentador sin trabajo por aquel entonces y garitero de más o menos; su mujer, Desideria, oriunda de Collbató, pueblo carcunda de las faldas del Montserrat; un capataz de la cercana fábrica de electricidad, sevillano, comunista, y su mujer, Emilia, madrileña, callada, poca cosa, que cosía en casa para gentes amigas. Hacia el día diez se les reunió un muchacho como de veinticinco años, delicaducho, de cara blanca y pelo albazano, con el brazo en cabestrillo, por mor de un refilón de bala recogido el día siete por la mañana —de la Alianza Obrera, organización separatista— y más enfermo de miedo que de mal. El comunista se llamaba Agustín Espinosa; el hombre de Dencás, José Reverter. La mujer de Espinosa ayudaba en lo que podía a Desideria. Rafael procuraba que el parloteo durara lo más posible: la hora de meterse en la cama le era penosa por el recuerdo de Celestino. Hablaban de todo lo humano, dejando lo divino para la costilla del aposentador muy dada a las devociones, base de considerables trifulcas con el gorrón de su marido, sobremanera inclinado a jurar, renegar y blasfemar del santo nombre de Dios.

José Reverter, después de la derrota y prisión de Companys, no se atrevía a bajar al comedor. Rafael le hizo compañía en la estrechez de su cuarto.

—La culpa es vuestra —decía el catalán—. Si la CNT se hubiese echado a la calle hubiéramos ganado. Batet se hubiese puesto del lado de la Generalidad; se decidió en contra en cuanto supo que no os moveríais.

A Rafael le causaba cierto malestar el oírse aludido como parte activa de la Confederación. Hasta entonces su concomitancia con los sindicalistas no había pasado de un sencillo acatamiento a las órdenes de la organización confederal, del pago de sus cuotas, de la lectura del periódico. ¿Es que soy anarquista?, se preguntaba y, no muy seguro, estaba tentado de contestarse negativamente. Le parecía presuntuoso expresar sus disconformidades, sobre todo cuando no tenía más que dudas con qué enfrentarse. «Las dudas engendran calamidades. No puedo dejar de dudar; la calamidad, yo».

Contestaba con el aire:

—Se ha acabado eso de que nosotros nos dejemos machacar en la calle para que Perico de los Palotes viva en el poder de la fuerza de nuestra sangre. Nos echaremos a la calle cuando el poder pueda ser recogido por la CNT. ¿Para qué íbamos a morir el otro día? ¿Para quién? ¿Por el bigotillo de Companys o por la incapacidad cobarde de un Dencás o de un Badía? ¿No nos habíais aporreado los oídos con vuestra fuerza? ¿No necesitabais de nadie? Ya se ha visto. ¿Habéis perdido? Para nosotros tanto monta.

—Así hacéis el juego de la reacción.

—Mira, hijo: para nosotros la reacción igual se llama Anguera de Sojo que Martínez de Velasco; lo mismo nos ametrallan unos que otros. Además, vosotros no sabéis lo que queréis. Y si no, a ver: ¿tú qué eres: comunista, fascista, anarquista?

—No me plantees así el problema. Creo que cualquier política, para triunfar necesita mover fuerzas jóvenes, darle una mística, una disciplina, una acción.

—Bien, pero ¿qué mística? Una acción, ¿al servicio de qué?

—Nosotros queremos un movimiento político joven, ardiente, que sostenga en lo alto dos principios fundamentales: el nacionalismo y el socialismo.

—Yo, teóricamente, quizá deseara algo parecido, aunque en la palabra nacionalista encerremos dos cosas opuestas. Pero ¿te das cuenta de que estás formulando una profesión de fe nacional-socialista; es decir, fascista?

—¡Qué va!

—Aunque no quieras. Yo no soy la CNT ni la FAI, pero tengo que estar de acuerdo con ellas: han hecho bien en dejaros solos. ¿O es que crees de verdad que nosotros podíamos restaurar bonitamente en el poder a los de Figols, Arnedo, Casas Viejas y Castilblanco? Si por milagro hubieseis vencido, ¿quién estaría en el poder? Azaña, Reverter. Azaña y los socialistas. Y Bata con nosotros. Los anarquistas queremos implantar el comunismo libertario, y mientras no haya una posibilidad de que nuestra sangre sirva para implantarlo, que no se cuente con nosotros.

—¡Pero así la República se irá a paseo!

—Por nosotros ya puede irse a donde le dé la gana. Lo mismo nos han machacado los liberales que los conservadores. Y preferimos Lerroux a Largo Caballero.

Lerroux era la piedra de toque. El Gordo había sido «joven bárbaro», conoció a Ferrer y aun hoy era punto fuerte de un círculo radical. Cariancho y manirroto, las mejillas azafranadas con el viril apaño de medias patillas, muy hecho a su papel de bú, siempre vestido con una chaqueta de alpaca gris brillante, pantalón negro en invierno, pajizo en verano, revendía cocaína, amigado con ciertas celestinas del barrio que solían acceder, por lo guapo, a ciertas privanzas sobre sus personas o las de sus negociadas. El anticlericalismo, la autoridad, la tradición y el anticatalanismo eran el fuerte del tipo, todo ello bien aderezado de palabrotas y macerado en un cósmico desprecio de los hombres en el cual él no andaba excluido. No se le alcanzaba que nadie obrara desinteresadamente; creía de verdad que todos los humanos eran unos cerdos, que no hay virtud sin precio ni funcionario que no esté en almoneda.

—Todo es cuestión de pujar —decía—. Me contaron una vez que en no sé qué libro de esos que llaman santos anda escrito que son tres las cosas que empujan al hombre: las persecuciones, la locura y la pobreza. Todo ello para acabar recomendando, claro está, la mayor veneración a los sacerdotes, los hacer-dotes, que digo yo. (Y guiñaba el ojo). No se me ha olvidado, y como no quiero que me empujen: ni me persiguen, ni estoy loco, ni soy pobre. El mundo está bastante mal repartido, pero si tuviese un origen divino, tal y como lo cree mi señora, debiéramos suicidarnos todos en señal de protesta, para joder a Dios. Lo que sucede es que no se lo cree nadie, y quienes salen ganando con la pamema, los frailes. En esta puñetera vida no hay más que la arrebatiña; y si no te andas con ojo, te dejan como te ha parido tu madre, en menos de un credo. ¡Pero conmigo, van dados!

—¡Qué perdición! —gruñía su mujer.

—¡Cállate! —contestaba el gambalúa—. ¡Tú qué has de ser cristiana! Y si lo eres, es para tu egoísmo y tranquilidad. Por asegurar el mañana. ¡Te importa un carajo de los demás! Y si no, ¿por qué no bajas ahora mismo a repartir tus joyicas entre los que pasan, y tu ropa entre los que tienen frío? ¡Anda, te doy permiso! (Y se le iba la risa a borbotones resaltándole el vientre). Y te quemarán el culo por toda la eternidad: ¡No se la fío divertida a los diablos!

Su bicha eran los socialistas:

—Hay que acabar a palos y a puñadas con toda esa morralla. Viven a costa de los obreros.

No gustaba de las armas de fuego: Eso, para los cobardes —decía—. Tener la vida de un hombre en la punta del gatillo: ¡una indecencia! Arrearle a uno bien, en la cara, eso es otro cantar. A lo más, si hace falta, la navaja, que está dentro de la ley. Lerroux sabe muy bien lo que se hace. A mí me hacen reír los que hablan del anarquismo catalán y de su tradición. Los anarquistas tienen un padre, y todavía está de buen ver, ¡don Alejandro Lerroux!

—En eso algo de razón tiene usted —dijo Espinosa, que solía callar mientras estaba presente el bestión—. La gente suele confundir el individualismo con el anarquismo.

—¡Si usted lo dice! —respondió con chunga el Gordo.

—Aquí nos gusta hacer lo que nos da la gana, pero eso es orgullo y vergüenza —apuntó el sevillano.

Hubo un silencio, como si lo comedido sorprendiese.

—Cuando las elecciones —prosiguió el acerdado personaje— ganaron los socialistas; los anarquistas y Lerroux estuvieron en contra sin necesidad de conchabarse. Y el otro día, cuando la chabacanada esa de los Dencás, Companys y Compañía, lo mismo.

—Dencás —terció Rafael—, metió en la cárcel a los dirigentes de la CNT, el día seis por la mañana. Por si no lo sabíais. Sin duda contaba con las fuerzas del señor Maurín. Con Espinosa solía charlar Serrador los sábados por la tarde.

—No comprendo ese odio que nos tenéis —decía el sevillano—. ¿No somos todos obreros? ¿No queremos todos una misma cosa, un mundo más justo?

—Cuando estáis en el poder nos asesináis.

—Primero que no somos nosotros; y luego: los socialistas no están solos en el Gobierno.

—¡Muertos cantan! ¡Tenemos que contestar! Y más fuerte, si posible…

—Así no iremos a ninguna parte. Con nuestra división sale ganando la burguesía.

—Sí. Pero si fuésemos unidos, querríais mandar vosotros. Y eso no puede ser. Nosotros somos más.

—Pero tenemos razón. Con vuestros hechos, no me meto ahora con vuestras teorías, no se va a ninguna parte.

—Porque pensáis así estamos donde estamos. Y el pueblo está con nosotros.

—Y con eso os contentáis. Pero ¡vamos a ver!, supón tú que triunfáis, que el poder es vuestro: ¿Cómo hacéis desaparecer el Estado? ¿Con qué? Tenéis que aplastar a vuestros adversarios. Para eso hace falta un aparato, un aparato dictatorial, tires por donde tires. O se os meterán en casa. Porque ¡lo que es acabar individualmente con los enemigos…! ¡Suponte a dónde os llevaría eso! ¿Crees que es ésa la solución? ¿Tienes derecho a matar a todo el que te dé asco? Siempre se es el traidor de alguien. No iba a quedar nadie, a fuerza de emparejar.

—Entonces empezaría un mundo nuevo.

—Lo que pasa es que nos tenéis miedo. Sabéis que en el terreno de la verdad somos los más fuertes. No tenéis la conciencia tranquila, y no quiero decir con eso que tengáis algo que reprocharos, como no sea el sentimiento de vuestra inseguridad.

—No sé. Lo cierto es que en el fondo nos despreciáis, a nosotros los anarquistas. Y eso, pese a todas las promesas, lo notamos. No sois sinceros. Y vuestra táctica es clara; queréis acabar con nosotros a la vuelta de la esquina, a la primera oportunidad. ¡No sería la primera vez!

—¿Prefieres que sigan ganando los burgueses?

—¡Por lo menos, así vamos viviendo! —dijo Rafael sonriente.

Acabaron de tomar unas cervezas que la callada compañera de Espinosa había subido del bar.

—Yo —prosiguió Rafael—, tengo cierta repugnancia en aceptar moldes que otros hayan forjado como continente de mi pensamiento. Hay algo que se me levanta adentro…

—¿Qué te has creído, desgraciado: que ibas a extraer del mundo, por las potencias de tus meninges, una nueva concepción de la humanidad? Se piensa de las cosas en la medida que otros han pensado antes que uno. Recoges el mundo, al nacer, en el estado en que te encuentras, y te mueves entre las formas que otros han creado, y de la misma manera que no puedes, tú solo, cambiar el trazado de las calles, tampoco el de los pensamientos. Puedes escoger, y no mucho. Y como dejes la humanidad a tu muerte, ese ha sido el progreso y tu gloria. Partir de cero es una candidez inaudita, como no sea cosa peor. Ya sé que la rebeldía individual es algo muy bonito, pero nada más.

—Las calles, los institutos, las iglesias se pueden quemar.

—Sí, y también hay terremotos. Pero las calles reconstruidas, si son particulares quienes reconstruyen los edificios, se parecen fatalmente a las destruidas. Los estilos son perifollos, y sus diferencias cominerías. Lo que importa es la estructura, que los edificios sean de piedra y no de cartón, como hoy. Que sepamos quiénes son los que viven en ellos, y qué es exactamente lo que tenemos que hacer. El sentimiento es tuyo, pero las ideas te las dan hechas, aunque no quieras, con la lengua. El idioma es una cosa seria. La única manera de entenderse, para vosotros los anarquistas, sería que os enseñaran a cada uno un idioma; en contra de lo que creéis, panacea esperantista. Vuestra política es sentimental y palabrera, que tanto monta.

—¡Para los pies! Nosotros queremos la libertad y la igualdad para todos. Con la dictadura del proletariado o séase la del partido comunista, reducís a nada la libertad.

—¡Moléis palabras! Para un comunista el problema de la libertad no existe, porque queda resuelto desde el momento en que se es comunista. El ser comunista es olvidarse de sí mismo. Y vosotros sois el individuo y base de la burguesía. Os une el mismo sentimiento de eso que llamáis libertad y que es libertinaje: ¡Todo para mí y el que venga detrás que arree! Tú, en medio de la noche, te sientes solo, alzado hacia los cielos y con virtud suficiente para juzgar a los demás. Nosotros, no: sentimos el peso del mundo sobre los hombros, y obedecemos. Por eso el ser comunista te costaría un trabajo superior a tus fuerzas.

—¡Te veo venir, lagartija! No me convences con darme coba. ¡Para creer en Dios padre y en Satanás Trotski, hubiera sido católico como quería el cura de mi pueblo, lo cual me hubiera ahorrado muchos disgustos, dicho sea de paso! Y tenía otros medios que tú… Y pinchó en hueso.

—En el poder seríais mucho más intransigentes y sectarios que nosotros. No sabéis dónde ir; adónde tirar sí, y bien. Aceptáis lo absurdo como factible. Proclamáis la disciplina de la indisciplina. O una cosa u otra: uno menos uno, igual a cero; uno por cero, cero; o, si quieres, disciplina de la indisciplina, igual a indisciplina. Sois una fuerza negativa. De esta forma, el único poder es el personal, sea el de un individuo, sea, para daros gusto, el de un grupo.

—¿Vas a asegurarme a estas alturas, que en la URSS la dictadura es la de una clase y no la de una persona o, para darte gusto, la de un soviet?

—Sí, lo sostengo, aunque no lo quiera aceptar la burguesía por conveniencia y vosotros… por sentimentalismo. En la URSS existe la dictadura del proletariado, ¿me entiendes?, del proletariado. Los burgueses lloran por los burgueses. ¿Qué tendríais vosotros, de triunfar? ¿La anarquía? Murió hace años, todavía están enterrándola unos señores con grandes barbas blancas, completamente chochos. Habéis inventado lo del comunismo libertario; bueno, supongo que consistiría en vivir de la carniza de la burguesía. ¿Y después? Después, la revolución permanente, ¿no? Y tras ella, enseñando la oreja, el fascismo. ¡Sí, hijo, el fascismo! Te digo la verdad: yo, sindicalista sincero, ingresaría en Falange; es lo que más se os parece. No te enfades, sabes que te hablo con toda la simpatía que mereces. Y perdona el sermón. Pero me canso de oír a cada momento: «Ya nos organizaremos en la calle». La improvisación es virtud española, pero no tanto. ¿Vuestro objetivo? ¡Derribar el gobierno!, sea el que sea. ¡Y que no os emplean en echar abajo el que le conviene ciertas gentes que digamos! En una organización tan abierta como la vuestra se entra como Pedro por su casa…

Rafael discernía lo que de marchamo oficial tenían aquellos párrafos; pero le aumentaban las dudas y las inseguridades. Aquel día cenó sin palabras y se fue, sin más, a la cama. El domingo por la mañana perdonó la feria de libros; sentóse frente a su mesa, cogió un papel y escribió lo que sigue:

Quiero empezar por cero.

I

Eso de pienso, luego soy, incompleto. Mi cuerpo, el agua, ¿no es?

¿Qué soy?

A

Para los demás

1

Lo que hago

2

Mi presencia física

B

Para mí

1

Lo que pienso

2

Mis sentimientos

Yo: manantial. Unas aguas al adentro, otras regaladas. Tanto discurres, tanto eres. Hay aguas extrañas, conócelas la gente. Personalidad, yo: cero. Todo el que tiene, da. La avaricia no es vicio del alma, sino del cuerpo. Id: gula, ira, pereza. Vicios del alma: soberbia, lujuria y envidia. ¿Y el odio? El odio es virtud. Para odiar se necesita entusiasmo. Yo no odio, desprecio. Ejemplo: Matilde.

Me he perdido

Soy, luego pienso, luego soy.

Estoy, luego vivo, luego estoy.

II

¿Con quién estoy?

De un lado:

Los que no tienen nada, los pobres, los que convierten su esfuerzo en un pan estrecho; los que tienen ni ese pan, ni zapatillas, ni abrigo; los que no tienen dónde lavarse, los que temen el invierno, los que tienen mugre y piojos; los sucios, los analfabetos, los que trabajan desde los siete, ocho, nueve, diez años, los gañanes, sí, los asalariados: los hombres de carga, los azacanes, los que tienen la piel de la mano hecha piedra, los torneros, los aradores, las liendres, las putas, los que hieden. Los que nunca han visto el monte, los que nunca han visto el mar. Los que viven en contacto directo con la materia, con el agua, el fuego, la tierra.

En medio:

Los contables, los dependientes, los tenderos, los oficinistas, los periodistas, los actores, los sastres y los sombrereros sin dependencia. Los que han realizado el sueño de su vida. Los burócratas, los oficiales segundos o terceros, no sé. Los hermafroditas, Los híbridos. Los que se contentan con lo que tienen. Los retirados, los inválidos, los intelectuales, los santos, los sabios, los justos. Sobre todo, los dependientes de ultramarinos y los viajantes de comercio, los labradores. Los mendigos.

Del otro lado:

Los que tienen cuarto de baño, los que tienen más de dos toallas y mujeres limpias esperándoles en paños de Holanda o recostadas en meridianas vestidas con batas con haldillas de encaje. Los que se adornan las uñas con especies traídas de Nueva York en camarotes con terraza y ping-pong. Los que pagan con el trabajo de los demás. La policía, los generales, los que toman taxis. Los que tienen bibliotecas encuadernadas. Los que tienen dos waters. Los que van a palco. Los que se aburren. Los que tienen las manos blandas. Los que nos desprecian.

Si yo fuese dictador los unos andarían afeitados, los otros con bigotes, los del medio con barba. Soy y estoy con los primeros. Lo sé y lo re-sé, pero bueno es repetírselo de cuando en cuando, como se mira y remira lo que le gusta a uno.

III

¿Qué he sido?

1

Para los demás

Nada

2

Para mí

Nada

¿Qué se ve, qué queda de mi trabajo?

¿He sido, soy el polvo que he quitado en la platería de Castellón?

¿Los paquetes que he distribuido en Barcelona?

¿El brillo de las barras que niquelo?

¿Vivo la vida ahogada de Matilde?

IV

¿Qué debo hacer?

a). Crear.

¿Qué? No tengo idea. Entonces descrear.

b). Construir.

¡Piscis!, que dice el otro. Entonces destruir.

Lo único que puedo hacer para dejar jacilla: matar o quemar.

Dicen que nacer y morir son una misma cosa. Vamos a verlo,

y hacer y deshacer. Si destrozo una cosa tiene que renacer;

luego si aplasto, creo.

¿A quién mato?

¿Es solución el suicidio?

Matilde.

Para llegar a justificarme

de nuevo, ¡tanta vuelta! ¿Es

ahí adónde quería llegar?

Me tengo en menos.

¿Qué quemo?

¿La revolución? No tenemos por ahora los medios

para llevarla a cabo. Prueba

de ayer, el 6 de octubre.

¿Trabajar para la unión?

No soy nadie. ¿Obedecer?

Para dejar de ser yo, un

tiro.

¿Miento? Creo en mi inutilidad. Me parece que miento. Creo que miento. Estoy frente a una pared. Una pared de hormigón armado. Como diría Celestino, no puedes ni subirte por las paredes.

Rafael releyó lo escrito, lo rompió, se tumbó en la cama. Intentó leer más allá de la página dos del Discurso del Método, que el librero le había recomendado, y volvió a caer en sí mismo.

Lo que importa es la verdad. No para qué vivo, sino para qué debiera vivir. No puedo escoger. ¡Tontería! Siempre se puede escoger. Uno escoge siempre. Aunque no quiera. Vivir es escoger. Siempre se puede hacer lo que no se hace. No se hace lo que se quiere: lo que se escoge. Se escoge entre lo que dan a uno. Escoger es vencer o dejarse. Si escojo venciéndome, ya he vencido. Quien duda, muere; quien escoge, vence. Dudo, luego estoy vencido. No es cierto. Sé dónde está la verdad, y estoy con ella. Lo que no conozco es el atajo. Los caminos de la providencia, etcétera, pero ¡vive Dios!, todos los caminos llevan a Roma. Sí, hijo: ¡por los cerros de Úbeda! ¿Y si a medio camino te das cuenta de que vas errado? ¡No importa!: ¡ése es el camino! Y si te vuelves atrás, ¡ése es el camino!

La verdad es la injusticia. Yo deseo la justicia El camino de la verdad y de la justicia, es la injusticia. Con la injusticia por la justicia… ¡Vaya camino ladeado de precipicios! Si no caes a la derecha, caes a la izquierda. La cuestión no es saber lo que es justo y lo que no lo es, sino que yo esté en lo justo. Y sobre todo no ser espectador. ¡Qué teatro el día en que no haya espectadores, y sí sólo actores! ¡Ser parte de la verdad! Luchar y ver. A ver si me entiendes: importa que la cosa sea justa y verdadera, pero que yo no la vea, que yo sea la cosa misma.

Se durmió. Despertó a media noche y siguió con la manía de los papeles.

I

—¿Qué justifica mi vida?

—La, idea, la presencia, de mi cuerpo en el mundo.

II

—¿Qué merece que la sacrifique?

—La vida de los demás, la mía inclusive.

¡A paseo las escrituras! Vuelve a la bartola. «El mundo es una fábrica de hilaturas. Desenredemos la madeja sin perder el hilo. El mundo es un pañuelo. El mundo es como es y no como ha sido. No importa tu padre, sino tu hermano, el zapatero de la esquina». El recuerdo de Matilde como agrio regüeldo. Y el de una conversación, en el comedor, sobre los chivatos. «¡Siempre habrá muérdago!», que decía el Gordo. Y el retintín: «¡La has matado porque te lo pedía el cuerpo!».

—La he matado porque me daba asco. Punto.

«¿Debo matar a todos los que me dan asco? ¿Por qué no te cargas al Gordo? ¡Más indecoroso…! Bajas por la escalera del 95. Pasar por el terrado no es problema. Das la vuelta por la Riera Alta y cuando pase, lo picas. Vuelve todos los días de tres a tres y media. Ni visto, ni conocido. Entras por donde saliste. ¿Hace? ¡Vamos a ver los valientes! ¿Por qué llamarán capitalistas a los que se tiran al ruedo? ¿Por pura crueldad y sarcasmo?». El sueño, como un agua de muerte.

Consiguió una Astra del 9 corto y fijó la fecha para el lunes siguiente. No había disparado nunca un arma de fuego. Fuese a dormir temprano la víspera, puso el despertador para las dos, por si se dormía. Antes de cenar había dado otra vuelta por el lugar predestinado y el embocadero escogido. Cenó tranquilamente, se acostó vestido —«mejor es que no me vean por la calle»— y se durmió como una piedra hasta un minuto antes de la hora señalada. Salió sin ruido —había aceitado cerradura y pernios—, pasó de la azotea al terrado desguindándose por los escarpiadores, bajó a la calle y se embocó diez minutos antes de la hora prevista.

Hacíale daño la diestra de tanto apretar la empuñadura de la pistola. ¿Debía adelantar el botoncillo o dejarlo tal y como estaba? Pasaba gente a medio metro de su escondrijo. Olía a col frita, a basura. Maulló un gato en mal de gotera. Rafael, para no pensar, contaba. Contó hasta el ciento cincuenta y ocho. Hacía más de seis meses desde lo de Matilde. Sí, bastante más. Tal como estaba anunciado, no había luna. ¡No hay nada como el calendario! ¿Y si se le ocurre pasar por la otra acera? No es su costumbre. Había acordado que si así sucedía demoraría el atentado hasta el día siguiente. Debió de transcurrir media hora. Sólo vivía su mano, muerta. Unos pasos lejanos, el frenazo de un coche. Casi no le oyó venir, vio su perfil de barrigudo de Nogués a la rala luz del gas. Contó: ¡uno, dos! Saltó de la espelunca a la calle y, a través del bolsillo, disparó. El traquido y el retroceso lo dejaron suspenso. Diole violento al gatillo. Inútilmente. El Gordo se había derrumbado baladreando. El sereno, a lo lejos, echaba el hígado por su pito. Por la ciudad adormida, creciendo concéntricamente, los silbatos se contestaban. Rafael puso piernas de por medio; volvió sin dificultad a su cuarto. El arma se había encasquillado; le costó Dios y ayuda descargarla; luego hizo un desgarrón en su chaqueta para encubrir la perforación. Al cabo oyó voces, mucho más moderadas de lo que esperaba. Iba a salir, ya desnudo, cuando oyó mascullar al Gordo. Entreabrió la hoja.

—¿Qué pasa?

—Nada —contestó el vil—. ¡Gajes del oficio! Hasta mañana. ¡Descansar!

Una bala en el antebrazo. Se lo dijo Espinosa, que lo supo por su mujer.

—Sabe quién ha sido. Fulleros todos. ¡Allá se las entiendan! ¡Tan ladrón el que le ha tirado como él!

—¡Lástima no le atinaran! —respondió Rafael por ver venir.

—¿Por qué? ¿Qué más da? Un sinvergüenza más o menos no arregla el mundo.

Serrador habló con González Cantos.

—¡No, hijo, no! El atentado personal es un método de defensa. El mundo se ganará en la calle. Y lo simbólico pasó a la historia. Nadie cree ya en símbolos. ¡Ni los italianos!… Eso, frente a la guardia civil.

—¿Y cuándo? —le preguntó Rafael medio en broma, medio en serio.

—Depende más de ellos que de nosotros.

El tiempo, por sí solo, no resuelve dudas. Acaba en nieblas el año 1935.

Búscanle entonces los Fernández. Les hablan de Falange.

—También nosotros hemos pasado por ahí.

—Son anticapitalistas y anticatalanistas, lo cual siempre está bien —dice Atilio—. Te lo digo negro sobre rojo: sin disciplina no vamos a ninguna parte. El programa de Falange no está tan lejos del de la Confederación.

—Sí: ¡del otro lado!

—¡No, Serrador, no! Se trata de atacar al capitalismo por dentro.

—¿No te dice nada de eso de nacional-sindicalismo? —insiste Jaime—. Además, tienen la misma bandera que la CNT.

A Rafael todo eso le parece mezquino, pequeño: barateo del alma. El querría un mundo de acciones heroicas. No se atreve a decírselo a nadie, pero no anda lejos de creer que grandes hazañas individuales podrían cambiar la faz del mundo. El viejo regusto de matar traidores. ¡Todo eso, odres o molinos de viento!, se contesta.

—No te compromete a nada. Ven con nosotros alguna vez al café.

Fue. Se reunían, hacia las dos y media de la tarde, en el «Oro del Rhin». A Rafael le chocaba ir a tomar café en un sitio de tanto postín.

—Oye —le preguntó el primer día a uno de los Fernández—, eso del «Oro del Rhin», ¿es alusión?

—¡Vamos, hombre! ¡No tienen un céntimo! Por ahora.

—Y como somos los primeros, nos haremos los amos —realzó el otro.

Servía aquel turno un camarero conocido de Serrador, del PSUC: negro, decidido y charlatán. El que se reunieran bajo los oídos y a sabiendas de un enemigo político predispuso favorablemente a Rafael; decidió no tomar aquello muy en serio. (En el fondo, Serrador no cree en la posibilidad de un fascismo serio en España, ni del comunismo vencedor. «Creo en la muerte y quiero un mundo justo, sin ricos ni pobres. Fuera de esto, ¿qué sé?, ¿qué quiero?, ¿qué creo? ¡Nada!»).

Sin adarme de grasa, el capitoste de aquel cotarro de ocho a doce personas, según los días, acecinado, seco, la enjuta carne asoleada, pétrea cabeza erguida, ojos corvinos desmedrados, curiosos, de rapidísimo girar y agarrarse, mandando en una importante nariz fina, que cobra estilo romano y cordobés de perfil; la frente asurcada, el pelo ralo a lo espín, la rapada barbilla, hendida como posaderas de melocotón al adelantarse cuando cierra, apretados, los puños en ademán de voluntad; bríllanle entonces las niñas como azabache pulido o aceitunas zarzaleñas; los hombros altos, el fuerte pecho abovedado; la vestimenta pobre, un tanto raída de limpia: chaqueta de pañete gris, los calzones más oscuros o más claros mostrando su desprecio de sastres y cominerías, largas manos, largos dedos nerviosos; hombre de mal fumar, chupetea los tabacos en rápidas bocanadas, dándole a los labios lo que es de la gola. Anda a zancadas, los brazos penduleando; se le ve el esqueleto a la legua. Un hablar corto, boquicerrado, hecho a obedecer y a mandar, encubriendo en moldes castrenses una fundamental timidez y un bárbaro pudor de sus sentimientos. Para él cuentan dos cosas: el valor y la escritura castellana: lo demás, en menos. Treinta y cinco años, o por ahí; montañés de pecho, con la emoción en cada mano y la voluntad de encerrarse disciplinado en lo frío y escueto. Su afición profunda a lo barroco y a la sensualidad del bien decir no le traiciona en la calle: atiende a cuantos se le acercan y juzga del mayor interés sus más pequeños negocios; le puede su indulgencia; combátela perdiendo. Se llama Luis Salomar; ha nacido en los límites de Vizcaya y la Montaña, en una casona de las de muchos años y pocos dineros, con tíos ricos en los puertos: Bilbao y Santander, de esos que se fueron en busca de los negocios, dejando el nombre y uno de los hermanos en la tierra. Con nieves, tiempo por delante y muchos libros, amontonados al pasar de los años y azar de los continentes por un lejano tío aventurero, había llegado sin dificultad a mozo, sin madre, muerta en las primeras lejanías de su niñez; las caricias le supieron siempre a cosa de criadas. Enamoróse muy joven de una tía suya, paliducha, fina, alegre, con treinta años pequeños metidos bajo una manteleta azul: armóse la marimorena cuando la familia husmeó carne caliente. Con sus dieciocho años, fugóse Luis al África, el corazón destrozado, a alistarse en la Legión. Llevaba como equipaje un cuaderno de poemas en prosa y la idea de morir matando infieles. El silbo de las balas y el vivir blanco, lento, ardiente, devoto, de los moros entreabriéronle la posibilidad de un vivir heroico sin tumba o cuervos inmediatos. A los dos años recibió carta de su linda tía, desde Barcelona, adonde la llevó el mal ver de sus familiares. Salomar se liberó después de la toma de Alhucemas, y fuese «a donde los Condes». Curó el amor con la presencia, convirtiéndolo en dulce amistad. Traía el galán un libro y lo publicó con éxito circunscrito a su tierra norteña; comentóse de refilón en algún café de Bilbao donde se reunían gentes que tenían una relación más moral que material con la política, y que no dudaban de poder conservar indefinidamente esa posición. Nuestro hombre escribía bien, con retumba y retumbo, al estilo y gusto de los hijos de don Pedro de Eguilior y de don Miguel de Unamuno. Arremolinábanse 1924-1925.

Salomar gustó apasionadamente de Barcelona, andaba por ella con ínfulas de conquistador, le parecía vivir en unas riquísimas Indias donde cielo y tierra eran españolas por la fuerza de las armas, y los indígenas enanos apenas dignos de su suerte. Apegóse a la ciudad, amó su buen aire y el tufillo de pelea. Debíasele de fuero y derecho habitación en ella. La cercó y halló, muy de su gusto, en la calle de Fernando: un guardillón con azoteílla, que forró de estanterías y rellenó de volúmenes comprados en sus diarias husmas por las librerías de viejo. Diole por los místicos, no por procurar su salvación sino por lo enroscado, brillante, barroco, florido, flámeo, retorcido y difícil del estilo y el solo placer de los vocablos; leyó kilos de predicadores del siglo de oro, pasmábase regodeado ante palabras en desuso, modos anticuados, arcaicos, refranes, y así, para su placer y memoria, vino a formar un archivo de palabras, frases y dichos desusados y aun caídos en olvido: amontonó miles que ordenaba en lo mejor de sus noches, en muy cuidados ficheros. Vivió temporadas enteras enfrentándose con Isabel de Castilla, Gonzalo de Córdoba o fray Luis de Granada: salía de esos vis a vis con una España Imperial colgándose en papandujas por todos los intersticios. Escribía con dificultad, la constante preocupación del modelo le impedía el vuelapluma, volvía diez veces sobre lo hecho quitándole toda espontaneidad, sacrificando al bien decir toda doctrina.

Nacían por entonces, en todas las capitales españolas, revistillas literarias; la dictadura regalaba tiempo y el ocio engendraba bravas maneras de decir. La conmemoración de Góngora ayudó a todos. Fue la fiesta de Las Soledades. La poesía vino a cifra y fábrica en los menores: pero rara vez se habían hallado vivos tantos poetas jóvenes con tan ricas dotes: García Lorca en Granada; Alberti en Puerto de Santa María; Guillén en Valladolid; Salinas en Madrid; Diego en Santander y Gijón, Prados y Altolaguirre en Málaga, y sus maestros Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno y Antonio Machado. Salomar decidió que Barcelona no podía vivir sin revista, y la fundó. Juntóse con vates aquejados de mal de imprenta, dependientes de comercio en celo de lectura, vagos profesores de literatura, catalanes con reconcomios de ser nombrados en las tertulias de Madrid: nadie que le llegase al calcañar. Con sus escasos dineros —malvivía de traducciones— y su tenacidad, la revista pasó adelante y tuvo su tertulia.

Luis Salomar se mantenía de leche, fruta viva, almendras y alguna ensalada que partía con su tortuga, del mismo modo que la leche era a medias con su gato. El amor se le convertía en recuerdo de mocedad, y en cuanto a la coyunda, los nada santos aledaños de su casa se las permitían frecuentes y variadas; alguna hurgamandera reincidía sin querer percibir salario, vencida por su buena voluntad, hombría y falta de malicia. Su tía, de tarde en tarde, llegaba a poner en orden la buharda; no en su mesa, siempre lucida, sin papeles inútiles. Barcelona, la segregada en siglos por el puerto, atábale y desatábale los sentidos. Permitíase sin remordimientos, cuando tuvo amigos, juergas que corrían del tinto o del verde a la más encendida solera; gustaba de broncos vinos españoles y viejos platos castellanos y norteños; chorizo riojano cocido en vino, pote gallego, cordero asado, o de una tortilla de patatas, gruesa como de dos dedos, aceitosa y fría, rebañada con ajoaceite, bien mullido de Riojas o Valdepeñas, con queso manchego, almíbar de guindas, pestiños, polvorones o alajús por montera, el todo emparedado entre los esforzados caldos de Sanlúcar o Moriles. Zahería a sus compañeros aficionados a alcoholes extranjeros tratándoles de bembones, maricas y franchutes; íbase a dormir el último, a su palomar, muy derecho y muy curda.

Para él existían los españoles y los árabes; luego —esperando órdenes a lo doméstico— los italianos y los flamencos; enfrente los enemigos: ingleses, a su lado los descarriados: portugueses y americanos a quienes, un día, habría que volver al hato de grado o a la fuerza; y en el centro, a medias querida y campo de flores y batallas, Francia. Parecióle, naturalmente, de perlas el movimiento de José Antonio Primo de Rivera; éste comprendió que Luis Salomar era un elemento aprovechable para su menguada, nesciente, pataratera y señoritil hueste; el escritor montañés, ingenuo, soltero, duro y obediente, modesto con su orgullo de hombre a cuestas, era una base segura.

Los otros contertulios eran de las más diversas calañas, al azar de los enganches. Tres o cuatro señoritos de lo más o menos precipuo, algún señor-listo, los más: perdigones en busca de jarana; un fullero, un raterillo que se tuvo escondido de polizontes durante ocho días pasándolo de casa en casa de los tertuliantes; algún catalán en mal de castellano, que no solía echar raíces, y eso que para los traidores a su lengua abría Luis los brazos con singular afecto; todos quitamotas del Jefe, zangolotinos que venían a hacer la zalá al futuro triunviro; dos empleados de Hacienda, un periodista, un editor, y sobre todo hijos, muchos hijos: hijos de banqueros, de fabricantes de medias, de paños, hules, gutaperchas, de almacenistas de carbón, de exportadores de frutas, de marqueses llegados a más: dos médicos, un agente de seguros; pasaron por allí dos estudiantes, un abogado. Los únicos obreros, y era mucho decir, porque hacía ya meses que no trabajaban, los Fernández. Serrador se encontró perdido. Referíanse a una reunión en Valladolid, pero en seguida la conversación se fragmentó: quién hablaba de cine, quién de baile, quién seguía con lo anterior, quién de libros, quién de negocios, quién de coches, quién de la revista.

—¡Hola, Rubió!

Llegóse a las mesas un señorito hombrón, jovenzuelo y pagado de su facha, bigotín castaño, crudillo en los hombros.

—Por ahí andan —desparpajó— de esos que llamáis comunistas o socialistas, haciendo cerrar los comercios a la fuerza. Yo estaba en casa Morell y entran dos pintas: —¡Los cierres, en seguida! Por las buenas, como si estuviesen en su casa; y le niegan la entrada a un cliente. El hombre dio media vuelta y se fue por donde había venido. ¡Si llego a ser yo!… Y eso que no es de caballero tratar con esa gentuza.

Un moreno sentado frente a Rafael le cortó:

—Le advierto que soy un caballero.

—Nunca lo he puesto en duda —contesta el recién llegado.

—Y socialista —acaba tranquilamente el hombre.

Pasó un ángel.

—¡Claro, hombre, claro! —dijo Rubió, y fue a sentarse al otro extremo de las mesas. Y se habló de otra cosa.

A la consunción de la dictadura, las revistas provincianas y esporádicas cayeron a mejor vida. Sus paridores hicieron, en su mayoría, oposiciones o pinitos políticos: podía cambiarse de régimen de la noche a la mañana; eso reforzaba perspectivas del quítate para que me ponga yo. En 1930, el mundillo burgués fue republicano. Cuando se proclamó la que había de ser panacea, un tanto por chiripa, como si del dicho al hecho hubiese desengaño, no fue tanto: los de buen nombre vieron aquello como un insulto personal, los de buen capital con temor. Ser republicanos con la República no vestía ya nada. Y cuando los socialistas intentaron unas tímidas reformas, los de posibles y los radicales se dieron la lengua y quebraron la niña. En noviembre de 1933 las derechas españolas —lo serio: la Iglesia, los señores feudales con sus generales a remolque— se dieron cuenta de que podían ganar decisivamente la partida y empezaron entonces a preparar su alzamiento de julio de 1936. La CEDA era buena pantalla: inconsciente en gran parte y, a lo que parecía, a lo sumo, camino de la restauración; entretúvose en reparar los escasos males que el gobierno republicano hubiese podido inferir a sus adherentes. Lerroux era el alcahuete, dechado de echacorvería. Ahí estaba, medradilla, Falange Española; diéronle empuje los que podían: los militares por conveniencias internacionales, buen pasillo hacia Roma y Berlín donde fueron recibidos con los brazos abiertos; los monárquicos, por considerarla aliada bullanguera a quien se desbarataría de un papirotazo el día que conviniese; la Iglesia, con mil amores, sin nada que perder: los falangistas se hacían lenguas de la grandeza imperial y gloria externa de la Santa, Apostólica y Romana Iglesia Católica. Ninguno de ellos reparó un momento en la doctrina nacional-sindicalista. Les importaba un comino; Falange era para ellos una careta, un sésamo, un tranquillo, un pase.

De la época en que la revista era exclusivamente literaria (murió por los tiempos de lo que se narra) quedaban dos contertulios, benévolos izquierdistas, que no tomaban en serio la organización de Luis Salomar. «Está jugando a los soldados», se decían. Uno era el que le había contestado a Pedro Rubió Masferrer: andaluz, panadero y poeta. A su lado, para diversión de media tertulia, don Prudencio Bertomeu, famoso editor, barbiblanco y bezo rijoso, alto y de buen ver, corbata blanca y botines en todo tiempo, hacía el pillín. Su gloria era creer que todos le conocían, lo cual era cierto de los barceloninos de más de cincuena años: el mundo, para él. Gran amigo de Ramón Casas y Santiago Rusiñol, no comprendía gran cosa de lo que sucedía a su alrededor; vivía en una Barcelona chica, toda volutas y corsés emballenados. Levantaba alboroto con lo siguiente:

—Me echan en cara, decía, que comparta las necesidades propias de mi sexo con muchachas de dieciocho años. ¡Es for-mi-da-ble, amigos míos, in-com-pren-si-ble! ¡Bah, la gente es así! Pero ¡va-mos-a-ver! Sí, me dicen, ¡si usted se pusiese en re-la-ción!, en re-la-ción con señoras cuya edad compaginara, ¿se fijan ustedes?, ¡com-pa-gi-na-ra!, con la suya… Tengo sesenta años. ¡Sesenta! Y resulta que la compaginación com-pa-gi-na-da son los cuarenta y cinco. ¡For-mi-da-ble! Nadie sabe por qué regla de tres, pero sesenta macho igual a cuarenta y cinco hembra. Pero ¡oído a lo mío!

El hombre se arrellanaba en el sofá rojo oscuro; cerraba el puño, dejándolo caer con parsimonia sobre la mesa para evitar desgracias coperiles.

—¿Envejecen ciertos sentidos y otros no? El tacto, pon-ga-mos por ca-so, ¿está peor visto que el gusto?, ¿qué el ol-fa-to?, ¿qué la vista? ¿Prohíben a los hombres de mi edad co-mer lecho-nes? ¡Sí, señores!, ¿le-cho-nes? ¿No? Si la gente fuese con-se-cuen-te, debiera o-bli-gar-nos a comer cerdos abuelos, ¡abuelos! Y prohibidas las ter-ne-ras pasados los cuarenta, y pro-hi-bi-dos los espárragos tiernos. A mi edad sólo los espigados o en conserva. ¡Adiós, pichoncillos y corderos! ¡Pro-hi-bido ver bo-ce-tos después de los cuarenta y cinco! ¡Ahora le tocan a usted los cuadros de historia! ¡Señor mío, clamarían todos! Entonces, ¿es razón que porque me gusta tentar un cutis fino, una epidermis turgente y las cosas bien puestas deba, porque el tiempo se pase de listo y largo, deba gus-tar-me lo ajado y blandengue? ¡Des-co-no-ci-mien-to de la vida, amigos míos! Envidia. ¡Hay que ser consecuentes! ¿Por qué obligarle a uno a cambiar de opinión? Yo era conservador de joven. Continúo siéndolo. Me gustan los vinos viejos; pero cuando son buenos, prefiero los del año. ¡La carne fresca, amigo mío, a los veinticinco y a los sesenta!

Rafael Serrador no sabía dónde meter las manos ni el entendimiento. Era la primera vez que oía hablar de esta manera. Sus compañeros, él, repartían a granel interjecciones y tacos al hablar, pero oír tan largo sobre un tema callado le sonaba extraño, jactancioso. Todos aprobaban ruidosamente las graciosas manifestaciones del editor.

—¡Bien, don Prudencio, bien!

Levantóse uno y al despedirse dijo:

—Tengo mucho que hacer.

—¿Tú?, ¡qué has de tener que hacer! ¡Escribir y gracias!

—¿Y es que eso no es trabajo?

Intervino el camarero.

—Ustedes, los intelectuales, no saben lo que es el trabajo. ¡Ni idea!

Protestaron los más.

—No deja de tener razón —indicó, no muy seguro de sí mismo, un dependiente de comercio.

—¿Por qué? —preguntó Salomar, volviéndose rápidamente hacia Rafael, aunque el interruptor estuviese más a su derecha. «Vivía de perfil», decía uno de los profesores de literatura, parodiando el verso célebre; y efectivamente, siempre estaba de canto, aristas a la vista—. Lo que yo hago… (no había fucilar de desprecio alguno en el tono).

—No —respondió tímidamente el aludido, no es eso—, cuando vosotros trabajáis, dejáis rastro, y nosotros no. No sé si me sabré explicar: yo trabajo en la tienda como puede hacerlo una criada en un piso. Ella quita el polvo: yo vendo, arreglo los géneros; mañana ella volverá a quitar el polvo: yo, a hacer las mismas cosas. Si ella deja de quitar el polvo, yo de arreglar las piezas, se ve.

Sí, pensó Rafael, es como si yo abandono las barras o no las pulo; y el ruido del taller se le subió a la cabeza: las poleas, las trasmisiones, las correas, los motores, los bombos del pulido, todo alborotando, reduciendo los sentidos al solo oído, volviéndole tonto.

—Pero vuestro trabajo queda patente y el nuestro generalmente no —dijo un profesor catalán.

—Sí, es posible —continuó el vendedor—, y que ahí radique un tanto del desprecio de los obreros para la gente de libros.

—¡Si no tuviesen más razón que esa! —dijo Joaquín Lluch—. Pero cada día repetimos los mismos gestos sin saber para qué los hacemos, sin otro fin que la paga del sábado.

—¿Te parece poco?

—Sí. Ustedes trabajan hoy sobre sus resultados de ayer. Adelantan.

—Nosotros —dijo Rafael, y todos le miraron— vigilamos los medios de producción, y no importa lo que salga: un tornillo es siempre un tornillo…

Se cortó. «¿Para qué habré hablado?», y puso punto en boca. Sin embargo, quería decir una cosa que estaba bien, pero se le escapó el concepto. «¿Qué pensarán éstos de mí?».

—Esa era la ventaja del artesanado —dijo Pedro Rubió.

—¡Claro! —le contestó Salomar—. Dejaban rastro. Lo que no queda es rastro de ellos. Por eso los campesinos no quieren saber nada de socialismos y otras zarandajas.

—Esos no solamente dejan rastro, sino rastrojos —triunfó un barbilampiño con voz aflautada.

—¡Bien por don Carlos! —rubricó Salomar.

El retruécano era para algunos de los presentes una manera de pensar; con la mollera vacía, les salvaba el idioma. Sus admiraciones corrían de Unauno a Muñoz Seca.

—La gentuza no ve del trabajo más que el esfuerzo muscular —insistió Pedro Rubió.

El camarero:

—Ya sé que para usted, don Pedro, la gentuza es el pueblo. ¡No!, ¡si me parece muy natural! Nosotros… —no se atrevió a terminar la frase. Enlazó—: Este sentimiento respecto del trabajo físico no es del pueblo, es de la burguesía.

—Entonces —le respondió Rubió— hay muchos burgueses entre los trabajadores.

—¡No digo que no! —dijo el mozo yéndose a servir otra mesa.

—Sí —expectoró un abogado con cara de mona—, el odio a las profesiones liberales nace de ahí. Miden el trabajo por los callos.

—¡Y tienen razón! —intervino el panadero izquierdista.

—¡No, señor! —terció un actorzuelo del Teatro Barcelona que se pasaba el tiempo haciendo bolitas de papel, lo cual revelaba la suciedad de sus manos—, con nosotros pasa lo mismo. Creen que el representar no es trabajo, sino juego.

—La gente no concibe el trabajo hecho a gusto —continuó Federico Morales, que así se llamaba el poeta y aprovechador del candeal—. Para la humanidad el trabajo es un castigo; cuando ven a alguien escribir por el placer de hacerlo, estudiar porque sí o hacer comedias para divertirles a ellos, juzgan que aquello no es trabajar, y tienen razón si creen en el pecado original. Por eso los aficionados son mal vistos de todos los sindicatos.

—¡Ni olerlos! —dijo el actor—. Pero esa es otra cuestión.

Morales le miró con cierta guasa.

El abogado:

—La única profesión liberal con que transige todo el mundo es la de ingeniero.

Luis Salomar:

—Un canal, un puente, una carretera se tocan. La humanidad quiere ver las cosas. El oído, aire —hizo una pausa—, por eso la escuela ha tenido en el pueblo su peor enemigo. Si hubiesen querido estudiar nadie se lo impedía. Un surco se ve, un verbo: viento. Por eso odian a los maestros. A mí no me parece mal: hay demasiados. Se debe aprender para lo que se vaya a ser.

—El pueblo —intervino Jaime Fernández— siente el mismo desprecio por el político.

—Sí —contestó Salomar—, cuando no está en el poder. Por eso hay que suprimir la oposición.

—Origen de todos los males —metió por baza Rubió.

—No digas tonterías —prosiguió Luis—. El poder es la base de todo; suprime el desprecio. La gente piensa mal del político por su inestabilidad. Es la única ventaja de la monarquía y explicación de peleles.

Rubió sentó cátedra:

—No hay más fuerza que la fuerza —y abombaba el pecho—. Ese respeto que se le tiene a la inteligencia es asqueroso. Hay quien se avergüenza de que el populacho conozca a un Zamora, a un Samitier o a un Paulino Uzcudun e ignore quién es Luis Vives o Menéndez y Pelayo. ¿Es que la inteligencia de Luis Vives es a la inteligencia más de lo que son con respecto a los músculos los de Paulino? ¿Es que Menéndez y Pelayo hizo, creó, fabricó su inteligencia o, lo mismo que Paulino sus músculos, se la debe a Dios? ¿Entonces? ¿No es tan maravilla lo uno como lo otro? Uzcudun al menos se entrena y cuida lo que el Creador le ha dado; que por lo que se refiere a don Marcelino creo que las trúpitas eran de órdago. Yo tengo bíceps, luego admiro a quien tiene más, de ellos, que yo. ¿Si no tengo nada dentro de la cabeza cómo queréis que admire a un sabihondo? Lo que sucede es que los inteligentes han sido unos pillines, con sus tretas y lameloquesabemos embaucaron a los poderosos y desde hace no sé cuánto tiempo se han hecho los amos. La gente se dejó sorprender y así han ido las cosas. Pero ¿desde cuándo se ha visto un país regido por la inteligencia y no por la fuerza? Y eso que la fuerza de la costumbre, siempre la fuerza, hace que llevemos todos una careta de personas muy inteligentes. Yo respeto a un hombre si es más fuerte que yo o tira mejor o más rápidamente con su pistola, pero ¿porque sepa más latín? ¡Vamos, hombre! Los débiles nos han amolado siempre, y continúan amolándonos: ¡Qué se vuelvan al claustro materno! Yo no desespero de echar cristianos a las fieras.

—Y todo ese discurso —apostilló Federico Morales—, ¿lo has pronunciado con el esternón o con el cuadríceps?

Se levantó la gente, por la hora. Rafael subió por la Rambla de Cataluña. Le acompañó Salomar.

—¿Son esos los que tienen que salvar a España?

—Son buenos chicos —le responde el escritor—. A mí no me interesan los hombres, sino las ideas.

—¿Y en nombre de esas ideas los lleva a la muerte?

—¡No será tanto! Pero ¿qué quedaría de ellos si muriesen en la cama?

—Su vida.

—A mí la vida no me importa.

—A mí me tiene sin cuidado la mía, pero me importa mucho la de los demás. Morir por ellos es hermoso; por una idea, grotesco.

—Lo que importa es la historia. Las carreteras, los monumentos, los libros, todo eso se gana con ejércitos. Y los ejércitos no son los caracteres personales, ni la vida de sus soldados, ni la ética. Son el valor, los armamentos, la táctica. Los hombres no sirven de gran cosa frente a eso. Una ametralladora: setencientos disparos por minuto. Desde hace ciento cincuenta años la gente, el pueblo, desprecia a los políticos; lo que hay que despreciar son ciertos sentimientos humanos; convertir el hombre en lo que siempre fue, peón de Dios en mano del jefe que nos hemos dado. La Revolución Francesa fue una ridiculez. Nuestros nietos se avergonzarán de ella. ¡Pensar que se ha querido gobernar el mundo sentimentalmente!… —se paró y miró a Rafael con sus ojillos simpáticos y negros, como clavándole—. A la igualdad opondremos jerarquía; a la libertad, disciplina. Nadie se hizo nunca ilusiones sobre la fraternidad, como no sea la de las armas. Ha llegado la hora de barrer toda esta broza amontonada desde el nacimiento de Juan Jacobo, el ya ginebrino. La compasión es una invención judaica. Y no quiero hablar mal de judíos, ni de árabes: somos demasiados.

—¿Y los pobres?

—Para nosotros no existen pobres ni ricos. Existe un Imperio y las obligaciones de cada cual hacia él.

—¡Un imperio…!

—No nos crea tan niños que nos veamos ya jugando con Cuba o con Flandes. Es el concepto de Imperio el que nos importa. La gente se preocupa del mañana como si el fruto no fuese el ayer. Que cada español piense en lo que ha sido, y que pague los sacrificios que cuesta un pasado de esa categoría, con altanería, con orgullo, con potencia. ¡Bueno, hasta mañana, Serrador! —dio una rápida media vuelta y se fue.

Por la noche Rafael acudió al bar del Paralelo. Estaban el Chófer, el Metalúrgico y González Cantos.

—¿Los falangistas? ¡Bah, no es para tanto! Ni el fascismo tampoco —afirmó González—. Todo eso forma parte de la táctica comunista. Les va bien con eso del Frente Popular; pero con nosotros no pueden.

—Te estoy hablando de fascistas y me sales desbarrando contra los comunistas —dijo Rafael.

—Ya sabes que para mí…

—No sabes lo que te dices…

El grandullón miró a Rafael de arriba abajo.

—Oye, límpiate los mocos y vuelve por aquí cuando yo no esté —no volvía de su asombro—. No, pero ¿has visto al mamoncillo? ¿Qué se ha creído?

Rafael no sabía qué hacer.

—Te he dicho que ahueques. A mí no me dice un hijo de su madre, que todavía no se afeita, que no sé lo que me hago. ¿Te enteras?

—¡Déjalo, hombre! —intervino el Chófer.

—¡Ni dejarlo, ni puñetas! ¡Este se va ahora mismo a la calle, con sus mocos y los comunistas!

—Está bien —dijo Rafael—. ¡Salud!

Y se fue.

Habló con Espinosa.

—Ya te dije —le contestó éste— que te veía por mal camino. Los fascistas son los que lo son, más los que lo son sin saberlo, más los que lo son sin decirlo. Tú andarás siempre con los disidentes. Quieres resolver personalmente los problemas y eso no puede ser. Lo peor es que te das cuenta de que ese no es camino, y te empeñas, sabiendo que no tienes salida. No intento atraerte a nosotros. Te echarían a los dos días. Te gusta demasiado hacer lo que te da la gana, sin espíritu de sacrificio. Has vivido demasiado tiempo solo. La soledad se paga.

Le dio varios folletos.

—Si alguna vez vienes al comunismo, tienes que ser tú… No me perdonarías nunca el haberte enrolado.

—Tienes razón —respondió Serrador.

—Siempre tenemos razón —sonrió Espinosa—, y eso es otra cosa que te molesta, y a tantos otros. Lo que quieres es equivocarte y salvarte a pesar de todo. Y salvándote, salvar a los demás.

Cerraron el taller a los quince días de lo que antecede y Rafael se encontró en la calle. Anduvo de un lado para otro buscando trabajo, cerca de un mes, sin más subsidio que el escaso del sindicato. Solía vagar por el puerto; gustaba de la lluvia; volvió a masturbarse. Por la noche solía meterse en cualquier café cantante. Allí encontró, cerca de tres meses después de su primera conversación, a Luis Salomar y a varios amigos del mismo.

Serrador gusta, sin saber por qué, de los cafés cantantes. Le aduermen con su tabladillo, sus bailarinas, sus tonadilleras, su pornografía, su media luz amarillenta, su halo, su calor, su musiquilla, su olor, su vaho de sudores, cuartel replantado de tabacos y sobaquinas. Los trabajadores vienen a solazarse, con su trabajo a hombros, su polvo a cuestas. El patio de un teatro se llena de gentes recién lavadas que tienen con qué; al music-hall se va por casualidad, se entra y se sale sin orden ni concierto. Por los pasillos hay quien zangolotea cinco minutos, quien viene a buscar a un amigo, quien se llega a husmear el ambiente y porque no cuaja con su ánimo sálese y sigue la ronda de los establecimientos hermanos. Hay tenderos que vienen a diario a tomar el café y a leer tranquilamente el Noticiero Universal, bien caladas las gafas y las posaderas, echando, de tarde en tarde, un reojo al espectáculo; soldados, que son pocos; marinos y marineros, que son más; chulos que vagan por los alrededores del escenario, al ojo de su bien; los obreros del puerto; los sin trabajo; las honradas parejas del barrio; las retiradas y sus costeadores con visos de superioridad cómplice hacia la grey de artistas acumulada en los palcos proscenios, si están libres; en el fondo, atajado por una cortina, un biombo oscuro, una mampara o una cristalera, unos hombres silenciosos juegan al julepe o al burro, las fichas por lo verde, naipes grasientos bien peinados: como todos son fulleros, se juega honradamente; en el bar, en el fondo, a la derecha o a la izquierda, sirven, sin más ruido que el de las cucharillas, a los camareros morenos. Toda esta gente se encierra en dos: los parroquianos y los que no lo son; hay mayoría de los primeros, añádense los volanderos, los que van y vienen de putañear.

La pornografía escénica es sencilla y de dos clases: la primera consiste en enseñar lo suyo —¡no tienen otra cosa las pobres, y tan suyo como del primer señorito marchoso y en mal de amores!—, y suele darse en la primera parte del espectáculo; la segunda trata de insinuar con malicia, decir o menearse con segundas: fuente de la inaguantable o de la gracia. Si una artista reúne las dos maneras hácese de oro y su nombre alcanza la incandescencia en las portadas, el medio metro en las carteleras. El enseñen tiene sus altibajos y es secuela de la política, depende del gobernador y su policía. La República es casta y ha habido que recurrir a subterfugios para poder salir adelante; bajo el mando de Anguera de Sojo las tristes inventaron unas bragas con pelusilla artificial que salvaban la ley y permitían los entusiasmos; llamábaseles «Pantalones Anguera de Sojo». La intemperancia gubernamental los prohibió a su vez. La ingeniosidad es rara vez recompensada por el Estado. El espectáculo empieza a las nueve y media; dura hasta las doce y media. A esa hora empieza el supertango, reservado a las artistas y a los señoritos. Quítanse los bancos del patio con celeridad, mientras los camareros y el portero barren el polvo levantándolo, las cáscaras de cacahuate, los periódicos que la cáfila ha dejado; recógense las colillas para fabricar tabaco inglés; cúbrense de serrín las expectoraciones. Compónese la florista, trasládase la orquesta de un lado a otro de la sala. En los cafés cantantes de poca monta este tiempo de vida suele estar hecho de soledad y tristeza; a la queda del borracho billetudo, los camareros charlan alrededor de una mesa; las tanguistas y las artistas se pasan el tiempo en el lavabo, alguna se quita los zapatos y dormita en un diván: otra está repantigada en el bar. En algún palco oscuro se oyen voces: —¡Pues a mí estas medias me han costado cuatro pesetas en casa Vehils!

Bailan una, dos, tres parejas; cuchichean luego alrededor de una mesa viendo la manera de estafarle una hora al régisseur. El joven rijoso o cansado va a hablar con el director artístico para pedirle que deje salir a la artista antes de las cinco de la mañana; se suele conseguir media hora, con tal de no sentar precedente.

Hacia las diez y media aparecen los agentes secretos de la autoridad, suenan los timbres y todas las artistas se ponen las bragas. El público, tan en el intríngulis como cualquiera, chilla, vocea, protesta; las artistas se retiran sin saludar.

—¡Qué se vaya! ¡Qué lo enseñe!

Los que entran a esas horas se están quietos cerca de la puerta un momento.

—¡Te aseguro que ayer enseñaban! —dice un mozalbetillo.

—Volveremos mañana, a ver si tenemos más suerte —dice el otro. Y se van. El portero les mira pasar condescendiente.

En casa Juanito El Dorado, el tablado está en el centro del salón; en los otros locales forma en la pared del fondo. Cuélganle bambalinas viejas: un jardín o una tarlatana lisa: negra, gris, verdona o color sangre. Una pizarra a la derecha del actor gira sobre su costado; el avisador escribe en ella, con tiza, el título de la pieza en trance de ser interpretada. El mismo oprime el botón de la luz roja que da al pianista la señal de atacar la melodía. Las canciones suelen intitularse: «Olor de España», «Claveles dobles», «Soy de Córdoba», «Flor de Madrid». Los bailables prefieren una geografía sencilla: «Granada», «El Sacro Monte», «Fado». Alguna alemana baila de puntas un vals; el público es sensible y aplaude la dislocación. Osa una atrevida interpretar «La danza del fuego». Forma en el quinteto, sin excepción, algún calvo: el pianista resguarda el cuello de su chaqueta del sudor y de la caspa con un pañuelo de seda entre blanco y sucio. Las estrellas tienen «decorado propio», rojo subido o adamascado, con su nombre inscrito al frente, brillante de purpurinas.

¡Ay, qué molesto

tener que vivir de esto,

tener que mover el tiesto

para vender!

El público es abstemio, bebe limonada y café.

En los palcos los señoritos toman málaga y champaña Codorníu: o son muchos y «a cada uno lo suyo» les sale barato, o la mozcorra es dura de pelar. Las alcahuetas van y vienen del retrete a los antepalcos:

—En seguida viene, está con un amigo.

Y corre al otro extremo del local gritando desaforada:

—Paquita, no te duermas, que ahí tienes a tu cabrito.

Y por lo bajo:

—¡Guárdame del descorche, que se lo pudo llevar la «Peque»!

El hombre del foco es personaje importante. Páganle las artistas y cobra según los colores. En la variación está el precio. Una noche en que este importante funcionario no daba foco con artistas, falla que puede ocurrir por inexperiencia, libación o falta de pago, y llevaba la luz del lado contrario del debido, iluminando vacíos, gritóle Rubió, que a veces tenía gracia cuando estaba borracho:

—¡De tanto andar de derecha a izquierda acabará usted en escéptico, luciérnaga! ¡En escéptico, mi amigo!

—¡Lo será su señora mamá! —le contestó, muy uva, el electricista. Los separaron, y no hubo más.

De todo aquello —de las candilejas y de las diablas, de los trajes de pacotilla, de las lentejuelas, del hálito del escenario, del misterio de la representación; del castañeo de las postizas, el airoso ir y volver de las bailarinas, el lento levantarse de sus rodillas, el fugaz alanceo de los aires por la fina punta del pie por todo lo alto; del revoleo de las faralás; de la gaitería de las pasamanerías; del polvo del taconeo, el jacarandeo de un pasodoble, el oscuro rasguear de una voz ajada; del tañido de un fandango, el aire de una seguidilla, el compás de un bolero, la copla de moda por calles y deslunados, las tonadilleras derrotadas, los cuplés amargos en su picaresca intención desbastada por la indiferencia de los espectadores o la impotencia de la voz, las canciones apaches de faldillas negras, las doncellas con cofia y delantal de encaje; de los volantes de lunares, los flecos, los mantones, los pañuelos de Manila— no se sabe por qué surgía de las tablas, por aire de magia, un hálito que daba valor a lo cascado, a lo sucio, remozo a lo triste, plenitud a lo harapiento, dureza a lo sobado, volviendo deseable lo ruín. Arráncase por guajiras una vieja lastimosamente pintarrajeada, las mejillas guinda, las cuencas de los ojos verdes, las papadas de cal: cállanse las cucharillas. Un, «¡venga de ahí!» es ahogado por los entendidos: —¡Cállense!—. Ya salen dos jovenzuelas meneando lo que tienen al compás de un son, pañuelo de tules al aire. —¡Tu madre!, ¡tu tía!, ¡tu abuela!—. Revuélvense, giran, dándole a las nalgas lo que es de los astros: movimientos orbiculares. Con los años llégase a la hez. (Cuanto más viejo, más pellejo). Una jamona paséase la jamba del escenario por la entrepierna, mueve, remueve, escalofría sus posaderas enflaquecidas.

—¡Anda, salero!

El milagro lo realizan las bailarinas: las mudanzas de los pies, los giros de los brazos, los quiebros del cuerpo. Danle a la puntera, danle a la suela, danle al tacón. ¡Y anda, y dale, y venga! Jalean los espectadores el garrotín, la jota, —¡anda, mañica!—, el fandango.

—Yo he visto debutar aquí a la Argentina…

Olvídasele al público la cara, el talle, la pantorrilla por un aire que se mueve hecho verbo, una línea que se retuerce hecha garbo, unos brazos alzados con gachonería, unas piernas movidas a compás de sangre, unas manos que repiquetean las revueltas de unos flecos a la vuelta de una tonada, con gracia y donaire.

Rafael les ve a todos la cara boba, los sentimientos idos, el ánimo suspenso; vivos los ojos, amansado el oído, olvidado el resto; sin tiempo, ni más espacio que los cinco o seis metros de la embocadura del teatrillo; dales la luz de las candilejas de refilón y de frente; quién entreabre los labios como pez a punto de picar, quién mira como escondido; corre por todos cierta beatífica candidez y tranquilidad; distendidos, un poco con su cara de muertos, más el calor que lo vivifica todo.

Ya se corre el telón para el último número. Ya sale tocada con plumas de avestruz y con ropa de tisú de oro la artista de más nombre.

El día que yo me vaya

de este pequeño salón

ya no romperán los hombres

por delante el pantalón.

Ya toca la orquesta la marcha que delimita el principio del cabaret.

—El público satisfecho se va por donde ha venido —dice uno de los que venían con Luis Salomar.

—La marcha de los cabritos —comenta uno que pasa.

Fuera hace luna.

—Vamos a dar una vuelta.

Dar una vuelta consiste en ir de taberna en taberna con tal de acabar en cualquiera de ellas de dos a tres de la madrugada, ante un velador, botellas de Priorato a la mano; sopa de pescado, tortilla, aceitunas, queso o huevos fritos por delante, borrachos como unas cubas, pero muy serios, discutiendo del porvenir de España, entrecortado por algún bárbaro: ¡ijujú!, lanzado por Salomar, a quien se le saltan de vivos los ojos.

—¿Dónde hay corderos como los españoles, ni poeta como Fray Luis, aunque fuese algo judío?

—Lo que quieras, pero siempre haremos las cosas en el último momento y de cualquier manera. Lo grande es que a veces salen bien. La improvisación es un arma española.

—No sabéis prevenir. Y trabajarr a rratos. Pequeños ratos.

—Ni falta que nos hace.

Con Luis Salomar y Rafael Serrador están un suizo y un joven catalán, profesor éste de una vaga arqueología o algo así: zangón, aristocrático venido a mucho menos, de maneras remilgadas, emparentado con familias de renombre mercantil, que no saca, pero que no deja de citar si viene a cuento; Viena y Londres en la boca a cada paso, con cierto aire marica, sin serlo, y procurando demostrárselo en toda ocasión a la peor pintada, lo que no le salva en los locales de taxis-girl, a los que es muy aficionado, de producir diálogos como el que se trae aquí a cuenta:

—¡Te digo que lo es!

—Chica, lo que tú quieras, pero te aseguro que no lo es.

—¡Para ti la perra gorda!

Dícese entendido en vinos y viandas, y no pasa de aficionado, como en todo. Llámase Bosch, de Bosch; tiene en mucho la partícula: Jorge de Bosch, distinguido, lo que se llama distinguido, como dicen las tías con sobrinas en edad de merecerlo; buena raya en el buen pantalón, leído y mejor relacionado con los Señores de Barcelona; muy dado a la juerga sorda y muy capaz, por un chisme, de vender a un amigo. Era hombre precioso para Falange, recogía aire de la Lliga y de los Carlistas y se lo daba —gratis, eso sí— a Salomar, que sentía debilidad por la heráldica y las partículas.

El suizo se llama Walter no sé qué, hombre de cien kilos, de corta inteligencia clara y lenta, cuadrado y moreno. Apoderado de una casa de seguros, tenía en menos su profesión; frecuentaba los cafés de Montparnasse, a su paso por París; leía el libro de moda en el idioma que fuese, dábales ciento y raya en lo leído a los pollitos de Salomar; atado a las citas y sus compromisos, levantábase de la mesa a la hora que había anunciado, sin que hubiese manzanilla que le retuviese, sereno o no, porque bebía como el que más.

—Aquí, en España —decía—, llamáis liberrtat a la mala organitzación. Y lo ggrracioso ess que ess verdat. En Alemania no se les ocurrirría rrelacionarr una kosa kon la otrra. Aki la liberrtat consiste en mearr donde a uno le dé la kana, mekorr si donde está prrohibido. En Inglaterra uno que haga esto atenta a la liberrtat de los ingleses. Eso lo rresiente cada cual.

—Los ingleses son unos vainas, mejor dicho, unas vainas.

—¡Bravo por don Jorgito! —exclamó Salomar por el bienvenido profesorzuelo.

—Para un inglés —prosiguió el suizo— la liberrtat es como está organizado lo que existe. Parra ustedes es un mito.

—Un obrero inglés debe vivir bastante mejor que un obrero español —dijo Rafael, ya borracho.

Parra ustedes muchas kosas son palabrras. Palabrrerría. Pero no pierrden importancia porr serr sólo palabrras. Os dejarríais matarr porr ellas.

—¡La palabra o la muerte! —dijo Bosch, apuntándole con el tubo de su pipa.

—Y escogemos la muerte. ¡Ijujú! —lanzó Salomar.

—Sois kapaces de pegaros «por unas palabrras». El honor español tiene mucho de eso… ¿Kómo lo llamáis…?

—¡De viento! —dijo Luis.

—No es brooma —respondióle el suizo—. Un alemán no komprrende eso.

—Somos un país de oradores —terció Rafael.

—E Italia un país de cantantes. Tú —le dijo Bosch a Salomar—, y éste —por Rafael— y yo, nos dejaríamos matar porque un aguamanil no se llamase un rentamans. O jofaina, silicua.

—No sabes lo que te dices —sentenció Salomar.

—La vida es otra cosa. No sé, me parece a mí —tajó Rafael.

—Cállate, comemojones —intervino Bosch a consecuencia de un lampazo de coñac que acababa de ingurgitar—, ¡no te lo creas, no!

Entró una ramera amiga de las soledades de Salomar.

—¡Ven acá, putilla! —continuó el señorito—. ¡Ven acá, flor de mis poluciones! No tengo un céntimo: acabo de darle a tu Luis todo el dinero que llevaba encima, y que no era poco. ¡Chist…, que no se entere nadie! ¡Multa y licencia!

—¡Tu boca, ladrón! —le previno Luis Salomar, serio de repente.

—¡Qué más da! Todos son amigos. Como dos y dos son cuatro —hizo una pausa, recapacitó y cambió de tema—. ¿No es verdad, paloma?

Que amor sus glorias venda

caras, es gran razón, y es trato justo.

—¿No es verdad, putilla? «Si buen gobierno me tengo, buenos azotes me cuesta».

—¡Y ole! —le requebró Salomar—. Lo dijo don Cervantes y basta. A callar tocan. Y vámonos para «Los Caracoles», que a estas horas ya se han ido los horteras y los forasteros. ¡Nada, nada!; ustedes siguen con nosotros. ¡Tiene aquel bandido unas aceitunas negras acabadas de aliñar que el que no las ha probado no sabe lo que es el mundo; ni es nada!

Salieron a la calle. Salomar emparejó con Walter.

—En el fondo lo que sucede es que nosotros los españoles somos incapaces de objetividad. Vemos siempre las cosas desde dentro, de dentro a fuera, al sesgo, de poder a poder. Usted no entiende: es cuestión de rehiletes. ¡Y los demás, también! ¡Qué narices! Lo que sucede es que no tenéis sangre en las venas y os dejáis convencer; que si éste, que si aquél, que si el de más allá, que el qué dirán, que la justicia, que el tanto te doy si tanto me das… ¡Viva lo subjetivo! El Greco sólo podía ser español, y Picasso. El mundo es de Dios, y las deformaciones, españolas. Aquí pintamos con la punta del… pífano. Y el que no esté conforme que reviente. Luego nos calumnian llamándonos individualistas. ¡Lo que somos es hombres y los demás, matihuelos bamboleantes al más ligero cierzo! ¡Derecha, izquierda, según lo mande Doña Mayoría de las Delicadas Partes! ¡Nosotros somos como somos y no como quieren que seamos! ¡Ijujú! Por eso llamamos maestros a los peluqueros y a los guitarristas, porque tienen cierta influencia sobre nosotros, pero a los profesores, ¡bueno fuera! ¡Eh, profesorzuelo!: si te llamaran maestro, ¿qué dirías?

El profesor, subido en un sillón de la Rambla, gritaba:

—¡Viva la Pepa!

—Es catalán —continuaba Salomar—. No le haga usted caso; es un buen chico, pero es catalán.

—¿Qué es un matijuelo? —preguntaba el suizo, bien embriagado y realizando las frases a distancia.

—¿Un matihuelo? —responde Salomar—. Un dominguillo. ¿No sabe usted lo que es un dominguillo? Un tentetieso. Y se bambolea. ¿No sabes lo que es un tentetieso?

Se les hizo muy tarde. Fuese Bosch con la puta, el suizo a su hotel, Rafael y Salomar a paseo por la Ramblas, con las primeras luces.

—¿Qué sabéis vosotros los intelectuales de nosotros los obreros? (Rafael, subido en el alcohol, desembaulaba). Si alguno de los vuestros salió de nuestra entraña se le olvidó, vuelto traidor, o mejor cobarde; que para traidor se necesita cierta valentía. Nos protegéis, pero de lejos. Un amor platónico. ¿Crees —de pronto se tuteaban— que la caridad es soportable? Aunque sólo fuese por ella hay que acabar con este mundo. Nos protegéis por la lógica y la justicia, pero no por nosotros, por nuestra humanidad o por nuestra sangre, sino por defender unas ideas. El capital es idealista: con el dinero regalan bondad. ¡Sí, hombre! En los bancos, por cada mil pesetas regalan un vale de bondad, por cada cien mil un grado; los millonarios son capitanes generales y más buenos que el pan.

Le resubía el vino amargo al gaznate.

—No sé si me comprendes. Os tienen sin cuidado nuestra situación verdadera, nuestra porquería, nuestra hambre. Vosotros lo apreciáis en general, y con anteojos y guantes. Eso lo siente el pueblo: por eso recurre a la violencia. Entonces os mostráis sorprendidos y ofendidos: ¡con lo bien que nos queréis! De veras: ¡lo que dais es asco! ¡Si hubiese en vosotros calor humano! Pero tú me lo dijiste el otro día: lo que te importan son las ideas. ¡A la basura las ideas! El hombre y la suciedad… cuando eso despierte en vosotros una fraternidad humana y no un sentimiento que paladeáis en vuestra soledad limpia y harta, entonces hablaremos. —¿Aun nosotros?— preguntó Luis.

—Grandes escritores y defensores nuestros, pero viviendo con salones y cuartos de baño. Y vestidos por los sastres más distinguidos.

—Eres injusto.

—Lo sé y no me importa. Pero es cierto. Basta que escribáis dos garabatos para que todos se fijen en vosotros. Y que si sí, y que si no… Os levantáis a las doce, y pensáis que si escribís que os habéis levantado a las doce la gente se boquiabrirá. Y os acordáis de los pobrecitos de los trabajadores, y, ¡para qué te quiero, morena mía…!

—Es feo y bajo eso que dices…

—¡Sí, sí! (Rafael se acordó de Matilde). ¡Cuernos! No nos entendéis…

—Pero nos entenderemos, que es lo que importa.

—Para ti lo que cuenta es la relación, lo externo. Yo quiero que me comprendan.

—Estás muy curda, Serrador.

—Sí, sí…

Habían llegado a la Plaza de Cataluña, con el día. Serrador subióse en un banco.

—¡Viva Vidal y Planas! Vosotros, ¿qué sabéis? Mejor lo entendemos que todas vuestras gilipolleces.

Los gorriones se llevaban lo que quedaba de noche en los recovecos.

—Eres más fino que todo eso —le dijo Luis después de un silencio—. No sé por qué estás tan fuera de ti. ¿No trabajas mañana, bueno, hoy?

—Ni hoy, ni mañana, ni nunca. ¡Hasta la vista!

Y se fueron cada uno a su olivo.

«¿Qué tiene que ver toda esta gente conmigo? Nada de lo que les importa me importa a mí. Quisiera un mundo llano, donde nos moviéramos sin ligaduras; ellos quieren mandar o, lo que es peor, controlar las relaciones entre los hombres. Yo quisiera ser como todos y que todos fuesen como yo; ellos buscan los distingos, que para ellos no cuenta otra cosa. Se apoyan en las diferencias, yo en las similitudes. Ellos quieren espiar desde una garita y anotar las excentricidades, y yo quisiera vivir al aire libre, donde nada quedara escondido. Ellos buscan los escondrijos, yo la luz; para ellos la luz es un candil, para mí el sol. Ellos encuentran lo de Diógenes genial; yo, una tontería. No la idea, sino la payasada, habiendo día… Yo les tengo por gente aparte; ellos me desprecian creyendo que me aprecian, haciéndomelo patente. Para ellos las ideas son un chal, no les llega a capa, lo menean y remenean, no saben ni torear, para eso se necesitan partes que ellos no tienen. Se contonean con los flecos por el culo; con eso se engañan a sí mismos. La reunión del café es su buena acción cotidiana: el salvavidas… ¡Revolucionarios de mierda! Entonces, ¿por qué voy con ellos? ¿Me halaga? ¿Espero algún beneficio? ¿Qué me pueden enseñar que no pueda aprender en otro sitio? ¡Una España Imperial! ¿Me divierte? ¡Quizá! ¿Curiosidad? No. Lo mismo me da ir por ahí que a otra parte. ¿Una solución?».

Subíale el arrebol del alba al cuello; por los rieles del tranvía, por los hilos de la electricidad, del teléfono, por las antenas de radio; por las ventanas cerradas, por los tejados: agarrotado por su única presencia.

«Son tan hipócritas como yo. ¿Cómo quién? Ese yo me ha salido de más. ¡Estoy solo, solo, completamente solo!».

Lo dijo gritando, ya en el Paralelo. Efectivamente, no había nadie. Sacó su pistola y, apuntando a los cielos, disparó todo su cargador.