17

EL ENCUENTRO

—¡Pero bueno!

—Eso digo yo, ¡pero bueno…! ¿Qué haces tú aquí? La persona que menos esperaría encontrar.

—Joder, y yo… ¿Has quedado o nos tomamos algo?

Diego Santaclara. El primer chico del que me enamoré a rabiar, al que estuve enganchada catorce meses, con todos sus días y todas sus noches. El que me hizo más feliz y más desdichada, el que me puso los cuernos y al que juré que jamás perdonaría. Diego Santaclara. Ahí, delante de mis narices, diciéndome que si nos tomamos algo.

—Vale, tomamos algo. ¡Genial!

(Qué tonta, pero qué tonta soy. Ya me lo dice a veces mi madre.)

—Y ¿qué? ¿Cómo te va la vida?

—Bien, bien… ¿Y a ti?

—A mí tirando, como siempre.

—Exacto, te va como siempre, no hay más que verte… Aunque no sé si de bien o de mal… ¿Curras o algo?

—Sí, bueno, estoy contento. No me puedo quejar… Estuve casi dos años en el despacho de abogados de mi padre, pero nos pasábamos el día discutiendo, así que cogí el paro, viajé por ahí y cuando se me gastó la pasta volví. El hijo pródigo, ya ves.

—¿Te licenciaste, entonces?

—Claaaro, tía, ¿qué te crees?

—Lo dices como si hubieras sido siempre un lumbreras, tío, ¡que estábamos en la universidad cuando salíamos y no eras capaz de pasar de segundo!

—Porque no le ponía ganas. Luego se las puse y me saqué dos cursos en uno. Hace la tira que soy abogado, ya ni me acuerdo de en qué año me licencié…

(Picapleitos. Hace la tira que funcionas como un picapleitos, defendiéndote con una verborrea infatigable. Desde que tienes uso de razón, creo.)

—¿Desde cuándo no nos veíamos, Nata? ¿Diez años?

—¡O más! Yo creo que más…

—Bueno, ¿y tú, qué? Me dijo Andrés…, ¿te acuerdas de Andrés? ¿El colega ese mío con el que salíamos de vez en cuando?

(Cómo voy a olvidarme de Andrés, tu cómplice. A ti te cubría las espaldas y a mí me dejaba llorar en su hombro. A veces pensaba que por qué no me había enamorado de él, por lo menos era bueno.)

—Claaaro… ¡Andrés!

—Pues me dijo que te había visto en un concierto o no sé qué, y que salías con un arquitecto, y que se te veía muy bien.

—Sí, pero ya no.

—¿Ya no estás con él?

—No.

—Ah, pues si Andrés me dijo que teníais planes y todo.

—Pues sí, teníamos. Pero ya no los tenemos, porque la vida es así.

—¿Y estás bien?

—Sí, ¿por qué me lo preguntas?

—No, por nada, porque como te tomas las cosas tan a pecho… Por eso te lo pregunto.

—A ver, Diego, si lo dices por lo mal que llevé lo nuestro, te diré que todavía cuando me levanto por las mañanas doy las gracias por no estar contigo.

(Toma ya. Ésa te la comes.)

—¡Cómo eres, tronca, no has cambiado nada! Jaja, pero si teníamos veinte años, tía, éramos unos inconscientes los dos… Qué pollos nos montábamos, que si ahora te dejo, que si ahora vuelvo, me voy, me quedo… Todavía me acuerdo de las reconciliaciones… ¡Menudos polvos!

—Pero qué brutito has sido siempre, colega.

—¿Es verdad o no es verdad? A ver si ahora no van a ser verdad los polvazos que echábamos, que pusimos tan alto el listón que no veas lo que me costó después conseguir algo parecido… Que no lo he conseguido en todo este tiempo, vaya.

(Vaya, vaya, eso digo yo. Diego Santaclara regalándome los oídos. Ahora resulta que los mejores polvos los echaba conmigo, por eso me puso los cuernos varias veces, para entrenar.)

—Anda, Diego, no exageres.

—Te has ruborizado, Nata, no me digas que ahora vas a ruborizarte porque hable de sexo, si era nuestro tema favorito… ¡A ver si el arquitecto te ha convertido en una remilgada!

—¿Tú eres imbécil o eres imbécil?

—Perdona, perdona, ya me conoces…

—Cambiemos de tema, por favor.

—Pues me piré a vivir a Londres dos años, me lié con una bailarina belga, nos vinimos aquí los dos, fue un auténtico desastre y, desde entonces, nada fijo. Me he acordado muchas veces de ti, Nata, de lo atolondrados que éramos, de la libertad con la que vivíamos todo. Yo lo recuerdo como algo muy, muy intenso…

(Intensísimo, sí. Venías a buscarme a la puerta de la facultad con la Vespa aquella que habías heredado de tu padre y nos pirábamos por ahí al Retiro o a tomar birras por Moncloa, o nos metíamos en un museo porque había una exposición rarísima que querías ver, y nos besábamos en cada calle, en cada esquina y en cada bar. Hacíamos el amor constantemente y, de vez en cuando, te marcabas en la cama un poema de Félix Grande, porque decías que nosotros también éramos animales y hacíamos el amor por instinto y me ibas olfateando todo el cuerpo y yo no podía parar de reír. Éramos dos seres profundamente apasionados y estábamos enamorados el uno del otro, o eso creíamos, porque lo cierto es que cuando aquello se fue pasando llegaron unos meses infernales. Empezaste a ligar con otras tías sin ningún pudor delante de mí, te decía que lo dejáramos para que pudieses hacer lo que te diera la gana, cuando lo dejábamos me pedías que volviéramos, luego lo volvíamos a dejar. A veces creía que iba a enfermar. Por primera y única vez en mi vida me mataban los celos. Tenía celos hasta del aire. Entraba en un bar y, en lugar de mirar a los tíos, miraba a las chicas que creía que podían gustarte. Si eran rubias porque eran rubias, si eran morenas porque eran morenas, si eran delgadas porque eran delgadas, si tenían curvas porque tenían curvas. Las odiaba a todas. Tú tampoco me dejabas respirar. Cada vez que nos separábamos te volvías loco pensando que podía enrollarme con otro, me llamabas de madrugada o me esperabas en la puerta de los bares con tu moto. Me acostumbré a vivir de aquella manera y durante un tiempo incluso pensé que podríamos seguir así durante toda la vida, hasta que una noche me encontré con un amigo que hacía mucho que no veía y me dijo que tenía una mirada infinitamente triste. «¿Qué te están haciendo, Nata?», me preguntó. Y al día siguiente, te dejé.)

—Intensísimo, Diego. Otra cosa no sé, pero intenso, fue.

—Y míranos ahora… Después de tanto tiempo, aquí estamos sentados en esta terraza, delante de esa fuente del parque… Mola la fuente, ¿eh? No le quitas ojo. Siempre me flipó la forma que tienes de mirar, de mirar el mundo… y de mirarme a mí. Y sigo flipando.

(A ver, tronco, que no. Que ya no caigo.)

—Anda ya, no digas tonterías, Diego, que han pasado más de diez años.

—Pues estás igual. Mejor, estás mejor.

—Anda, idiota, vamos a pagar, que tengo que irme.

—¿Me invitas, no? Voy sin un duro.

—Tú sí que sigues igual, tío. Tienes un morro que te lo pisas.

—Mira, para que no digas, tú me invitas a las cervezas y yo te regalo un libro. Sales ganando. Te doy este que acabo de pillarme… Déjame un boli, que te lo dedico.

Garabateó algo en la primera página y me lo entregó.

—¿Sigues con tu móvil? ¿Puedo llamarte algún día?

—Cuando quieras.

Jamás me llamará.

—Estupendo. ¡Ciao, Nata!

—¡Ciao, Diego!

Me ha regalado el libro de canciones de Leonard Cohen. ¡Qué pesado! Siempre tuvo ese punto viejuno y melodramático. He leído la dedicatoria que me ha escrito en la primera página: «Por este encuentro tan esperado y tan inesperado. Diego S.» Me ha hecho gracia volver a ver su letra, con las eses dibujadas al revés, de abajo arriba, que siempre pensé que le daban un aire artístico a cada cosa que escribía.

Lo que es la vida. Hacía años que no sabía nada de Diego y en el fondo me ha hecho ilusión verlo, porque fue un tío importante para mí aunque se portara como un cabrón. Qué jodido el tiempo. Todo lo cura.